11

Agua caliente

Al final el asunto no fue gran cosa. El abogado iba vestido con un traje de chaqueta, un tipo de aspecto juvenil cuya vida parecía llena de decepciones. Como si su sonrisa hubiera sido ansiosa antes, pero ahora era seca, y pronto sería cínica. No iba a vivir como los tipos de La ley de Los Ángeles. Sólo iba a reunirse con trabajadores en los aparcamientos y recoger su dinero ganado duramente como pago por asegurarse de que no los iba a demandar un capullo sin rostro de Florida. No era una gran carrera, desde luego.

El abogado tenía la escritura de renuncia. Decía lo adecuado. No había trucos, por lo que Don podía ver. El abogado ni siquiera mencionaba el dinero. Los extorsionadores generalmente no quieren problemas. Nadie sabe mejor que un abogado lo latoso que puede ser un pleito. Veinte mil dólares sin litigio ante los tribunales era mejor que cien mil con uno. La educación de Don era tal que cuando le tendió el cheque bancario, tras haber comprobado que la escritura de renuncia era legítima, que llegó a decir «muchas gracias» antes de poder detenerse.

Sí, por eso mi madre me enseñó a decir sí señor y no señor y por favor y gracias. Para poder ser amable con un abogado que ayuda a alguien a quitarme mi independencia.

De vuelta en su camioneta, Don descubrió que por algún motivo tenía un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas. Tuvo que parar en el aparcamiento de Eastem Costume y quedarse allí sentado hasta que pudo ver bien.

No tenía sentido que llorara ahora. ¿Qué era esto, sólo veinte mil dólares? ¿Lloraba por eso? Había perdido muchísimo más. Había llorado cuando murió su hija, había llorado durante días, hasta que sólo pudo quedarse allí quieto con los ojos inyectados en sangre deseando seguir llorando, pero ya no había nada más. Le dolía el diafragma de tanto sollozar. No podía salir a la calle, tan inflamados estaban sus ojos. Pensó sinceramente, cuando aquello pasó, que nunca volvería a llorar, que nunca habría otro motivo para las lágrimas, comparado con aquello. Y ahora estaba aquí, llorando por veinte mil dólares.

No. Lloraba por su libertad. Había pensado que lo había logrado, que estaba a salvo. Esa casa era su regreso a la vida. Cuando terminara, cuando la vendiera, tendría suficiente para iniciar un negocio, para iniciar una vida de verdad. Y ahora, ¿qué había perdido? No todo. Así que tendría que conseguir una hipotética por veinte mil dólares. Eso no era nada comparado con el valor de la casa cuando terminara con ella. Pagaría algunos intereses, pero no buscaría la hipoteca hasta que casi estuviera a punto de venderla, para poder controlarlos. Saldría bien de todo aquello.

¿Por qué dolía? Porque lo habían derrotado. ¿Y cómo lo habían hecho? Porque se dejó ir. Casi se permitió amar a una mujer. Ella no pretendía causarle ningún daño, y ni siquiera lo había causado, en realidad. Pero hoy lo habían derrotado porque se había sentido atraído hacia ella y ella hacia él. Aunque sus sentimientos románticos habían desaparecido, aún se sentía protector hacia ella, y eso era lo que habían utilizado en su contra. Tal como funcionaba este mundo, la gente decente tenía que vivir siguiendo las reglas del honor, mientras que los hijos de puta podían ir por la vida dando dentelladas cada vez que podían. Y sin embargo, cuando pensaba en volverse igual que ellos, y convertirse también en un auténtico hijo de puta, se sentía enfermo por dentro. Todo se reducía a lo siguiente: si su hija estuviera aún viva, o si fuera a verla de nuevo algún día, quería que estuviese orgullosa de él. Una mujer necesitaba que la protegiera. Una mujer decente tratada mal porque se atrevió a buscar el amor. Luego necesitó dinero y él tenía un poco y por eso compartió. Si su hija vivía con Jesús, como decían, entonces tal vez supiera que había hecho eso y estaría orgullosa de él.

Así que lo hizo por su niña pequeña. Y ahora que lo sabía, o al menos que podía convencerse casi hasta creerlo, se sintió bien de nuevo. No le quedaban ganas de llorar.

Cuando llegó a casa la furgoneta de Tuberías y Calefacción Carville estaba aparcada delante. Esta vez, sin embargo, Sylvie no le había dejado entrar. El joven Jim Carville (joven solamente si se le comparara con su padre de setenta años) estaba sentado delante de la furgoneta, fumando. Cuando vio a Don, apagó el cigarrillo y se acercó a la camioneta.

—No hay muchos tipos por los que yo espero —dijo Carville.

—Lamento haberte hecho esperar. Pero has llegado pronto.

—Sí, me anularon un trabajo.

—El mío sigue en pie, y si tienes tiempo, me gustaría que inspeccionaras las tuberías y me dijeras qué tengo que sustituir.

—Tiempo de sobra —dijo Carville—. ¿Quieres echarme una mano para sacar el nuevo calentador de agua?

Don se acercó a abrir la puerta, luego volvió a ayudarle a descargar el calentador de la furgoneta. No era tan pesado, en realidad. Carville podía haberlo hecho solo, ¿pero por qué no ayudarlo?

—Esa chica que dejas vivir contigo —dijo Carville—, sí que la has asustado para que no meta la pata.

—¿Sí?

—Le dije quién era, pero no me dejó entrar sin tu permiso. La próxima vez deberías avisarla de que estás esperando a alguien.

—Sabía que iba a volver dos horas antes de que tú llegaras.

—Cuando tratas con Superman, es mejor tener en cuenta que aparecerá temprano.

Cuando terminaron de bajar el aparato por las escaleras del sótano, Carville comprobó la vieja instalación y declaró que sería fácil y que no, no necesitaba ninguna ayuda hasta que fuera la hora de sacar el viejo calentador de agua oxidado del edificio.

—Y para eso tal vez hagan falta tres tipos más, un torno, y una cadena de quinientos kilos.

—¿Tan viejo es?

—Y lleno de cal del agua. Me sorprendería que este viejo calentador pueda con más de un vaso de agua cada vez. El resto es una gran estalagmita.

Don volvió al piso de arriba y pensó en hacer algún trabajo de esfuerzo y entonces se dio cuenta de que cuando terminara habría agua caliente para una ducha. Así que tal vez debería ir ahora, antes de que se ensuciara todo, y comprar unas cuantas cosas como toallas y jabón, y ya que tenía compañía en la casa y la ducha que funcionaba estaba en el piso de arriba, un albornoz.

Friendly Center, entre Harris Teeter y Belk, tenía casi todo lo que necesitaba. Luego se dirigió a Fleet-Plummer para comprar un par de jaboneras y un mueble de ducha y hacer una llave de repuesto. Cuando llegó a casa, proveyó ambos cuartos de baño de jabón y colocó las toallas, una para ella y otra para él. Colgó una cortina de ducha nueva, y puso una esterilla en el suelo. Absolutamente hogareño. Luego fue en busca de Sylvie para darle la llave.

No estaba en la planta baja ni en el primer piso, y tampoco en el sótano. Pero cuando llegó al desván no la encontró allí tampoco. No es que la luz fuera muy buena, entrando como lo hacía por las sucias claraboyas del techo.

—¿Sylvie? ¿Está aquí?

No hubo respuesta. Volvió a llamar, nada. ¿Se había marchado? ¿Justo cuando por fin se le había metido en la cabeza no dejar entrar a nadie, se larga de la casa cuando él está en el piso de abajo o a ido de compras? No debería de haberle molestado, pero maldición, había ido a comprar toallas y un albornoz que no necesitaba si ella no vivía aquí. La gente debería ser consistente, al menos, aunque fuera consistentemente molesta.

Estaba a punto de bajar las escaleras cuando oyó su voz desde la más oscura de las cuatro alas del desván, la que no tenía ventanas. No había mirado con atención porque no creía que estuviera allí a oscuras. Ella se abrió paso entre la basura dispersa (ni siquiera Echando una Mano quería estas cosas) tan rápidamente y con tanta destreza como si pudiera ver en la oscuridad. Pero ahora que lo pensaba, había tenido tiempo de sobra para memorizar dónde estaba todo.

—¿Me estaba buscando? —preguntó. No podía reprocharle que pareciera incrédula.

—Quería decirle que están instalando el calentador de agua y después de que ésta pueda calentarse, podrá darse una ducha de verdad.

—Apuesto a que necesito una.

—Le sentará bien la necesite o no.

Como si fuera posible que no tuviera años de sudor y suciedad pegados encima.

—Hay jabón, si no le importa compartir una pastilla conmigo.

—No hay problema.

—Y puede escoger las toallas, yo usaré las otras.

—¿Me ha traído una toalla?

—No puedo colgarla por la ventana hasta que se seque, ¿no?

—Lo que quería decir es: gracias.

Una vez más, el tono de sorpresa.

—Además —dijo, sacando la llave de repuesto—, no es seguro que esté aquí dentro con la cerradura echada y sin llave. Así, si sale, no tendrá que llamar o esperar a que yo vuelva a casa.

Ella lo miró sin aceptar la llave.

—No es mi casa. Es suya.

—Tengo un título de propiedad —dijo Don—. Pero podría haberlo perdido si cierto abogado hubiera querido ir a los tribunales. Tal como yo lo veo, ambos somos ocupas. La casa aún pertenece a ese doctor Bellamy.

—Oh, ya la ha olvidado —dijo ella.

—Eso espero. Porque está muerto y todo eso.

—Es curioso cómo hizo un casa fuerte por amor a su esposa, pero ésa es la cosa, la casa no hizo mella en él, nunca, porque era a ella a quien amaba. Creo que es romántico.

—¿Va a coger la llave o no?

—No lo sé. No sé si está bien que la tenga.

—Ya le digo que sí. —Y al decirlo, descubrió que lo creía—. Ahora que está siguiendo las reglas y no deja entrar a nadie.

—¿Le importaría dejarme la llave junto a la puerta de mi habitación?

Él la miró un momento. ¿A qué estaba jugando? ¿No reconocía la victoria cuando la tenía delante? ¿Tenía que restregarle el hecho de entregarle la llave?

—De verdad —dijo ella—. No sé si podría coger la llave siquiera. Estoy temblando. Supongo que lo que estoy diciendo es por favor coja la llave y déjela allí para mí porque no quiero llorar delante de usted, me da vergüenza.

—No pretendía hacerla llorar.

Ella negó con la cabeza y le dio la espalda. Don bajó del desván y dejó la llave delante de su puerta y luego se dirigió al sótano para ver cómo le iba a Carville.

Sólo cuando bajó las escaleras hasta el vestíbulo pudo ver a través del cristal de la puerta que había alguien en el porche, caminando nerviosamente de un lado a otro. En el desván no pudo oír llamar. Abrió la puerta. Era Cindy.

—Hola —dijo ella.

—Hola. Pasa.

Don tuvo la agobiante sensación de que se había enterado de lo que había hecho por ella y estaba aquí para darle las gracias y no quería esa escena. Pero prefería eso a la escena en que ella intenta continuar el romance desde donde lo dejaron en su casa.

—Puedes relajarte —dijo ella, al entrar—. Sé que se ha terminado entre nosotros.

—Eso supongo.

—No tienes ni idea de cómo he repasado ese día en mi cabeza, deseando poder…

—No tiene sentido ya, Cindy.

—Y ahora te he costado dinero.

—No tenían ningún derecho a decirte eso.

—Ryan no sabe cómo no contar lo que sabe. No comprende que por eso no es muy buen espía. No tienes ventaja si conoces un secreto y vas contándolo en cuanto lo averiguas.

—A Ryan habría que meterle la cabeza por el culo.

—Posiblemente —dijo ella con una débil sonrisa—. Alguien acabará haciéndolo.

Él no pudo discutir.

—De todas formas, Don, te lo devolveré. Tienes que dejarme.

—Hay mejores sitios para que vaya ese dinero.

—Pero sé lo que significaba para ti tener esta casa sin apreturas.

—No importa. La cosa es que sólo tendré que pedir un préstamo unos pocos meses y eso no es nada. Y te besé ante la cámara tanto como tú a mí.

—Pero no sabías cómo le insistí para que rebajara el precio.

—Pero verás, Cindy, ésa es la cosa. Lo hiciste porque yo te gustaba. Así que en el fondo el propietario tenía razón. Yo tenía una ventaja especial. Habría comprado esta casa de todas formas, incluso por setenta mil. Habría tardado unos cuantos días más en decidir, tal vez, pero la habría comprado. Así que en cierto modo la única que pierde eres tú, porque no recibiste tu comisión entera.

—No te atrevas a pensar en pagarme una…

—Me besó una mujer hermosa —dijo él—. Descubrí que podía sentir cosas que creía que no podía sentir. Eso no se paga con dinero.

—Así es. Es lo mismo que yo siento. Y por favor, no creas ni por un momento que estoy molesta porque ya tienes a una chica aquí.

—Hay una chica aquí, pero no es cosa mía. Vino con la casa.

—No, no, no tienes que explicar nada. Sé que lo que hiciste fue lo que haría un hombre amable y generoso. Por lo que sé, ella es sólo otra mujer con el corazón roto, como yo. Tal vez eres un imán para los problemas, Don.

—O tal vez no existen las personas sin problemas, así que tengo suerte de conocer a alguien como tú.

Ella sacudió la cabeza, conteniendo las lágrimas.

—Sabes demasiado sobre mí para creer eso, Don.

Don se acercó y volvió a abrazarla. Ella se aferró a él, con fuerza, y con su cuerpo contra el de él no pudo dejar de sentir algo de lo que había sentido antes, aquel ansia por ella.

—¿Puedes abrazarme cuando sabes lo que hice? —susurró.

—Lo que casi hiciste. Lo que te aseguraste de no volver a hacer jamás. Eso es todo lo que cuenta. Lo que hacemos, no lo que pensamos en hacer o lo que queremos hacer.

—Pero verás, te mentí —dijo ella—. Llegué a ponerle la almohada sobre la cara.

Aquello le golpeó como un puñetazo; sus rodillas cedieron un poco.

Ella se apartó de él, estudiando su cara, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

—¿La… lastimaste?

Cindy negó con la cabeza.

—Sólo durante un momentito. Es la verdad. Ahora que sé que tienes a otra persona, puedo decirte esa última parte. Que llegué a hacerlo.

—Pero te detuviste.

Ella asintió.

—Y tu bebé no resultó herida.

—Lloró porque la asusté, pero, no, no resultó herida. Fue un momentito. Menos. Pero así de cerca estuve. Es horrible, Don, saber que estuve así de cerca.

—Todos podemos estar cerca de algo feo —dijo él.

—Pero no de eso. Tú nunca te acercarías ni a mil kilómetros de una cosa así. Y por eso no puedes amarme.

—Creo… Eso no es justo, Cindy. No te juzgues a ti misma por mí. Perdí a una hija pequeña. Tengo cicatrices propias. Eso es todo lo que sucede.

—No, lo sé bien, Don. La única clase de hombre que merece ser querido, al contarle esa historia, nunca podrá amarme.

—Eso no lo sabes.

—Porque, ¿cómo podría confiar en mí? ¿Cómo podría dejar a sus hijos solos conmigo, sin dudarlo? Y un hombre como ése, Don, querer tener hijos. Un hombre que sea un marido y un padre natural.

—No sé, Cindy. Sé que significamos algo el uno para el otro. Eso es mejor que nada de lo que he tenido en los dos últimos años.

—Para mí también.

—Pues ahí lo tienes. Eso también es amor. No es sexo, y tal vez sea una lástima, pero ya sabes, Cindy, cuando un hombre y una mujer se quieren, no significa siempre que tengan que acostarse ni vivir juntos.

Ella asintió, y entonces miró hacia las escaleras y mostró una débil sonrisa.

Don no se molestó en responderle, en insistir que no había nada entre Sylvie y él. Porque, ¿cómo lo sabía? Tal vez había algo entre ellos. Tal vez había vuelto por fin a un lugar en su vida en que podía significar algo para la gente y la gente podía significar algo para él. No le debía ninguna explicación a Cindy. Ni ella la pedía tampoco.

—Sea como sea —dijo Cindy—, voy a abrir otra cuenta. La llenaré de dinero hasta que haya veinte mil dólares. Si no los quieres aceptar, entonces los llamaré mi fondo Don Lark y trataré de usarlos con alguien que los necesite como tú los usaste conmigo.

—Ese dinero era para librarme de líos a mí tanto como a ti.

—Sí, claro. —Ella se echó a reír—. Tú no habrías perdido tu licencia estatal.

—Bueno, para que no pienses que soy tan noble, Cindy, tengo que decirte que ahora mismo lo que quiero más que nada en el mundo es besarte.

—Yo también.

—Un hombre mejor que yo dejaría pasar ese sentimiento.

Ella se acercó, puso las manos sobre su pecho, la dejó abrazarla de nuevo, y le dio un beso cálido y dulce. No como le había besado en el cuarto de baño o en el coche, no con ese ansia. Era un adiós. Pero también era amor, y él lo necesitaba y ella se lo dio, y ella lo necesitaba también, y ambos se sintieron tal vez un poco más vivos, un poco más cerca de la felicidad a causa de eso. Así que el beso duró largo rato. Pero cuando terminó, ella salió rápidamente por la puerta.

Y allí, apoyado en su coche, estaba Ryan Bagatti. Todo sonrisas.

—Interesante restaurante que encontraste para la hora del almuerzo —dijo Ryan—. ¿Qué había en el menú? Debió de ser comida rápida.

Estaba mirando a Cindy. Tal vez ni siquiera advertía que Don estaba allí presente. No importaba. Esta vez había llegado demasiado lejos. Don bajó los peldaños del porche antes de que Bagatti pudiera alzar las manos e insistir:

—¡Era broma! ¡Era broma!

Y entonces se acobardó cuando Don se alzó sobre él.

—¡Don, no! —gritó Cindy.

Don no necesitaba la advertencia. Tenía el deseo, no la intención, de lastimar a Bagatti. Pero se acercó a él todo lo que pudo. Bagatti se irguió un poco, pero se vio obligado a apretujarse contra su coche o habría acabado con el pecho de Don en la cara.

—Eh, atrás, tío —dijo Bagatti—. ¿No puede soportar una broma?

Don se quedó allí, acechando. Esperando a que Bagatti actuara.

No tardó mucho. Un tipo como Bagatti, cuando alguien no atacaba, asumía que tenía miedo de hacerle daño. Así que de nuevo empezó a hacerse el chulo.

—Búsquese un sentido del humor, tío —dijo. Y entonces colocó las manos sobre el pecho de Don y empujó, un poquito—. Déjeme sitio.

Eso era lo que Don necesitaba. Agarró las dos manos de Bagatti y las sostuvo, usando sus propias manos como tenazas, los pulgares en las palmas de Bagatti, presionando con los dedos el otro lado. Y apretó. Bagatti chilló. En respuesta, Don extendió las dos manos hacia los lados, obligando a Bagatti a extender las suyas como un crucificado y acercando su cara contra su pecho. Bagatti se debatió para liberarse las manos, pero cuando más se resistía, más fuerte apretaba Don.

—¡Me va a matar!

—Todavía no —dijo Don. Entonces inclinó la cabeza para hablarle directamente al oído—. Escuche bien —dijo en voz baja—. Lo diré una sola vez. Se acabaron las bromas, se acabaron las burlas, se acabó seguir a Cindy a ninguna parte. La verá en el trabajo y la tratará con amabilidad. Nunca la criticará ni hablará de ella con nadie más. Se acabaron las bromas pesadas, los rumores, los seguimientos, los chismes sobre ella. ¿Entendido?

—Sí.

—Es usted el tipo de matón que la emprende con alguien porque no puede defenderse. Bueno, tenía razón con Cindy. No puede atacarle.

Pero no tiene por qué hacerlo. Cindy y yo no somos ni hemos sido nunca amantes, ni es asunto suyo. Pero somos amigos. Y yo cuido de mis amigos, señor Bagatti.

—Bueno, sí —dijo Bagatti—. Lo entiendo. Lo entiendo.

—No estoy seguro. Me parece que aprende despacio.

—Aprendo rápido.

—Pero en el minuto en que lo suelte, se le olvidará.

—No, no.

—En el minuto en que lo suelte, empezará a gritar que le he estado amenazando y agrediendo y si creo que es la última vez que he oído de…

—No, no diré eso.

—¿Entonces puedo soltarlo?

—Por supuesto. Sí. Sería un buen momento.

Don soltó las manos de Bagatti. Le sorprendió cuánta tensión había en su tenaza. Al tipo iban a quedarle cardenales. De hecho, Bagatti se desplomó contra el coche y se acunó una mano con la otra, y luego cambió de postura, y después las extendió ante él como si fueran muñones.

—Mire lo que me ha hecho.

—Por lo que a mí respecta, se lo ha hecho usted mismo. Si no hubiera venido a burlarse de Cindy Claybourne, las manos no le dolerían.

—Acaba de cometer un delito, amigo —dijo Bagatti.

Inmediatamente Don le cogió las manos y Bagatti chilló y trató de soltarse.

—Me lo prometió —dijo Don.

—Sí. Sí, lo hice. Lo hago. Ningún delito. Está bien.

—Lo que tiene que recordar es que estoy loco —dijo Don—. Haga lo que haga, saldré libre.

—Sí. No tendrá que hacerme nada. Por favor.

Don ya ni le apretaba las manos ni nada. Bagatti podría haberse soltado. Pero ni lo intentaba. Se sometía. Don había ganado. Tendría que haberse sentido bien. Y así era, un poco. Porque Bagatti tal vez dejara tranquila a Cindy. Tal vez había hecho lo que hacía falta para protegerla.

Lo que no le parecía bien era lo bien que se había sentido al apretarle las manos, al hacerle daño a aquel hombre. Don había apretado más fuerte de lo que pretendía. Manos que trabajaban con tornos y martillos, manos con una tenaza de hierro, y había encontrado un hueco carnoso entre los largos huesos de las manos y hundido los dedos en ese espacio como si fueran clavos, y mientras lo hacía se sintió bien.

Y Cindy lo había visto hacerlo. Lo había visto usar esa clase de violencia. ¿Qué pensaba ahora de él? Se sintió avergonzado.

Bagatti se escabulló entre su coche y el cuerpo inmóvil de Don. Sin mirarlo a él ni a Cindy, se dirigió a la parte delantera del coche, subió al asiento del conductor, y se marchó. En silencio. No quedaba ninguna agresividad en el hombre. Por ahora, al menos. Don advirtió que conducía con los bordes de las palmas. Esas manos iban a dolerle un tiempo.

Cindy estaba de pie junto a su coche. Miraba a Don.

—Lo siento —dijo él—. Me dijiste que no le hiciera daño, y fui y se lo hice.

Ella avanzó unos cuantos pasos. Don la encontró a medio camino.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me defendió alguien —dijo ella en voz baja. Le cogió las manos, una por una, y las besó.

—Si te causa algún problema, dímelo.

—No lo hará. Sabes cómo dar miedo.

—¿Oíste lo que le dije?

—No hizo falta. Le vi la cara mientras le susurrabas al oído.

—No soy un hombre agradable, Cindy. No lo sabías hasta ahora.

—¿Un hombre que impide a un matón que acose a otra persona? Yo sí diría que eso es agradable.

—Lo que no sabes es cuánto quería aplastarle la cara contra el coche. Usar su cara para abollarlo hasta que la reparación de la carrocería costara más que los gastos deducibles.

—Sé que no soy lo que querías, Don. Pero tengo que decirte que tú sí eres lo que yo quería. Pero no importa. Ahora que sé que estoy lista para intentarlo, encontraré a otra persona. Puedo conformarme con menos de lo mejor. Ayudo a mis clientes a hacerlo todo el tiempo. Todos quieren casas perfectas, pero a veces lo único que pueden permitirse es un apaño.

—Hay un montón de tipos por ahí que son mejores para ti que yo.

—Bien, es bueno saberlo —dijo Cindy—. Tal vez tenga suerte y conozca a alguno de ellos. —Sonrió. Incluso se echó a reír—. ¡Ni en sueños!

Subió al coche, le saludó por última vez, y se marchó.

Don la vio perderse de vista. Mientras lo hacía, pudo sentir una especie de tintineo en sus manos, en sus piernas. No un cosquilleo o un picor o un temblor, ni siquiera esa sensación hormigueante cuando las piernas se te han quedado dormidas y empiezan a reaccionar. Esto era más profundo, hasta el hueso, un ansia por hacer algo. Tal vez era su ira hacia el propietario de la casa y su abogado mascota. O ira hacia Bagatti. O ira por la muerte de su hija y todas las cosas que le habían salido mal y la gente que había metido la pata. Tenía que matar a alguien, hacerlo pedazos, pero no había nadie a quien matar.

Así que volvió a la casa, cogió su sierra eléctrica y sus dos cables de extensión más largos, y se lo llevó todo a la habitación en la que estaba trabajando. Luego volvió y cogió una maza. Era hora de perder de vista esa pared añadida. Se puso a trabajar con la palanqueta, revelando los pernos y el espantoso cableado que habían hecho para conectar el frigorífico y el horno. Hacía años que tendría que haber habido un incendio.

Con los pernos al descubierto, fue el momento de usar la sierra. La enchufó, la puso en marcha, y empezó a rugir. Entonces la aplicó a uno de los pernos a la altura del pecho, y el rugido se convirtió en un gemido, el sonido de la madera al morir.

En el salón, Sylvie estaba sentada en el camastro cuando la sierra mecánica arrancó. A menudo se sentaba allí, y saltaba y se escondía en otra habitación cuando lo oía llegar, para que no la encontrara y no la acusara de fisgonear. Porque no era una fisgona. Le gustaba estar allí. Era como si algo de su calor, algo de su vida se aferrara al camastro donde dormía y permaneciera allí todo el día, desvaneciéndose lentamente hasta que regresaba y lo volvía a llenar con otra noche de su sueño oscuro y cálido. Era un extraño durmiente, este Don Lark. No es que hubiera visto a muchos hombres dormir en su vida, pero Sylvie Delaney nunca había sentido tanta intensidad en alguien que estuviera durmiendo. Se acercaba a veces de noche y lo observaba desde la puerta, cuidando de no hacer ningún ruido y despertarlo.

Todo era confuso desde que él llegó a la casa, porque a veces ella caminaba tan silenciosamente como siempre, y otras veces parecía que cada movimiento que hacía resonaba por todas partes. Pero al verlo dormir guardaba silencio. Podía oír cómo jadeaba y se agitaba en su sueño. Pesadillas. Ella sabía de pesadillas. Había tenido unas cuantas. Vivió en una durante mucho tiempo, ahora que lo pensaba. Pero no podía dormir como ese hombre. Era como si atacara el sueño, un asalto frontal, lo cogiera por la garganta y lo obligara a entregarle el descanso que necesitaba. Descanso, pero no paz.

Así que allí estaba, empapada en su calor como alguna gente se empapa de un bronceado, cuando aquel rugido empezó arriba, y un segundo más tarde un gemido agudo como un grito, como si la casa estuviera gritando, y pudo sentir que la casa a su alrededor daba de pronto un respingo. No comprendía. ¿Cómo podía hacerlo? Era como cirugía sin anestesia. Todos los derribos que Don estaba haciendo, arrancando anaqueles, pernos, paredes de listones y yeso, y la casa se agitaba con el dolor como si le estuvieran arrancando los dientes, y ahora esto, fuera lo que fuese, este nuevo sonido, y la casa sentía dolor.

La caja de las herramientas de Don se deslizó por el suelo, y luego se detuvo bruscamente; su martillo favorito resbaló y cayó al suelo.

—Basta —dijo ella.

El martillo tembló y se sacudió y bailó. Ella sabía lo que la casa le estaba diciendo que hiciera. Después de todo, lo había hecho antes, ¿no?

—Está haciendo que todo vuelva a estar bien, ¿no lo ves? Sólo tienes que confiar en él.

El martillo saltó hacia arriba, y luego volvió a caer al suelo. Tras ella, el banco de trabajo resbaló despacio, y luego rápidamente hacia ella, deteniéndose justo al borde del camastro.

—¡Basta! —exigió ella—. Iré a ver qué está haciendo, me aseguraré de que no sea nada malo.

El martillo saltó a su mano. Ella lo agarró, y luego deliberadamente lo devolvió a la caja de herramientas.

—Y quédate ahí —dijo. Entonces corrió hacia las escaleras.

Don había cortado la mayor parte de los pernos cuando vio que Sylvie irrumpía en la habitación, con aspecto agitado, como si la casa estuviera ardiendo. Retiró el dedo del gatillo de la sierra. La hoja aulló y gimió hasta silenciarse.

—¿Qué está haciendo? —exigió Sylvie.

¿Es que ahora tenía que consultar con ella el trabajo del día?

—Trabajando —dijo.

—Parece que está echando abajo la casa.

Don quiso expulsarla, pero parecía realmente inquieta.

—Mire, esto no es ni siquiera parte de la casa. Las paredes de verdad están hechas de madera recubierta de listones y yeso. Esto es una pared moderna, añadida por algún casero para intentar sacarse unos cuantos dólares más al dividir la habitación en dos, ¿ve? Sólo llega hasta el techo. Una pared de verdad conectaría con las vigas de arriba, pero ésta termina bajo la escayola del techo.

—Oh —dijo ella.

—Así que voy a dejar la casa tal como debería estar.

—Nunca he visto a nadie hacer este tipo de cosas antes. ¿No puedo mirar, por favor?

—No si va a empezar a dar la lata con no tocar las cosas.

—Estaré callada. Sólo quiero mirar.

Pero él no quería que ella mirara. Estaba usando esta destrucción como terapia. Con ella mirando, tendría que actuar de forma fría y profesional. ¿Pero qué podía decir? Claro, podía decirle: Lárguese, trabajo solo. Pero eso ya había quedado atrás. Le había dado una llave. Y no es que el trabajo requiriera ninguna concentración.

—Mire si quiere —dijo.

Conectó de nuevo la sierra y lo cortó todo menos los dos pernos finales. Con ellos había peligro de morder demasiado profundo y dañar la viga madre. Cuando los pernos quedaron reducidos a una fila de estalactitas que colgaban del techo y una fila de estalagmitas que surgían del suelo, Don soltó la sierra y cogió la maza. Colocándose como un golfista, de pie entre los pernos, apuntó y golpeó uno de ellos, cerca del suelo. Los clavos cedieron y el perno voló hasta chocar contra la pared de la cocina. Golpeó otra vez, otra, otra, alcanzando los pernos mientras avanzaba internándose entre ellos. Sin embargo, para llegar al último tuvo que volverse para apuntar al revés.

—Ahora tendrá que quitarse de ahí, no vaya a lastimarla una de estas piezas.

—Soy rápida —dijo ella—. Puedo esquivar.

—Nadie es tan rápido, sígame la corriente, ¿de acuerdo? —Don sintió que la furia volvía a acumularse en su interior.

Tal vez ella lo sintió también, porque se retiró hasta la puerta. Era suficiente margen de seguridad. Don derribó las dos últimas estalagmitas. Luego empezó con los pernos colgantes, golpeando hacia arriba como un mal jugador de la liga infantil que no ha aprendido a no intentar batear pelotas demasiado altas. Cada perno golpeó contra el suelo hasta que todos desaparecieron. Lo que quedó ahora fueron dos largas tiras de madera atornilladas al suelo y clavadas al techo, con clavos torcidos asomando donde los pernos estaban pegados. Don las arrancó con la palanqueta, y luego retiró de la pared los dos últimos pernos, y la habitación volvió a ser un solo gran espacio.

Se quedó allí de pie, jadeando un poco, sudando. Miró a Sylvie. Ella le sonrió.

—El superhéroe salva la habitación —dijo.

—Llámeme el Hombre del Martillo.

Ella entró en la habitación y se dio la vuelta, extendiendo los brazos como si quisiera alcanzar las paredes.

—Es tan grande.

—Ésta es la habitación que construyó Bellamy. —Don contempló las vigas, desnudas de listones y yeso—. Claro que él pretendía que tuviera un aspecto algo más acabado, pero el tamaño es el correcto.

—Así que a partir de ahora volverá a poner cosas en esta habitación, en vez de arrancarlas —dijo ella.

—Todavía hay que quitar unas cuantas cosas más. Aquí y allá. Sacar el recubrimiento de escayola de las paredes. Quitar las molduras, colocar el pladur. Pero sí, cuando acabe esto tendrá el mismo aspecto que cuando Bellamy llevó a la señora B. arriba por primera vez.

—¿Ves? —dijo ella—. Eso pensaba.

Sí, seguía estando chalada.

Don recogió los pernos y los llevó a la pila de basura. Se tomó tiempo para arrancar los clavos que asomaban de algunos y para aplastar otros. No tenía sentido que ahora lo demandaran los padres de algún niño que se pinchara el pie porque no podía mantenerse apartado de la pila de basura.

Al volver de su penúltimo viaje a la acera se encontró a Carville en la entrada, sentado en el último peldaño.

—Estoy listo para llevarme ese viejo calentador —dijo—. La verdad es que estaba listo hace un rato, pero me puse a inspeccionar el resto de la instalación de tuberías y calefacción mientras tú te calmabas un poco.

—¿Calmarme? —preguntó Don.

—Cuando me acerqué a la puerta hace un rato parecía que tenías una agarrada con un tipo vestido de traje de chaqueta. Admítelo, estabas alardeando ante la mujer.

Don se sintió avergonzado. Cindy no era la única que lo había visto.

—Viste lo que hago cuando no mato a un tipo.

—Hubo un momento en que pensé que él deseaba que lo hicieras.

—Es que no conozco mi propia fuerza.

—Menos mal, porque yo tenía razón con el calentador. Pesa tanto que vamos a necesitar un torno para sacarlo.

—Pero tienes al Hombre de Acero.

El Hombre del Martillo, pensó, y casi sonrió.

—Batman y el Chico Alondra.

—Qué gracioso.

En el sótano, el viejo calentador yacía en el suelo como un cadáver. Carville apuntó con su linterna a las tuberías entre las vigas del techo.

—Ésas son sólidas. Bien podrías seguir usándolas, porque quitarlas no merecería la pena el esfuerzo.

—¿Entonces son fuertes? ¿No hay nada corroído?

—Si una bomba nuclear arrasara este lugar, esas tuberías quedarían colgando en el aire.

—Sí, construyeron bien este sitio.

—Pero las tuberías nuevas… —dijo Carville—. Algunos de esos cuartos de baños y cocinas son más recientes que otros. Hay tuberías más baratas aquí y allá.

—Sí, pero no las necesitaré, las voy a quitar.

—No tienes que decirme qué vas a hacer con tus cosas.

—Quería asegurarme de que tenía razón —dijo Don—. Y no soy un tipo de calderas.

—Sí, bueno, esta caldera de gas no la conectes, te matará la primera noche.

—Malo, ¿eh?

—Sellé la conexión hasta que puedas instalar una nueva. —Carville se acercó y golpeó con la linterna la vieja caldera de carbón que debían de haber instalado cuando construyeron la casa, porque era imposible que pudieran haberla bajado por las escaleras—. Esta caldera de carbón. Tío, es lo bastante grande para calentar uno de esos edificios de la facultad.

—Sí, pensé en dejarla como está.

—Buena decisión. ¿Sabes? Apuesto a que todavía funcionará bien. Si eres capaz de echarle carbón.

—O si encuentro a alguien que lo reparta.

—Oh, todavía lo hacen, ¿sabes? Todavía quedan unos cuantos camiones de reparto de carbón en el mundo. —Carville rodeó la caldera—. Lo que no puedo comprender es para qué era esto.

—¿Qué? —preguntó Don. Siguió a Carville y vio de inmediato lo que señalaba. Había una abertura en los cimientos tras la caldera. Estaba llena de escombros, pero no al azar: alguien había cubierto un agujero. No, una puerta.

—Nunca he echado un vistazo ahí atrás. Quiero decir, ¿quién rompería los cimientos detrás de la caldera?

—Probablemente era una bodega o una despensa —dijo Carville.

Pero Don sabía que nadie pondría una despensa detrás de una caldera ardiente.

—Tampoco podría ser un depósito de carbón.

—No, la rampa está allí. Oh, bueno, uno nunca sabe qué cosas raras hace a veces la gente con sus casas.

—No debilita los cimientos, ¿no?

—No con esa viga sobre la abertura. Me parece que estaba ya aquí cuando la casa se construyó originalmente. No fue añadida más tarde.

—Bueno, algún día cuando me sienta más ambicioso lo excavaré y veré qué hay detrás —dijo Don.

—¿Sabes lo que te digo? No me llames para eso.

—Ni se me ocurre. Todo lo que hay ahí atrás es la cripta de Al Capone de todas formas.

—Encantado de trabajar contigo, amigo —dijo Carville—. Ahora coge tu extremo de este trozo de piedra y saquémosla de aquí.

Los dos eran hombres fuertes, pero tuvieron que descansar dos veces para sacar el viejo calentador de agua. Y cuando llegaron a la pila de basura los dos sudaban y jadeaban como viejos gordos que echan una carrera por primera vez.

—He sido más joven —dijo Carville.

—Sí, pero eras más tonto entonces.

—Pero no sabía que era tonto. Sí sabía que tú eras tonto, desde luego.

—Vete a casa, tío, me has dedicado medio día y no puedo permitirme más.

—El agua caliente estará lista dentro de un par de horas.

—¿Terminaste también la instalación eléctrica?

—Lo mío es servicio completo de calefacción, fontanería y aire acondicionado.

—Por eso eres un imán para las chicas.

—No. Es por mi tubería.

—Coge tu diminuta tubería y márchate —dijo Don.

Unos cuantos chistes tontos más y Carville se fue. Era una amistad que había empezado en el instituto, y continuaba a ese nivel. Cosa que estaba bien. Era todo lo que Don necesitaba de él.

La ducha era cuanto esperaba de ella. La nueva perilla no temblaba ni nada, sino que lanzaba un chorro de agua tan intenso que picoteaba, cosa que a Don le parecía bien. Era agradable ducharse en una bañera que él mismo había limpiado, en vez de en esas duchas de los apeaderos de camiones, que siempre parecían pegajosas y resbaladizas y llenas de hongos.

Y luego descorrer la cortina y secarse con su propia toalla nueva y ponerse un albornoz nuevo y zapatillas… era absolutamente doméstico. A partir de ahora vivir allí no se parecería a hacerlo en un campamento.

Bajó a la sala de estar, y estaba terminando de abrocharse la camisa cuando oyó la voz de Sylvie en el pasillo.

—¿Puedo pasar?

—Estoy decente —dijo él.

Entró. Él se sentó en el camastro y empezó a ponerse los calcetines.

—Ropa limpia —dijo—. Debería intentarlo alguna vez.

—El vestido no está tan sucio como parece —contestó ella—. Con el tiempo, la vieja suciedad se vuelve tan gruesa que la nueva no llega a pegarse. Es como llevar ropa de teflón.

—Apuesto a que podemos lanzarlo al mercado y tener un bombazo.

Ella sonrió débilmente.

—Dejé el jabón y el champú en la ducha. Tenga cuidado, porque ahora el agua sale realmente caliente.

—Me muero de ganas —dijo ella—. Se ha lavado usted bien.

Don no supo qué decir.

—Gracias.

Y entonces tuvo que cambiar de tema.

—Ahora que me he lavado, voy a hacer una visita a esas ancianas de al lado.

—Creí que dijo que estaban locas.

—Sí, pero saben cocinar. ¿Quiere venir, a ver si podemos conseguir dos comidas por el precio de una?

Ella negó con la cabeza.

—Me quedaré aquí.

—Me dijeron que podía hacerles cualquier pregunta que quisiera sobre la casa. Vivían aquí. Antes que usted.

—¿Qué pregunta va a hacerles?

—Hay una abertura en los cimientos tras la vieja caldera de carbón Puede que fuera una despensa o algo así.

—No es nada.

—La gente no tiene una abertura en sus cimientos por nada, Sylvie.

Atados ya los zapatos, se levantó y se encaminó a la puerta.

—Voy a cerrar cuando salga —dijo—. ¿Tiene la llave?

Ella la sacó del arrugado bolsillito de su triste vestido azul y la alzó para que la viera.

—Gracias —dijo.

Don salió, cerró y echó la llave a la puerta.

Sylvie escuchó correr la cerradura. No necesitaba la llave. Sabía que la casa se abriría para ella cuando lo pidiera. Pero seguía importándole. La llave significaba que él admitía que ella pertenecía a ese lugar.

Pero sólo porque se sintiera mejor no significaba que la casa lo hiciera también. Había intentado calmarla toda la tarde, pero la eliminación de aquella pared había sido traumática.

—Es cirugía cosmética —explicó—. Esa pared era una verruga. Duele que la haya quitado, pero te alegras de que ya no esté. La habitación está hermosamente proporcionada ahora, y las ventanas están en los lugares adecuados de la pared.

Oyó un sonido de roce y se volvió y vio la palanqueta de Don arrastrándose hacia el pasillo.

—Basta —dijo—. La encontrará de todas formas y pensará que la he movido yo.

La palanqueta se paró.

—Tengo que darme esa ducha —dijo—. Recuerdo vagamente que limpieza era casi igual a santidad. ¿Pero estropeará el agua mi pelo?

Salió de la habitación y subió las escaleras.

En cuanto se marchó, la palanqueta se deslizó por el suelo, salió de la habitación y recorrió el pasillo. Y el banco de trabajo se acercó aún más al camastro, chocó contra él, y lo deslizó un centímetro fuera de su posición. Luego todo quedó quieto en la sala de estar una vez más.