McCoy
Había un montón de McCoys en la guía telefónica de Greensboro. Llamar desde una cabina del supermercado, a veinticinco centavos por llamada, fue un trabajo tedioso.
La misma conversación, una y otra vez.
—Estoy buscando a la familia de Lanny McCoy… Debió de estudiar en la facultad de la UNCG allá por el 85… No, no llegué a conocerlo, pero mi esposa sí… Disculpe la molestia… Gracias por hablar conmigo… Lo siento… Familia de Lanny McCoy que fue a la UNCG en el 85…
Después de haber dormido sólo unas cuatro horas, Don tenía problemas para permanecer despierto entre llamadas. Y para escuchar lo que decía la gente. Un chico adolescente pasó hablando ruidosamente con su novia.
—¡Expediente X es una mierda! ¡El gobierno no podría tener en secreto material sobre los ovnis porque el gobierno no sabe guardar un secreto, y punto!
Don casi no pudo oír la suave voz que decía al otro lado del teléfono:
—¿Lo conocía usted?
Hubo una pausa en la conversación antes de que Don se diera cuenta de que tal vez había encontrado algo.
—En realidad, yo no —dijo—. Mi esposa. Era buena amiga suya y de su novia de aquella época, ¿cómo se llamaba? ¿Missy? ¿Lissy?
—Oh, sí, aquella simpática chica, pobrecita.
—¿Pobrecita?
—Tan desolada. Oh, no lo sabe usted, ¿verdad? Claro que no. Lanny se marchó. Hace tantos años.
—¿Se marchó?
—Usted no… no lo ha visto, ¿verdad?
—No, señora. Lo siento.
—No puedo evitar albergar esperanzas. Una tontería, ¿no? Esperar que una llamada telefónica caída del cielo…
Lo tenía. Y no llegaría a ninguna parte por teléfono.
—Señora McCoy, no pretendo molestarla, pero ¿puedo pasarme a verles?
—Oh, me encantaría.
En cuanto le dijo la dirección, Don supo media historia de la familia. Era una diminuta casa prefabricada en una calle de casas prefabricadas, en un barrio construido por Cone Mills para sus obreros textiles. Una estrategia para expulsar a los sindicatos. El patrono paternalista proporciona vivienda a los obreros y éstos se sienten agradecidos; mientras tanto, los agitadores laborales son desahuciados, no sólo despedidos, de modo que sus familias se quedan en la calle. Un incentivo negativo muy efectivo. Pero cuando los tiempos cambiaron, la compañía vendió las casas a los trabajadores a buen precio, y ahora esas familias y sus hijos o nietos mantenían patios inmaculados en torno a aquellas casas diminutas, y su trabajo insistía en que el tamaño de las casas no tenía nada que ver con la clase de gente que vivía dentro. Era gente sólida, trabajadora, la sal de la tierra. Y que una de estas familias enviara a un hijo a la universidad seguía siendo algo importante, incluso en los días de préstamos estudiantiles y ayuda financiera gubernamental. Lanny debía ser quien portaba el honor de la familia McCoy, su esperanza, su ambición.
El señor y la señora McCoy eran ambos blancos, de cincuenta y tantos años, canosa ella, camino de las canas él. Lo condujeron a un diminuto salón lleno de muebles cubiertos de pañitos y encajes. La repisa de la chimenea estaba llena de adornos, incluyendo un par de Hummels y un Lladró que debían ser los indicadores de las ocasiones especiales. El orgullo de la casa en el centro de la repisa lo ocupaba una foto enmarcada de un joven de pelo largo y gran sonrisa. En cuanto Don se sentó, el señor McCoy cogió el retrato y se lo tendió.
—Éste es nuestro Lanny —dijo—. Es su foto de graduación en el instituto.
—Guapo chaval.
—Fue el primero de la familia en ir a la universidad —dijo la señora McCoy—. Y estaba con aquella chica tan simpática… Estábamos seguros de que acabarían casándose.
—Nunca se sabe —dijo el señor McCoy, sacudiendo la cabeza.
—¿Chica simpática?
—La mencionó usted al teléfono. Felicity Yont.
—Lissy —dio el señor McCoy.
—¿Entonces no se casaron? —preguntó Don—. Todos dábamos por hecho que lo harían.
—Le rompió el corazón —dijo la señora McCoy—. Ella vino aquí 11orando a contamos cómo se había escapado con su compañera de piso.
Se escapó con… Ésta no era la historia que Don esperaba oír.
—Una serpiente, eso es lo que era —dijo el señor McCoy—. ¿La bibliotecaria le roba al novio? Qué chiste.
—¿Y no saben dónde están viviendo ahora?
—No hemos vuelto a saber de él desde entonces. —La señora McCoy estalló en lágrimas.
Tras una delicada pausa para mostrar respeto por la pena de su esposa, el señor McCoy dijo en voz baja:
—Espero que no estén juntos. Una mujer así no es leal. Probablemente lo dejó plantado en alguna parte.
¿Qué podía decir Don? ¿Qué podía conseguir diciéndole que en realidad Lissy había asesinado a su compañera de piso, que sin duda no se había escapado con nadie porque todavía hechizaba la casa donde vivieron juntas?
El único sonido era el suave llanto de la señora McCoy. Su marido le dio un pañuelo.
—Lamento hacerles recordar de nuevo su pérdida —dijo Don.
—Oh, joven, pensamos en Lanny cada día.
El señor McCoy asintió con tristeza. Don sospechó que llevaba pañuelos solamente para tratar con las lágrimas de su esposa.
Don odiaba engañar a esta gente, pero era más amable que decirles la verdad.
—Mi esposa siempre supuso que Lissy y Lanny habían acabado juntos.
—Tal vez nuestro chico esté vivo, tal vez no —dijo el señor McCoy—. No sé qué le hicimos para que se marchara sin decir palabra.
Se levantó para no echarse a llorar también él. Así que tal vez el pañuelo no era sólo para ella.
—Supongo que le hemos decepcionado —dijo.
Don sabía entender una insinuación. Además, ya había descubierto lo que necesitaba. No conseguiría ninguna dirección de esta gente.
—Agradezco su tiempo. Lamento que… Lo siento.
Se levantó, le estrechó la mano al señor McCoy, y dio el paso que necesitaba para alcanzar la puerta.
La señora McCoy se puso en pie.
—No lo lamente, joven —dijo—. No. Es bueno recordar a un hijo amado, aunque lo hayas perdido.
Don pensó en sus propias lágrimas, su propia ira, sus años de esconderse en casas viejas de sí mismo y del resto del mundo. El dolor que había sufrido… y sin embargo ella tenía razón.
—Lo sé —dijo Don. Casi les habló de Nellie. Pero no podía. En esa casa, sólo había que recordar la pérdida de un hijo. Había otros lugares donde el recuerdo de Nellie era el cimiento de la vida. Después de diez años, ellos aún derramaban lágrimas por su hijo. La pena nunca perdía su mordiente. Y sin embargo… habia nobleza en su sufrimiento. Su hijo aún vivía con ellos como una luz de bondad. Si Lanny estuviera aún allí, no tendrían la pena; pero tampoco tendrían la ilusión. Igual que Don no oiría nunca a una Nellie adolescente gritarle lo odioso que era, cómo intentaba arruinarle la vida. Nunca le estropearía el coche, nunca se pelearía con él por si debería o no debería llevar ese vestido a una cita. El hijo perdido continuaba siendo un sueño de hijo. Un dulce fantasma que acechaba el recuerdo. Las lágrimas no eran amargas para esta gente. Lo que sentían era una dulce pena. Lo habían perdido, pero una vez lo tuvieron, un hijo tan bueno, lo tuvieron y aún daba forma y significado a sus vidas.
No había pretendido aprender tanto de esta gente.
La señora McCoy se le acercó en la puerta, le cogió las manos y las tuvo en las suyas.
—Creo que lo sabe —dijo.
En la camioneta, mientras conducía por las calles de Greensboro, Don se encontró con el tráfico de adolescentes del instituto Page que corrían para llegar a Weaver Center para las clases especiales que ningún instituto de la ciudad podía permitirse impartir. Los chicos lo llamaban «las quinientas millas de Weaver», y conducían como locos. Don no iba exactamente a paso de tortuga por Elm, pero lo adelantaban a ochenta o noventa por lo que era, después de todo, una calle residencial en esta parte de la ciudad. Era un milagro que no se mataran más.
Se imaginó cómo habría sido hablar con Nellie cuando se sacara el carnet de conducir.
—No me importa lo tarde que llegues —le habría dicho—. Si te pasas treinta kilómetros por hora del límite impuesto en tres manzanas, ¿sabes cuánto tiempo ahorrarías? Exactamente nada. Pero mientras tanto, habrías puesto tu vida y la de los demás en peligro. Mejor llegar tarde. Siempre tarde. Nunca me enfadaré contigo por llegar tarde. Mejor llegar a salvo. Siempre a salvo.
Lo cegaron las lágrimas que derramó al pensar en esos términos, cuando imaginó la clase de padre que podría haber sido. El padre que no sería nunca. Aunque se casara con alguien y tuviera hijos, ninguno de ellos sería Nellie. Ese dolor no se aliviaría nunca. Además, mira de quién se había enamorado últimamente. De una mujer que no podía fiarse de sí misma con sus propios hijos. Y luego de una muerta. No, no estaba eligiendo exactamente la clase capaz de criar hijos. Nellie era la última. Porque sabía cuánto costaba perder a un hijo. No podía correr de nuevo ese riesgo.
Estaba claro, por supuesto, que Lanny McCoy estaba muerto. Que Lissy le hubiera contado a sus padres aquella historia de que se había escapado con Sylvie (¡qué ridículo imaginar aquello aunque Sylvie no estuviera muerta!) sólo podía significar una cosa. Lissy sabía que ninguno de los dos aparecería para contradecir su historia. ¿Cómo fue? ¿Le contó a Lanny lo que había sucedido, y luego a él le dio por decir que llamara a la policía y alegara defensa propia? Podía imaginárselo diciéndole con toda seriedad: «Te golpeó con una piedra, tuviste que defenderte». Pero Lissy sabía que el fiscal haría que un experto declarara que para estrangular a una persona había que agarrar el cuello de la víctima mucho, mucho tiempo. Estrangular no es un crimen pasional, diría. Es un crimen de frío odio. ¿Qué podría hacer Lissy entonces? Atrae a Lanny a alguna parte, tal vez incluso le dice que quiere enseñarle el cadáver, pero están en el fondo del barranco tal vez, y de repente tiene una piedra en la mano, le da un golpe en la cabeza.
O tal vez nunca llegó a contárselo. Sabía que no podía permitirse que nadie supiera lo de aquel túnel. El cadáver no podría ser encontrado hasta mucho después de que se marchara. Lanny nunca tuvo una oportunidad. Porque una mujer como Lissy no ama a nadie. Lanny era bueno por el sexo y las drogas. Pero sacrificable. Así que subió a la cocina y cogió un cuchillo y lo esperó cuando llegó. Por lo que Don sabía, su cuerpo bien podía estar en el fondo del túnel.
Entonces ella fue a ver a los padres de él y les contó una historia que los retendría durante algún tiempo. Unos cuantos días. Lo suficiente para escapar. Sólo que en vez de unos cuantos días los retuvo durante años. Porque Lanny nunca les había hablado del túnel. Y como la casa estaba cerrada, ¿por qué se les iba a ocurrir buscar en el sótano? No, el secreto de Lissy estaba a salvo en aquella vieja casa. Hasta ahora.
Tuvo que reírse de su propia pretensión. ¿Hasta ahora? Qué chiste. Su secreto seguía a salvo. Cierto, podía ir a la policía y decirles que había encontrado un cadáver en el túnel. ¿Pero cómo podía explicar nada al respecto? Todo lo que sabía, lo sabía por un fantasma. La mujer muerta no iba a ser una testigo aceptable. Nadie iba a tomarle declaración. Así que tendrían un cadáver y ninguna pista y eso sería todo. Probablemente ni siquiera descubrirían quién era. Sylvie nunca había sido declarada desaparecida, excepto ante los McCoy, y para ellos había desaparecido porque se escapó con su hijo. La historia del cadáver hallado en el sótano aparecería durante un par de días en el periódico local y la tele local (encontrarían un modo de obtener imágenes del cadáver para emitirlas), pero nadie haría nunca la conexión. O si lo hacían, no sacarían nada en claro. La pista estaba demasiado fría.
Lissy había acudido a los padres de Lanny y les había llorado mientras les contaba sus mentiras. Lloró como si le hubieran roto el corazón, cuando en vez de ello había asesinado a las dos personas que vilipendiaba. Don ardió de furia. Esta Lissy Yont incluso superaba a su ex esposa en maldad cuando declaró cómo el bebé no podía ser de Don porque él sólo se acostaba con sus secretarias en la oficina.
Llegó a Friendly Avenue y giró al oeste, pero en vez de dirigirse al sur hacia la zona de College Hill donde estaba la casa Bellamy, condujo hasta el supermercado donde había estado haciendo sus llamadas telefónicas. El enorme Harris Teeter nuevo (los expertos locales lo llamaban el Taj Ma-Teeter) tenía un buen servicio de alimentación. Entró y compró enormes cantidades de comida básica. La sopa del día en un recipiente del tamaño de una lata de pintura. Otro recipiente de ensalada de patata, otro de ensalada de fruta. Don recordó cuánta comida podía desaparecer escaleras arriba para consumo de Gladys. Tenía que hablar con las hermanas Extrañas, y por eso necesitaba una oferta de paz seria. Se detuvo en la pastelería y compró un pastel de queso. La comida no sería tan buena como la que ellas mismas preparaban, pero si estaban tan enfermas como había dicho esta mañana Miz Judea o quien fuera, se alegrarían de no tener que cocinar.
Don aparcó delante de la cochera en vez de hacerlo en la esquina junto a la casa Bellamy. Sacó las bolsas de comida de la camioneta y las llevó al porche.
Esta vez tardaron aún más en responder a la puerta. ¿La hora de la siesta? ¿O las dos estaban arriba con Gladys, y ahora estaban tan débiles que tardaban una eternidad en bajar las escaleras? Pero no iba a darse por vencido. Golpeó la puerta, llamó al timbre una y otra vez. Finalmente la puerta se abrió, y no una rendija. Miz Evelyn apareció allí, macilenta, encogida, los ojos inyectados en sangre y lo bastante furiosos para matarlo de una mirada.
—¿Quién demonios se cree que es? —exigió.
—Soy el almuerzo —dijo él, tendiendo las bolsas—. Es comida para llevar de Harris Teeter, pero es comestible y no tendrán que cocinarla.
—Después de lo que ha hecho…
—No las creí. Ahora lo siento, pero entonces no pude creerlo.
El rostro de ella era la viva imagen del desdén.
—Está muy bien ser escéptico cuando es otra gente la que paga el precio.
—Cómanse la comida —dijo él—. Descansen. Por favor, déjenme volver a hablar con ustedes.
—¿Por qué, cuando le hacen falta dos malditos meses para creer en lo que se les dice?
Pero aceptó la comida. Él se ofreció a llevársela hasta la cocina, pero la anciana arrugó la boca con expresión de disgusto. Claramente, ya no era bienvenido en esa casa.
—¿Puedo volver más tarde? —preguntó.
—Puede colgarse por lo que a mí me importa —dijo ella—. De hecho, hay cuerda en el cobertizo de atrás. Sírvase usted mismo.
Empujó la puerta con el culo y se la cerró en la cara.
No podía reprochárselo. Pero a pesar de sus duras palabras, había aceptado la comida. Y ahora sabía que las creía. Tarde o temprano le dejarían entrar y hacer sus preguntas.
Sólo cuando llegó a la puerta principal de su propia casa y Sylvie se la abrió de par en par, sólo entonces se dio cuenta de que no había comprado comida para ellos.
Lo cual era una estupidez. Ella no necesitaba comer. Él estaba desfallecido, tras el trabajo de ayer y además haberse saltado la cena. Pero podría tomar algo más tarde. Se sentó con Sylvie en el hueco de la escalera y le contó su conversación con los McCoy. Ella llegó a la misma conclusión.
—Lissy lo mató —dijo.
—Es un mal bicho, en efecto. Si tenías alguna duda sobre la diferencia moral entre vosotras dos…
—Sí —dijo Sylvie—. Ella mata para cubrir su crimen. Yo me escondo.
—Te escondiste para cubrir su crimen.
—Pobre Lanny. Era un gilipollas, pero podría haberlo superado.
—Me he dado cuenta de una cosa —dijo Don—. Un pequeño hecho sobre el asesinato que a menudo se pasa por alto. Siempre muere el hijo de alguien.
—Yo no —dijo Sylvie—. Yo no soy hija de nadie.
Él le cogió la mano. Ahora eres mía, estaba diciendo. No mi hija, sino mía. Para echarte de menos cuando te vayas, para cuidarte, para esperar que tengas cuidado.
—No sé qué hacer, Sylvie. No sé cómo encontrarla. No puedo imaginar que Lissy siga viviendo con su propio nombre. Le contó sus mentiras a los McCoy y luego se marchó. Podría estar en cualquier parte. En cualquier país.
—Bien —dijo Sylvie—. Así que no la encontraremos.
—Pero tenemos que hacerlo —dijo Don—. No sé cómo podremos arreglar las cosas sin ella.
Ella acarició la madera del banco.
—Entonces trabaja un poco esta tarde. Tal vez se te ocurra alguna idea.
Él negó con la cabeza.
—No puedo seguir trabajando en la casa. No hasta que sepa qué es lo que hace falta.
Ella dio un respingo.
—Don, es la casa lo que me hace real. Lo que me mantiene viva.
—Pero está matando a las mujeres de la casa de al lado.
Ella lo miró, intrigada.
—¿Don?
—No me pidas que haga eso, Sylvie. Piensa en lo que estás pidiendo. Esas ancianas pueden ser estrafalarias y extrañas, pero no puedo olvidarlas y terminar la casa y dejar que las mate o las esclavice por completo o… Eres sólida ahora, Sylvie.
Ella asintió.
—Lo sé, no era… No pretendía que las olvidaras, es que… Puedo sentir el hambre de la casa.
—Ellas también.
—Quiere que continúes. ¿No lo sientes?
Él negó con la cabeza.
—Bueno, eso está bien. Todavía eres libre, entonces.
—Tengo que encontrar un medio de enmendar las cosas. No decidir entre la mujer muerta que amo y un par de ancianas extrañas que me caen muy bien.
Ella se echó a reír.
—¿Alguna vez pensaste que dirías una frase como «la mujer muerta que amo»?
Él le acarició el cuello, la parte del hombro que el cuello del vestido dejaba al descubierto.
—Tampoco pensé nunca que la mujer más hermosa que he conocido jamás desaparecería si sale a la calle.
—Tiempos extraños —dijo Sylvie.
—Extraños pero buenos.
—¿Buenos?
—Es completamente egoísta por mi parte, pero si no te hubieran matado en esta casa y estuvieras aquí atrapada y… ¿Crees que una bibliotecaria titulada se fijaría en un hombre como yo?
Ella negó con la cabeza.
—Pero claro, piensa en el duro camino que has tenido que recorrer para llegar aquí.
—Ahora que lo pienso, si nos hemos conocido y nos hemos enamorado… Porque eso es lo que ha pasado, ¿no?
Ella asintió.
—Bueno, si eso forma parte de algún plan cósmico, entonces tengo que decir que el planificador da pena. Alguien debería despedir a ese tipo.
—Seamos sinceros —dijo Sylvie—. Si pudiéramos deshacer las cosas malas, si no me hubieran asesinado y tú no hubieras perdido a Nellie, y el precio de hacerlo fuera que no nos hubiéramos conocido nunca y no nos hubiéramos amado…
Don no tuvo que contestar. Ambos sabía que lo aceptarían en un instante.
—Eso no significa que esto no sea real —dijo Sylvie—. Sólo porque nuestras vidas podrían haber seguido otro camino. Un camino mejor. Eso no significa que no nos amemos ahora. Quiero decir, fue así, y no podemos cambiar esto por lo otro, así que…
Ella no fue capaz de encontrar un modo de terminar lo que estaba diciendo, así que él la besó y resolvió ese pequeño problema. Todo lo que pudiera resolver con un beso era capaz de hacerlo. El problema era que se trataba de una lista muy pequeña de problemas muy menores.
—Si alguien lo sabe, será Gladys —dijo—. Tuvo poder para sacar a esas dos ancianas de aquí. Para mantenerlas fuera todo este tiempo. Si hay algún modo de conservarte con vida pero fuera de esta casa…
—No lo hay —respondió Sylvie—. Ni siquiera pudo llevarlas más allá de la cochera. ¿Qué podrá hacer por mí?
—Eso es sólo un cuento de viejas, ¿no? —dijo Don—. Pero te digo una cosa: todo lo que dijeron ha resultado ser cierto. No voy a cometer el error de subestimar a esas ancianas.
—¿Crees que ya habrán terminado la comida que les llevaste?
—Tenías que recordarme la comida.
—Entonces ve a comer. Y cuando vuelvas, mira a ver si te dejan entrar y te dan algunas respuestas. Aunque la respuesta sea que no hay nada que puedas hacer por mí, al menos lo sabremos.
Don se detuvo en la puerta.
—¿De verdad crees que Dios tiene algo que ver con esto? —preguntó.
Ella se encogió de hombros.
—Quiero decir, la religión trata de la vida y la muerte y el bien y el mal, ¿no?
—Supongo que sabemos que hay vida después de la muerte —dijo ella.
—Pero la voluntad de Dios y todo eso… No veo cómo puede tener nada que ver con esto.
—No sé, Don. No era creyente.
—A mí me educaron así, pero cuando Nellie murió decidí que era la prueba que necesitaba de que Dios no existe o de que si existía no le importábamos nada.
Incluso mencionar a Nellie hizo que las lágrimas le asomaran a los ojos y tuvo que deglutir con fuerza.
—Pero ahora estás aquí. Estás aquí. Un espíritu, viva cuando tu cuerpo está muerto. ¿Dónde encaja Dios en esto? ¿Está ahí fuera en alguna parte, trabajando para que a la larga, a la larga muy larga, todo salga bien?
—No lo creo —dijo ella—. Quiero decir, tal vez esté ahí fuera —se acercó a él, le tocó el pecho, justo por encima de la caja torácica, sobre el corazón—. O tal vez esté aquí dentro. Haciendo que todo salga bien.
Don sacudió la cabeza.
—No creo que Dios esté aquí dentro. —Le apartó la mano del pecho y la besó—. Pero tú sí.
Se dirigió al coche y sintió que las piernas se le aflojaban, como si fueran de goma. Se sentía un poco mareado. O tenía mucha hambre o estaba enamorado. Una buena hamburguesa con queso resolvería esa cuestión.