Salón de baile
Don tardó un momento en comprender lo que ella estaba diciendo.
—¿Cómo podrías ser tú? —preguntó mansamente.
—Creí que era un sueño —dijo ella. Estaba temblando, apoyada contra la pared de piedra del túnel. La linterna que Don tenía en la mano la hacía parecer como si estuviera en un escenario, con un estrecho pero débil foco de luz haciéndola destacar en la oscuridad—. Soñé que regresaba al túnel y la volvía a sacudir, intentando despertarla aunque sabía que estaba muerta, y entonces sus manos… se lanzaron y me cogieron por el cuello y traté de pedir disculpas, dije: Lo siento, lo siento, no pretendía hacerte daño, pero entonces no pude respirar y dolía y yo seguía pensando: Me despertaré de un momento a otro, de un momento a otro ya.
—Te estranguló.
—Su cara. Tan llena de odio. Creí que era lo que me merecía. Creí que era un fantasma, acosándome. Lo he soñado un millar de veces desde entonces. Creí que estaba soñando entonces. Porque… porque todo se volvió negro, y entonces me desperté y estaba oscuro porque las velas se habían consumido, pero tropecé con un cuerpo, tendido en el colchón, un cuerpo que había aquí mismo donde dejé su cuerpo, tropecé con mi cadáver.
Se volvió y miró hacia el cadáver tendido en el colchón.
—Muéstramelo —susurró.
Él dirigió la luz hacia el cuerpo. Ella se acercó a rastras. Lo tocó. Tocó la piel de pergamino de la pierna desnuda. Tocó el tejido putrefacto del vestido. Entonces se tocó su propio vestido, el mismo vestido, pero no podrido.
—¿Cómo puede un…?
Don no sabía cómo preguntárselo. Ella hundió la cabeza. No lo miraba.
—¿Cómo puede un fantasma tropezar con un cadáver?
Ella negó con la cabeza.
—Me tocaste. Te toqué. —Don extendió la mano para demostrárselo.
—¡No! —gritó ella, retrocediendo, de vuelta a la pared.
—Eres real —insistió él.
Ella volvió a llorar.
Don extendió la mano para tocarla y esta vez Sylvie lo soportó. Y, sí, había resistencia, pudo sentir la piel de su brazo.
Y entonces no pudo.
Y después pudo, pero su dedo estaba hundido a un centímetro de profundidad en el brazo. Dejó escapar un grito de horror y retiró la mano. Ella alzó el rostro para mirarlo.
—La casa —dijo—. Tengo que volver a la casa.
—No, tienes que irte de esta casa.
—No estamos en la casa —dijo ella—. Apunta con la luz, muéstrame el camino de vuelta. Lo estoy perdiendo.
Él enfocó el túnel que se dirigía al sótano. Sylvie se levantó. Demasiado: se levantó del suelo y su figura flotó. Gimió de miedo.
—Mi mano —dijo Don—. Coge mi mano.
—¡No estoy aquí! No soy real, no puedo…
—Eres real —dijo él—. Eres Sylvie Delaney y vives en la vieja casa de los Bellamy. En esa habitación nueva tocaste las paredes. Te escondiste en el armario que yo construí y…
Y él sintió su mano en la suya. No miró. Simplemente la condujo túnel arriba. No quiso ver si ella caminaba o flotaba o si quedaba algo más que su mano. Aquella mano viva.
Llegaron al sótano cubierto de escombros y ahora pudo oír sus pasos. Se volvió a mirarla.
—Estás bien —dijo.
—Vuelvo a estar dentro de la casa.
—Te sostiene.
—Cuando más fuerte es la casa, más real soy.
—Si sabes eso, ¿cómo no pudiste saber que es tu cuerpo lo que está ahí abajo? Que estabas… Sylvie, estás muerta. ¿Cómo pudiste no saberlo?
—Seguía aquí, por eso no lo sabía. La casa me sostenía. —Caminó hacia las escaleras—. Pero hubo momentos en los que me sentía… blanda. Irreal. Inexistente.
Subió las escaleras. Su mano era sólida sobre el pasamanos. Don no pudo evitarlo, tenía que volver a tocarla. Ella dejó de caminar. Se detuvo y esperó, la mano de él tocando la suya.
—Lo siento —dijo Don, pensando que se sentía ofendida.
—Oh, no, por favor. Oh, por favor, eres tan cálido. No me sueltes.
Se echó de nuevo a llorar y se volvió hacia él, casi cayó en sus brazos. Él la abrazó y ella lloró contra su hombro. Sus lágrimas lo mojaron a través de la camisa. ¿Cómo podía no ser real? La cogió en brazos y la llevó con cuidado escaleras arriba.
—Llévame al hueco bajo las escaleras —dijo—. Al corazón de la casa.
Una vez más se sentaron en el banco, con el retrato de los Bellamy mirándolos. Ella no le soltaba la mano.
—Me dejó allí, Don.
—Eso explica por qué nunca nadie te preguntó por su muerte.
—¿Pero qué hay de mi muerte?
—Debió decirles algo. Que te marchaste. Que te volviste a casa. Que te fuiste a ese trabajo en Providence.
—Cuando creía que la había matado, me sentía devastada.
—Tal vez ella también —dijo Don.
—Ahora sé por qué no podía dejar la casa. Lo intenté, al principio. Cuando la estaban clausurando. Me escondí de ellos, pero cuando se marcharon intenté irme. Salí al porche. O por la parte trasera. Y me sentí desfallecer.
—¿Desfallecer?
—Creí que iba a desmayarme. Me mareé. Eso me asustó. Creí que me retenía la culpa. No podía enfrentarme al mundo. No tenía ningún derecho a estar ahí fuera si Lissy no podía estar también. Pero ella sí se marchó. Así que tenía derecho.
—Pero la casa te retuvo.
—Me retuvo y también me mantuvo con vida. Sin la casa me habría… perdido. Creo que me estaba perdiendo. Todos estos años en que la casa se estaba debilitando, yo me debilitaba también. Hasta que tú viniste. Tu sonido al andar por la casa. Como si me despertaras de un largo sueño. Estaba en el desván, escuchándote hablar con ese tipo y esa mujer. Y ella se marchó porque el polvo la afectaba. Hablaba de lo fuerte que era la casa. Y cómo tú podrías volver a arreglarla. No sabes cuánto llenó eso a la casa de esperanza. A mí de esperanza.
—Así que estabas allí.
—Tal vez ni siquiera estaba… ¿visible? Tal vez estaba… A veces me sentía como si yo fuera la casa. Como si fuera las vigas y los travesaños, eran mis huesos, y las paredes exteriores mi piel, y este lugar, este lugar invisible era mi corazón, latiendo, latiendo. ¿No puedes sentir el pulso aquí?
Él extendió la mano y le puso los dedos en la garganta. Allí latía el pulso.
—Un fantasma no puede bombear sangre así.
—Imitación de la vida —dijo ella—. Mimesis. Eso es todo lo que soy. Platón dijo que sólo éramos sombras. Yo, más que nadie.
—No mientras permanezcas aquí.
—Cuando vendas la casa, ¿tendré que marcharme?
Se rió, pero rápidamente pasó de nuevo al llanto. Él la abrazó otra vez, el brazo alrededor de los hombros, su cara enterrada en su pecho.
—Ahora sí que lo he estropeado todo. No puedes vender una casa encantada, Don.
—¿Crees que me importa?
—Sí.
—Sí, claro. Pero no tanto como el hecho de que tu cuerpo esté ahí abajo. Y ella se saliera con la suya.
—Creo que lo supe siempre. Sabía que estaba muerta. Mi vida se acabó. Sabía que no tenía hambre. Seguía pensando: En algún momento tendré que comer algo, voy a morirme si no lo hago, y luego nunca… ni siquiera tenía sed. ¿Crees que me no preguntaba por qué? Pero luego pensaba: No pienses en eso, sólo lo empeorarás. Así que no lo hacía. Dormía. Dentro de los huesos de la casa. Me ocultaba. Porque si sabía la verdad, entonces me desvanecería. Si sabía que era un fantasma, empezaría a vivir como uno. Invisible. Atravesando paredes. Apareciendo y desapareciendo.
—Pero lo hacías de todas formas.
—Pero no lo sabía. Aún podía creer. Y ahora no puedo.
—Sí que puedes. Eres real. ¿Cómo si no podría yo conocerte, si no fueras real?
Ella lo miró a los ojos.
—Es verdad. Por casualidad no estarás muerto, ¿verdad?
—A pesar de mis más profundos deseos en muchas noches oscuras, no. No estoy muerto.
—Tal vez la casa me mantuvo aquí para que hubiera alguien viviendo en ella. Tal vez me mantuvo viva para que yo pudiera mantenerla viva.
Don extendió la mano y tocó la cara del doctor Bellamy.
—Muy bien, amigo, ¿qué pusiste en esta casa? ¿Cuál es el plan?
—No contestará. No habla. No piensa. Sólo es.
—Te ha estado manteniendo viva todos estos años, atrapada aquí, por una razón.
—Razón —despreció ella.
—Motivo —dijo él—. No estoy diciendo que sea racional, pero tal vez si pudiéramos descubrir qué quiere la casa, te dejaría ir.
—No es uno de esos sitios que te dejan ir.
—¿Entonces prefieres quedarte aquí? ¿Y si supuestamente tuvieras que estar en el Cielo?
—No seas tonto. Dios me ha olvidado, si es que supo alguna vez que estoy aquí.
—Tal vez seas la oveja perdida y te esté buscando.
—Tal vez te envió a ti a buscarme —rió ella.
—Las reparaciones que he hecho. La habitación de arriba. La casa no quería que lo hiciera. Pero cuando terminé, eso la volvió más fuerte, ¿no? Te hizo más real y sólida, ¿verdad?
Ella se levantó y dio unos cuantos pasos hacia la habitación.
—¡Me di una ducha, Don! ¡Sentí el agua contra mi cuerpo! Me lavé.
Y esa cocacola que me trajiste, la saboreé. Oh, Don, la sentí en la boca, burbujeante. Sentí las sábanas de la cama que trasladaste para mi. Comí aquella pizza. Un bocadito, al menos. La mastiqué. El queso estaba duro, Don. ¿Cómo podría sentir eso si no estoy viva?
Dio la vuelta lentamente, una y otra vez.
—¿Cómo bailaría en esta habitación si no fuera real?
Cerró los ojos, el rostro vuelvo hacia arriba, girando despacio.
—Oh, casa, casa grande y vieja, ¿por qué me mantuviste viva? ¿Por qué no me dejaste ir?
Don la vio girar y girar, e imaginó que la veía a la luz de las velas, reflejada en los espejos entre las ventanas. Una imagen muy clara. ¿Por qué imaginaba una cosa así? Entonces lo comprendió de repente, el motivo por el que la casa tenía esta estructura tan rara.
—Es un salón de baile —dijo.
—¿Qué?
—Esta habitación. Mira. No es una sala de estar. No lo fue nunca.
—Pero es demasiado pequeña.
—No —dijo él. Corrió a la pared el fondo, la golpeó con la mano—. Es yeso. Pero eso no demuestra nada. Cuando era un garito, no necesitaban el salón de baile. Necesitaban más paredes, más habitaciones privadas. Los dos dormitorios… forman parte del salón. Ese pasillo estrecho también.
Ella se le acercó. Tocó la pared.
—Cuando leí acerca de los Bellamy, en la facultad, leí que celebraban bailes continuamente. Celebraban un baile tras otro. Es lo que hacían. Bailar.
Naturalmente. Lo que les gustaba era bailar. Esta casa se construyó para bailar.
—La pared no está unida a la casa, ¿no? Nada se apoya en esta pared.
Ella apoyó la cabeza contra la pared.
—Tienes razón. Es sólo… es nada. Esta pared está en medio.
—¿Y la siguiente? ¿Entre los dormitorios?
Recorrieron el pasillo, verificando que las paredes de los dormitorios eran añadidos, igual que la pared norte del pasillo. Pero la pared sur era real, igual que el muro entre la cocina y el dormitorio trasero.
—Era una sala enorme —dijo Don.
—Él la construyó para ella —dijo Sylvie—. ¿No lo sientes? A ella le encantaba bailar, y él le construyó un salón de baile.
—Bueno, ahora sabemos por qué la casa es tan asimétrica. No puedo creer que me preocupe eso ahora. Quiero decir… ¿qué importa? ¿Después de lo que te pasó?
—Pero estoy atada a la casa. Ahora que me enfrento a la verdad, podría empezar a desvanecerme. Por eso la casa necesita ser más fuerte.
—Si quieres quedarte —dijo Don—. Las hermanas Extrañas de al lado no paran de decirme que deje en paz la casa o que la derribe. ¿Y si estaban intentando liberarte?
—¿Liberarme? ¡No quiero ser libre, Don, quiero estar viva!
—Pero yo no puedo hacer eso.
—Sí que puedes. Cuanto más fuerte es la casa, más real me vuelvo. Derriba estas paredes, Don, por favor.
Él estudió su rostro. Su cuerpo. Era increíble que pudiera ser sólo un espíritu. Extendió la mano y la volvió a tocar. En la mejilla. Ella alzó la mano y cogió la suya.
—Déjame bailar en esta habitación —dijo—. Hazme real.
Él la soltó y fue en busca de su palanqueta.
Trabajó hasta mucho después de que oscureciera. Pasada la medianoche, hasta la madrugada. Derribando grandes trozos de yeso, y luego arrancando cada listón. Entonces la sierra cortó los maderos, aunque éstos no eran tan gruesos como los grandes mástiles de aquella pared maestra junto a las escaleras. Los golpes de la maza lo hicieron estremecerse hasta los hombros, hasta la médula, pero las vigas se soltaron del techo, se desprendieron del suelo, y las arrastró al exterior, una enorme pila de basura junto a la acera.
Pero no había terminado todavía. Recogió todas sus herramientas, sus cajas de suministros, sus maletas, su camastro, y lo trasladó todo al salón sur. El salón auténtico. Así que en el suelo no quedó nada más que fragmentos de yeso y unos pocos clavos baratos.
Y aún había trabajo por hacer. Buscó la escoba y barrió el suelo entero. Parecían acres y acres de madera, pero lo barrió todo hasta dejarlo limpio.
Sólo una cosa más. Buscó todos los agujeros de los clavos donde las paredes nuevas estaban clavadas al suelo de madera pulida del salón de baile, y los llenó de masilla y los lijó. Eran las tres de la madrugada. Estaba agotado. Se volvió hacia Sylvie, allí en el hueco, donde había permanecido sentada viéndolo trabajar, los ojos brillantes.
—¿Qué tal? —le preguntó.
En respuesta, ella le sonrió.
—¿No vas a sacarme a bailar?
Él se echó a reír.
—Ahora mismo soy una mancha ambulante de sudor. Debo de tener polvo de yeso pegado por todas partes.
—Eso sólo hace que seas más real.
—No soy yo quien se siente irreal —dijo él. Pero en el momento de decirlo no estuvo seguro de que fuera cierto. ¿Hasta qué punto era real, antes de encontrar esta casa?
Se acercó a ella y tendió una mano sucia.
—Señorita Sylvie Delaney, ¿tendría la bondad?
—Creo que es un vals —dijo ella.
—Bien podría serlo.
—Me encantaría bailar un vals contigo.
La levantó del banco. Su mano era sólida en la de él. Igual que la delicada mano que se posó levemente en su hombro, su cintura de niña bajo su mano. Le dio un apretoncito con la mano derecha, para indicar hacia dónde iban, y ella se dejó guiar. Un, dos, tres.
—Necesitamos música —dijo ella.
—Pues canta.
Ella empezó a tararear, y luego a cantar tonadas sin palabras. Don las reconoció. El vals del emperador. El Danubio azul. Y otras que no conocía. Bailaron y bailaron. Don tendría que haber estado demasiado cansado para bailar. O tal vez ahora estaba cansado sólo lo necesario para olvidar su agotamiento y seguir bailando y bailando.
Y en su mente, en su cansancio, empezó a oír no la voz de Sylvie, sino una orquesta. Y a ver no la luz de la lámpara portátil, sino la luz de cientos de velas en los huecos de las paredes, en las tres grandes lámparas que colgaban del techo. Por toda la habitación, grandes borrones de movimiento, y el vestido de Sylvie ondulaba como si tuviera un polisón debajo, exagerando los movimientos de la danza. Igual que todos los otros vestidos del salón, todos los hombres de chaqué, girando, girando. No había rostros, Don no pudo ver ninguna cara porque todo se movía muy rápido; tampoco podía ver a los músicos, aunque captó el movimiento de un arco, el destello de luz de un trombón cada vez que pasaba el escenario de la banda situado contra la pared que separaba el salón de baile de la habitación de servicio. Los criados entraban y salían de esa habitación con bebidas en bandejas y aperitivos en platos. La gente sonreía y reía, y Don no lo estaba imaginando, alzaban la cabeza cada vez que Sylvie y él pasaban junto a ellos. Gracias por esta fiesta, decían con sus ojos silenciosos. Gracias por invitarnos. Por las luces, la comida, el champaña, la música, y sobre todo la gracilidad de los bailarines, que se deslizaban por el suelo tan livianamente como las hojas crujientes de otoño, vuelta tras vuelta, capturados en un remolino, creando un remolino, removiendo todo el aire del mundo…
Y luego permanecieron abrazados el uno al otro, sin bailar ya. La sala aún giraba mareante a su alrededor, pero incluso eso acabó por aquietarse. La música terminó. La orquesta había desaparecido, y todos los espectadores, y los otros bailarines. Sólo quedaron Sylvie y Don, abrazados en mitad del salón. Don miró hacia las ventanas y vio que ahora asomaba una luz grisácea.
—Bailamos hasta el alba —dijo.
Ella no contestó. Don la miró y vio lágrimas en sus ojos.
—Bailaron de nuevo en su casa esta noche —dijo ella.
—Y la casa es fuerte.
Ella asintió.
—Es de nuevo la casa Bellamy. Tiene la forma adecuada para su verdadero nombre.
—Y tú —dijo él—. Eres fuerte también.
Su rostro era tan etéreo, su piel tan pura, tan transparente… Sus labios aún capturados en el recuerdo de una sonrisa. Don se inclinó y la besó suavemente. Ella se rió, una risa grave en lo profundo de su garganta.
—Lo he sentido —dijo.
Él la volvió a besar.
—Lo sentí hasta en los dedos de los pies —susurró ella.
Don la rodeó con sus brazos, la levantó, giró y giró. Las piernas de ella se despegaron. Como una niña, vuelta tras vuelta, volando. Entonces la llevó al umbral de la puerta principal. Extendió la mano y la abrió.
—Don —dijo ella.
—Ésta es la única prueba que importa, Sylvie.
—No, es la que no importa.
—Si puedes marcharte, entonces estás viva.
—¿No es suficiente que esté viva dentro?
—No —dijo él—. Es suficiente para mí, pero no para ti. A menos que pueda devolverte lo que Lissy te quitó.
—No puedes. Suéltame, Don.
—Carne y hueso —dijo él—. La sangre del corazón y el ojo de la mente.
—Oh, Don. ¿Es cierto eso?
Por respuesta, él abrió la puerta principal y salió al porche. Aún no había amanecido del todo. Había sólo la más débil luz del alba. No había en el barrio más luces encendidas que las farolas, y estaban envueltas en la bruma matinal. Don bajó uno, dos, tres escalones. Pasó al césped del patio. Se dirigió a la pila de basura, a la calle. Ella se agarró a su cuello.
Y luego no lo hizo.
No tenía nada en los brazos.
—¡Sylvie! —exclamó.
Casi dejó caer los brazos, porque no podía verla. Pero sabía que si estaba en alguna parte era allí, en sus brazos. Tenía que volver a la casa.
—¡Sylvie, agárrate a mí! ¡Aguanta!
Echó a correr.
—¡Don! —la oyó llamar. Como desde muy lejos.
Miró y no pudo verla. Ni en sus brazos ni en ninguna parte.
—¡Don, espera!
Rehizo sus pasos, palpó con los brazos. Rozó algo. Nada que pudiera ver, pero algo.
—Agárrate a mí —dijo.
—Despacio —susurró ella. Parecía que la voz sonaba en su oído—. Despacio.
Tratando de recogerla como si fuera viento, caminó despacio hacia la casa. Y cuanto más se acercaba, más podía sentirla. Sus manos, tirando de sus mangas, los pies arrastrándose por los matojos. Ahora pudo rodearla con los brazos. Pudo sostenerla. La arrastró, la pudo alzar de nuevo, la llevó por los escalones de la entrada. Podía hacerlo, lo hizo, la llevó hasta la puerta principal y la llevó dentro y cerró la puerta y luego se desplomaron en el suelo, agotados, aferrados el uno al otro, llorando, riendo de alivio.
—Creí que te había perdido.
—Creí que me había perdido.
—La casa no puede hacerte real excepto dentro.
—Es suficiente para mí.
—Para mí no —dijo él—. No mientras ella esté viva.
—¿Quién, Lissy?
—Te mató con sus manos desnudas. No fue un golpe fruto de la furia. Hace falta tiempo para matar a alguien estrangulándolo, cinco minutos de agarrar con fuerza la garganta. Podría haberse detenido en cualquier momento, Sylvie. Pero no lo hizo. Siguió apretando incluso cuando ya estabas inconsciente. Siguió apretando hasta que supo que estabas muerta.
—¿Pero qué podemos hacer? Tenemos esta casa.
—Quiero devolverte la vida.
—¿Cómo?
—No lo sé —dijo él—. Pero conozco a alguien que quizá lo sepa.
Se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—¿Adónde vas?
—A la casa de al lado. Las hermanas Extrañas.
Se dio media vuelta, empezó a cruzar la puerta, y luego se detuvo y volvió a entrar.
—Por favor —dijo—. Estate aquí cuando vuelva.
—Que me muera si no —dijo ella.