Túnel
—Vale, mira, ya no dudo de ti —dijo él en voz baja—. Creo que esta casa sí que hace cosas extrañas. ¿De acuerdo? Y tú tienes esta impresión de la casa, ¿no? Como si… como si fuera parte de ti, ¿no? O tú fueras parte de ella.
Sylvie asintió.
—Pero de verdad no sabías dónde estaba mi palanqueta.
Ella negó con la cabeza.
—Esas cosas que estaban en la alacena sobre el armario, lo sabías. Acabaron allí. Como llevadas a la orilla por la marea.
Ella asintió.
—¿Pero por qué no podías ver detrás de la caldera?
No hubo respuesta. Ningún movimiento.
Tendría que intentar otra táctica.
—¿Por qué no llegaste a conseguir ese trabajo en Rhode Island? ¿Por qué no fuiste? Estabas tan cerca.
Ella siguió sin responder.
—Y nunca sacaste el doctorado. Después de trabajar durante tantos años.
—Algunos de nosotros no sufrimos ansiedad por terminar las cosas.
Bien. Estaba hablando. Bromeaba un poco.
—¿Qué te retuvo aquí, Sylvie? Había otras personas viviendo en esta casa aquel último año antes de que el casero la cerrara. Apuesto a que algunas incluso llevaban aquí más tiempo que tú. Ellas sí pudieron marcharse. La casa no las retuvo. Tu compañera de habitación, Lissy. Ella se marchó, ¿no? ¿Se licenció?
Sylvie se encogió de hombros.
—Pero tú te quedaste.
—Supongo que acabé llevada aquí por la marea. —Ya no lloraba. Eso también era bueno.
—Sientes toda la casa. Su forma, los puntos fuertes, los puntos débiles. Todos los… estados de ánimo. De la casa.
—Tal vez. Siento cosas, al menos. Nadie sabe todo de todo.
—¿Por qué no de ese túnel en el sótano?
—No me gusta el sótano. Así que demándame.
—Es más que eso, Sylvie.
—La casa quiere volver a ser hermosa. El túnel no tiene nada que ver con eso.
Pero sí tenía que ver. Él lo sabía. Lo que la retenía aquí tenía algo que ver con aquel túnel. Ella no podía acercarse a él, pero tampoco podía alejarse demasiado. Don pensó en cómo lo habían sellado. Las rocas apiladas, sí, pero colocadas de forma ligera, equilibradas, no una barrera sólida, insuficiente para contener nada grande o fuerte. Sólo lo suficiente para impedir ver lo que había allí abajo. O para impedir que algo que había allí abajo viera.
—Durante un tiempo pensé que entrabas y salías de la casa por ese túnel.
Ella sacudió la cabeza.
—Por favor, olvida eso. No es nada.
Olvidar era lo único que no podía hacer. Ya estaba sucio por el yeso, por el polvo de los escombros. Bien podía hacerlo ahora. Iba a tener que hacerlo tarde o temprano.
—Mira, quédate aquí arriba, ¿de acuerdo? Nada de lo que hay allí abajo puede hacerte daño.
Se levantó del banco y se abrió paso entre la pila recién desordenada de herramientas hasta que encontró el pico.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.
—Como decías, no tiene nada que ver contigo. Voy a bajar al túnel, para ver si hay un derrumbe. Para comprobar si es un riesgo. Si lo es, tendré que sellarlo bien.
—No es ningún riesgo.
—Olvídalo. No es nada. Como dijiste.
Cogió la linterna y se encaminó pasillo abajo hacia las escaleras del sótano.
Ella corrió tras él.
—Por favor —dijo—. Deja el túnel en paz.
Él no detuvo su paso.
—Tengo la sensación de que el túnel es la característica más interesante de esta casa.
—No. Es sólo algo húmedo y sucio.
—Entonces has estado allí. —Él bajó corriendo las escaleras.
—Sí. Pero dejé de bajar porque no es seguro, podría desplomarse encima de uno.
Don extendió la mano y encendió la lámpara portátil.
—Ahí no hay nada que me pertenezca —dijo ella.
—Entones quédate atrás y mira cómo vuelan los escombros.
Ahora, con luz, Don pudo ver cuánto se había desplomado la barrera tras su incursión anterior, cuando buscaba la palanqueta. La abertura en la parte superior era ahora de varios palmos de altura. Podía pasar arrastrándose. Pero no quería hacer eso. Tendría que despejar los escombros para sellarla o abrirla de modo permanente. Fuera como fuese, había que hacer el trabajo.
Se puso manos a la obra con el pico. Lo usó principalmente como rastrillo, para apartar las piedras de detrás de la caldera. Mientras las despejaba, más piedras cayeron de la barrera.
—Mira esto —dijo—. Qué fácil. No es una gran barrera.
Se volvió a mirarla. Ella seguía medio oculta tras la caldera.
—Endeble —dijo él—. Como si hubiera sido construida por alguien pequeño y no muy fuerte.
Finalmente se desplomó todo lo posible. Entonces el trabajo se volvió tedioso y lento mientras se inclinaba y recogía las piedras y las amontonaba o las apartaba al otro lado del sótano. Sylvie se mantuvo fuera de su alcance. Don fue vagamente consciente de que esperaba en las escaleras.
Para cuando terminó el trabajo, le dolía la espalda por la postura encorvada. Pero el camino al túnel quedó despejado. Tras coger la linterna, se internó un par de pasos.
—¡Espera! —llamó Sylvie tras él.
Se volvió y la encontró entre la caldera y los cimientos.
—Te lo suplico. No vayas.
Parecía casi frenética, y sin embargo hablaba en voz baja.
—Dime por qué no.
—Porque te aprecio.
—¿Qué, hay algo terrible ahí abajo?
—Sí.
—¿Alguna especie de monstruo? —dijo en tono burlón—. No me asusta mucho un monstruo que no pueda pasar por esa barricada.
—Ahora ya no hay ningún monstruo.
Su paciencia empezó a agotarse.
—¡Déjate de misterios y cuéntamelo!
Sylvie empezó a llorar y se apoyó contra la caldera, la cabeza gacha.
Otra vez no, pensó Don, demasiado cansado para mostrarse compasivo.
—Voy a ir, ¿vale? Estaré bien.
—Sé que estarás bien —dijo ella, tratando de controlar su llanto—. Mi compañera de piso está ahí, ¿de acuerdo? Lissy está ahí abajo.
Si había algo que Don no se esperara, era eso. Y sin embargo encajaba. Por qué ella no podía marcharse. Por qué odiaba el túnel.
—No creo que quieras decir que esté viviendo ahí.
—Estaba copiando —dijo Sylvie—. Se pasó todo el último semestre con su estúpido novio, iba a suspender. Así que empezó a robarme mis trabajos y a copiarlos para sus propias clases. ¡Si la pillaban nos expulsarían a las dos! Nadie creería que no la estaba ayudando a copiar. —¿La mataste por copiar?
—¡No quería hacerlo! —Sylvie se volvió a mirarlo—. ¿Crees que planearía una cosa así? Ella estaba siempre en el túnel. Nuestro apartamento era el único que tenía acceso al sótano. Así que guardaba aquí el alijo, su alijo, yo no consumía nunca. Pero tenía hierba, a veces coca, y su amigo y ella bajaban aquí a colocarse y… Por eso sabía dónde estaba. Iba a hablar con ella. A dejar las cosas claras. Tenía que dejar de copiar o se lo diría al decano.
A Sylvie no le gustaba bajar al túnel cuando sabía que Lissy estaba allí, sobre todo porque nunca podía estar segura de que Lanny no estuviera también. A menudo subía por el otro lado del túnel para reunirse con Lissy, así que Sylvie no tenía forma de saber si estaban juntos o no. Era una escena que no quería interrumpir. El sexo no le molestaba, ni la idea de ver a gente practicándolo: uno no pasa tantos años en la universidad sin ver algo de vez en cuando. Lo que no le gustaba era ver a Lanny y Lissy haciéndolo. Los oía a menudo en el cuarto de al lado. Lissy chillaba y Lanny gruñía. Sonaba como una granja de cerdos y la asqueaba. No podía desprenderse del recuerdo de la granja de cerdos del abuelo, cuando aún tenía una familia. Se encaramaba en el segundo tablón de la valla, con su padre sujetándola para asegurarse de que no se caía a la pocilga. Entonces debía tener unos cuatro años. Los cerdos eran todos más grandes que ella. Como elefantes, eso parecían. Enormes cerdos gordos y llenos de barro que se revolcaban y trotaban por el lodo, mordisqueando en el comedero, haciendo ruidos horribles, gruñidos y chillidos. Y allí estaba papá, burlándose siempre y diciéndole que no se cayera, porque a los cerdos les daba lo mismo comer niñas pequeñas que sobras. En su recuerdo sabía que él había tenido buena intención. Había olvidado los terrores de la infancia, la credulidad. Pero en aquel momento ella no tenía perspectiva. Creía en el peligro, y durante semanas después tuvo pesadillas con los cerdos chillando y gruñendo. Trotaban de un lado a otro a su alrededor, y de pronto uno se fijaba en ella y empezaba a chillar. Tiburones del barro, eso le parecían los cerdos. Así que los sonidos que oía hacer a Lissy y Lanny no era eróticos, sino repugnantes y, cuando lo admitió ante sí misma, aterradores.
Pero esa noche fue la gota que colmó el vaso. Lissy ni siquiera se molestaba ya en parafrasear. Había cogido un viejo trabajo de Sylvie sobre el sistema de archivar documentos activos durante la Segunda Guerra Mundial (su tesina, por el amor de Dios), y lo aprovechó para una clase de historia. Probablemente pensaba que era seguro porque Sylvie estudiaba bibliotecaria, no historia, pero había un profesor de historia en su comité de evaluación y el trabajo trataba un tema lo bastante excéntrico para poder ser recordado. Tenía que averiguar si Lissy había entregado el trabajo ya. Si era sí, tenía que retirarlo. Eso era. No habría ningún compromiso, nada de medias tintas, ninguna lágrima que pudiese ablandar el más duro corazón. No es mi corazón el que es duro, pensó Sylvie. Es el de ella. No le preocupa lo que me pase, los riesgos que me hace correr contra mi voluntad. Todo mi futuro al desagüe. Ella puede casarse con Lanny, pero mi carrera es lo único que tengo. Mi educación y mi carrera.
A la mitad del túnel, en la zona lisa, Lissy había encendido velas, cuatro, y las había colocado en los dos muros de piedra que lo flanqueaban. Estaba sola, tendida en un viejo colchón sucio, vestida sólo con una camiseta. ¿No llevaba más que esto cuando bajó aquí? Pero no había más ropas visibles. Las cosas que hacía Lissy cuando estaba colocada.
—Te perdiste la fiesta —dijo Lissy. Empezó a reírse.
Don escuchó la historia, y cada vez le gustaba menos Lissy… Pero ¿cómo si no podía Sylvie contar la historia? ¿Convirtiéndola en una santa o algo? Con todo, la creía. La creía, pero también odiaba oír la historia. No necesitaba otro relato oscuro surgido de la mala conciencia de alguien.
—Me enfrenté a ella por las copias —dijo Sylvie—. Porque no tenía derecho a poner mi vida entera en peligro, todo por lo que trabajaba… Supliqué. Eso nunca funcionó con ella, pero no pude evitarlo.
—Anímate, Sylvie —dijo Lissy perezosamente—. Te lo tomas todo demasiado en serio.
Se tumbó en el colchón como si pretendiera echarse a dormir.
Sylvie estaba acostumbrada al egoísmo de Lissy. Era parte de su encanto. Su despreocupación, su infantil inocencia de las complicadas cuestiones morales que acosaban a la gente más responsable: Sylvie solía admirarla, antes de que vivieran juntas. Solía reírse con Lissy sobre algún profesor coñazo o un ex novio con el corazón destrozado.
—¿Por qué tienen que preocuparse tanto por las cosas? —preguntaba siempre Lissy.
Bien, ahora Sylvie lo sabía. Se preocupaban tanto porque Lissy era destructiva. No era infantil, sino diabólica. Porque sabía exactamente lo que hacía. Lo disfrutaba. Sylvie lo comprendió ahora. Lissy había usado la tesina de Sylvie, no porque no supiera el daño que podría causar, sino precisamente porque lo sabía. Le gustaba el riesgo. Le encantaba arrastrar a Sylvie a él.
—Tienes que vivir más al borde. —Era lo que Lissy decía siempre. Pero ella misma nunca parecía acercarse. Vivía en el borde de otra gente. Y cuando caían, admiraba lo bonitos que se les veía mientras se precipitaban.
Así que Sylvie no pudo más. Se había pasado la vida siendo callada y bien educada. Tuvo que hacerlo, sin padres que la cuidaran. Si empujaba a la gente, la abofeteaban. Pero si se callaba y lo soportada todo con paciencia, sí, se aprovechaban de ella, pero también la toleraban. No la expulsaban. La dejaban quedarse en sitios donde no la querían realmente. Esa estrategia le había servido durante muchos años, hasta Lissy. Soportar en silencio se había acabado.
Sylvie se había sentado en el suelo, junto la caldera, los pies apoyados contra la pared. No miró a Don mientras contaba su historia.
—Le grité y finalmente ella se recuperó lo suficiente para gritarme a su vez y una cosa llevó a la otra.
—Siempre pasa —dijo Don. Pero la verdad era que no pasaba siempre. Mientras Sylvie hablaba de cómo llegó al final de su aguante, Don se preguntó por qué nunca había alcanzado el final del suyo. Cierto, ayer se había derrumbado y llorado, ¿pero cuándo había perdido el control y empezado a gritar? Tal vez si se hubiera vuelto un poco loco podría haber roto las barreras que lo separaban de la justicia.
Pero claro, mira de lo que había servido a Sylvie perder el control.
—Me acusó de las cosas más terribles —dijo Sylvie—. Me llamó de todo, dijo que no le extrañaba que mis padres se hubieran muerto, cualquier cosa era mejor que vivir conmigo. Ya no era mi amiga, ¿sabes? Ni siquiera era humana. Tenía toda la cara retorcida, deformada, la boca abierta, los dientes como… como los monos del zoo. Era un animal. No se justificaba, no discutía, sólo continuó atacando, diciendo que yo era indigna y aburrida y que nadie me quería hasta que ella me aceptó como proyecto, para intentar demostrar que no había nadie tan lacio e inútil que no pudiera coger y darle vida. Intenté gritarle que no me estaba dando vida, que me la estaba quitando, pero ella no me escuchó. No se callaba ni escuchaba, y lo admito, yo también fui un animal. Las dos éramos animales. Y había una piedra suelta. Montones de piedras sueltas. Quise hacerla callar, lastimarla. Pero nunca le había pegado a nadie antes. En toda mi vida, Don. Nunca le había pegado a nadie. Y no soy muy fuerte. Así que no sabía cómo golpear. Sólo lo hice con todas mis fuerzas. La piedra la golpeó en la sien.
—Apuesto a que entonces se calló —dijo Don.
Sylvie asintió.
—En la tele se ve a la gente perder el sentido todo el tiempo. Se quedan inconscientes y luego se levantan y en la siguiente escena ni siquiera están aturdidos.
—Entiendo que ella tampoco estaba aturdida.
—La sacudí y la sacudí y no se despertó. Fue terrible, lo que me había estado haciendo, las cosas que me dijo, pero no se merecía morir.
—¿Estás segura de que la mataste?
—Había mucha sangre.
—Siempre la hay en las heridas en la cabeza. Pero suele ser sólo de la piel.
—¿Crees que no intenté buscarle la respiración? ¿El pulso? Le grité, la abofeteé, me manché toda de sangre intentando despertarla y nada funcionó. Y luego por fin me di cuenta de lo que había hecho. Mi vida se había acabado también. No podía vivir con eso. ¿No lo ves?
—No, no lo veo. ¿Por qué no hubo una investigación cuando desapareció? ¿Por qué no te detuvieron?
—Nadie lo supo. Ella tampoco tenía familia. Igual que yo. Y su novio, Lanny… nunca regresó. ¿Puedes creerlo? Qué capullo. Ella desaparece y ni siquiera la busca. Ni siquiera pregunta.
—Y tú no dejaste nunca este lugar.
—El casero dio por perdida la casa ese verano. Se quedó vacía. ¿Qué podía hacer yo? ¿Salir y vivir mi vida como si no hubiera cometido un crimen? ¿Aceptar el empleo? No tenía ánimos para ello. Ni siquiera pude ir a recoger mi título. Ya había defendido mi tesis. Había terminado. Pero no podía soportar salir allí y… estar viva. La había matado.
—¿Entonces te quedaste aquí junto a su cuerpo? ¿Lo comprobaste? ¿La enterraste en el túnel?
Ella pareció horrorizada.
—Por supuesto que no. Cuando supe que estaba muerta salí corriendo del túnel. Yo… levanté esa barricada. Con piedras que había cerca. Lloraba todo el tiempo, se derrumbaba continuamente, seguía apilándolas. Y de repente las piedras empezaron a quedarse donde las ponía. Se equilibraban solas. La casa me estaba ayudando, ¿sabes? Porque ahora pertenecía a la casa. No iba a marcharme nunca.
—¿Cómo sabes entonces que no se despertó dos horas después y salió por la parte de atrás?
—¡Estaba muerta, Don!
—Eso explicaría por qué el novio no regresó nunca. Fue y se reunió con él y le dijo que ibas a denunciarla por copiar y se largaron.
—No sucedió así. ¡Ojalá!
—¿Pero cómo sabes que no fue así?
Sylvie lo miró, horrorizada ante una posibilidad que no había considerado nunca.
—Tenía que estar muerta. La golpeé muy fuerte.
—Como has dicho, nunca le habías pegado a nadie antes. No eres muy grande. Hacer que el cuero cabelludo de alguien sangre es fácil. Matar no. —Don se arrodilló delante de ella—. No está en ese túnel, Sylvie. Está ahí fuera, viva. Durante diez años ha estado ahí fuera viviendo una vida y tú has estado aquí cumpliendo penitencia por un asesinato que no sucedió nunca.
—¡Está muerta! ¿Qué sabes tú? ¡No estabas allí!
—Pero ahora sí estoy. Y voy a bajar a ese túnel para verlo con mis propios ojos.
Ella empezó a llorar otra vez.
—Me acosa, ¿no lo entiendes? Cuando duermo, sueño que acude a mi, me arrastra al túnel, me estrangula. Me despierto, no puedo respirar, porque ella ha venido a desquitarse.
—Ella no te acosa, Sylvie, te acosas tú misma. Todo esto te lo estás haciendo tú sola.
Don cogió la linterna y se internó en el túnel.
Le pareció antiguo. Húmedo, cargado, fresco. No, frío. Había sido construido reciamente. Las piedras que formaban paredes a izquierda y derecha no eran estructurales, sino más bien muros de contención para impedir que los lados del túnel se erosionaran con la lluvia. La verdadera estructura era de madera tan gruesa como postes de ferrocarril, colocados cada tres o cuatro palmos, sostenidos por dinteles de madera del mismo grosor, y luego todo el túnel se cubría con más vigas similares que formaban un techo continuo. Era un túnel mucho mayor de lo que necesitaría ningún contrabandista de licor, pensó. Como la casa, había sido construido para durar eternamente. ¿Pero para qué necesitaría el doctor Bellamy un pasadizo así? No tenía ningún sentido.
Pudo oír a Sylvie tras él. Había entrado en el túnel después de todo. Bueno, bien. Debería verlo por sí misma. Si Lissy hubiera muerto de verdad, habría habido una investigación. Los policías habrían venido a la casa, le habrían hecho preguntas. Como eso no llegó a suceder nunca, Lissy no desapareció. Fue Sylvie quien desapareció, ocultándose durante años. Pero nadie vino a buscarla porque el título no importaba. De hecho, probablemente se lo enviaron por correo. Probablemente pensaron que estaba en Providence, Rhode Island, empezando un trabajo nuevo. Tal vez algún profesor se sintió un poco herido porque ella no le había escrito nunca. Tal vez en alguna conferencia profesional, años más tarde, alguien de la UNCG se encontró con alguien de Providence y preguntó cómo le iba a Sylvie y descubrió que Sylvie nunca había aparecido para aceptar el empleo. Pero a esas alturas, ¿dónde empezaría a buscar? La casa donde vivía estaba cerrada y en ruinas. No tenía ninguna familia a la que escribir. Y en el fondo no había ningún motivo para que nadie la buscara.
Había sacrificado su vida por nada.
El túnel estaba bastante empinado hacia abajo, pero ahora empezaba a nivelarse.
—¡Don, por favor! —llamó ella tras él.
Don se detuvo a esperarla.
—Ven conmigo si quieres —dijo—. O no. Pero creo que es hora de que te enfrentes a lo que hiciste. O a lo que no hiciste.
Ella apareció, tropezando en la oscuridad.
—No proyectes tus problemas en mí. Tú eres quien se está reconcomiendo de culpa por lo que no hizo. No le quitaste legalmente tu hija a tu ex esposa, y tampoco la secuestraste a tiempo.
Lissy no era la única que iba a la yugular.
—No hables de cosas que no sabes.
—Eres tú quien necesita enfrentarse al hecho de que no pudiste evitar que sucediera. No hiciste nada malo. ¡Yo sí! ¡La maté!
—No he visto ningún cadáver aquí abajo —dijo Don. Se dio media vuelta y continuó por el túnel. Cuatro velas en las paredes de contención, ¿no? Eso era lo que estaba buscando.
Y allí estaban. La luz de la linterna encontró el cabo consumido de una vela, y una rápida pasada mostró las otras tres velas. Durante un momento no se atrevió a apuntar con la linterna hacia abajo, ni a mirar tampoco. A pesar de sus palabras, no estaba tan seguro de lo que iba a encontrar.
Entonces miró. Y estuvo seguro. Allí estaba el colchón tirado sobre la tierra prensada, y sobre el colchón había un cuerpo reseco, la piel como el pergamino, tendido de espaldas, el rictus de la sonrisa mirando hacia arriba.
—Oh —dijo.
Oyó a Sylvie tras él, abriéndose paso de nuevo entre la oscuridad. Apartó la linterna del cadáver.
—Sylvie, me equivoqué —dijo—. Ella está aquí. No mires.
—Después de todos estos años, he llegado hasta aquí. Es la hora. Enséñamelo.
¿Cómo pudo haber dudado de ella? Dijo que sabía lo que era la muerte. Y tenía razón. Era él quien nunca se había enfrentado a la muerte. Sucedía lejos de él. Sucedía en las noticias de la tele. Ella había tenido la muerte en las manos.
Incluso en la oscuridad, Sylvie sabía dónde mirar. Don se dio la vuelta y apuntó al cadáver con la linterna.
—Escucha, Sylvie —dijo—. Lo que hiciste, lo has estado pagando, ¿no? Atrapada en esta casa. No fue asesinato en primer grado, fue un momento de ira. No soy abogado, pero es posible que sólo fuera homicidio, y ya tendrías que haber salido de la cárcel.
Ella no dijo nada, sólo jadeó. Entonces gimió, un sonido surgido de la profundidad de su alma. ¿Le pasaba algo? Él dejó de iluminar el cadáver del colchón y apuntó con la linterna al rostro de Sylvie. No fue pena ni culpa lo que vio allí. Fue horror. Como si estuviera viendo esta escena por primera vez. Señaló el cadáver.
—¿Qué pasa? —dijo Don—. No puede hacerte daño, Sylvie.
—Lo que lleva puesto —dijo Sylvie, con voz débil—. Mira lo que lleva puesto.
Don volvió a enfocar al cadáver. Esta vez miró con atención. La ropa estaba oscura por la suciedad del túnel, pero al acercarse pudo ver que no era la camiseta que Sylvie había descrito. Era un vestido. Un vestido azul ajado. Volvió la linterna hacia Sylvie. Ella se tiraba de la falda como una niña pequeña. Una falda idéntica.
—El mismo vestido —dijo Don estúpidamente, tratando de encontrarle sentido.
—Ésa no es Lissy —dijo Sylvie.
Se desplomó contra la pared de piedra.
—Soy yo —susurró.