14

Palanqueta

Don se fue a dormir esa noche sintiéndose mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Vergonzoso como había sido derrumbarse de aquella forma delante de Sylvie, sabía que era para bien. Un muro en su interior se había roto. Podía pensar de nuevo en el nombre de Nellie, decirlo para sí. Le habían devuelto algo. Y como Sylvie había sido parte de ello, entre ellos ahora había algo. Un lazo de pérdida, si es que la pérdida podía unir. Don podía compartir su casa con ella, durante los meses que vendrían, porque ya no eran extraños.

Por la mañana, sin embargo, con las emociones del día anterior ya desvanecidas, empezó a pensar en otras cosas. Cosas más tristes. ¿Verlo llorar lo había rebajado a los ojos de Sylvie? Recordó cuando estuvo viendo llorar a Cindy. Tocándola como Sylvie lo había tocado. Eso significó el final de su relación con Cindy. No es que las situaciones fueran análogas. Fue la pasión lo que terminó entre Cindy y él. Ese sentimiento nunca había existido entre él y Sylvie. Al contrario, había habido recelo y hostilidad y temor. La transformación sólo podía ser para mejor.

Sin embargo sus recelos crecieron mientras subía las escaleras, dirigiéndose la ducha, al mirar la puerta de la nueva habitación de ella. Cerrada. Conseguir su propia habitación… era una victoria que le había entregado sin más. ¿Podría conseguir alguna vez que se marchara de allí? ¿Por qué había hecho una cosa tan estúpida? Ayer, atrapado en la emoción, se había sentido protector, expansivo, incluso agradecido por su muestra de amabilidad. Hoy, agotadas las emociones, podía ver que sólo había empeorado las cosas. Ella seguía siendo una extraña. Pero ahora era una extraña que sin duda pensaba que tenía poder sobre él. La soledad había impulsado a Don a hacer tonterías, y ahora tendría que enfrentarse a las consecuencias.

Antes de lo que imaginaba, de hecho. Pues en cuanto se duchó, preparado para el trabajo del día, su primera tarea fue buscar su palanqueta. No la había necesitado desde que derribó las paredes de la habitación que ahora era de Sylvie. Lo que significaba que debería estar donde la dejaba siempre, en la caja de herramientas verde. No estaba allí.

Al principio pensó que tal vez la había dejado en otra parte. Pero no tardó mucho en eliminar todas las posibilidades. Don era muy meticuloso al guardar sus herramientas. No había ningún motivo para pensar que hubiera hecho algo fuera de lo acostumbrado con la palanqueta.

No quería sospechar de Sylvie, pero ¿y si la había escondido hacía tiempo, antes de su reconciliación? Seguía siendo molesto que pudiera haber hecho cosas así, pero al menos no sería un rechazo completo de la relación más amable y más agradable que establecieron ayer. No le reprocharía esa broma. Mientras le devolviera la palanqueta.

Subió las escaleras y llamó a su puerta.

—¿Sí? —La voz de ella sonó débilmente a través de la puerta cerrada.

—¿Has visto mi palanqueta?

—Un momentito.

Don esperó. Unos instantes después, ella abrió la puerta. Con su vestido, como de costumbre. Él se preguntó si dormía con el vestido puesto. Probablemente no: estaba ajado pero no terriblemente arrugado. Así que debía de dormir en ropa interior o en cueros… en una cama que no podía estar mucho más limpia que su vestido.

—Escucha. Voy a hacer la colada hoy, ¿quieres que me lleve esas sábanas?

Su rostro se iluminó.

—Claro. Gracias.

—Um, podría… ese vestido. Si te pones el albornoz mientras estoy fuera, podría llevarme ese vestido y lavarlo.

Ella negó con la cabeza.

—No, gracias. De verdad. Está bien.

—No sería ningún problema. Podría hacer que lo lavaran en seco.

—Yo no… Es muy amable por tu parte, pero es que… no está sucio.

Él no se molestó en discutir.

—Como quieras —dijo—. Pero bueno, para lo que venía: me preguntaba si sabías dónde está mi palanqueta.

—¿Palanqueta?

—La barra de metal negro que usé para tirar la pared. Una herramienta multiusos para romper y rasgar.

—No la recuerdo.

Él la dibujó en el aire.

—Tiene esta forma.

—Vale, sí, creo que me acuerdo. ¿Qué le pasa?

—¿Dónde está?

—¿Dónde la pusiste la última vez?

—La guardé en la caja de herramientas verde.

Ella lo miró fijamente un largo instante antes de responder.

—Don, me dijiste que no tocara tus herramientas y no las toco.

Se acabó la relación más sincera entre ellos.

—¿Qué fueron, polillas asesinas? ¿Hadas? ¿Elfos?

Ella suspiró y apoyó la cabeza contra el marco de la puerta.

—Por favor —dijo—. Creía que ahora éramos amigos.

—Y yo también. Pero necesito mi palanqueta. Tengo que empezar con otra habitación. Derribar un tabique y arrancar todos los viejos listones y el yeso.

—Te ayudaré a buscarla con mucho gusto, siempre que no empecemos con la suposición de que sé dónde está pero no quiero decírtelo. Porque no lo sé. Si lo supiera, te lo diría.

Don se volvió, exasperado, y luego se giró de nuevo.

—Muy bien, juega como quieras. Ayúdame a buscarla. Pero recuerda que la necesito de veras. Ésta no es la única habitación que tengo que terminar.

—Ahora que mi habitación está terminada, ¿qué me importa? —dijo ella. Y entonces, porque sin duda él parecía enfadado, extendió la mano y le tocó levemente el brazo—. Una broma, Don. Era una broma.

—Por favor, sólo… ayúdame a buscar.

—Vale. Déjame deducir. Quieres registrar mi habitación primero.

—¿Por qué no? Ya estamos aquí.

Ella le dejó pasar, abrió el armario, hizo como que miraba en lugares ridículos, como los apliques de la luz y las persianas.

—Aquí no. Aquí tampoco. Ni aquí.

—Vale, estás ofendida —dijo Don por fin—. Pero la palanqueta no se ha marchado sola, alguien ha tenido que moverla.

—¿Y por qué? ¿Qué te hace estar tan seguro?

—¿Tan seguro de qué?

Durante un momento él no tuvo ni idea de lo que le estaba preguntando.

—¿De que alguien tuviera que mover la palanqueta?

—Porque los objetos hechos de metal sólido no se mueven a menos que algo los mueva.

—Algo.

Ahora lo comprendió.

—Oh, lo hizo alguna fuerza sobrenatural. La casa.

El sarcasmo la molestó.

—No me importa lo que creas. ¿Por qué debería ayudarte a buscar? Si soy yo la que la encuentra, asumirás que la puse allí.

—¿Ponerla dónde?

—Donde la encuentre. Si la encuentro. Prométeme que no me acusarás de eso.

—Lo prometo.

—No te creo.

No estaba bromeando. Pero claro, él tampoco.

—¡Sólo quiero mi palanqueta!

—Y yo quiero que confíes en mí.

Don pensó en un montón de réplicas que le habrían hecho sentirse un poco mejor mientras empeoraban un poco más la situación. En cambio, respondió, en voz baja:

—Por favor, ayúdame a buscar mi palanqueta.

—Si la encuentro, será porque llevo viviendo en esta casa el tiempo suficiente para saber dónde recoge las cosas.

—¿Recoge?

—Adonde las deriva. Cosas perdidas.

—Esto no es un lago. Las cosas no se van a la deriva.

—Entonces no encontraremos la palanqueta en ninguno de esos sitios. —Ella parecía divertida, pero sus ojos ardían.

—Esto es una tontería —dijo Don—. La buscaré solo.

—¿Quieres mi ayuda o no?

—Quiero mi palanqueta. Si puedes ayudarme a encontrarla, hazlo, por favor. Si no, quédate aquí con tu extraña vida de fantasía. Te ha servido de mucho hasta ahora.

Salió de la habitación.

Ella lo llamó:

—¡Será mejor que te asegures de lo que es la realidad antes de empezar a hablar de mis fantasías!

Él siguió caminando, llegó al pasillo y bajó las escaleras.

—¿Cómo sabes que no la pusiste tú mismo en alguna parte y luego se te olvidó?

Eso ya fue demasiado.

—Porque siempre guardo mis herramientas.

—¿Siempre? —Ella estaba en el pasillo, asomada a la barandilla de la escalera.

—Siempre.

—A tu madre debió encantarle educarte. Todos los juguetitos de Don bien guardaditos y recogidos. Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio.

—Exactamente —dijo Don. Se dirigió a la sala de estar y empezó a buscar de nuevo en todas sus cajas de herramientas. La oyó bajar las escaleras. Si se daba la vuelta, sabía que la vería apoyada contra el marco, el brazo en alto, como una bailarina de los años veinte. Oh, espera, eran las hermanas Extrañas las que fueron flappers. Sylvie es de los ochenta. No debo confundir a mis locas entre sí.

Tuvo que mirar. Y sí, allí estaba, apoyada en el marco de la puerta el brazo sobre la cabeza, extendido sobre la madera pintada de blanco. Entonces dobló el brazo y lo arqueó sobre su cabeza como si fuera una bailarina o una patinadora. La imagen de la gracilidad.

—Creí que dijiste que la palanqueta no estaba en tus cajas de herramientas.

—Ya busqué. Y ahora vuelvo a buscar.

—Increíble.

—¿Qué?

—Que hayas dudado lo suficiente para comprobarlo. Creí que estabas por encima de esas debilidades.

—¿Qué te he hecho exactamente para merecer tus burlas? ¿Creías que era la clase de tipo que te acusaría antes de comprobarlo en persona? ¿Todavía tengo un chichón en la nuca de la vez que moviste el banco de trabajo, pero no puedo preguntar si has tocado mi palanqueta?

El rostro de ella se ensombreció. Se apartó de la puerta. Don caminó unos cuantos pasos tras ella.

—Eso es, escóndete de mí, muy maduro por tu parte. No te enfrentes a nada. ¿No ha sido así tu vida en esta casa? ¡Escondiéndote!

Cuando llegó a la entrada, la vio apoyada en la otra puerta, la que conducía al apartamento al otro lado de la escalera. Sólo que esta vez no tenía aquella pose descuidada y grácil. Miraba a la pared, la cabeza gacha, la coronilla en pleno contacto con la madera del marco, el cuerpo torcido. Como una cabra al ataque. Como si intentara meter la cabeza en la pared.

—Entonces tal vez haya algo en la alacena de la cocina —dijo—. A la derecha, arriba, en el rincón. La alacena sobre el frigorífico.

—¿Qué cocina?

—La de Lissy y mía. La de la mesa grande.

Don recorrió el estrecho pasillo hasta la cocina situada al fondo de la casa. El estante superior de la alacena estaba alto, y como estaba por encima del hueco del frigorífico, no había encimera debajo. Don tuvo que subirse en la encimera de al lado e inclinarse, agarrado a los anaqueles, e incluso así tuvo problemas para llegar. ¿Cómo sabía ella que estaba allí arriba? Más exactamente, ¿cómo llegaba allí arriba?

Se bajó y acercó la pesada mesa a la encimera. Era difícil de mover y arañó ruidosamente el suelo. Cuando se subió a la mesa, ya no tuvo que inclinarse. Pudo meter la mano y mirar.

No había ninguna palanqueta. Pero sí varias cajas de clavos y tuercas. Todavía tenían puestas las etiquetas de Lowe’s. Las sacó, las puso sobre la mesa, y luego las abrió. Cada una de las cajas estaba llena de una confusa mezcla de todo tipo de quincalla, incluyendo un montón de puntillas y tomillos viejos que Don había quitado de las paredes. Sin embargo, lo que le enfureció fue el número de brillantes puntillas y clavos nuevos que ella había sisado obviamente de sus suministros de la sala.

—¡Sylvie! —llamó.

Desde la puerta de la cocina, ella contestó en voz baja:

—¿No estaba allí?

—¿Qué están haciendo estas cosas aquí? —exigió él—. ¿Qué es esto?

Ella se asomó y miró las cajas.

—¿Una colección de clavos y tornillos?

Don quiso gritarle, pero mantuvo la voz baja.

—¿Es una broma?

—No lo sé. ¿Es gracioso?

Él levantó un clavo torcido con el yeso todavía pegado.

—¿Qué esperabas hacer con esto?

—Creí que los habías tirado todos.

—¿No lo robaste de la basura y lo escondiste? —preguntó él, con sarcasmo.

—¿Por qué te molestas en preguntar, cuando sabes la respuesta y también sabes que no piensas creerla? —Su cara estaba ahora seria. Derrotada.

Bueno, él también se sentía casi derrotado.

—Sylvie, ¿dónde está la maldita palanqueta?

Su respuesta fue un susurro:

—No lo sé. Hay algunos lugares que no puedo ver.

—Entonces dime cuáles son esos lugares que no puedes ver y yo miraré allí.

Ella se volvió hacia la pared para ocultarse de su ira. Tocó la pared con la frente.

—La vieja caldera —susurró.

—¿Tengo que meterme dentro?

—Detrás.

—¿Por qué no pudiste empezar por ahí?

No hubo respuesta. Ella se quedó allí, con aspecto derrotado. Bueno, había sido derrotada, ¿no? Aunque la verdad fuera dicha, Don no tenía ni idea de a qué habían estado jugando.

Don bajó al sótano.

—No me gustan los juegos de escondite —dijo, no muy fuerte, porque ella parecía demasiado derrotada para refregárselo por la cara; pero tampoco lo dijo en voz baja, porque estaba realmente molesto.

No había traído linterna, y naturalmente la lámpara portátil no proyectaba más que sombras negras tras la vieja caldera. Tendría que volver a subir. Pero cuando se volvió allí estaba ella, de pie en el último escalón, agarrada al pasamanos como si fuera lo único que se interponía entre ella y el desastre. No quiso acercarse a ella ahora mismo. Si la palanqueta estaba detrás de la caldera podría encontrarla al tacto. Avanzó hacia la oscuridad. Y en efecto, en el momento en que retiró algunos escombros, oyó el tañido del metal sobre la piedra. O de piedra sobre metal. Por desgracia, algunos escombros cayeron encima, así que tuvo que revolver un poco, pero por fin sacó la palanqueta.

Ahora estaba sucio de polvo. Quien había amontonado los escombros había hecho un trabajo de pena. No había hecho falta nada para desplazar la pila y volcar su contenido alrededor de la caldera por ambos lados. El agujero en lo alto debía de ser ahora más grande, aunque no podía verlo en la oscuridad. Una cosa era segura: no podía ignorar el túnel eternamente. Si quería sellarlo, tendría que retirar los escombros y construir una pared de ladrillos adecuada.

Bueno, pero eso no era el trabajo de hoy. Tenía la palanqueta. Iba a derribar una pared. Y, tío, sí que le sentaría bien golpear el yeso y los listones. Estaba de humor para causar unos cuantos destrozos serios.

Cuando lo vio salir con la palanqueta, Sylvie se relajó visiblemente.

—Oh, bien. La encontraste.

—¿Por qué no pudiste decírmelo desde el principio?

Ella se dio media vuelta y empezó a subir las escaleras.

—Sabía que me acusarías si te ayudaba.

—O mejor aún —dijo él—, ¿por qué no la dejaste donde estaba?

Ella se detuvo en la escalera, la cabeza oculta ahora por el techo.

—Yo no la cogí. Y si lo hubiera hecho, no la habría puesto allí.

—¿Tienes escondites mejores?

Ella se agachó y se sentó en el rellano, sombría. Ahora Don pudo verle de nuevo la cara. Parecía realmente molesta.

—No voy ahí.

—¿Por qué? No es nada. Las ancianas de la casa de al lado dijeron que era un túnel de contrabandistas de licor. Dijeron que esta casa fue en tiempos un burdel.

Golpeó con la palanqueta la palma de su otra mano. Le agradaba volver a empuñarla.

—Qué interesante —dijo Sylvie, aunque no parecía interesada—. Un túnel. Quién lo habría imaginado.

—Sylvie, ¿qué te pasa? ¿Por qué no puedes decir que sientes haber escondido mi palanqueta y que no lo volverás a hacer?

Ella lo miró, con furia en los ojos.

—Cuando hago algo mal, digo que lo siento.

Disgustado, Don se encaminó hacia las escaleras y la dejó atrás.

—Entonces supongo que debes de haberlo hecho bien.

Unos cuantos escalones por delante, se detuvo y se volvió.

—¿No eres un poco mayor para jugar a la hermanita malcriada?

—¡No soy hermana de nadie!

Él continuó subiendo las escaleras. La oyó gritar tras él:

—¡No soy tu hija! ¡No soy tu hermana! ¡No soy nada tuyo!

Era hora de deshacerse de la pared que separaba las escaleras del salón sur. Ésta había sido construida antes que los otros tabiques divisorios de la casa. Probablemente databa de los años veinte, de los días del burdel. Así que no era una pared de yeso, sino tan gruesa como el muro del otro lado, con el mismo tipo de moldura. Y no sería pladur, sino tablillas y yeso. Un trabajo sucio, pero ya estaba sucio de la porquería que había detrás de la caldera.

Blandió la palanqueta y la hundió en la pared. Tiró, y las tablas cedieron y saltaron como costillas rotas, haciendo que el polvo de yeso le volara a la cara. Tendría que llevar puestas gafas de seguridad, pero estaba demasiado enfadado y le apetecía romper algo. Descargó otro golpe un palmo más arriba, pero esta vez la barra chocó contra dura madera gruesa. Le sorprendió encontrar una viga a sólo tres palmos del extremo del muro. Nadie ponía los postes verticales tan juntos, ni siquiera en las paredes maestras. Se apartó, golpeó de nuevo, y esta vez un enorme trozo de yeso cedió y se rompió en el suelo. Ahora era fácil separar los listones de las vigas. En efecto, parecía que había vigas gruesas cada tres palmos. Ridículo. ¿En qué estaban pensando?

—¿Qué estás haciendo? —exclamó Sylvie. Estaba en la puerta, el pánico dibujado en el rostro.

—¿Qué es lo que parece?

—¡No puedes derribar esa pared! ¡Es… es la espina dorsal de la casa!

—Mira, Sylvie, esta pared no es nada. ¿Ves cómo la puerta de entrada está desviada del centro de la casa? Es para que el muro maestro pueda pasar por el centro de la casa y sostener las vigas del suelo del primer piso. Esta pared no sostiene nada, la añadieron para poder poner una puerta entre la entrada y este apartamento. O tal vez para que los clientes subieran a las habitaciones de las prostitutas sin que todo el mundo en el salón los viera.

—Te equivocas —dijo Sylvie—. ¡Lo sostiene todo! Si la rompes… paralizarás la casa y…

—Deberías darle lecciones a esas locas de al lado —dijo Don. Su paciencia se había agotado—. Esto es una casa, no una persona.

Arrancó otro listón.

Sylvie corrió y agarró una de las gruesas vigas verticales.

—¡Toca esto! ¿No puedes sentir la tensión? Sostiene todo el peso de la casa. Tiembla bajo el peso.

—El aparejador dijo que era la otra la que…

—No miró, asumió. Igual que tú.

Ella tocó una viga tras otra; cuatro habían quedado ya expuestas, a la altura de los hombros de Don, así que Sylvie tenía que extender la mano hacia arriba para tocarlas.

—Son tantas. ¿Por qué pusieron tantas vigas? Como los mástiles de un barco. ¿Por qué las pusieron sino para sostener la casa?

Ella estaba en lo cierto. No tenía sentido. Y Jay Placer no había llegado a inspeccionar las paredes. Tan sólo dijo que la pared norte era el muro maestro y eso fue todo.

Bueno, había un modo de asegurarse. Don la dejó allí, cogió una linterna del salón norte, y pronto volvió al sótano. Esta vez, sin embargo, dedicó su atención al este. El sótano estaba bajo la mitad trasera de la casa; la mitad delantera sólo tenía un espacio de poca altura, y no fue fácil encontrar un lugar para remontar los cimientos de ladrillo y subir bajo la parte delantera de la casa. Cuando lo hizo, lo lamentó. Aquello estaba lleno de telarañas, y todos los bichos que habían perdido sus hogares bajo las alfombras de la vieja casa al parecer se habían mudado allí abajo. Necesitaría un par de duchas para volver a sentirse limpio de nuevo. Pero esto era parte del trabajo. No reconstruías una casa sin ensuciarte y acabar hecho un asco.

Cuando llegó al lugar, era obvio. Las gruesas vigas de la pared sur eran las que llegaban hasta posarse en un cimiento de grandes piedras, una hilera de mástiles, como había dicho Sylvie. Un lecho de piedra como los hombros de la tierra. Quien construyó este sitio comprendía la terrible tensión a la que estaba sometiendo aquella pared descentrada, y se aseguró de que los cimientos fueran dignos de la tarea. Ocho postes, pero no espaciados de forma regular. El primero estaba lo bastante atrás de la parte delantera de la casa para hacer sitio al vestíbulo. Luego había cuatro postes, separados por un metro. Los otros cuatro estaban espaciados unos dos metros, algo más normal pero todavía muy reforzado. Luego, justo antes de que el espacio bajo se convirtiera en el sótano amplio, todos los cimientos que soportaban el peso cambiaban al centro exacto de la casa. Muy por detrás de las escaleras, advirtió Don. Pero aquí atrás al parecer no había ninguna necesidad de vigas extralargas y extrafuertes para el suelo.

Don regresó a rastras. Cuando salió del sótano, trató de quitarse todas las telarañas de la piel, pero no pudo librarse de la sensación angustiosa. Su propio sudor le parecía que eran insectos que reptaban por su cuerpo. Contrólate, se dijo.

Escaleras arriba, advirtió lo cerca que había estado de cargarse la espina dorsal de la casa. Si hubiera cortado esas vigas, todo se habría desplomado a su alrededor. Tendría que haberse dado cuenta en el momento en que vio lo cerca que estaban unas de otras. Si no hubiera estado tan furioso, si no hubiera estado tan ansioso por hundir aquel negro diente de hierro en la casa, se habría parado a pensar en ello y lo habría comprobado.

Y habría acabado por darse cuenta. Al usar la sierra, habría sentido la tensión de las vigas. ¿No? Habría sentido que eran postes que aguantaban la carga.

O tal vez no. Lo único seguro es que ella lo había sentido.

Apartó la linterna y regresó al salón sur para recuperar la palanqueta. Ella seguía en la habitación, pero en la esquina del fondo, sentada contra las paredes desnudas. No le dijo nada. Ella tampoco. Don se llevó la palanqueta. Fue un mensaje bastante claro sobre lo que había descubierto.

Retiró sus cosas de la pared que había creído maestra, y apartó también la cama. No quería polvo de yeso donde tenía que dormir. Cuando despejó una buena zona, golpeó la pared. Seguía esperando listones y yeso. Pero no, la barra se clavó en la pared de pladur. Y cuando retiró suficiente, pudo ver que esta pared falsa había sido erigida a veinte centímetros de la escalera. Esto era lo que los había engañado a Jay Placer y a él: hacía que la pared pareciera tan gruesa como la pared maestra del otro lado de las escaleras. No, más gruesa. ¿Pero por qué? Puesto que el muro seguía a las escaleras, significaba usar el doble de material para construirlo. ¿Por qué dejar el hueco?

Porque había algo allí, por eso. Don cogió de nuevo la linterna y apuntó con ella al agujero que había hecho. Y se quedó boquiabierto. Porque ahora pudo ver la cara de la escalera. Era de nogal pulido, profunda y delicadamente tallado. Columnas de unos dos palmos de altura, siguiendo la zanca, y tras ellas, en profundos huecos, figuras clásicas preciosamente talladas, esculpidas para sugerir pinturas renacentistas italianas. Venus en la concha o como se llamara. Adán extendiendo la mano para tirar del dedo de Dios. Todos los chistes de la clase de apreciación artística de la facultad regresaron. Sólo que esto no era ningún chiste. Era una escalera de un millón de dólares. Éste era el tesoro de la casa. Y aunque algún casero había sido lo suficientemente estúpido para cubrirla, al menos no fue tan insensible y bárbaro para permitir que nadie clavara directamente en esta obra maestra. La había cubierto, para impedir que fuera tocada. Debió de saber que algún día esta casa no sería apartamentos de alquiler. Algún día volvería a ser una casa, y esta escalera sería la joya de la corona.

Ya no golpeó más con la palanqueta. Trabajó con mucho cuidado, retirando el pladur y los clavos. Nada de sierra y maza esta vez: fue quitando cada perno de la pared falsa uno a uno, y luego fue subiendo por las escaleras, quitando la pared del otro lado, que se apoyaba en los escalones en vez de tocar la zanca tallada. Tendría que haberlo visto también, cómo el pasamanos no podía ser el original, cómo el hueco alrededor de la escalera se había estrechado diez centímetros, cómo la moldura barata no podía ser la original. ¿Por qué no lo había visto?

Porque estaba muy bien hecho, por eso. Y no lo había buscado. Aquí era donde la pared maestra debería estar, así que lo que vio fue una pared maestra.

Pero ella lo sabía.

—Sylvie —llamó—. Sylvie.

La oyó caminar por la otra habitación. Atravesar la entrada. Luego apareció en el salón norte. Él le señaló la zanca maravillosamente tallada. El banco de madera pulida en torno a las paredes del hueco bajo las escaleras. Ella tocó las columnas, contempló las figuras que había detrás.

—Tú —le dijo a cada una—. Tú.

Había visto todo lo que podía ver a su altura.

—¿Quieres que te aúpe para ver el resto?

Ella asintió. Don se arrodilló, se la echó a hombros, y se levantó. Ella era tan liviana. Tan pequeña. Como una niña.

—Tú —decía—. Escondida aquí todo el tiempo.

Para ayudarla a ver las últimas, agarró sus muslos y la aupó sobre sus hombros como a una acróbata. No era peligroso, porque se equilibraba apoyándose en la escalera. Cuando lo indicaba, él daba un paso, otro, recorriendo toda la parte delantera del hueco, hasta que ella terminó de ver todas las tallas. Techos de cinco metros. Una extravagancia, había pensado Don. Inútil, sin utilidad en habitaciones de ese tamaño. Pero ahora, mientras ayudaba a Sylvie a deslizarse ante la escalera hasta que se agachó y pudo bajarla, empezó a preguntarse por el resto de la habitación. No tenía sentido, nunca había tenido sentido, que los techos fueran aquí tan altos. Esta escalera gobernaba ahora la sala. Era preciosa, pero también era demasiado para una habitación de ese tamaño, igual que el techo era demasiado alto. Nada más en la casa estaba tan desproporcionado. ¿Qué estaba haciendo el constructor?

Sylvie no podía apartar las manos de la madera. Caminó ahora bajo la escalera, se internó en el hueco. Se sentó en el banco de madera, se deslizó por él como una niña que intenta sentarse en todos los sitios posibles. Entonces subió las piernas al banco y se abrazó las rodillas.

Exactamente la misma pose que había visto adoptar a Cindy, allí en el sofá intacto de su salón.

—Soñé con este sitio —dijo Sylvie en voz baja—. Con velas por todas partes.

Extendió la mano y tocó el interior inclinado de la escalera. Don entró en el hueco tras ella y vio que en la amplia extensión de nogal había una pintura, algo que sólo podía verse sentado allí dentro. Un retrato doble. Un hombre y una mujer. Juveniles, pero no jóvenes. El estilo de la pintura indicaba la época de Greensborough. O al menos una imitación de ese periodo. Sentimentalizado. Pero Don supo, al mirar a los ojos de la mujer, que esta casa se construyó por amor a ella. Y al mirar al hombre, cuyos ojos estaban vueltos para mirar a la mujer, Don supo que era el constructor.

—El doctor Bellamy, ¿no es así?

—Y lo dejaron aquí —dijo ella—. A pesar de que era una casa putas. Tuvo que ser horrible dejar que vieran en qué se había convertido su casa.

—Pero habría sido peor eliminarlos.

—Supongo.

—Y la casa de putas estaba arriba. Aquí abajo sólo era un garito de licor.

—Me pregunto si mi padre amaba así a mi madre —dijo ella.

—Nadie sabe nunca la verdad sobre sus padres. Lo que sentían realmente. Es más fácil ver a Elvis que conocer el corazón de tus padres.

Ella se echó a reír. A Don le gustó aquella risa grave.

Se rió, una cascada de alegría como agua sobre piedra cubierta de musgo. También le gustó eso.

—¿Cómo sabías estas cosas? —preguntó.

—¿Qué cosas?

—¿Cómo sabías que éste era el muro maestro?

—Vive aquí lo suficiente, y llegarás a conocer la casa.

Pero no era eso. Él lo supo ahora. Las hermanas Extrañas tenían razón. Esta casa podía capturarte. Podía retenerte. Por eso Sylvie estaba allí. La casa la tenía y no podía marcharse. Pero a cambio, la casa hablaba con ella. Se revelaba. Sylvie sabía dónde estaba todo. No lo ponía allí, sólo lo veía.

Estoy cayendo en su locura, pensó Don. Estoy siendo atrapado, pero no por la casa.

Entonces se rió de sí mismo.

—¿Por qué estoy tan seguro de mi duda?

—¿Qué?

—¿Por qué dudar es algo de lo que nunca nos mostramos escépticos? Cuestionamos las creencias de otra gente, y cuanto más segura está más dudamos de ella. Pero nunca se nos ocurre dudar de nuestra propia duda. Cuestionar nuestras cuestiones. Pensamos que nuestras cuestiones son respuestas.

—¿«Nuestras»?

—Mis. Yo. Eso creo. Lo siento.

—¿Qué?

—Pensar que estabas loca.

—No te disculpes por eso. —Ella sonrió con tristeza.

—¿Por qué entonces?

—Por pensar que mentía.

—Lo siento.

—No hay de qué. —Se echó a reír—. O lo que se diga.

Sentado junto a ella en el hueco, con la pintura sobre sus cabezas, Don quiso de pronto que se apoyara contra él.

En cambio, ella retiró las piernas del banco y se volvió a mirarlo.

—Creo que estoy loca, Don. Loca de verdad.

Él sacudió la cabeza.

—Como si eso te hiciera distinta del resto de nosotros.

Ella se cubrió la cara con las manos.

—Ahora me aprecias, ¿verdad, Don?

—Sí.

—Porque te impedí que destrozaras la casa.

—No. Te apreciaba mucho antes. Es ahora cuando puedo admitirlo ante mí mismo.

—Pero no deberías.

—Oh, vale. Como quieras.

Ella se rió un poco. Pero tal vez no era una risa.

—Si supieras lo que hice. Lo que he hecho. No me apreciarías.

Lo vio venir. Otra confesión. Como con Cindy.

—Bueno, pues no me lo digas. No quiero saberlo.

—No quiero decírtelo.

—¡Pues no lo hagas, entonces! ¿Por qué tiene la gente que confesar nada? ¡No soy sacerdote! ¡Sólo soy un tipo con una vida increíblemente jodida que intenta enmendar algo, y cada vez que me doy la vuelta alguien me cuenta sus meteduras de pata, y no quiero oírlo!

Ella estaba empezando a llorar. Maldición, no quería hacerla llorar.

—Mira, lo siento. Lo siento. No te creí antes. Siento que hayas estado encerrada en este sitio durante… ¿diez años? ¿Por qué lo hiciste? Lo tenías todo. Un título. Un trabajo. En Providence, ¿no? Era un trabajo que querías, ¿verdad?

Ella asintió.

—Pero aquí estás. ¿Qué es esto, entonces? ¿Penitencia? ¿Qué delito cometiste que es tan terrible que hay que encerrarte diez años? En confinamiento solitario, es un milagro que no te volvieras loca. En esta casa, husmeando, dejando que se te cuele bajo la piel, dejando que se apodere de ti. ¿Qué hiciste para merecer eso?

En respuesta, ella se inclinó hacia adelante, enterró la cara en sus manos y se echó a llorar.

—Tu turno ahora —susurró él—. Primero yo, ahora tú.

La familia que llora unida… ¿qué? ¿Muere unida? ¿Mama unida? ¿Miente unida? Descartó la idea de su mente. No somos una familia. Somos lo contrario a una familia. Somos personas tan solas que cuando estamos juntas creamos un agujero negro de soledad y todo lo demás queda absorbido y no se vuelve a ver.

Un agujero negro.

Pensó en el túnel bajo la casa. Lo único de lo que ella no sabía. El único lugar que no podía ver.