12

Ajo

Las hermanas Extrañas actuaron como si la aparición de Don esa tarde fuera una visita de la realeza. Bueno, hasta cierto punto: era de suponer que no habrían hecho que el príncipe Carlos se sentara en la cocina con una taza de té mientras las veía preparar el pan y la sopa de frijoles y bacon para la cena. Pero aparte del sitio, no podrían haberle atendido mejor ni hablado de manera más solícita si hubiera sido el príncipe en persona. Don no podía descifrar su juego, aparte de que aún no habían renunciado a la esperanza de que abandonara su renovación de la casa Bellamy.

—El secreto —decía Miz Evelyn—, es usar sólo una pizquita de especias, apenas un pellizquito. De esa forma no se anulan los sabores naturales de la carne y las verduras.

—Evvie, ¿quieres ser tan amable de retirar los botes de harina y frijoles para que tenga sitio para extender las hogazas? —dijo Miz Judea, metida hasta los codos en masa de pan.

Miz Evelyn se apartó del horno y retiró los dos botes de la mesa. Mientras se dirigía a la despensa, continuó con su comentario.

—Si dejo que la señorita Judy haga la sopa, nos ahogaría en ajo y pimienta.

Mientras Miz Evelyn estaba fuera, Miz Judea corrió al especiero, cogió un frasquito de ajo en polvo, lo abrió y vertió una tercera parte en la sopa. Luego volvió a taparlo, lo dejó en su sitio en el estante, y regresó a su pan antes de que Miz Evelyn volviera de la despensa.

—La señorita Judy es una cocinera maravillosa —dijo Miz Evelyn—, pero no tiene sutileza.

Miz Evelyn meneó la olla, y luego sacó la cuchara de madera para probar la sopa.

—Eso es —dijo—. La cantidad exacta de ajo. Apenas se nota en el sabor.

—Por eso a Gladys le gusta que la señorita Evvie haga la sopa —dijo Miz Judea—. El ajo le produce gases, pobrecilla. —Miró a Don con firmeza, sin hacer siquiera un guiño.

Es imposible deshacer las complicadas redes que tejen en esta casa, pensó él. Tal vez era el momento de ir al grano.

—Me dijeron ustedes, señoras, que si tenía alguna pregunta referida a esa casa…

—Oh, nosotras sabremos la respuesta —dijo Miz Judea—. O la sabrá Gladys.

—Bueno, estaba en el sótano con el contratista encargado de instalar las tuberías y la calefacción, y nos encontramos con una abertura en los cimientos tras la vieja caldera de carbón. Está tapado con tierra, pero me pregunté si sería una bodega o…

—¡Lo encontró! —exclamó encantada Miz Evelyn.

—Ha tardado lo suyo —dijo Miz Judea.

—Bueno, no lo estaba buscando —dijo Don—. ¿Qué es?

Miz Evelyn bajó la voz hasta adoptar un tono conspirador.

—Un túnel de fugas.

—Esa casa fue un garito clandestino durante la Ley Seca —dijo Miz Judea—. Traían el alcohol por el túnel desde el barranco de atrás.

—Y cada vez que los polis hacían una redada —dijo Miz Evelyn—, sacaban a los concejales del ayuntamiento por ese túnel.

Las dos se echaron a reír ante el recuerdo.

—Oh, aquéllos sí que eran buenos tiempos, buenos tiempos de verdad —dijo Miz Judea.

—¿Estaban ustedes allí entonces?

—Las dos vinimos aquí en el 28 —le respondió Miz Evelyn—. Compartíamos una habitación arriba.

—La que usted ha estado derribando —dijo Miz Judea—. Me parece tan bien.

—¿Vivían ustedes en un garito?

—No nos dedicábamos a la parte del alcohol —dijo Miz Judea.

—Lo nuestro era la parte del burdel —dijo Miz Evelyn.

Don no supo qué decir. Pero su silencio fue una respuesta igualmente. Miz Judea soltó una carcajada, mientras que Miz Evelyn chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.

—¿Qué le sorprende tanto? —dijo Miz Judea—. Éramos damas de la noche. Eso me sacó de una cabaña de recolectores de cosechas y a Miz Evvie de la montaña.

—Lo siento. Es que… No parece que ustedes…

—No nos puede imaginar siendo jóvenes y bonitas —dijo Miz Evelyn.

Judea terminó de amasar otra hogaza y la colocó en una sartén bien aceitada. Y otra más, con rápidos movimientos, y la colocó en la sartén y pasó a la siguiente.

—Fue divertido al principio —dijo Miz Judea—. Una aventura. Todos esos hombres con dinero, oliendo a limpio. Tiene que recordar usted de dónde veníamos. Pero cuando nos cansamos, mira por dónde, la casa no nos dejó ir. La Ley Seca terminó y se convirtió sólo en una vieja casa de putas y los hombres fueron cada vez peores y nos quedamos atrapadas. Entonces mi prima menor Gladys vino a buscarme.

—Fue Gladys quien nos sacó —dijo Miz Evelyn.

—Pero la casa aún nos retiene —dijo Miz Judea—. Nunca pudimos llegar más lejos que esta cochera.

—No durante mucho tiempo —añadió Miz Evelyn.

—Cuando una casa fuerte como ésa se apodera de ti, hace falta auténtico poder para liberarse. Gladys, sin embargo…

Don soltó su taza de té.

—Señoras, lo siento, no pretendo ser grosero, ¿pero de verdad que han estado viviendo junto a esa casa todos estos años porque creen que tiene una especie de poder mágico sobre ustedes?

—Oh, es un hombre educado —dijo Miz Evelyn, como si fuera un chiste conocido.

—Lo sé, lo sé —contestó Miz Judea—. Joven y escéptico.

Así que volvían a hacerse las misteriosas. Bueno, Don sabía lo que había venido a averiguar: aquella abertura en el sótano era una puerta trasera secreta con un túnel que llevaba hasta el barranco. Algún día tal vez mereciera la pena despejar los escombros y explorarlo, pero lo más probable es que se hubiera desplomado por dentro y lo que tendría que hacer en realidad era sellarlo para que no pusiera nervioso a un comprador hipotético. Echó hacia atrás su silla.

—Gracias por responder a mi pregunta, señoras. Y por el té.

Miz Evelyn se entristeció.

—¿Está seguro de que no quiere quedarse a probar esta sopa?

—No, lo siento —contestó Don—. Demasiado ajo. Me da gases.

Miz Evelyn pareció escandalizada y ofendida. Por el rabillo del ojo, Don captó la mirada de Miz Judea: sin duda podría cocinar un ganso al vuelo con una mirada como ésa, y asarlo en su jugo también. Así que Don le sonrió a Miz Evelyn y se levantó de la mesa.

—Estaba bromeando, Miz Evelyn. No tengo ninguna duda de que su sopa estará tan buena que me la comería toda y no dejaría nada para ustedes dos.

—Tres —dijo Miz Judea, con un poco de acidez en el tono.

—¡Oh, señor Lark, qué bromista! —dijo Miz Evelyn—. ¡Qué atento!

Don se llevó la mano a su sombrero inexistente primero ante Miz Judea, luego ante Miz Evelyn.

—Señoras, son ustedes un asombro constante y me alegro de tenerlas como vecinas, aunque sólo sea durante un año.

Miz Evelyn soltó una risita, y cuando se marchaba Don la oyó decir:

—Habla bien, ¿verdad, Judy?

No oyó la respuesta de Miz Judea.

Don tenía hambre y supuso que Sylvie también. Fuera lo que fuese que hubiera estado comiendo durante años, era hora de que empezara a comer algo decente. Mientras fuera su inquilina, por llamarlo de alguna manera, no podía dejar que se muriera de hambre o se envenenase. Así que condujo hasta el nuevo Chick-Fil-A de Wendover al sur de la I-40 y compró unas pocas docenas de nuggets de pollo. Que no estarían tan buenos como la sopa de las hermanas Extrañas, tal vez pero tampoco le dejarían en deuda con nadie, que era igual de importante.

No podía imaginar que las dos ancianas hubieran sido prostitutas. ¿Qué clase de perversidad, en aquellos días del profundo sur, se consideraba que una puta blanca y una puta negra compartieran habitación? No pudo dejar de preguntarse si los hombres pagaban por tenerlas a ambas a la vez, o si la habitación estaba dividida de algún modo. Pero la sola idea de aquellas ancianas desnudas, o peor aún, correteando con negligés o corsés sensuales le hacía sentirse levemente enfermo, y apartó la imagen de su mente.

O lo intentó. ¿Por qué tenían siempre que contarle cosas que no quería saber? No importaba cómo fueran las cosas en la casa Bellamy en sus tiempos de burdel, habían salido de allí como amigas, y si había algún pequeño conflicto entre ellas, como la historia del ajo, no hacía que fueran menos íntimas. Y Gladys las liberó de algún modo. Ésa era la parte que no podía comprender. Esas señoras eran sensatas. De hecho, eran listas. Sin embargo, creían en la magia y en que las casas tenían poder sobre la gente y…

Y recordó los agujeros de los tornillos que faltaban en la puerta principal. Y cómo Sylvie, que no parecía loca, había decidido quedarse en la casa en vez de salir y enfrentarse al mundo. Tal vez ellas eran las sensatas, y él quien estaba tan supersticiosamente atado al folklore de la ciencia que no podía admitir lo obvio. Esas ancianas habían estado atrapadas y aún seguían atadas a la casa, y Sylvie estaba atrapada ahora mismo y no podía liberarse. La forma en que subió corriendo las escaleras cuando él estaba cortando los pernos… ¿La envió la casa para averiguar qué hacía, cortándola de esa forma?

¿Podría sucederle lo mismo a él? ¿Podría quedar también atrapado en la casa?

Estoy rodeado de gente loca y ahora la locura empieza a parecer normal. Las casas no se apoderan de la gente, y cubrí esos agujeros con el cerrojo y no me acordé luego.

Cuando regresó con la bolsa de nuggets, tras haber comido sólo unos pocos por el camino, entró en la casa y llamó a Sylvie, pero no recibió respuesta. Ni siquiera en el desván. Era la primera vez que ella no estaba en la casa. Así que se sentó y se comió los nuggets él solo. Tenía suficiente hambre para engullirlos todos sin problemas, y las patatas fritas, y ambas limonadas. Entonces, porque aún no había cumplido su cuota de trabajo del día, fue habitación por habitación levantando alfombras y llevándolas a la acera. No había ningún motivo para no despejar todas las alfombras de la casa y que se las llevaran con la primera carga. Cuando levantó la alfombra del cuarto de Sylvie no pudo dejar de advertir que la cama era todo lo que tenía. No había otros muebles. Ni un libro para leer ni una mesita de noche.

Había oscurecido cuando terminó. Estaba cubierto de sudor y de polvo, agotado. La ducha no le había servido de nada. Pero no tenía energías para darse otra esta noche. Además, la toalla no estaría seca todavía.

Cuando regresó a la casa tras depositar las alfombras en la pila de basura, oyó agua correr. Así que ella había vuelto mientras estaba fuera. Debía de estar utilizando la puerta trasera. O… ¿el túnel? ¿Había suficiente espacio para escabullirse entre los escombros, si alguien realmente quería hacerlo?

Cansado como estaba, la curiosidad fue más fuerte y bajó al sótano. Había dejado una lámpara de trabajo colgando, pero incluso después de encontrar el interruptor y encenderla, siguió necesitando su linterna para mirar detrás de la caldera de carbón. Los escombros caídos no llegaban a la parte superior de la abertura. Dependiendo de lo delgada que fuera realmente Sylvie, tal vez podría hacerlo. Pero no había ni rastro de que nadie hubiera entrado por aquí, aunque no sabía qué buscar exactamente. ¿Una pisada? Improbable. ¿Piedras caídas? Era un montón de escombros, por todos los santos. ¿Cómo podía saber si las piedras se habían desplomado porque alguien había pasado por encima? Así que, ¿qué había averiguado? Tal vez ella usó el túnel, tal vez no. ¿Y qué importaba?

Se sentía cansado. Fuera estaba oscuro. Hora de dormir, para poder levantarse al amanecer. Se detuvo en el cuarto de baño situado junto a la escalera del sótano para hacer sus necesidades y lavarse la cara y las manos, y luego metió la cabeza bajo el chorro de agua para limpiarse la mayor parte del polvo, y luego se secó la cabeza con la toalla para no empapar la almohada. Todavía se sentía sucio, pero al menos su cara no parecía cementada con polvo de alfombra. El agua seguía corriendo arriba. Se preguntó si por su causa la ducha de Sylvie se habría vuelto fría cuando se lavó, o caliente cuando tiró de la cisterna. Había sido irreflexivo por su parte no esperar a que ella terminara. Pero ella se estaba dando una ducha larguísima y él tenía que acostarse. Le preguntaría por la mañana si el baño de abajo afectaba a la ducha de arriba.

Entró en la sala de estar sin encender la luz; podía ver bastante bien gracias a la luz de la farola para quitarse los zapatos y los calcetines y tumbarse en el camastro. Así que siguió su ritual y se quitó cada zapato con el talón del otro pie, y luego se sentó a quitarse los calcetines.

Pero cuando se echó hacia atrás, se golpeó la cabeza contra algo. Fue un golpe tan brusco y doloroso que casi perdió el sentido. Tuvo que tenderse hasta que pudo volver a ver, y cuando se palpó la nuca estaba húmeda. Lo cual significaba que había manchado de sangre toda la almohada. Por supuesto, supo de inmediato contra qué se había golpeado. Tendido en el camastro, el banco de trabajo se alzaba sobre él.

Trató de levantarse, pero casi perdió de nuevo el conocimiento. Así que se arrastró hasta el interruptor y encendió la luz. El banco ocupaba un lugar casi malévolo, justo contra el camastro, exactamente en el centro, donde él se sentaba cada noche para quitarse los zapatos. ¿Por qué lo había movido Sylvie? ¿Y por qué en ese punto exacto? Era imposible imaginar que pretendiera que se hiciera daño, y sin embargo no podía haber estado más perfectamente situado para lograr ese fin.

La cabeza empezó a despejársele. Cuando miró la almohada pudo ver que en realidad no había mucha sangre, sólo un punto. Sus dedos habían sentido el líquido, pero naturalmente todavía tenía el pelo húmedo después de habérselo enjuagado. Eso era lo que había sentido. Principalmente. Pero había un buen chichón creciendo en su nuca.

Tiró y luego empujó el banco de trabajo para apartarlo del camastro. El esfuerzo de moverlo hizo que la cabeza le latiera. Maldita fuera aquella mujer por tocar sus cosas. ¿No habían hecho un trato? No iba a permitir que esto pasara. No iba a mostrarse tampoco tranquilo y razonable. Ella le había hecho sangre, por el amor de Dios.

Se encaminó hacia las escaleras y empezó a subir los escalones de tres en tres. El dolor de cabeza le hizo saber de inmediato que no era una buena idea. Siguió de uno en uno hasta terminar la subida, y luego caminó despacio hacia la puerta del cuarto de baño.

Estaba entornada un par de centímetros y dentro pudo ver las nube de vapor. Alzó la mano para llamar… ¿o para abrir la puerta de un empujón? ¿En qué estaba pensando? Ella se estaba dando una ducha, lo que significaba que estaba desnuda allí dentro. Que se hubiera dado un golpe en la cabeza no le daba derecho a violar su intimidad. Ya habría tiempo de sobra para discutirlo por la mañana.

Bajó las escaleras torpemente, porque cada escalón que dejaba atrás resonaba en su cabeza. Esto iba a retrasarlo mañana, lo sabía. Rebuscó en su maleta y encontró las cápsulas de Tylenol extrafuerte, y luego se dirigió al cuarto de baño y se tomó cuatro con unos cuantos buches de agua que cogió con las manos. Tenía que comprar vasos de papel.

De vuelta a la sala, apagó la luz, y luego se palpó la nuca para ver si seguía sangrando. Parecía que se había coagulado ya. No era una gran herida, en realidad, aunque la hinchazón era bastante grande. Si sufría conmoción cerebral, ¿cómo iba a saberlo? Debería ir al hospital. ¿Pero qué harían? Le dirían que tomara Tylenol y se fuera a la cama. Eso podía hacerlo sin pagarle a un médico y esperar tres horas en urgencias.

Tal vez se moriría durmiendo esa noche. ¿Y qué? Que Sylvie decidiera qué hacer con su cuerpo. Que las hermanas Extrañas lo cubrieran con ajo y lo enterraran en el patio trasero. Estaba demasiado harto y cansado de todo para que le preocupara lo que pasara. Ayudas un poco a alguien, y mira lo que pasa. Veinte mil dólares por causa de Cindy. Ahora conmoción cerebral y posible muerte por causa de Sylvie.

No seas niño chico, se dijo. Te pondrás bien.

Se tendió de lado, la cabeza le latía. Vamos, Tylenol, no me falles ahora.

El agua dejó de correr. Qué bien. Sylvie al parecer había agotado el tanque de agua caliente y ahora se iría feliz a la cama, limpia por primera vez en años, sin duda, mientras él sufría solo abajo por culpa de su negligencia.

Unos momentos más tarde, oyó suaves pasos en las escaleras. ¿Bajaba a inspeccionar el daño? No, no debería llegar a conclusiones apresuradas. Sin duda ella tendría algún motivo para haber movido el banco de trabajo y luego se había olvidado de devolverlo a su sitio. Debería ser justo y escucharla.

Como un buen padre.

Las palabras en su mente hicieron que la cabeza le latiera aún más. No era su padre. No era nada suyo, ni siquiera su casero, puesto que ella no pagaba alquiler. Y sin embargo pensaba en ella como si fuera su hija, ¿no? Porque cuando supo que se estaba dando una ducha, cuando se quedó allí ante la puerta, fue su intimidad lo que le preocupó, lo que quiso proteger. Lo que no sintió fue deseo. No pertenecía a la categoría en la que estaba Cindy Claybourne, cuando Don la besó, cuando se sintió abrumado por el deseo. Cindy y él se habían encontrado como iguales. Sylvie era una chica sin techo; Don la tenía bajo su protección. Tal como era Cindy ahora. Fuera de los límites.

Sólo que había sentido deseo hacia Cindy hoy. Había necesitado de su fuerza de voluntad (no mucha, pero sí algo) para no intentar volver a abrir aquella puerta cerrada.

No importaba. Sylvie bajaba las escaleras y tendría que tratar con ella ahora, ocupara un papel de hija en su mente inconsciente o no. Dolorosa, lentamente, se incorporó hasta conseguir sentarse.

Ella emergió de la sombra de la entrada hacia la luz que llegaba de la farola. Tenía el pelo liso y mojado, levemente rizado donde se habían secado unos cuantos mechones. Al parecer había decidido no usar el albornoz que le había comprado: había vuelto a ponerse el mismo vestido azul ajado. Pero con esta luz, limpia, el pelo apartado de la cara, era casi bonita de un modo triste, ensoñador.

—¿Está todavía despierto? —preguntó en voz baja.

—¿No querrás decir si estoy todavía vivo?

—¿Qué? Me pareció oírle arriba cuando me estaba duchando. ¿Quería algo?

—Habías salido cuando volví con la cena —dijo él—. Nuggets de pollo de Chick-Fil-A. Te llamé por toda la casa, pero no respondiste. No tenemos frigorífico ni microondas y cuando se enfrían se ponen feos, Así que me los comí.

—No importa.

Pero no era así. No era eso lo que pretendía decirle. Iba a echarle en cara su falta de cuidado. Era el dolor de cabeza. No podía pensar bien.

Don extendió la mano y mostró la almohada. No es que ella pudiera la en la oscuridad.

—¿Qué es eso?

—Poca cosa. Sólo mi sangre.

—¿Se ha hecho daño?

—No. Tú me has hecho daño. Al mover mi banco de trabajo justo contra el camastro.

—No —murmuró ella.

—Me golpeé la cabeza cuando me senté para quitarme los calcetines. Casi perdí el conocimiento.

—Debería ir al hospital.

—No, he decidido morir en casa —dijo él, desagradablemente.

—Las conmociones cerebrales pueden ser peligrosas.

—¿Y por qué no pensaste en eso cuando moviste las cosas de sitio? Creí que te había pedido que no tocaras mis herramientas.

—No he sido yo.

—¿Quién ha sido entonces, el ratoncito Pérez? —preguntó él—. Vamos, no puedes mover el banco de trabajo por media habitación y luego olvidarte de que lo has hecho. Es pesado.

—No moví su banco. Lamento que haya resultado herido.

Se dio bruscamente la vuelta y se marchó escaleras arriba.

Él no la compadeció. Imagínatela, negándolo y todo. ¿Es que creía que era estúpido?

No podía tratar con esto ahora. Pensar en ella lo enfurecía, y eso hacía que la cabeza le doliera aún más, y no necesitaba eso. Tenía que dormir para poder trabajar por la mañana.

En lo alto de las escaleras, Sylvie golpeó el remate del pasamanos. Sin sonido, formó palabras y las pronunció.

—Estúpida, desagradable… ¿Qué estás haciendo? ¿En qué estás pensando?

Entró en la habitación que Don Lark había derribado y la abrió.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que no te está haciendo daño?

Se dirigió a una viga pelada, un grueso poste vertical, uno de los antiguos huesos de la casa, y apoyó la cabeza.

—Se acabó. Se acabó hacerle daño. Ya basta.

La casa le parecía un niño pequeño que acude al médico. Se rebelaba por temor a la aguja. No podía enfadarse, había que explicarlo sin más.

—¿No ves que va a hacer que vuelvas a estar entera? Ahora duele, pero pronto te hará más fuerte. Tienes que confiar en mí.