13

Hijas

Derribar paredes, arrancar alfombras, desnudar de listones y yeso las viejas vigas, ésos eran cambios dramáticos, que requerían trabajo duro y poca habilidad. Pero pronto estuvieron terminados, al menos por el momento, en aquella habitación de arriba. Don pagó para que retiraran la pila de basura, y luego se dedicó a la rutina de convertir aquella habitación en el espacio bonito y acogedor que tenía que ser.

Sopesó una y otra vez si añadir otro cuarto de baño arriba. Ahora era el momento de hacerlo, o al menos de plantearlo entre el dormitorio del fondo y el delantero. Por un lado, la instalación de fontanería seria cara y difícil, ya que no había tuberías por esa parte de la casa. Y reduciría las bonitas proporciones de una habitación o de otra… o de ambas, si lo convertía en un cuarto de baño grande con dos ventanas. Así que su inclinación era descartarlo.

Por otro lado, los americanos parecían estar gozando de una intensa pasión por los cuartos de baño. No sólo se volvían más grandes en número y tamaño, es que la gente ni siquiera ponía ya cristal esmerilado, y a menudo ni siquiera cubría las ventanas. Las dos viejas cotorras de la casa de al lado podrían asomarse a su ventana y ver lo que estuvieras haciendo en el servicio. Don no lo entendía. Algunos de los cuartos de baño que había visto parecían altares de agua. Uno, en una zona residencial al salir de Algonkian Parkway al norte de Virginia, era exactamente igual de grande que el dormitorio principal. Todos los accesorios normales estaban repartidos por los bordes de la habitación, y en el centro había un enorme jacuzzi que parecía un altar a un dios pagano. Don podía imaginarse perfectamente a algún sacerdote vestido de lamé dorado sacrificando a una virgen o un cordero.

A la gente que necesitaba templos de porcelana, ¿le valdría para todo el primer piso un pequeño cuarto de baño junto a las escaleras? Casi podía oír a las parejas en busca de casa.

—Los niños se pelearían constantemente por el cuarto de baño. ¿Y los invitados? Sería horrible intentar que los niños lo mantengan limpio para las visitas.

Ni siquiera el dinero era una guía de fiar. Incluir más cuartos de baño haría que la casa fuera más fácil de vender, sobre todo ya que los dormitorios originales eran tan grandes que había espacio para adosar uno de buen tamaño en cada uno de ellos. Pero no incluirlos le ahorraría un montón de dinero, que no tendría que pedir prestado al banco, y eso le permitiría poner un precio un poco más bajo a la casa, y eso facilitaría la venta. No podía perder. O no podía ganar, dependiendo de cómo lo miraras.

Al final siguió sus propias preferencias y optó por mantener la sencilla pureza del diseño original. En otras palabras, se ahorró un montón de gastos y molestias. Dejaría en el dormitorio espacio para incluir un bonito armario empotrado que pareciera más un mueble bonito que arquitectura. Pero no se alzaría hasta el techo, así que las proporciones de la habitación seguirían siendo visibles y tendrían su efecto en el habitante. En cuanto al coste, construir un armario empotrado elegante era completamente una cuestión de carpintería, cosa que haría con sus propias manos.

Tomada la decisión, se puso a trabajar.

El entramado general siempre iba rápido, incluso trabajando solo. Luego había que meter los cables para tenerlo todo al día: eso llevaba tiempo, pero las recompensas eran inmediatas, pues pudo deshacerse de las alargaderas que se extendían por todas las escaleras y enchufar las cosas directamente en las nuevas tomas de corriente. El pladur fue lo más rápido de todo, e hizo que todo pareciera más a punto de estar acabado.

Pero entonces era cuando empezaba el auténtico trabajo. Cualquier tipo esforzado y cuidadoso podía colocar una pared con pernos y pladur, y luego enfoscarla y alisarla. Cualquier electricista competente podía instalar un puñado de tomas. Pero no quedaba mucha gente en Estados Unidos que aún supiera cómo alisar elaboradamente la madera, que se manchaba, no pintaba, para que se notara el grano y no quedaran nudos ni otros defectos. Las molduras, los apliques, el artesonado y los zócalos fueron todos puestos a punto por la mano de Don.

Con Sylvie mirando.

No podía escapar de ella y ya no lo intentaba. En parte porque intentaba mostrarse tranquilo, pero sobre todo porque ella no era molesta. La mayoría de la gente que miraba a los demás trabajar era charlatana, insistía en hablar continuamente, hacía preguntas, ofrecía opiniones, o, lo peor de todo, trataba de mantener conversaciones sobre cosas que no tenían nada que ver con la tarea a mano. Sylvie tan sólo se quedaba allí sentada, prácticamente invisible. Cuando hablaba, era para hacer preguntas que, para sorpresa de Don, merecía la pena responder. Por ejemplo, ¿cómo hacían los carpinteros las molduras antes de la invención de la broca? ¿Por qué no se ponía primero el papel pintado para que las molduras y la tablilla de protección para las sillas pudieran cubrir los bordes y así no se desprendiera? Como las preguntas se producían raramente, era un placer responderlas.

Y de vez en cuando Don hacía una pregunta propia. Empezó a construir una imagen de la vida de Sylvie. Hija única, huérfana desde la adolescencia, encontró un hogar de acogida en casa de una amiga, pero fue siempre más una especie de acuerdo de alojamiento que una relación familiar, y después de graduarse en el instituto se distanciaron rápidamente. Sylvie no tenía dinero, ni heredado ni de ningún seguro. Se ganó una beca para la universidad y trabajó duro para pagarse los gastos. Fue una vida solitaria: entre el trabajo y los estudios no tenía tiempo para salir con nadie, ni tampoco ningún interés especial en ello.

—Si conocía a un chico que parecía que pudiera ser un hombre tan bueno como mi padre, entonces empezaba a compararme a mí misma con mi madre y me daba cuenta de que no era digna de un hombre así.

Se rió al respecto, pero Don entendió el dolor bajo esa risa. Instalarse como ocupa allí en la casa Bellamy no había sido un cambio tan grande para ella, excepto en los asuntos de higiene personal.

Felicity Yont cambió todo eso. Lissy era la extrovertida. Sylvie no. Tenían casi la misma talla y podían cambiarse la ropa, pero sobre todo Lissy hizo que Sylvie usara vestidos más a la moda para así no parecer tan tímida. Lissy cambió el pelo de Sylvie, la llevó a citas dobles, incluso le enseñó a dormir con camiseta en vez de con sus sosos camisones de felpa. No importaba que las camisetas de Sylvie fueran todas enormes camisetas de hombre, sin forma, mientras que Lissy siempre se las apañaba para encontrar camisetas tan cortas y ajustadas como para que no pudiese pegarse un pétalo de rosa a la piel sin hacer un bulto. Para Sylvie seguía siendo un cambio de estilo de vida.

Pero no duró. Sylvie era mayor, tenía un sentido más agudo de la responsabilidad. Tal vez siempre había sido mayor. Pero sabía que sus notas tenían que ser lo bastante buenas para que le consiguieran un buen puesto de trabajo cuando completara su doctorado. Así que a pesar de los muchos cambios que Sylvie hizo en su aspecto y costumbres, Lissy no pudo hacer el mayor cambio de todos: la necesidad de Sylvie de trabajar en todos los momentos posibles. Sylvie pensaba que estaba bien salir y divertirse una vez al mes. Lissy pensaba que su vida se habría acabado si sólo saliera los fines de semana.

—Aceite y agua, pero nuestra vida era emocionante —dijo Sylvie—. La mía desde luego era más interesante que la de la futura bibliotecaria media.

Así que tras el primer año como amigas, cuando Lissy propuso que compartieran un apartamento grande en la planta baja de una casa antigua en plena decadencia, pero hermosa, Sylvie estuvo encantada. ¿Qué podía salir mal?

—¿Y qué salió mal?

—Va a reírse, pero fue cuando ella empezó a observar todos los movimientos que yo hacía. Era ella quien era tan libre y yo era la que se quedaba en casa. Pero aquel último semestre ella dejó de ver tanto a su novio, Lanny, y le dio por quedarse en el apartamento, mirando por encima de mi hombro, y leyendo mis libros de texto. Era como si de pronto se hubiera dado cuenta de que estaba a punto de licenciarse con un cinco de media y nadie iba a querer ofrecerle un trabajo que mereciera la pena. Mientras, yo recibí un par de ofertas, incluyendo ese trabajo en Providence. Creo que ella quería aprender a estudiar, sólo que era demasiado tarde.

—La echas de menos.

Sylvie apartó la mirada.

—No era una persona simpática. Pero no era peor que yo.

A partir de entonces a Don le resultó imposible verla como una chica descarriada y sin hogar. Era una persona con un pasado, con amigos encontrados y perdidos, con emociones que podían cobrar vida por medio de los recuerdos.

Sin embargo, ese tipo de conversaciones fueron muy raras durante el par de semanas que Don trabajó en aquella habitación. Principalmente él trabajaba y ella miraba desde el otro lado. Casi se olvidaba de que estaba presente.

De hecho, desarrollaron una especie de señal. Don conectaba su radio barata durante los trabajos donde no había que utilizar herramientas eléctricas. La música le daba una especie de ritmo en el trabajo, le hacía sentir que fluía un poco más rápido a través de los minutos y horas del día. Conectaba la 98.7, que antes era una emisora de rock duro pero que ahora emitía nuevo country. La primera vez expulsó a Sylvie de la habitación, cosa que molestó a Don un poquito. No pudo dejar de considerarlo un insulto a su gusto. Mientras sonaba la música, ella no hablaba nunca. Pero cuando Don se cansaba de la emisora y apagaba el aparato, normalmente tenía guardada una pregunta o un comentario. A menudo quería hablar de la música country.

—Cuesta acostumbrarse al deje gangoso —dijo.

—La mayoría de nosotros no lo oye como gangoso.

—No me digas que John Anderson te parece natural.

—Qué sabrás tú de John Anderson.

—Gan-goso —cantó ella.

Don se echó a reír.

Gradualmente él llegó a apreciar la música que le gustaba a ella, y una tarde después del trabajo fue a Borders y volvió con un puñado de CDs. Garth Brooks era demasiado plástico para ella; Lyle Lovett era demasiado raro. Pero le gustaban Martina McBride y Lorrie Morgan, Trisha Yearwood y Ronna Reeves, le gustaban mucho. Don trató de comprender qué había en aquella música para que le gustara tanto. Dios sabía que también había un montón de dejes gangosos, y un montón de plástico también, a veces. Ella no podía expresarlo en palabras.

—Es como si sus vidas estuvieran llenas de tragedia y sin embargo pueden cantar sobre ello con tanta energía… En vez de estar deprimidas, lo convierten en música.

—¿Eso es lo que estás? —preguntó Don—. ¿Deprimida?

—No. Sólo estoy triste a la antigua usanza.

Y entonces se levantó y se marchó. Don no podía comprender por qué se marchaba cuando lo hacía. No parecía haber una pauta. A veces ella respondía a las preguntas más personales… y no es que él le preguntara nada tan privado. Otras veces el comentario más inocente y general la hacía marcharse. De vez en cuando Don sentía un pinchacito de malestar por sus cambiantes estados de ánimo, pero entonces recordaba que él dejaba que sus propios estados de ánimo lo controlaran, como encender la radio cuando no quería hablar y marcharse a hacer recados cuando necesitaba estar solo.

Cuanto más trabajaba en remodelar esa habitación del piso de arriba, más se animaba ella. Finalmente empezó a aceptar comida de vez en cuando. Nunca más de un bocado o dos cuando Don estaba mirando. La masticaba como si fuera la mejor comida jamás cocinada. Pero luego dejaba el resto.

—Vas a consumirte, si sigues comiendo como una anoréxica.

—No se puede comer como una anoréxica —dijo ella—. Sólo se puede no comer como una.

—Bueno, perdóname mientras voy a vomitar como una bulímica.

—Ésa es la habitación que le falta a esta casa. Un vomitorio.

Entonces, ya que él no tenía ni idea de la cultura romana, le explicó cómo festejaban y festejaban los romanos, y luego se metían en el vomitorio a echar la pota.

—¿Cómo sabe el chef la diferencia entre un cumplido y una crítica?

—Si vuelves para el segundo plato.

En ocasiones así, había un montón de chistes tontos, de risas fáciles. El tipo de charla que podía continuar mientras Don trabajaba, sin que se perdiera un golpe o un corte.

Una vez, después de que oyeran a Ronna Reeves cantar «Man from Wichita», Sylvie empezó a hablar de sus padres.

—No sé por qué esta canción me los recuerda. No tiene nada que ver con los padres.

—Tiene que ver con echar tanto de menos a alguien que te quieres morir —dijo Don—. Mis padres no murieron cuando yo era joven, pero todavía duele.

—Lo sé —contestó Sylvie—. Te peleas con ellos porque siempre están intentando controlarte la vida, quieres liberarte. Y entonces… Fui libre. Y pensé: ¿por qué no es esto más divertido? ¿No es lo que siempre quise?

—Naturalmente que no lo era.

—No me refiero a que se murieran, me refiero a la libertad. Quería la libertad. Pero aquello era… vacío.

—Yo también —dijo Don—. Es como si todo lo que haces cuando tus padres no están ahí para vigilarte no hubiera sucedido de verdad.

—La gente no tendría que perder a sus padres tan pronto.

—En otros tiempos la mayoría de la gente perdía a uno u otro. De parto. Por enfermedad. Accidentes industriales. Cada vez que me corto con algo, siempre pienso que si no fuera por los antisépticos y la higiene moderna sería mi última herida. Gangrena.

—La mitad de la gente que conocí cuando estudiaba había perdido a uno de sus padres.

—Sí, pero por divorcios, ¿verdad?

—Mis padres se peleaban a veces —dijo Sylvie—. Pero no creo que hubieran llegado a divorciarse, aunque no se hubieran muerto.

—Los míos también eran sólidos.

—Tuve que seguir imaginando que mi madre me vigilaba. Siempre que trabajaba en mis estudios y eso, seguía imaginando que estaba allí, sin que yo la viera, controlándome. —Se rió con sorna—. Resultó que sólo era Lissy.

—¿Por qué no podría estar tu madre vigilándote desde… desde dondequiera que esté?

—La palabra que estás buscando es Cielo —dijo ella.

—No sabía si creías en eso.

—¿En qué?

—En la otra vida.

—Tal vez la palabra «creer» sea demasiado fuerte —dijo ella—. Más bien lo espero.

—Yo también.

—No es a tus padres a quienes echas de menos, Don Lark.

—Cuidado, Sylvie. Empiezas a hablar con deje gangoso de tanto oír música country. Se está pegando.

Ella ignoró su intento por cambiar de tema.

—Intento imaginar cómo seria tener una hija, y luego perderla.

—Yo no la perdí —respondió Don—. Me la robaron.

—Lo intento, pero no puedo —dijo Sylvie—. Ninguna de las dos cosas. No puedo imaginar ninguna de ellas.

—Tener un hijo es lo mejor del mundo. Perderlo, lo peor. Después de eso, has visto lo mejor y has visto lo peor.

—¿Así que no tienes miedo de nada?

—¿Te parezco un maldito idiota?

—Sólo cuando estás sujetando una plancha de pladur con ese fleje y aprietas todo el cuerpo contra ella para colocarla en su sitio. Entonces parece que le estás rezando a la pared.

—O flirteando con ella.

—Lo que haces es más que flirtear.

—Y a veces más que rezar.

—Bueno, Don, lo que quería decirte es esto. Aunque te enfades conmigo. Tengo que decirlo. Tu hijita. Recibió de ti lo que importa más que el dinero, o el «tiempo de calidad» o todo lo demás. Ella sabía que la mirabas y la conocías y la admirabas y la amabas y la respetabas. Lo sabía, ¿no?

—No lo sé. Era tan joven.

—Lo sabía. ¿Crees que los niños tienen que saber hablar antes de poder saberlo?

Y pasaron a otra cosa y un rato después guardaron silencio y el momento se acabó. No había muchos de esos momentos, pero sí los suficientes, y cuando Don casi había terminado con la habitación no le pareció que la hubiera acabado del todo hasta que Sylvie vino e hizo una inspección formal y una visita guiada.

—Eres mis padres de repuesto —dijo Don—. Necesito que le eches un vistazo a lo que he hecho para que todo se vuelva real.

—Bibidi-badi-bidú —dijo Sylvie—. Ahora eres un niño de verdad.

—Estás pensando en Pinocho pero citas Cenicienta.

—Estoy pensando en la secuela. Pinocho trata de ponerle la zapatilla a Cenicienta y le clava una astilla en el pie.

—Yo no dejo astillas.

—Pues muéstramelo, y haré que esta habitación sea real.

La condujo a la habitación y abrió la puerta, sintiéndose un poco tonto al hacerlo. ¿No la había visto ella todos los días mientras estaba trabajando aquí? Pero ella entró y empezó a dar vueltas y más vueltas, como una niña bailando, viéndolo todo como por primera vez.

—Oh, Don, es tan bonito.

—Para empezar, es un espacio bien diseñado —dijo él—. Todo lo que tuve que hacer fue no meter la pata.

—Hace que el resto de la casa parezca tan fea.

—Por eso termino una habitación antes de hacer nada más. Me gusta ver el contraste.

Sylvie corrió al armario y abrió las puertas. Aunque por fuera parecía un ropero, era profundo, empotrado, con suaves luces que se encendían en cuanto se abría una puerta. Ella dio la vuelta, extendió la mano, y cerró las puertas. Don se quedó en el centro de la habitación, esperando que volviera a abrirlas. Esperando.

—¿Sylvie?

Echó a andar hacia el armario, preguntándose qué podría retenerla tanto tiempo dentro. ¿No podía darse cuenta de que las puertas se abrían con sólo empujarlas?

Justo cuando estaba a punto de alcanzar los pomos, las puertas se abrieron de golpe y Sylvie se plantó ante él, y gritó:

—¡Buu!

Don hizo un gesto exagerado de agarrarse el corazón, pero sólo fue para cubrir el hecho de que realmente lo había asustado. Sylvie casi se cayó al suelo de la risa, y él no pudo dejar de reírse con ella. Entonces ella corrió a la ventana y tocó el marco de madera natural, las persianas, el grueso tejido del papel de pared.

—Casi se siente que la casa se vuelve más joven —dijo.

Entonces, porque ella insistió, Don le ofreció la visita guiada, explicando lo que había hecho… y lo que algunos constructores podrían haber hecho pero él había decidido no hacer, para que el espacio quedara mejor proporcionado o fuera más fiel al concepto original o más funcional. La historia interior. Y ella le escuchó. Como habría hecho una hija, si hubiera vivido lo suficiente para crecer y convertirse en una estudiante de bibliotecaria sin techo que vivía en una mansión abandonada.

Esta idea le detuvo en seco, mientras la cabeza le daba vueltas.

—¿Qué? —preguntó ella, mirándole con cierta preocupación.

—¿Qué de qué? —dijo él. Entonces se dio cuenta de que tenía que haberse quedado allí parado, en completo silencio—. No te preocupes, cuando me da un ataque al corazón me llevo las manos al pecho y gruño y me caigo.

—Estaba pensando más bien en una embolia. Paralizado en el acto. Convertido en piedra.

—En una estatua de serrín.

—¿En qué estabas pensando?

Don vaciló un momento. Su impulso natural habría sido despistarla con una broma. Pero en cambio descubrió que quería hablarle con sinceridad. Nada de chistes.

—Estaba pensando en que esto era, ya sabes… Que enseñarte esta habitación, podría haberlo hecho con mi… hija, si ella hubiera vivido. Le habría mostrado así mi trabajo.

Ella retrocedió un paso.

—Yo no soy tu hija —dijo.

Así que había sido un error abrirse tanto. Siempre lo era.

—Sólo quería decir que imaginaba cómo sería si lo fueras.

—No soy hija de nadie —pronunció la palabra «hija» con tanta vehemencia que Don se preguntó si podría haber habido algo más en su relación con sus padres que su temprana muerte.

Casi pidió disculpas, pero se detuvo. ¿Qué le había hecho en realidad?

—¿Qué te importa si pienso en ti como en una hija?

—No necesito un padre —dijo ella fríamente.

—Y yo no necesito una inquilina —replicó Don—. No tengo espacio en mi vida para lo que eres, pero sí tengo este enorme espacio para una hija y si es ahí donde encuentro un huequecito para ti, ¿qué te importa?

—Mi padre me dejó, y mi madre, y me fue bien.

—Oh, sí, mírate, te ha ido tan bien.

Sus palabras la afectaron visiblemente y lamentó haberlas dicho. Pero no iba a pedir disculpas. Era ella quien había decidido convertir un momento de reflexión en una discusión.

—Lo que me pasó en la facultad no tiene nada que ver con haber perdido a mis padres —dijo.

—Sí, bueno, que yo te deje quedarte aquí tiene todo que ver con haber perdido a mi hija, así que aprende a vivir con ello, niña.

—¿Qué eres, Matusalén, o algo? Tengo veinticuatro años, no cuatro. No puedes ser mi padre.

—Venga ya —dijo Don—. ¿Veinticuatro? ¿Qué edad tenías cuando te sacaste el doctorado?

—No lo llegué a sacar, ¿recuerdas?

Pero entonces comprendió lo que él le estaba preguntando.

—Quería decir… Quería decir que tendría veinticuatro años cuando terminara el doctorado. Pero ahora soy… aún mayor.

—¿Cuán mayor? ¿Lo sabes siquiera?

—Echa un vistazo alrededor, ¿cuántos calendarios ves?

—Hay estaciones, ¿sabes? Sales y hay nieve o hielo, y es el invierno. Si aquí dentro con todo cerrado se está como en un horno, puedes suponer que será verano.

—Iba a doctorarme en el 87. —Apartó la mirada, y él pudo ver que tenía miedo de lo que iba a decirle.

—Diez años. Llevas aquí de ocupa diez años.

—¿Estamos en 1997? —Intentó parecer despreocupada—. Vaya, el tiempo vuela.

—Ni siquiera sabes quién es presidente, ¿verdad?

—Nunca me invitan a la Casa Blanca, así que, ¿qué me importa?

—¿No te molesta?

Pero pudo ver que sí, que le asustaba lo que le había sucedido, los años perdidos en aquel desánimo que la había mantenido en este lugar.

—No tenía ni idea —dijo ella—. Todos estos años.

Soltó un gritito, tal vez un sollozo, luego jadeó y trató de calmarse.

Don extendió la mano, la apoyó suavemente sobre su hombro. Se le ocurrió que era la primera vez que la tocaba. A una mujer que compartía tu casa no estaba bien tocarla, pero Sylvie necesitaba consuelo, no la reprimenda que le estaba dando. ¿Qué clase de padre soy?

Pero ella retrocedió de su contacto como si fuera una especie de anfibio repugnante.

—¡Te lo he dicho! —le gritó—. ¡No soy tu hija!

—¡Pues claro que no, joder! —exclamó él—. ¡No hay ni la más puñetera y remota posibilidad de que yo permitiera que una hija mía acabara así, atrapada en una casa abandonada sin saber cuántos años ha estado desperdiciando su vida!

—¿Qué edad tienes, señor sabelotodo, señor lo he hecho todo bien no importa cómo la cague?

—Más joven que tú —dijo Don—. Y muchísimo mayor.

—Pues bien, papi, no me hables así.

Hizo que la palabra «papi» sonara como un epíteto.

—No me llames eso —dijo él.

—Creí que querías que fuera tu hija, ¿qué ha pasado con eso?

—Cuando ella me llamaba papi no sonaba así.

Y entonces oyó la voz en su mente, la voz de su hijita cuando apenas tenía un año, apenas andaba, apenas sabía decir papá y mamá, antes de que se la quitaran. Papi. Y las presas se abrieron. Los sollozos se apoderaron de su cuerpo como una convulsión y cayó al suelo, retorciéndose para apartarse de ella y que no viera cómo las lágrimas salían de sus ojos y manchaban el lustroso acabado del delicado suelo de madera encalada.

Pero ella lo vio, claro. La oyó acercarse. Sintió su mano en su frente. Un contacto suave, como el de una niña. Lo quemó, recorriendo todo su cuerpo.

—¡No me toques! —gritó.

—Lo siento —susurró ella.

—No eres mi hija, ¿de acuerdo?

Don trató de controlar la voz. No podía mirarla, no podía mostrar su rostro torcido, empapado de lágrimas.

—¡Está muerta y nunca volveré a verla y tú no eres ella, así que márchate! ¡Márchate!

Ella salió de la habitación. Si continuaba su camino y dejaba la casa, por él perfecto. Nunca tendría que haberla dejado quedarse. Nunca tendría que haber dejado que nadie se acercara tanto a él. Permaneció tendido en el suelo, encogido como un niño, llorando, diciendo su nombre una y otra vez. No se había permitido decir su nombre desde hacía años, pero había perdido el control de todas formas, así que bien podía decirlo, una y otra vez como una oración, como el estribillo de una canción triste medio olvidada.

—Nellie, Nellie, Nell.

No duró mucho, en realidad, considerando cuántos meses y años habían estado contenidos sus sentimientos. Permaneció allí tendido un rato, luego se puso de espaldas y contempló a través de los ojos enrojecidos el techo que había terminado tan sólo unos pocos días antes. La cálida moldura de madera natural. El armario que parecía más bien un ropero que un empotrado. Volvió la cabeza hacia las ventanas. Las persianas convertían el sol de la tarde en gruesas franjas acarameladas. Una habitación para jugar, para soñar, para descansar, para la vida. Después de todas las habitaciones que había creado de la nada, de la basura, con esta habitación comprendió por fin qué era lo que estaba haciendo. Espacios seguros. Refugios reconfortantes. Estaba haciendo habitaciones para Nellie.

Sólo que Nellie nunca pondría el pie en ninguna de ellas. Nunca en esta habitación. ¿Entonces para qué era?

Se puso en pie, algo dolorido por haber estado en el suelo. Salió al pasillo, bajó las escaleras, salió por la puerta sin ver a Sylvie. Tal vez se había marchado. Bien.

No, bien no. No estaba bien que construyera un lugar como aquél y luego la expulsara. Sin duda no era eso lo que había pretendido. Sin duda lo había hecho para ella. Después de mostrarle la habitación, tenía previsto decirle que era suya hasta que vendiera la casa. Su radiante lugar seguro, después de todos esos años en una casa oscura, sucia, calurosa o helada. No es que hubiera admitido este plan ni siquiera ante sí mismo. Pero ahí se encaminaba hoy antes de que se convirtiera en una pelea estúpida y sin sentido, en un desastre emocional.

Las hojas habían adquirido ya los colores de otoño, y todavía adornaban los árboles, excepto las que cubrían generosamente los patios. Pero soplaba el viento y el cielo había cambiado de color. Las hojas desaparecerían esta noche, el grueso de ellas, arrancadas de los árboles y luego aplastadas en el suelo por la fría e insistente lluvia de otoño. Salió al aire helado, inspiró el olor del cambio inminente de clima, dejando que el color se apoderara de él. Había pasado demasiado tiempo dentro de la casa. Y no se había asomado lo suficiente a las ventanas. Cuando hacía sus recados, no había visto el mundo por el que se movía.

Era la habitación de Sylvie. Para ella la había hecho. Sabía que Nellie estaba muerta y que nunca viviría allí. Sabía que Sylvie no era su hija. Pero era alguien que necesitaba su protección. No había querido aceptarla, pero estaba allí, y la habitación era para ella, siempre había sido para ella. Para ella, no para una sustituía imaginada de su hija.

Cuando ella se mudara a aquella habitación ya no sería de él. Llamaría a la puerta si quería hablarle. Si le invitaba a pasar entonces entraría, pero como visitante. Así era como tenía que ser, para un constructor como Don. Hacías espacios preciosos, construías con todo tu corazón, y luego invitabas a otra persona a ese espacio que habías hecho y le dabas las llaves y te quedabas fuera para siempre. Pero seguías allí, ése era el secreto. Don seguía estando en todas las casas, cuidando a la gente, rodeándola, protegiéndola. Estaba aún allí, aliviando sus ojos, acallando los sonidos del mundo exterior, enmarcando sus vidas para que todos sus sueños pudieran quedar contenidos en un lugar donde sólo tenían que extender una mano y tocarlos para que volvieran a cobrar vida.

Regresó a la casa. A la carrera, con la cinta métrica y la cartera y las llaves rebotando en sus bolsillos. Había dejado sin cerrar la puerta principal. Entró llamándola.

—¡Sylvie!

Su voz resonó en la casa. Parecía tan vacía.

—Sylvie, ¿estás ahí?

Subió corriendo las escaleras, probó con todas las puertas del primer piso. Subió al desván.

—No te ocultes de mí, Sylvie —dijo. No hubo respuesta, no estaba allí, o si lo estaba no podía encontrarla.

Volvería. Se había escondido antes, permaneció apartada un tiempo. Pero volvía. Llevaba diez años atrapada en ese lugar, no era probable que una pelea la echara, ¿no? Trató de llenarse de confianza mientras bajaba las escaleras del desván, y luego las amplias escaleras que conducían a la planta baja. Tal vez estuviera en el sótano.

No. Estaba en la sala de estar. Tendida en su camastro. Dormida. ¿No le había oído llamarla? Había gritado con fuerza. Nellie era así. Cuando dormía, dormía.

Pensó en despertarla, en pedirle disculpas, en decirle lo que había comprendido, que la habitación era para ella, que era bienvenida allí mientras la casa le perteneciera. Pero no fue capaz de molestarla.

Subió al dormitorio en el que ella dormía, en la única cama desvencijada que quedaba en la casa. Quitó el colchón, las mantas y todo lo demás, y lo arrastró hasta la habitación nueva. El ajado somier vino a continuación. Luego desmontó la cama y llevó las cuatro piezas y la volvió a montar, colocó el somier y el colchón, e hizo la cama. Parecía muy pequeña en aquel espacio tan grande, como la cama de una niña, aunque era una cama normal. Y tan estropeada comparada con el brillante y perfecto acabado de la habitación. Pensó en comprarle una cama nueva, una cama grande tal vez, una cama con dosel, o una de metal, o con cuatro postes. Pero no, eso iba a parecer demasiado permanente. Un despilfarro de dinero para una casa que iba a vender dentro de un año. Esta vieja cama desvencijada tendría que valer. Era el espacio alrededor de la cama lo que importaba. Lo que ella vería por la mañana cuando abriera los ojos. Las franjas de luz a través de las ventanas. El armario donde ya había jugado como una niña. Ella no tenía nada con lo que llenar este espacio. Así que en cambio sería dueña del espacio mismo.

Oyó un sonido en el pasillo. Una pisada. Se dio la vuelta y allí estaba ella.

—Mi cama —dijo.

De repente Don sintió timidez por lo que había hecho.

—Tenía que sacar tus cosas de la otra habitación antes de empezar a trabajar en ella.

Ella entró en la habitación y lo miró todo de nuevo, dando una vuelta, dos.

—¿Voy a dormir aquí?

Don asintió.

—Nunca he tenido una habitación como ésta.

Se echó a reír, una risa grave, profunda, y luego otra risa, en cascada, la música del placer.

—Lo sé, es sólo durante una temporada, pero… gracias.

Y con eso la habitación dejó de ser de Don. La había regalado. Le sonrió, se llevó la mano a su sombrero invisible, y se marchó escaleras abajo.