Derribando, arrancando
No podía acusarla de seguirlo por toda la casa, pero eso le parecía. La mitad de los trabajos que se disponía a emprender, Sylvie estaba esperando cuando llegaba con las herramientas. Siempre le daban ganas de darse la vuelta y buscar otra cosa que hacer, pero no podía trabajar así, perdiéndose de vista cada vez que ella estaba cerca. Sin embargo, tampoco podía gritarle. Ella siempre parecía contenta de verlo. Debía haberse sentido sola aquí, escondida en una casa vacía tras las ventanas cubiertas. Tal vez cuando la novedad se agotara le dejaría en paz.
Conectaron el agua y era hora de abrir los grifos y comprobar obstrucciones y salideros. Con algunos elementos ni siquiera lo intentó: el inodoro resquebrajado nunca volvería a tener agua. Pero la bañera de arriba, donde la encontró a ella por primera vez, probablemente acabaría siendo la que utilizaran.
Se sorprendió al pensar: Tendremos que usar esta bañera. Resulta demasiado natural pensar en plural en vez de en singular. Y no había nada malo en ello: mientras Sylvie estuviera en la casa, iba a usar el mismo baño y el mismo lavabo y la misma taza que él. ¿Por qué no pensar entonces en plural?
Porque así era como pensaba de mi esposa y de mí, y de nuestra… mi hijita. Mi niña, mi casa, mi bañera. Estoy solo aquí, a pesar de la presencia de esta huésped no invitada. Tanto más solo porque ella está aquí, para hacerme pensar en «nosotros» y recordar lo vacía que es esa palabra, una palabra hueca, nada. Cómo se evapora y se lo lleva todo consigo.
Allí estaba ella, haciendo abdominales en el pasillo ante el cuarto de baño del piso de arriba cuando él subió a abrir el agua. Naturalmente se paró y se quedó en la puerta, y luego al pie de la bañera cuando él abrió el grifo del agua fría.
—Oh, bien, un baño —dijo.
—No hasta que tengamos un calentador de agua.
—¿Duchas frías, entonces?
—Lo que prefiera —dijo él. El grifo borboteó y se atascó. Escupió una masa marrón que le manchó todos los pantalones. Ella soltó un gritito y retrocedió.
—Es sólo agua y óxido —dijo él—. No se derretirá.
—¿Cómo sabe que no soy la Malvada Bruja del Oeste?
—Porque ella era verde.
—Igual que esa cosa. Qué asco.
Era un asco, como ella decía. Marrón oscuro, un color repulsivo. Don se dio la vuelta y abrió el grifo de agua fría del lavabo. Hizo su propio número de borbotear y atascarse, y luego expulsó una masa aún más desagradable que los salpicó a ambos.
—Oh, esto es toda una mejora, sí señor —dijo ella, mirándose la ropa.
—Nadie le pidió que estuviera aquí mientras yo trabajo.
Ella no dijo nada y él no la miró. El agua no se volvía más clara en el lavabo ni en la bañera. A Don no le gustaba el silencio. ¿Pero por qué debería dejar que le hiciera sentirse tan incómodo? Ella tenía que aprender a no molestar.
Sin embargo, en vez de marcharse, ella rompió su propio silencio.
—¿Seguro que no conectaron estas tuberías al revés?
—Está todo en las tuberías. Cuando corran un rato, se despejará.
—Parece que la casa tiene disentería.
—No use este retrete —respondió él—. Mire la grieta. No voy a hacer correr agua por aquí.
—¿Hay uno que pueda usar?
—Abajo, en el apartamento norte.
—¿El agua tendrá este aspecto?
—Hasta que las tuberías se despejen.
—Si lo hacen alguna vez.
—El calentador estará conectado mañana. Deje que se llene y se caliente, y entonces podremos bañarnos.
—Suena indecente.
Él la miró bruscamente. Ella estaba bromeando, probablemente, pero incluso así era repugnante tener a una mujer tan sucia y desaliñada intentando coquetear. Había un motivo por el que la gente se volvía vagabunda. En su caso, bien podía ser el mal gusto.
Don salió del cuarto de baño.
—¿Cuándo cierro el agua? —preguntó Sylvie.
—Cuando parezca que puede beberse.
—¡Nunca beberé esto!
Él ya estaba bajando las escaleras, así que no se molestó en contestar. No quería establecer el precedente de gritarse por toda la casa.
Podía imaginársela gritando «¡Don! ¡Oh, Do-o-on!» para que la oyera todo el barrio.
En la planta baja, abrió los grifos del cuarto de baño que pretendía usar. Éstos y la manguera exterior eran todo lo que necesitaba, así que no tenía sentido probarlos hasta que tuviera unos cuantos nuevos apliques conectados. El desagüe estaba atascado, así que trabajó un poco abriendo el sifón y vaciándolo en un cubo. Un auténtico hedor. Podía habérselo esperado. Un ratón se había quedado atrapado en el sifón y se había ahogado. Pero cuando quedó despejado y conectado de nuevo, el desagüe funcionó bien. Menos mal, porque con agua fría y sin jabón tenía que frotarse tres veces las manos para sentirlas limpias de nuevo. No echó el ratón muerto al cubo de basura del patio trasero: lo último que necesitaba era que ese olor se pegara a algo que: fuera a quedarse. En cambio, lo lanzó por encima del borde del barranco del patio de atrás. Voló diez metros hacia afuera y otros veinte metros hacia abajo, girando perezosamente mientras caía, hasta que se estampó a medio camino de la pared del barranco.
Al volver a la casa, supo que no podía retrasarlo más. Tenía que elegir qué parte renovar primero. Naturalmente, lo ideal sería hacer toda la casa de una vez. Todo el desbrozado, y luego derribar las paredes que no quería conservar, luego abrir el resto de las paredes para la instalación de cables y tuberías, líneas de teléfono, telefonillo, tal vez conexiones para ordenador si le parecía que el dinero llegaba para ese tipo de lujos. Era más fácil y más barato hacer todo el trabajo a la vez. Pero eso no le daría un sitio donde vivir mientras lo hacía; e igual de importante era el hecho de que necesitaba las pequeñas recompensas de tener finalizada esta habitación y aquella otra para seguir adelante.
No la planta baja. No podía hacer las escaleras de la cara norte, porque allí estaba el apartamento de Sylvie. Las escaleras de la cara sur, sin embargo, serían divertidas. Derribaría las paredes añadidas, y pasaría de ser dos dormitorios de mierda, un salón comedor y una cocina a ser dos dormitorios grandes. No lo serían, claro, porque eran demasiado grandes para ser prácticos y acabarían malgastando un montón de espacio. Así que abriría la pared entre ellos y metería un cuarto de baño y dos grandes armarios empotrados. Y en el dormitorio de atrás, que no tenía el bonito ventanal que tenía el de delante, abriría una escalera a una parte del desván, que convertiría en un altillo. En una casa como ésta, cada habitación debería tener individualidad. No, más que eso: debería tener distinción.
Armado con su palanqueta y una navaja, fue al piso de arriba y empezó a retirar la alfombra del suelo. Era dura y recia, pero había sido instalada hacía un montón de años, y bajo el acolchado había una masa de suciedad en descomposición. Debajo, los insectos muertos componían otra alfombra.
—¿Cómo se han metido ahí esos bichos?
Sylvie estaba en la puerta. Don dejó de trabajar en la alfombra.
—¿Qué necesita? —preguntó.
—Es sólo curiosidad. He estado caminando encima de esos bichos, y me preguntaba cómo han llegado allí.
Esto no era una clase de ciencia, sino un trabajo sudoroso y desagradable. Lo que lo hacía soportable era el trance de concentración en el que se sumergía mientras sus manos seguían trabajando. Ella lo había roto, ¿y por qué? ¿Y después de cuántas peticiones para que se mantuviera apartada de él?
—Trabajo solo —dijo Don.
Sylvie se encogió de hombros, como diciendo: ¿Quién, yo?
—No estoy intentando ayudarle.
—Exactamente a eso iba.
—Todo lo que he hecho es preguntar cómo han llegado ahí esos bichos.
—Los bichos se arrastran y se cuelan por todas partes. Ahora que se lo he dicho, déjeme trabajar.
Ella pareció enfadarse un momento, pero luego se marchó y se perdió de vista. Sin embargo, Don no pensó ni por un momento que la pugna hubiera terminado. Ella era un incordio. Iba a tener que ser desagradable una y otra vez, sólo para conseguir algo de paz, y odiaba ser desagradable por cualquier motivo. Pero esta mujer no podía mantener una promesa ni seguir instrucciones. ¿Qué esperaba? Si la gente como ella tuviera ese tipo de habilidades, probablemente no serían sin techo.
Enrolló la alfombra y trató de cargársela al hombro. Podía levantar mucho más peso que éste, pero no podía cogerla bien, así que acabó teniendo que arrastrarla. Tuvo problemas en la puerta, donde hubo que doblarla para sacarla al pasillo y luego bajarla por las escaleras, durante un momento pensó en llamar a Sylvie para que lo ayudara, pero entonces advirtió que si alguna vez le pedía algo, eso abriría las puertas de la inundación. Ella se convencería de que lo necesitaba y le daría la lata hasta que la casa estuviera terminada.
Así que fue de un extremo a otro de la alfombra, doblando, tirando, doblando más, tirando más, hasta que por fin la sacó al pasillo y la bajó por las escaleras. A partir de ahí fue sencillo arrastrarla hasta la puerta principal, sacarla al porche y llevarla al montón de basura de la acera.
Al regresar, echó un vistazo a la cochera. Miz Evelyn y Miz Judea estaban sentadas en el porche, comiendo delicados triángulos de sandwich de pepino sin la corteza. Imaginó un gran cuenco de cortezas de pan y piel de pepino que subían a Gladys, quien por todo lo que sabía era un cocodrilo omnívoro o una gran marrana gorda, comiendo todo lo que le echaban. Las mujeres le saludaron alegremente. Él les devolvió el saludo, sin alegría.
Desmantelar los anaqueles de la cocina era siempre una lata. Era más fácil, naturalmente, quitar cada pieza individual, pero no siempre era posible. Aunque la cocina del apartamento sur de arriba era oscura, estrecha e improvisada, quien instaló los anaqueles al parecer pretendió hacerlo a prueba de tornados. Don se metió bajo los muebles como pudo, quitando cada tomillo y clavo que los conectaba a la pared y entre sí, pero seguían sin salir. Finalmente tuvo que recurrir a la palanqueta, e incluso así no pudo sacarlos del todo. Alguien había sustituido las paredes de listones y yeso por tablones con pernos y había pegado los anaqueles directamente encima, además de clavarlos y atornillarlos. Por suerte, los pernos no eran estructurales, así que no importó que su palanqueta los redujera a pedazos. Para cuando logró retirar de la pared el último mueble, parecía que la cocina había sido asaltada por un tornado después de todo. Los pernos estaban rotos, torcidos, o asomaban como dientes doblados. No importaba. Lo quitaría todo. Derribaría por completo la pared nueva que separaba la cocina del salón, convirtiéndolas de nuevo en una sola habitación; sustituiría los pernos entre las vigas originales por otros nuevos. El baremo de robustez de Don era aún más alto que el del tipo que instaló los muebles.
Nunca había desmantelado una cocina en un piso superior antes, y fue un trabajo agotador bajar los muebles por la escalera sin chocar con nada. Le habrían venido bien otro par de manos y una espalda fuerte que le ayudase, pero maldición, trabajaba solo.
Ante la pila de basura, que ahora parecía la cocina de un loco, Don quiso volver adentro y acostarse y dormir. ¿No estaba bien para un día de trabajo? ¿No había hecho suficiente?
Pero sólo eran las tres de la tarde, y sabía que la tentación de terminar temprano y echarse una siesta o dar un paseo sería cada vez más fuerte si cedía alguna vez. Siempre había otro trabajo que hacer. Tenía que aguantar al menos ocho horas no importaba lo cansado que estuviera. Ésa era la regla. Y la mayoría de los días intentaba hacer diez. Así era como podría tener la casa terminada aunque trabajara solo.
Para eso servía un ayudante de todas formas. En la experiencia de Don, normalmente acababas teniendo que rehacer el trabajo del ayudante o supervisarlo con tanta atención que bien podías haberlo hecho tú mismo. Pero tener alguien allí, observando, era un incentivo para seguir esforzándose. No quería parecer un vago delante de otra persona. Don no podía soportar la idea de que podría estar trabajando solo para lucirse, para impresionar a alguien o mantener su buena opinión. Trabajaba por amor al trabajo, y por su propio autorrespeto. Y por eso no podía terminar temprano, tomarse un día libre, o incluso decir que estaba enfermo. ¿A quién iba a llamar con la baja? Tenía el jefe más duro de la ciudad: no se permitía a sí mismo las facilidades que habría dado a un empleado.
Excepto que junto a la valla estaba Miz Evelyn, sosteniendo aquella jarra de metal con perlitas de agua fría en el exterior y parecía que estaba lloviendo, todas aquellas gotitas formándose, cayendo por los lados, goteando al suelo. Lo que había en la jarra debía estar realmente frío. Y aunque no hacía tanto calor hoy, no más de treinta grados, deseó aquella jarra con todo su corazón y toda su alma. Suficiente para aceptarlo de una loca.
—¡Yu-ju! —llamó ella—. ¡Señor Lark!
Él se acercó a la valla, tratando de no parecer demasiado ansioso, La mujer tendió un alto vaso de metal, tan frío como la jarra.
—Nunca he visto a nadie trabajar tan duro —dijo.
—Me ayuda a dormir por la noche.
Apuró el vaso casi de un trago. Era limonada, sólo un poco ácida, pero no demasiado ácida: sólo un poco dulce, pero no demasiado dulce. Menos mal que ninguna de esas dos ancianas era su abuela. Se habría ido a vivir con ella hacía mucho tiempo.
—Puede quedarse la jarra entera si quiere.
Quería.
—Gracias —dijo, y ahora, bebiendo directamente de la jarra, la apuró tan rápido que le causó dolor de cabeza. Pero el dolor no duraría, lo sabía, mientras que la limonada corría por su sistema tan rápido que hizo que el sudor perlara su frente casi como las gotas de agua sobre la jarra. Una vez vacía, Don se secó la boca con la manga recogida, que estaba un poquito más limpia que sus antebrazos.
—Oh, vaya —dijo Miz Evelyn.
—Lo siento. Tengo los modales de un obrero.
—Por no mencionar los apetitos de un obrero.
Él se dio una palmada en el estómago, que ahora estaba lleno de líquido.
—Muy amable por su parte al compartirlo conmigo.
—Nos alegra que al final lo vea como nosotras.
Oh-oh.
—Pero no es así.
Ella hizo un gesto hacia la pila de basura.
—Parece que lo está tirando todo ahí dentro.
—Sólo despejo las cosas feas. —Ella pareció un poco decepcionada—. Voy a derribar también las paredes añadidas. Pero la estructura de la casa… eso no voy a tocarlo. De hecho, la voy a restaurar.
—Oh.
—Así que supongo que he conseguido una limonada bajo expectativas falsas.
—Ha conseguido la limonada porque la necesitaba y nosotras somos cristianas.
—Muchas gracias. La necesitaba.
Una buena acción se merece otra, así era como Don había sido educado.
—Mientras esté aquí, si necesitan ustedes que haga algún trabajo en su casa, háganmelo saber.
—Lo único que necesitamos es que derribe esa casa. —Ella señaló con un viejo dedo huesudo la mansión Bellamy.
—Entonces tendrían que haberla comprado y contratado una cuadrilla de demolición.
Apuró lo que quedaba en la jarra y se la devolvió.
—Muchísimas gracias, señora —dijo. Se tocó el ala de un sombrero imaginario, como había visto hacer a su padre, como saludo o despedida, lo que fuera. Entonces se dio media vuelta y regresó a la casa.
—¿Cree que no lo habríamos hecho si hubiéramos podido? —preguntó ella.
¿Por qué no colgaban carteles en estas casas? CUIDADO CON LAS ANCIANAS EXTRAÑAS Y LOS AGUJEROS EN LAS PUERTAS QUE DESAPARECEN, CUIDADO CON LA ACECHANTE MUJER SIN HOGAR. Y, no había que olvidarlo, PROHIBIDO BESARSE EN LOS CUARTOS DE BAÑO QUE NO FUNCIONAN.
Una vez en la casa, tuvo que decidir qué hacer a continuación. ¿Retirar los restos de listones y yeso? ¿Derribar la pared que dividía la cocina de arriba del resto de la habitación? No le apetecía el trabajo duro, aunque la limonada lo había refrescado.
Tal vez lo había refrescado demasiado. Se dirigió al cuarto de baño del fondo de la casa.
Aún estaba dentro cuando oyó que llamaban fuerte e insistentemente a la puerta principal. Espera un momento, por Dios. Tozudamente, se lavó las manos antes de acudir a la puerta. Tenía que acordarse de comprar jabón, un par de toallas. Recorrió el pasillo secándose las manos en los pantalones cuando oyó que la puerta se abría y Sylvie saludaba a quien fuera que estuviese allí. Cuando llegó al salón donde se encontraban sus herramientas, el compañero de trabajo de Cindy en la agencia inmobiliaria lo estaba buscando.
—Hola, señor Lark —dijo el tipo. ¿Cómo se llamaba? Como si hubiera oído la pregunta, el hombre añadió—: Ryan Bagatti, ¿recuerda?
—¿Quién podría olvidarlo? —dijo Don. Dejó atrás a Bagatti y se dirigió a la entrada, donde Sylvie esperaba entre el tercer y cuarto escalón, preparada para huir—. Gracias por dejar entrar en mi casa a un completo desconocido —dijo.
—Bien por usted —dijo Bagatti—. Hacer que la criada viva aquí mientras acumula basura en el césped.
—No soy la criada.
—No es nada —dijo Don—. Vino con la casa. Pero tiene cosas que hacer.
—¿Cindy sabe de su existencia? —preguntó Bagatti, todo inocencia en la mirada.
—Apuesto a que lo sabrá dentro de quince minutos.
—Ah, amigo, es usted demasiado crítico —dijo Bagatti—. He venido porque soy amigo de Cindy, ya sabe.
—En otras palabras, ¿ella no sabe que está usted aquí?
—Recibí una llamada en la oficina, cuando ella estaba fuera. Está enferma, ¿sabe? Desde que firmaron el acuerdo de esta casa.
—Lamento oír eso. Espero que se mejore.
—Sí, envíele una tarjeta o algo.
—Recibió una llamada —dijo Don. Fuera lo que fuese, sabía que iba a ser desagradable, y quería que Bagatti lo contara de una vez.
—Del tipo que era dueño de esta casa. De su abogado, en realidad. Parece que recelaba de la forma en que Cindy manejó la venta y lo bajo que era el precio que pidió. Quería ochenta mil, ¿sabe?
—Esta casa no vale ochenta mil.
—Bueno, supongo que eso lo decidirán los tribunales, ¿no cree? —Bagatti sacudió la cabeza—. Quiero decir, eso es lo que dijo el abogado. Hizo que la siguiera un detective. Tiene fotos de usted entrando en su casa. Y saliendo. Besándose en el coche. Supongo que eso demuestra complicidad.
—¿Ha visto las fotos, Bagatti?
—¿Por qué las habría visto yo? —dijo el agente inmobiliario.
Don lo cogió por los hombros y lo estampó contra la pared. Su cabeza rebotó contra la escayola, y perdió su tonta sonrisita.
—Creo que no lo he preguntado bien claro —dijo Don—. ¿Sacó usted esas fotos, Bagatti?
—Como dije, un detective privado. Esto es agresión, ¿sabe?
—¿Tiene las fotos?
—Todo lo que hizo el tipo fue llamarme.
—¿Entonces por qué me lo cuenta a mí y no a Cindy?
—Va a demandarlos a los dos. Pero dijo que tal vez podría solucionarse.
—¿Eso dijo él? ¿O lo dice usted?
—¿Qué se cree? ¿De qué está hablando?
—Chantaje —dijo Don—. Extorsión.
—Yo no. Tal vez él.
—¿Tal vez?
—Dijo veinte mil. Seguiría teniendo la casa por diez mil menos de lo que pidió. Es una ganga, ¿no?
—Pero apuesto a que no querrá ir y ajustar el precio en los papeles, ¿verdad?
—¿Por qué fastidiar los impuestos de todo el mundo? —preguntó Bagatti—. Seguirá usted sacándole beneficios a la casa.
—¿Y acude a mí?
—Cindy no tiene dinero.
—¿Cómo lo sabe? Ella no le diría ni dónde apuntar con su polla cuando mea.
—Como dije, el tipo tiene un investigador privado. Tío, me está lastimando los hombros.
Don lo dejó resbalar por la pared hasta que quedó de pie. Pero cuando Bagatti hizo ademán de dirigirse a la puerta, lo volvió a estampar contra la pared. Y una vez más la cabeza rebotó contra la escayola.
—Cuidado —dijo Don—. Ésta es una pared maestra, no quiero tener que sustituirla porque la ha abollado con la cabeza.
—Mire, señor Lark, sólo soy un mensajero.
—Dígame el nombre del abogado.
—No me lo dijo. Dijo que contactaría con usted.
—No quiero que ningún abogado manche esta casa. Iré a su despacho y resolveremos esto, o puede seguir adelante y llevarnos a juicio, porque no hubo nada ilegal.
—Se lo diré.
—No, se lo diré yo. Deme su número.
—Dijo que me llamaría. No me dejó…
Esta vez la cabeza no rebotó tanto.
—No encoja el cuello cuando hago eso —dijo Don—. Sólo le dolerá más luego. Déjelo suelto.
—Me está haciendo daño, tío.
—Su número.
—Suélteme y se lo anotaré.
Don se interpuso entre Bagatti y la puerta y vio cómo sacaba una tarjeta y con manos temblorosas se esforzaba por escribir un número de teléfono.
—Se lo sabe de memoria, ¿eh? —dijo Don—. ¿De llamarlo mucho?
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que es el fisgón de la oficina. Es usted quien le sopló que tal vez Cindy y yo nos gustábamos. Y él debió decirle que contratara al detective. Un trabajo rápido, conseguir esas fotos sólo un par de horas más tarde.
—¿Y qué? La reina de hielo empieza a ponerse melosa con un cliente, yo recelo, y resulta que tenía razón, ¿no? Consigue treinta mil dólares de descuento en una casa. Así que no se ponga en plan santurrón conmigo, llamándome fisgón cuando usted es un ladrón.
Justo entonces. Ahí fue donde Don pudo haber cruzado la línea. Todos esos años de autocontrol. Todos esos meses en que quiso ir y secuestrar a su hija y esconderla en Bulgaria o en Mongolia y no lo hizo. Todos esos meses, todos esos años después en que quiso buscar al abogado de su ex esposa y aplastar la cabeza de aquella serpiente estirada y hacerla añicos contra una farola, y no lo hizo. Toda la violencia que no había expresado y que quiso tan desesperadamente dejar salir… y no lo hizo.
Bagatti debió adivinar la decisión que estaba tomando, porque se acobardó al mirar los ojos de Don. Y cuando finalmente Don dio un paso atrás, dejándole pasar, el agente inmobiliario echó a correr como una ardilla y salió por la puerta y bajó los escalones del porche.
Don se quedó con la tarjeta en la mano. Otro abogado. Otro intento por destruirlo. Cuando mates, Don, mata al tipo adecuado. ¿Cadena perpetua por matar a un agente inmobiliario? Vamos. Un abogado muerto vale más que diez agentes.
Cerró la puerta, subió a la camioneta y arrancó. Al principio pensó en ir a casa de Cindy. ¿Pero qué conseguiría con eso? O bien sabía la amenaza del anterior dueño, o no. O se sentiría avergonzada por su casi resbalón o no. Ninguna posible reunión tendría un resultado feliz para ninguno de los dos.
Así que condujo. Llegó a algunas de las zonas nuevas alrededor de los lagos situados al norte y el oeste de la ciudad. Casas para médicos y abogados, ejecutivos y vendedores de coches. Casas grandes, en enormes solares boscosos, diseñados para tener grandes vistas y también para ofrecerlas. Desde la carretera por donde transitaba la gente corriente, esta casa parecía una mansión de la época de la esclavitud, y aquélla una mansión federal, y esta otra un capricho hollywoodiense, y aquélla escapada de la parte más fea de los años cincuenta. El gusto y el dinero no tienen nada que ver. Ni la contención. Ni siquiera la decencia común. Yo construía sus casas, pensó Don. Trataba con todas mis fuerzas de complacerlos. Excelencia que ellos no entendían y querían pagar. Construí sus casas con la misma meticulosidad con que esperaba que ellos realizaran sus operaciones, o atendieran sus casos legales, o lo que fuera. ¿Era el único al que le importaba tanto? ¿El único que quería hacer un buen trabajo aunque no quedara a la vista?
Llegó a la carretera del lago Brandt, y luego tomó la desviación izquierda hacia Lawndale. Se detuvo en Sam’s y bajó y llamó al abogado desde una cabina. Reconoció el nombre del bufete cuando la recepcionista lo mencionó. No tenían la mejor reputación del mundo en la ciudad, pero la extorsión era una nueva especialidad para ellos.
—Está con un cliente —dijo la recepcionista.
—Levántese de su silla, y dígale que o bien habla conmigo por teléfono o habla conmigo en persona dentro de diez minutos.
—No respondemos a amenazas, señor.
—Dice mucho sobre su empresa que tengan una política al respecto —dijo Don—. No me haga perder el tiempo, llamo desde una cabina.
El abogado sólo tardó un momento en ponerse al teléfono.
—La mayoría de la gente pide cita —dijo el abogado.
—Lo que usted y su cliente están haciendo es extorsión.
—No, no lo es —respondió el abogado—. Es un aviso.
—Pero si le doy veinte mil dólares, el problema desaparece.
—Le ahorrará a todo el mundo un montón de tasas legales innecesarias y costas de juicio. Se llama acuerdo prejudicial.
—Entonces a cambio recibo una escritura de renuncia que especifica la cantidad que les he pagado.
—No.
—Entonces vaya a juicio, y declararé su falta de disposición a tener un documento legal con la cantidad de dinero acordada entre nosotros.
—Eso es asunto privilegiado.
—No hay ningún privilegio porque no es usted mi abogado —dijo Don—. Estaré en su despacho a las ocho y media de la mañana. El cheque estará a nombre de su cliente.
—Tendrá que ser en efectivo.
—De eso nada. Una vez más, me alegrará declarar ante el tribunal que su cliente no quería dejar un rastro de papel.
—En efectivo o no hay trato.
—Estaré allí a las ocho y media con el cheque bancario. Usted tendrá preparada la escritura de renuncia especificando la cantidad de dinero y no hará ninguna declaración sobre ningún tipo de relación entre la señorita Claybourne y yo. O puede preparar el litigio.
—Al parecer no sabe usted lo que implica un juicio de este tipo, señor Lark, o no hablaría tan a la ligera de meterse en uno.
—Me gasté un cuarto de millón de dólares en gilipollas como usted, intentando recuperar a mi hija. Y otros gilipollas que eran aún más gilipollas que usted consiguieron impedirme recuperarla hasta que mi ex esposa consiguió matarlas a ambas. ¿De qué cree exactamente que tengo miedo ahora?
—Tiene miedo de que Cindy Claybourne pierda su empleo.
—En realidad no.
—¿Entonces la caballerosidad ha muerto?
—No, pero no tengo miedo de que pierda su empleo. Su cliente y usted se equivocaron de objetivo. La señorita Claybourne y yo hemos perdido todo lo que teníamos que perder. Usted no tiene poder más que para importunarnos.
—¿Entonces por qué accede a pagar los veinte mil?
—Porque si no resuelvo este asunto ahora mismo, probablemente acabaré perdiendo el control y matando a alguien.
—¿Ahora quién es el extorsionador?
—Sí, eso es, estoy intentando obligarle a aceptar los veinte mil dólares que me exigió. A las ocho y media de la mañana. El cheque a nombre de su cliente. La escritura de renuncia. Ninguna mención a la señorita Claybourne ni a nada indebido.
—Sólo aceptaré dinero en efectivo.
—Bien. Llevaré también un dólar en efectivo. El cheque o el dólar. Usted decide. Le veré por la mañana.
Colgó. Estaba temblando tanto como Ryan Bagatti antes. Sabía que no servía de nada ponerse duro con un abogado. Tan sólo te sonreían y pensaban en nuevas formas de convertir tu vida en un infierno. Pero la vida de Don ya era un infierno. Los abogados habían perdido su última ventaja sobre él.
Fue al banco donde tenía su dinero y retiró los veinte mil dólares en forma de cheque bancario. En la parte inferior escribió: «Para escritura de renuncia de la casa Bellamy y todos los asuntos relacionados». Luego cogió el cheque, lo dobló, se lo guardó en el bolsillo de la camisa y regresó a la casa.
La puerta principal estaba cerrada, tal como la había dejado. Naturalmente. Sylvie no tenía llave.
No tenía llave, pero había dejado entrar a los tipos de Echando una mano.
No. Debía de haberse olvidado de echar la llave. Eso fue la mañana de la firma, después de todo. Dejó la puerta sin cerrar.
Vale, así que tal vez la cerró con llave. Ella la había abierto con una ganzúa, eso era todo. No es que hubiera pagado a Lowe’s por una cerradura perfecta o algo así. Probablemente ella era una ladrona, y así se ganaba el dinero para mantener la drogadicción que no tenía.
Pensó en los agujeros de los tornillos que faltaban en la puerta. Esta casa iba a afectarle muy pronto.
Sacó el cheque del bolsillo, lo puso bajo el destornillador que había usado con los anaqueles de la cocina, y luego, con la palanqueta en la mano, subió al piso de arriba y derribó la pared de yeso y listones hasta que quedó cubierto de polvo blanco y sudor.
Había sido un día caluroso. El agua no podía estar tan fría. Se dirigió al cuarto de baño, se quitó la ropa, sacudió tanto polvo como pudo dentro de la bañera, y luego se metió en la ducha y se enjuagó. El agua corría clara ahora, pero eso sólo aumentó su parecido con un arroyo de montaña. La soportó cuanto pudo, luego la cerró y se quedó allí tiritando y escurriéndose hasta que quedó lo más seco posible. Sólo entonces recordó que no estaba solo en la casa. No había visto a Sylvie desde que regresó de su llamada telefónica y el banco, así que se había olvidado de ella. Pero no podía desfilar desnudo por la casa. Tampoco podía volver a ponerse aquella ropa cubierta de polvo de escayola. Así que llegó a un compromiso. Volvió a ponerse los calzoncillos y llevó abajo el resto de la ropa.
Naturalmente, ella se encontraba en la entrada para verlo bajar las escaleras.
—El agua está bastante fría, ¿verdad? —dijo.
Pasó junto a ella sin decir palabra. La furia de sus enfrentamientos con Bagatti y el abogado aún lo afectaba, y quiso sacudirla y gritarle que le permitiera algo de intimidad. En cambio, se dirigió a su maleta y sacó lo que ahora eran sus ropas más limpias. Tenía que hacer la colada, no había duda.
—¿Para qué vino ese tipo? —dijo Sylvie—. Sí que se largó a toda prisa. Pero claro, usted también lo hizo después.
Don no le debía ninguna explicación. Sobre todo cuando se esforzaba por no estallar de furia. Así que le dio la espalda y enganchó los pulgares en el elástico de sus calzoncillos y dijo:
—Me estoy cambiando. Prefiero hacerlo solo, pero parece que no puedo hacer nada a solas en esta casa.
Entonces se quitó los calzoncillos y se dio la vuelta. Ella se fue. Por fin.
Se vistió con unas ropas bastante malolientes, incluso para él. Eran casi las siete, y aunque aún había luz, pronto oscurecería. Sacó de la maleta todo menos la ropa sucia y salió de la casa. Esta vez no se molestó en cerrar la puerta. De esta forma no tendría que preguntarse cómo la abría ella, si descubría que había dejado entrar a otra persona en su ausencia.
Cuando un grupo de ropa estuvo lavada y seca, cogió un par de calzoncillos, unos calcetines, y unos pantalones y una camisa, entró en el cuarto de baño de la lavandería, y se cambió. Luego salió y metió toda la ropa sucia que había llevado puesta en una de las lavadoras.
Una mujer de mediana edad y aspecto cansado con el uniforme a cuadros de un supermercado era la única persona de la lavandería, y al parecer le irritó ver a un hombre meter ropa interior y calcetines con vaqueros y una camisa roja.
—¿No le ha dicho nunca nadie que separe lo blanco y lo de color? —preguntó.
—Lo hicieron, pero Estados Unidos ya ha superado eso —respondió él. Cuando ella entendió que él la había malinterpretado deliberadamente, rezongó un poco y lo dejó en paz. Ojalá un poco de antipatía funcionara tan bien con Sylvie.
Cuando todo estuvo limpio y seco, eran casi las diez. Se detuvo en Pie Works y compró una pizza y se la llevó a la casa Bellamy. Era tarde para él, la casa estaba oscura, y ni siquiera estaba seguro de tener hambre, sólo sabía que tenía que comer para poder seguir trabajando mañana. Entró, encendió la lámpara portátil del salón, y se dispuso a depositar la pizza sobre el banco de trabajo cuando vio el cheque. Lo había dejado doblado, bajo el destornillador. Ahora estaba desplegado, sin nada encima. Parecía que Sylvie era incapaz de dejar de fisgonear. Y ni siquiera tenía la decencia de ocultar el hecho volviendo a doblar el cheque y poniéndole encima el destornillador.
Veinte mil dólares. Ahora tendría que rehacer su presupuesto. Pero ya podía darle vueltas y más vueltas, no habría suficiente dinero. Tendría que pedir un préstamo después de todo. Pero no hasta casi el final. Para comprar las encimeras y los pasamanos, la alfombra y los apliques de las ventanas. Veinte mil dólares. Era la historia de amor más cara de la que había oído hablar en la que no se no incluía sexo.
¿Por qué lo estoy haciendo?
No por Cindy. No hay nada de caballeroso en esto. Sólo estoy comprando mi salida de una condena a muerte. Estoy de verdad dispuesto a matar a alguien. Les estoy pagando para que salgan de mi vida y así no tener que matar a nadie.
Se sentó en el camastro a comer la pizza de manera tan mecánica como si estuviera clavando puntillas. Oyó los pasos delatores en la escalera. Ella hacía otra incursión en su territorio. Parecía decidida a no aprender.
Pero en vez de gritarle tan sólo cerró la caja de la pizza y la deslizó por el suelo. La caja se detuvo en la puerta entre el salón y la entrada. La vio aparecer tras ella, mirándolo con gravedad.
—Nada especial, sólo pepperoni y salchicha —dijo él—. Ya he comido bastante.
—Gracias.
—Sí, sí.
—¿Por qué no puedo decir gracias y usted dice no hay de qué como una persona normal?
—¿Por qué no puedo…?
Don pretendía decir: Por qué no puedo decirle que me deje en paz y que se marche como una persona normal.
—¿Por qué no puede qué?
—Termine la pizza, todavía está caliente.
—No, gracias —dijo ella—. No tengo hambre.
—Entonces no se la coma.
—Sólo he bajado a decirle que lo siento.
—¿El qué?
—Querer ver siempre lo que hace. No puedo evitarlo, en esta casa no ha pasado nada desde hace mucho tiempo.
—Tendría que vender entradas.
—Y el trabajo que hace usted es un poco peligroso, ¿no? Es como si estuviera tirando abajo la casa.
—Es bastante seguro.
Sobre todo si te mantienes apartada mientras yo trabajo.
—No, quiero decir, peligroso para la casa. Es como si la estuviera descuartizando, ¿sabe?, como a un caballo. La corta y la hierve para venderla para que hagan pegamento y fertilizantes.
—Sé lo que es descuartizar, gracias.
—¿No le está haciendo daño?
—Los listones y el yeso no son nada. Hay que desprenderlos para poder iniciar la reconstrucción. Pondré nuevos pernos entre las vigas para poder poner clavos donde se puedan, no sé, colgar cuadros o lo que sea. Y para dar salida a los cables de televisión y los interruptores de la luz. Luego pondré pladur y quedará como nueva. Mejor.
—No sé cómo podría quedar mejor que nueva —dijo ella—. Entonces era tan hermosa.
—Usted no estaba allí.
—¿Pero no lo puede sentir, aquí en la casa? ¿Cómo él la amaba?
—¿Quién?
—El doctor Bellamy. La compró para su esposa. Lo busqué en la biblioteca, cuando era estudiante. En eso me licencié, ¿sabe? Bibliotecaria. Iba a aceptar un trabajo en Providence, Rhode Island. Estaba a punto de obtener mi doctorado.
—¿Y?
—Oh, descubrí todo tipo de cosas maravillosas sobre los Bellamy. Estaban tan enamorados, y eran importantes es la vida en Greensboro. Veladas, fiestas, bailes. No pasaba un mes sin alguna mención a él o a su esposa o su casa en el periódico.
—¿Alguna foto? —preguntó Don.
—Algunas muy bonitas. Cuando eran jóvenes. Y más tarde también, cuando ya eran maduros. Ninguna de cuando eran viejos. Cuando murieron publicaron fotos de su juventud. Creo que es como todo el mundo pensó de ellos toda su vida. Siempre jóvenes.
—Me refiero a alguna foto de la casa. Para ayudarme con mi renovación.
—No. Excepto la fachada, pero creo que eso no ha cambiado mucho.
—Supongo que no. No hay ningún añadido obvio, al menos.
—Lamento no poder ayudarle.
—No, está bien. No voy a restaurarla de todas formas, sólo pensé que si había algún detallito especial o algo… No importa.
—Hay todo tipo de cosas maravillosas en esta casa —dijo ella—. Pero la casa conserva sus secretos. —Entonces su rostro se ensombreció—. Lamento haber estado molestándolo. Sé que le vuelve loco, pero parece que no puedo impedirlo. Mi antigua compañera de piso, Lissy, solía hacerme eso. Se colocaba detrás de mí mientras estaba estudiando o algo. Y de repente yo sentía que estaba allí y casi me daba un ataque al corazón.
—Bueno, nunca me ha hecho eso a mí.
—Pues claro que no, pero sabe, mirar por encima del hombro… es algo que te vuelve loco.
Él hizo un gesto como si no fuera nada. Entonces se maldijo en silencio por ser un tipo recio. Crece en el sur, y no puedes evitar hacer lo educado aunque ya hayas decidido no hacerlo.
—Vuelve loco a todo el mundo —dijo ella—. Lissy era… difícil.
Había estado a punto de decir otra palabra. Algo más desagradable.
—¿Entonces por qué compartía piso con ella? —preguntó Don.
—Era más joven, así que la tomé bajo mi ala —dijo Sylvie—. Estaba en el último año, y no creo que se hubiera licenciado.
—¿Y eso?
—Lo dejó. Nunca se tomó los estudios en serio.
—¿Pero usted tampoco terminó?
Sylvie negó con la cabeza.
—¿Así que eran íntimas después de todo? Quiero decir, ¿por qué si no su marcha fue la causa de que no siguiera adelante con sus planes fuera a aceptar ese empleo?
Sylvie sacudió la cabeza.
—La historia de mi vida es demasiado aburrida para malgastar ni un minuto en ella. —Sonrió débilmente—. La odié en su momento, pero no sabe cuántas veces he deseado poder volver a verla. Ahora que ya no me está molestando, ya sabe. La echo un poco de menos. Era tan exuberante. Decidida. Encontró este lugar. El dueño iba a clausurarlo, pero ella pudo convencerlo de que nos dejara alojarnos aquí hasta que ambas terminásemos al final del año.
—¿Qué pensó su familia cuando dejó los estudios? —preguntó Don.
—Lo de siempre. Siguieron muertos.
Sonó primero como un chiste, y luego no.
—¿Lo dice en serio? —preguntó Don—. ¿Están muertos?
—Soy huérfana. Conseguí llegar a la universidad. Tenía una beca, pero el alojamiento, los libros, la comida y todo eso me lo tuve que ganar. Y en la facultad, trabajé por cada céntimo. Y no tenía deudas. Me lo pagué todo.
Bueno, ya no, pensó Don groseramente.
—El doctor Bellamy y su esposa vivieron aquí hasta que murieron por la epidemia de gripe de 1918. Pero ya eran tan viejos que en realidad no fue una cosa triste. Fue casi bonito que se fueran juntos, de modo que ninguno de los dos tuviera que quedarse atrás y llorar al otro.
Don no tuvo nada que decir a eso. ¿Cuántas veces había deseado haber muerto en el mismo coche que mató a su bebé?
—Pero qué horrible por mi parte —dijo Sylvie—. Me olvidaba. Su esposa y su hija.
—¿Qué sabe de ellas? —replicó él de inmediato. Entonces se aplacó—. Lo siento. No suelo hablar de ellas.
—No, es que… Su amigo el aparejador se lo contó a la agente inmobiliaria el primer día que vinieron. Cómo su ex esposa logró la custodia de su hija y murieron en un accidente de coche.
—Lo que su periódico no decía es que mi esposa estaba tan borracha y colocada que ni siquiera aseguró el asiento de la niña al coche.
—¿Salió en los periódicos? —dijo Sylvie—. No leo ningún periódico.
Don apenas podía imaginar lo aislada que había sido su vida en esa casa.
—¿Cuántos años lleva viviendo aquí?
—No lo sé. Mucho tiempo.
—¿Qué le sucedió? Quiero decir, estaba terminando la carrera, iba a ir a alguna parte. Tenía un trabajo a punto.
—Ampliaron la sección infantil de la biblioteca municipal, y empezaban nuevos programas con niños de primaria. Ése era más o menos mi proyecto de tesis. Los efectos de los programas infantiles de lectura competitivos contra los cooperativos en las bibliotecas públicas.
—¿Y por qué no terminó los estudios y se quedó con el trabajo?
—Para ser un hombre que vive y trabaja solo, sí que hace muchas preguntas.
—Mire, yo no empecé esta conversación.
Ella se lo quedó mirando, y luego se dio la vuelta y subió las escaleras. Don miró la caja de pizza en el suelo. Guarda tus fuerzas, aunque estés rodeado de locos hipersensibles. Se levantó y regresó al camastro y comió otro bocado. Ahora estaba fría y sabía desagradable.
¿Por qué debía de sentirse mal por haber ofendido a Sylvie Delaney? Era ella quien seguía molestándolo.
Sí, claro, siempre es culpa de los demás, ¿verdad, Don?
Frustrado, cogió el trozo de pizza más grande que quedaba y lo lanzó contra la pared. Esperaba que se quedara pegado, al menos durante un momento. Pero ni siquiera dejó una mancha, tan sólo rebotó y cayó entre sus herramientas.
Tengo que dejar de lanzar cosas contra la pared.
Se agachó a recoger el trozo de pizza, lo metió en la caja, y lo llevó todo al cubo de basura de fuera. Era tarde. Tenía que madrugar y pagar a un chantajista por la mañana.