Respuestas
Si la idea era hacer las paces con las hermanas Extrañas, Don tenía todavía un largo camino por delante. Y el comienzo sería aquel jardín cubierto de hojas.
No había ningún coche en su garaje. En cambio, contenía el grupo más limpio de herramientas de jardinería que Don había visto jamás. ¿Qué hacían, lavarlas con friegaplatos después de cada uso? Cada herramienta tenía un estante propio o un gancho para aguantarla en la pared. Nada tocaba el suelo. El único signo de que no mantenían el garaje según sus criterios normales eran un par de telarañas, pero tan nuevas que ni siquiera tenían bolsas de huevos ni más de un par de cadáveres de bichos. Si estas señoras se hubieran quedado en la mansión Bellamy, nunca se habría deteriorado.
El rastrillo estaba colgado en la pared. Don lo cogió, se lo cargó al hombro y se lo llevó al patio delantero. A su cuerpo no le gustó rastrillar, no hoy, no después de los esfuerzos de ayer, pero perseveró y después de un rato molestias y dolores remitieron y se convirtieron en el trance del trabajo. Ya tenía callos en las manos. Le sentaba bien saber que el trabajo había formado su cuerpo. Cuando era contratista general, y construía casa tras casa, el verdadero trabajo físico era sólo un hobby para él, como dedicarse a la marquetería en el garaje. No tenía callos entonces. Los últimos años, antes de que su esposa lo abandonase, incluso había empezado a criar barriguita. También eso había desaparecido. No tenía los músculos construidos de un culturista. Tenía el cuerpo que formaba el trabajo honrado, y había aprendido a reconocerlo en otros hombres, y a respetarlo. Y a gustarle el suyo. Se sentía bien en esta piel.
Terminó el trabajo. Las hojas quedaron apiladas en la acera. Se apoyó un momento en el rastrillo, y la puerta principal se abrió. No sólo una rendija, y no sólo para cerrarse de golpe en su cara. Miz Judea y Miz Evelyn estaban allí, esperándolo. Saludó.
—Tengo que guardar este rastrillo.
Ellas cerraron la puerta mientras él rodeaba la casa para ir al garaje.
Sin saber cómo se las apañaban para que sus herramientas estuvieran tan perfectamente limpias, Don se contentó con quitar todas las hojas que quedaban en el rastrillo antes de volver a colgarlo en su sitio. Usó ese puñado de hojas para eliminar las telarañas. Luego lanzó las hojas por encima del seto a su propio patio. Allí había espacio de sobra para las arañas. No necesitaban perturbar la perfección del garaje de las hermanas Extrañas.
La puerta trasera estaba entornada, esperándolo.
Entró. Miz Judea, con aspecto muy cansado y anciano, fregaba lentamente los recipientes de plástico que contenían la comida que Don les había comprado.
—¿Estaba buena? —le preguntó.
Ella tan sólo lo miró tristemente y continuó fregando.
Miz Evelyn llegó desde la sala de estar, con un plato de galletas.
—Lo tenía preparado para usted en la salita, pero entonces recordé que no le gusta a usted entrar allí cuando está sucio de trabajar.
A Don le rompió el corazón verla caminar como una anciana, pasito a pasito, equilibrando el plato en una mano.
—Oh, señoras —dijo—. Lamento muchísimo haberlas metido en todo esto.
Miz Evelyn negó con la cabeza.
—Todo empezó antes de que usted naciera.
En el fregadero, Miz Judea empezó a tararear una melodía que Don no reconoció. Al principio se preguntó por qué cantaba esta canción en este punto de la conversación; entonces se dio cuenta de que no estaba prestando ninguna atención a lo que decían. Tarareaba porque le apetecía.
—Muchas gracias por recoger nuestras hojas —dijo Miz Evelyn.
—Tenía un motivo.
—Oh, y por el almuerzo también. A Gladys le gustó. Echa de menos la comida de los supermercados. ¿Puede creérselo?
—Demasiado vinagre en todo —dijo Miz Judea. Así que estaba escuchando.
—Tal vez así evitan que se ponga mala en el expositor —dijo Don.
—Tal vez no saben cocinar —repuso Miz Judea—. Gladys no distinguiría una buena comida aunque le mordiera el culo.
—Vamos, vamos, Judy, no hables así de tu querida prima —dijo Miz Evelyn.
—Zorra hambrienta —dijo Miz Judea.
—Es la casa la que tiene hambre, Judy, y lo sabes.
Miz Judea asintió.
—Estoy cansada.
Miz Evelyn se volvió hacia Don para explicarse.
—La casa es muy fuerte ahora.
—Me desperté soñando con ella —dijo Miz Judea—. Cinco veces en la noche. Soñé que había un baile allí. Lo vi bailar a usted, joven. Con una garza.
—¿Una qué? —preguntó Don.
—Una garza. Un ave de patas largas.
—No era una garza.
—¿Del sueño de quién hablamos, muchacho? —preguntó ella.
—Creí que no era un sueño —dijo Don—. Porque estuve bailando allí esta madrugada. Hasta el amanecer.
—Está demasiado solo, muchacho —dijo Miz Judea.
—Entiendo que no bailaba solo —dijo Miz Evelyn.
—No, solo no.
—¿Quién tenía allí? —preguntó Miz Evelyn.
—Ella estaba allí cuando llegué. Una chica. Una mujer.
Miz Judea pareció escéptica.
—Gladys nunca dijo nada de ninguna mujer.
—No es una… Su cuerpo quedó en un túnel bajo el patio trasero. Hace unos diez años.
—Santo Dios —dijo Miz Evelyn—. ¿Nos está diciendo que es un fantasma?
Don asintió.
—Se vuelve más fuerte con la casa. No comprendí nada de lo que me dijeron ustedes. Pero cuanto más trabajaba en la casa, más sólida se volvía ella. Hasta pude sentirla en mis brazos mientras bailábamos. Pero sólo es real dentro de la casa.
—¿Espera que nos creamos esa chorrada? —preguntó Miz Judea.
—Calla, vieja foca —dijo Miz Evelyn. Se volvió hacia Don—. Sólo trata de desquitarse por no creemos antes.
—No se lo reprocho.
—Bueno, ¿a quién más iba a reprochárselo? —preguntó Miz Evelyn—. ¡Puede que seamos viejas y débiles y estemos pasándolo mal, pero seguimos siendo responsables de lo que decimos, espero! No estoy preparada para los muchachos de las batas blancas, se lo aseguro.
—Señoras, necesito su ayuda.
Miz Judea se volvió hacia él, tan rápido que el agua jabonosa voló de sus dedos.
—¿Y cómo se supone que va a ser, señor Lark? Nosotras le decimos lo que necesita, y luego usted va y hace lo contrario, ¿no? ¡Así es como se ayuda la gente mutuamente!
—Vamos, Judy. ¿No ves que lo lamenta?
—Míreme las manos —dijo Miz Judea. Temblaban tan violentamente que era sorprendente que pudiera lavar los platos sin que se le cayeran—. ¿Lo lamenta lo suficiente para compensar esto?
—Todo lo que quiero es encontrar un medio de enmendarlo todo. He dejado de renovar la casa.
—¿Cuándo? —dijo Miz Judea—. Derribó esas paredes falsas ayer por la tarde y durante toda la noche. Gladys estuvo todo el rato llorando, diciendo: ¿Es que no tiene que dormir? ¿Cuándo va a dormir ese muchacho? Todas estábamos tan desesperadas por dormir que casi nos rendimos, casi estuvimos a punto de cruzar el patio y llamar a la puerta y entregarnos de nuevo a ese sitio.
—Ni siquiera estuvimos a punto —dijo Miz Evelyn—. Sólo hablamos del tema. Nadie iba a hacerlo.
—Gladys no puede hacerlo —dijo Miz Judea—. Es el único motivo por el que no lo hicimos. Su magia no sirve de mucho ahora que la casa es tan fuerte. Continúa día tras día, año tras año. ¿Qué crees que puede hacer esa pobre mujer?
—No es él, Judy. Es la casa. No te confundas.
—Tiene que haber un modo de liberarlas a ustedes sin destruir a Sylvie.
—¿Así es como se llama esa fantasma que tiene? —preguntó Miz Evelyn.
—¿No se le ha ocurrido que si derriba la casa también ella quedará libre? —preguntó Miz Judea.
—Si es la mejor solución, y ella está de acuerdo, es lo que haré —contestó Don—. Pero ninguno de nosotros quiere.
Ellas lo miraron en silencio un momento.
—¿Qué te parece? —dijo por fin Miz Evelyn. Al mismo tiempo, Miz Judea comentó:
—¿Pues no va y se enamora de un fantasma?
—No supe que era un fantasma hasta después.
—¿Después de qué? —preguntó Miz Evelyn, todo curiosidad.
—Después de que empezara a quererla.
—Empezar a quererla —repitió Miz Evelyn—. ¿No te parece un encanto, Judy? ¿Oyes a alguien hablar así hoy en día?
—Cierra el pico, fulana tonta —dijo Miz Judea—. No hay nada anticuado en el amor. Pero me alegra saber que está sufriendo un poquito también.
—Judy, al Señor le duele oírte hablar así. —Miz Evelyn se volvió hacia Don para pedirle disculpas—. En realidad no le desea que sufra, señor Lark.
—Pero tiene razón —dijo Don—. Tal como están las cosas ahora mismo, todo el mundo sufre menos una persona.
—¿Quién? —preguntó Miz Judea, como si pretendiera buscar a esa persona y abofetearla.
—La mujer que mató a Sylvie.
De repente, Miz Judea sonrió.
—Oh, ahora entiendo el juego. Por eso ha venido usted aquí. Para encontrar un modo de pillar a esa asesina.
Don no tenía ni idea de lo que la anciana estaba imaginando. ¿Muñecos vudú? ¿Un veneno fatal?
—No sé por qué he venido —dijo—. Excepto que tal como hablan ustedes de Gladys, me pareció que tal vez supiera qué debo hacer.
Miz Evelyn pareció escandalizada.
—¿Hablar con Gladys? ¿En persona?
—Bueno, no tengo teléfono.
Las dos mujeres se retiraron al fondo de la cocina y deliberaron un momento. Don se comió una galleta mientras esperaba. Estaba muy buena. ¿Cuándo tenían tiempo para hornearlas, tan agotadas como estaban? ¿Y cuántas de estas galletas se comía Gladys de una sentada?
—Tenemos que preguntárselo —dijo Miz Judea, cuando dejaron de cuchichear.
—Pero es tan difícil subir y bajar las escaleras ahora —dijo Miz Evelyn—. ¿Le importaría ayudarnos a subirlas? Tendrá que esperar en la puerta de la habitación de Gladys. Y será mejor que la llame señorita Gladys, aunque nosotros no lo hagamos. Somos mayores que ella, pero usted desde luego no.
—Prometa que no entrará hasta que ella lo diga —dijo Miz Judea.
Don accedió de inmediato, pronto cogió a Miz Judea de un brazo y a Miz Evelyn del otro, y las ayudó a subir las escaleras, que eran amplias, pero no tanto para permitir que los tres subieran sin dificultad. Las dos se agarraban a su brazo, tan débiles estaban. A Don le dolió sentir lo livianas y frágiles que eran. Es por mi causa, pensó.
No, la edad hizo esto, y la casa. Yo sólo las empujé un escalón más.
Una vez arriba, Miz Judea desapareció en el dormitorio de la izquierda, el dormitorio cuyas cortinas Don había visto abrirse tantas veces, cuando ellas aún tenían fuerzas para espiarlo. En cuanto la puerta se cerró, Miz Evelyn se acercó a él.
—Tiene que ser amable con esa chica —dijo.
—¿Con la señorita Judea?
—No, tonto. Con Gladys. No la mire como si fuera una atracción de feria. Porque está así por nosotras. Tiene que comer para conseguir fuerzas para combatir a esa casa. Sólo que para combatir a la casa no gasta calorías, si entiende lo que quiero decir.
—Está gorda —dijo Don.
—Oh, está mucho más que gorda, pobre muchacho. ¿Gorda? Ni se imagina —Miz Evelyn sacudió la cabeza—. Recuerde que se lo debemos todo. Yo especialmente. No tenía que aceptarme. Vino a por Miz Judy, su prima, ¿sabe? Gladys era apenas una chiquilla flacucha, catorce años entonces. Cogió sola el tren en Wilmington, y eran tiempos difíciles para que una chiquilla negra viajara sola, puede apostarlo. Pero llega y rechaza a esa casa como un predicador expulsando a Satán. Entonces pronuncia nuestros nombres y dice: «Salid», como Jesús llamando a Lázaro. Y Miz Judy y yo sentimos que se nos quitaba un peso de nuestros hombros como si fuéramos libres por primera vez desde que nacimos. Esa chiquilla flacucha.
—¿Cómo pudo hacer ella lo que ustedes dos no pudieron?
—Oh, aprendió las antiguas artes. Algunos de los negros trajeron consigo secretos de África. Los pasaron de madres a hijas, de tías a nietas. Gladys conocía las viejas artes, y descubrió unas cuantas por su cuenta. Y yo dije: «¡Somos libres!», y Miz Judy empieza a reírse tan fuerte que llora de alegría, pero Gladys nos mira con mala cara y dice: «Ese hechizo es el mejor que conozco para lo que os aflige, y sólo dura una hora o así. Tengo que seguir lanzándolo una y otra vez, o esta casa os absorberá de nuevo». Y veo que le habla sólo a Miz Judy, no a mí, y lo comprendí. Ni siquiera le pedí que me llevara. Pero tenía que despedirme de Miz Judy, y empecé a llorar, pero no pedí favores. Y Miz Judy lloraba también, pero no pensó que a Gladys le importara un pepino una palurda blanca como yo, así que tampoco lo pidió. Pero Gladys se levanta y dice: «¿Piensas pasarte toda la vida aquí?», y yo digo: «Rezo para que no, todas las noches y todas las mañanas». Y ella dice: «Todo lo que tenéis que hacer es estar juntas, cerca de mí, y puedo manteneros fuera de esta casa». Y mantuvo su palabra. Así que muéstrele respeto a esa muchacha, Don Lark. ¿Me oye?
—La oigo, señora, y obedeceré.
—Ya era hora de que empezara a hacerlo —dijo ella, sin ningún asomo de humor.
La puerta se abrió y salió Miz Judea.
—Dice que pase.
En la habitación las cortinas estaban echadas, y a la luz de una sola lámpara que había junto a la cama Don tardó un momento en advertir que el montón de almohadas sobre la enorme cama que casi llenaba el cuarto no eran almohadas. Era el enorme cuerpo de una mujer negra, la cara deformada con papadas y pliegues de grasa, los brazos extendidos casi completamente a los lados, sostenidos por los rollos de grasa.
Don trató de no mirar el cuerpo. Mírala a los ojos, eso es todo, no veas más que sus ojos.
Eran buenos ojos. Ojos amables. Cansados, pero con buena intención. Y miraban a Don.
—Ha tardado bastante en creemos —dijo Gladys. Su voz era grave y ronca. La voz de una mujer recién sacada de un sueño que no fue suficientemente largo.
—Las creo. Pero no sé qué hacer ahora.
—Derribe la maldita casa —dijo Gladys—. Se lo dijimos desde el principio.
—¡Es lo único que mantiene viva a Sylvie!
—Disculpe a una chica ignorante del país del tabaco, pero me parece que esa muchacha ya está muerta.
—Pero no debería estarlo.
—Hay un montón de cosas que no deberían ser —dijo Gladys—. Yo debería estar en casa y tener a estas alturas unos cuarenta nietos. Su hijita debería tener cuatro años y medio. Claro que esa chica debería estar viva. Así funciona el mundo de Dios.
—Dios espera que hagamos bien las cosas cuando podemos.
—¿Qué sabe usted de lo que Dios espera?
—Sé tanto como usted sobre Dios —dijo Don—. Lo que no sé es de casas.
Tras él, las hermanas Extrañas susurraban, instruyéndolo.
—No sirve de nada enfadarla.
—Cuidado con lo que dice, señor Lark.
Una lenta sonrisa se extendió por el rostro de Gladys.
—Creo que la palabra engreído se inventó para que pudieran aplicársela a usted.
Don no se molestó en contestar a eso. Lo que importaba era que tenía su atención.
—Señorita Gladys —dijo—, ¿qué tiene esa casa? ¿Por qué es tan fuerte?
—¿Y usted me lo pregunta? ¿Usted, un constructor de casas?
—He construido un montón de casas sólidas en mi vida, pero ninguna de ellas tenía ese tipo de poder.
—Vamos, señor Lark. No diga esas mentiras. Sabe en el momento en que entra en una casa cuál tiene poder y cuál está muerta. Las poderosas parecen propias en el momento en que se entra en ellas. Siente que recuerda haber vivido allí aunque no lo haya hecho nunca. Pero las muertas no son más que paredes y suelo y techo, sólo materiales.
Ahora que ella lo mencionaba, Don había sentido eso en todas las casas en las que había entrado. Algunas le hacían sentirse bienvenido, y otras lo repelían.
—¿Entonces qué marca la diferencia? ¿Un buen diseño? ¿La mano de obra?
—Eso es parte —dijo Gladys—. Ése es el principio. La mala calidad nunca cobra vida. Pero la casa tiene que ser única. Si se construyen un montón de casas todas iguales, hay que repartir la vida de una sola casa entre cien o cincuenta.
Así sucedía con las urbanizaciones. No era extraño que Don odiara trabajar con diseños previos. Le parecían muertos incluso antes de que empezara el trabajo.
—Única, conformada para encajar con la gente que vive allí. Y la primera gente que vive en una casa, oh, es más importante que el resto. Hay amor allí, padres cuidando a sus hijos, gente trabajadora que se preocupa por la casa, invitados que llegan y se sienten bienvenidos, gente que entra y sale todo el tiempo… esa casa obtiene un corazón, obtiene un alma, obtiene un nombre, el nombre de ellos. El carpintero construye las vigas, pero la gente le da el aliento de vida. Coges una fea casita de campo, mal construida, como hay diez mil más, y si la primera gente que vive en ella la llena de buena vida, habrá algo de fuerza en esa casa, al menos un poco.
—Así que realmente es la casa de los Bellamy. Aunque ellos lleven muertos mucho tiempo.
—Tiene su nombre, late con sus corazones. Sentí su amor en el momento en que entré en ese lugar. Me entristeció cómo la fuerza de ese amor se retorció con las cosas feas que hizo gente mala cuando mi prima Judea entró a trabajar allí de puta. Robaron esa casa, convirtieron ese nombre en una mentira. No había ningún amor allí, ninguna alegría. Ya no era la casa Bellamy.
—¿Cómo quedaron atrapadas en la casa?
—No es la casa la que las atrapa, son ellas las que se pegan a la casa.
—¿Entonces depende de la persona? —dijo Don—. ¿Pero por qué ellas?
—¿Cree que no me lo he preguntado? Le diré lo que creo. Y es sólo una suposición, señor Lark. Es la gente que más necesita una casa la que se queda atrapada en una casa fuerte. Dolor y pérdida hacen que te quedes atascado en un lugar como ése. Vergüenza y culpa, eso te mantiene, eso te atrapa. Mi prima Judea se quedó preñada de su tío Mack, y le quitaran el bebé antes de que emitiera un sonido, nunca lo llegó a ver, y luego se escapó cuando sus padres la llamaron puta del tres al cuarto, y acabó aquí, donde aquello se cumplió. Todo está aquí, dolor y pérdida, vergüenza y culpa. Aquel bebé tampoco fue adoptado. Lo ahogaron como a un gato. Ella me lo dijo antes de que naciera, me dijo: Gladys, será mejor que me escape, van a hacerle daño a mi bebé. Pero nunca se escapó, ¿verdad, prima Judea?
—No —dijo Judea en voz baja.
—Así que se quedó atrapada en esa casa. Su necesidad era fuerte, aquella casa era fuerte, como dos imanes.
Don se volvió hacia Miz Evelyn.
—¿Y usted?
—Eso no es asunto de nadie —contestó Miz Evelyn, sombría.
—Oh, vamos, Evelyn, vamos a pedirle ayuda a este hombre para que nos ayude a librarnos de esa casa —dijo Gladys.
—No tiene que saberlo todo —dijo Miz Evelyn.
—Digamos que Evelyn sabía dónde estaba la escopeta, y dónde estaba su marido, y con quién. Digamos sólo eso. Tuvo que salir pitando de las montañas antes de que el sheriff encontrara los cadáveres. Todavía estaban calientes cuando acabó aquí y se escondió en esa casa. Dolor y pérdida y vergüenza y culpa.
—¿Y por qué yo no estoy capturado? —preguntó Don.
—Tiene el dolor, tiene la pérdida —dijo Gladys—. ¿Pero de qué está avergonzado? ¿De qué es culpable?
—No salvé a mi hija cuando pude.
—Y un cuerno, muchacho, sabe que no pudo salvarla. Sabe que hizo todo lo que Jesús le permitió hacer. Puede pensar que se siente avergonzado, pero no. En el fondo de su corazón, sabe que lo hizo todo.
—No sabe usted lo que siento —dijo Don.
—Sé que si fuera culpable, esa casa lo absorbería.
Don tenía que pensar en esto. En lo que significaba para Sylvie. Se acercó a la ventana que daba a la casa y abrió las cortinas.
—Por favor, no —dijo Miz Judea.
—No, dejadlo —dijo Gladys—. Pero no miréis.
¿Qué había de Sylvie? Conocía su dolor y su pérdida. ¿Pero y la vergüenza? ¿Y la culpa? Creía que había matado a Lissy. Y por eso la casa la retuvo. Pero ahora que sabía que no…
—La chica de al lado —dijo Don—. Sylvie Delaney. Creía que había cometido un asesinato, y por eso sentía la vergüenza y la culpa. Pero ahora sabe que no lo hizo. Que fue a ella a quien asesinaron.
—Un poquito lenta, ¿no? —dijo Gladys, divertida.
—Inocente, eso es lo que es —contestó Don—. Y ahora que lo sabe, ¿aflojará la casa su tenaza sobre ella?
—Tal vez no se lo ha dicho, señor Lark —dijo Gladys—, pero esa casa ya la está dejando ir poco a poco. Se desvanece. Bien podría derribar todo ese lugar. Para ella ya no importa.
Don se sentó en el alféizar de la ventana, abatido.
—La encuentro y luego la pierdo.
—¿Por qué está tan triste? —dijo Gladys—. Ella va a ser libre ahora. Puede ir a casa con Jesús.
—Llámeme egoísta, pero quería que fuera a casa conmigo.
—Muéstreme dónde se dice en el plan de Dios que un hombre se puede casar con una muchacha muerta. Muéstremelo.
—Muéstreme dónde dice que un hombre y una mujer que se enamoran no pueden casarse porque uno de ellos está muerto.
—Le diré dónde. El Buen Libro dice que en el Cielo ni se casarán ni estarán casados.
—Bueno, ¿qué demuestra eso? Sylvie no está en el Cielo.
Don se levantó y se arrodilló al pie de la cama de Gladys, para poder mirar directamente a sus ojillos encogidos.
—Señorita Gladys, todo esto está mal. Esa casa es hermosa y está llena de amor… ¿por qué debería atrapar a la gente por la fealdad de sus vidas?
—Nada necesita tanto la belleza como los feos.
—Pero no es bello para ellas. Para Miz Judea y Miz Evelyn. Si lo fuera, todavía estarían allí, y las haría muy felices.
—Se torció —dijo Gladys—. El hombre que la convirtió en una casa de putas tenía todo tipo de fealdad en el corazón. Le digo que la fuerza viene de la primera familia que vivió allí. Pero después de eso, la casa toma el alma del dueño.
—¡Y el dueño ahora soy yo!
—Demasiado tarde —dijo Gladys—. Demasiado tarde para nosotras. Tal vez dentro de diez años, usted será tan bueno que esa casa volverá a ser decente. ¿Pero cree que seguiremos vivas? Además, señor Lark, es una apuesta muy grande. Si es usted lo bastante bueno para deshacer el mal de la casa, o si la casa es lo bastante mala para deshacer su bondad.
—No quiero derribarla —dijo Don—. Es demasiado hermosa.
—Hermosa de mirar. Pero si hace cosas feas, entonces toda esa belleza es mentira.
—Pero no está haciendo cosas feas —dijo Don—. No, escúcheme. La casa fue mala cuando creyó que yo iba a derribarla. Aún tengo un chichón en la cabeza para demostrarlo. Pero luego robó mi palanqueta y cuando fui a buscarla, estaba detrás de la caldera de carbón. Justo donde estaba la entrada del túnel. Eso fue lo que me hizo verlo. Por eso encontré allí el cadáver de Sylvie, y descubrimos la verdad. ¡No puede decirme que la casa es mala cuando hizo eso!
Gladys sacudió la cabeza, lo cual movió todo su cuerpo e hizo temblar la cama.
—Pobre hombre, lo intenta con tantas fuerzas…
—No se burle de mí. Dígame qué tiene de malo lo que he dicho.
—Ha sido la casa de Sylvie todos estos años, señor Lark. La casa es mala, sí. Hace lo que Sylvie quiere. No lo que quiere en su mente, sino en los lugares secretos y oscuros. Ella quiere ser culpada por sus crímenes. Así que… la casa lo condujo a usted allí. La traicionó.
—¡Pero no cometió ningún crimen! ¡Y si la casa sabe tanto, también sabía eso!
—El túnel no es parte de la casa, señor Lark. Es mucho más antiguo. Un buen lugar. Un lugar de libertad. El túnel le mostró a usted la verdad. Pero la casa sólo sabía lo que sabía Sylvie. Ahora está intentando hacer que odie usted a Sylvie. Es lo que ella pensaba: si bajaba por ese túnel y veía lo que había allí, la odiaría. Traición y malicia, señor Lark. Eso es lo que obtuvo la casa de todos esos años que fue de ese hombre malo y sus malos hijos.
Don pensó en cómo había tenido que pagar una extorsión al último dueño.
—Supongo que ninguno de los dueños fue muy agradable, no desde los Bellamy.
—Esa chica muerta es bastante agradable —dijo Gladys—. Ha estado suavizando esa maldad. Hizo mi trabajo un poco más fácil. Por eso Miz Evelyn y Miz Judea podían salir y trabajar en el jardín. Hasta que usted empezó a arreglar cosas.
—Señorita Gladys, agradezco todo lo que me ha explicado. Pero la gran pregunta sigue flotando en el aire. ¿Qué puedo hacer para enmendar las cosas?
—Y mi respuesta sigue flotando también. Derribe esa casa.
Don pudo sentir a Sylvie deslizándose entre sus dedos.
—No —dijo—. No hasta que haya hecho… algo.
—¿Qué?
—Tengo que enmendar las cosas.
—No puede.
—¡Si Sylvie va a desvanecerse haga lo que haga, entonces le aseguro que no lo hará sola!
—Si está pensando en matarse, sea amable y derribe la casa primero, ¿quiere? —dijo Gladys.
—No voy a matar a nadie.
—Me está matando a mí ahora mismo. A mí y a estas señoras. Mire cómo no pueden apartar los ojos de esa casa.
Era cierto. Miz Evelyn y Miz Judea se habían acercado las dos a la ventana y tenían las caras apretadas contra el cristal, como niñas pequeñas.
—Cierre esa cortina, señor Lark —dijo Gladys.
Don se acercó a las hermanas Extrañas y corrió las cortinas con delicadeza. Miz Evelyn lloraba en voz baja, y parecía que Miz Judea había perdido las esperanzas de vivir. Gladys tenía razón. Esto no podía continuar.
—Gracias por su ayuda —dijo. Y había sido una ayuda, en efecto. Sabía más. Saber era mejor que no saber.
Pero no mucho.