8

Acuerdo

Don se despertó temblando. Pensó en meterse dentro del saco de dormir para calentarse: lo liviano de la luz le dijo que todavía no había salido el sol, o al menos las brumas de la mañana no se habían disipado aún. Pero sabía que no se calentaría lo suficiente para dormir, y además, tenía que encontrar un cuarto de baño. Por no mencionar un cepillo de dientes y una ducha. Pensó en la oferta de Cindy de ayer. Una ducha, sin preguntas, sin compromisos. Por algún motivo recordó a Esaú enfadándose por el potaje de lentejas de su hermano Jacob. No quería estar atado a nadie.

Esto lo decía un hombre que había aceptado una invitación a cenar de las hermanas Extrañas anoche mismo.

Y pensar en anoche le recordó cómo había pasado media hora durante la madrugada. ¿Estaba ella todavía en la casa? Le echó un vistazo a sus cosas, alegre de haberlo puesto por costumbre todo en una habitación. No faltaba nada. Incluso la Espada Cantarina estaba donde la había dejado anoche.

También sus zapatos. Se levantó y rebuscó entre sus cosas hasta que encontró dónde habían caído después de arrojarlos contra la pared. En el proceso encontró su chaqueta de trabajo, que antes fue de cuero pero ahora tenía una textura y un rigidez que se aproximaban al granito. La lluvia y el sol no eran buenos para la vieja piel de vaca.

Estaba ya en la puerta antes de darse cuenta: Voy a cerrar un negocio. Cosa que normalmente habría sido suficiente para vestirlo de traje. Pero en este cierre habría una mujer a la que había besado ayer por la tarde, y tal vez las ropas de trabajo y una chaqueta comprada cuando Bruce Springsteen cantaba «Born in the U. S. A.» en todas las emisoras de radio no causarían buena impresión.

Pero claro, era al hombre de la ropa de trabajo a quien ella había besado.

Así es como empieza, se dijo. Empiezas tratando de adivinar cómo quiere que te vistas, y enseguida te la llevas a casa para que pueda decírtelo en persona cada mañana, pero nunca hasta después de que ya te hayas vestido, y en ese punto es cuando dice: «¿Vas a ponerte eso?». ¿De verdad que estoy preparado para esto?

Aún más, ¿estoy preparado para decir que no lo quiero nunca? A pesar de toda su pena, todo el dolor, toda la soledad, ¿no fue el tiempo que había pasado con su ex esposa mejor que el tiempo que llevaba solo? No todas las mujeres se llevaban a tu hija para morir en la carretera. Cindy era el tipo de mujer que tendría que haber buscado desde el primer momento. No era el matrimonio lo que le había fallado, ni era Don Lark quien le había fallado al matrimonio. Lo único que tenía que cambiar era la persona con la que se asociaba. ¿Y por qué no intentar impresionar a Cindy? ¿Por qué no intentar ser agradable para ella?

Encontró la bolsa del traje y la abrió. Su traje para acudir al juicio. No lo había necesitado desde hacía un par de años y aunque no necesitaba un lavado, desde luego le vendría bien una buena plancha. ¿Y qué usaría como camisa blanca? Había dejado de llevar sus camisas elegantes a la lavandería porque no tenía dónde guardarlas cuando las recogía Aunque las doblara, sufrían, metidas dentro de una bolsa.

Volvió a correr la cremallera de la bolsa del traje. Sacó en cambio una camisa limpia y un par de pantalones que no olían a nada y salió.

Se detuvo y echó el cerrojo, y luego se detuvo a pensar. Si cerraba la puerta con llave, ella podría marcharse por donde había entrado. Fuera cual fuese su ruta, probablemente no se llevaría por allí su caro equipo. Nadie la había invitado a estar allí de todas formas, ¿no?

Cuando ya llegaba a la camioneta, se lo pensó mejor. Ella ya estaba dentro cuando colocó los cerrojos, ¿no había dicho eso? Y que estuviera haciendo de ocupa en su casa no la hacía indigna de la decencia humana normal.

De vuelta al porche, abrió la puerta y, tras asomarse, gritó en dirección a las escaleras:

—¡Eh! ¡Usted! ¡Como se llame! Voy al McDonald’s a hacer pis y desayunar. Es hora de irnos.

Le daría algo de comer, y luego la dejaría en alguna parte e iría a la apeadero de camiones a darse una ducha.

Ella asomó en lo alto de las escaleras. Parecía aún más desamparada en lo que debió ser un traje primaveral de alguna época remota, pero ahora estaba ajado, gastado, triste. Como su pelo. Como su expresión cansada. Pero ya debía estar despierta, porque apareció con rapidez cuando la llamo.

—Vaya usted. Estoy bien.

—Mire, cuando eche la cerradura, no podrá salir a menos que sea por una ventana.

Ella parecía distraída.

—De verdad, estoy bien.

Don se preguntó si estaba en disposición de comprender lo que le decía. ¿Tenía un alijo de drogas en alguna parte? ¿Lo estaba exponiendo al riesgo de ser arrestado por tener ese tipo sustancias en su propiedad? No seas absurdo, se dijo. No son los sin techo los que trapichean y consumen.

Su propia vejiga llena le recordó un motivo excelente para que ella dejara la casa ahora mismo.

—¿Qué, hace pis en el fregadero o algo? No hay enganche de agua todavía, no funcionan las cisternas. ¿No se ha dado cuenta?

El rostro de ella se ensombreció. ¿Un sonrojo de ira? ¿O de vergüenza? Desapareció de la vista.

Don entró en la casa y llegó hasta el pie de las escaleras. No debería haberle hablado con tanta rudeza. ¿Le habría hablado así a Cindy?

—Mire, lo siento.

De la forma en que lo habían educado, no hablabas con las damas de cosas del cuarto de baño. ¿Cuándo había dejado de seguir esa norma?

—Cuando eres padre aprendes a hablar de funciones corporales.

Ella siguió sin responder, pero al menos tampoco oyó sus pasos alejándose.

—No pretendía avergonzarla.

Su voz sonó directamente sobre él.

—Por favor, vaya usted. Estaré bien.

Él subió hasta el tercer escalón, donde pudo mirar hacia arriba y verla asomaba a la barandilla.

—No puedo dejarla encerrada aquí. ¿Y si hubiera un incendio?

Ella se inclinó hacia adelante.

—Entonces deje la puerta sin cerrar. No voy a robar nada.

Había mencionado directamente uno de los temores de Don, así que bien podía contestarle con la misma franqueza.

—Todo lo que tengo en el mundo está aquí.

—Yo también.

—Pero usted no tiene nada.

Las palabras parecieron afectarla.

—Sí. Y excepto por todas sus cosas, lo mismo le pasa a usted.

Sus ojos se ensombrecieron de ira. Y entonces se apartó de la barandilla y desapareció. Un momento más tarde Don oyó sus pasos en las escaleras del desván. Rápidos ahora, claqueteando, no el avance sigiloso de anoche.

Lamentó haberla ofendido.

De nuevo cerró la puerta principal. Por costumbre, ya había sacado a llave, dispuesto a echar el cierre. No iba a confiar en que ella protegiera sus cosas, para eso estaba la llave. Así es como hacía las cosas.

Recordó sus propias palabras. Si había un incendio, y ella no podía salir, si moría, entonces cerrar con llave la puerta habría sido un asesinato. Igual que un asesinato, de todas formas, aunque no fuera un crimen premeditado. ¿Qué era lo peor que podía pasar si dejaba sin cerrar con llave la puerta? Ella podía llamar a algunos de sus colegas de la calle para que le ayudaran a robar todas sus cosas. No había nada aquí que no pudiera volver a comprar. Y si le robaba, tendría que marcharse, así que se libraría de ella. ¿Merecían la pela unos pocos miles de dólares para deshacerse de ella sin pelear? Probablemente no. ¿Merecía la pena seguir siendo el tipo de hombre que no expulsa a una mujer sin techo, que no la encierra en una vieja casa abandonada? Sí. Eso era motivo suficiente.

Se marchó con su camisa y sus pantalones. Camino de la camioneta notó movimiento por el rabillo del ojo y vio que Miz Judea recortaba el seto mientras lo miraba.

No, no estaba recortando el seto. Recortaba el aire.

¿Dónde estaba Miz Evelyn? Ah, allí estaba. Asomada entre las hojas del seto y los brazos de Miz Judea. Avergonzada de que la pillaran fisgando, al parecer, ya que desapareció de la vista. Pero Miz Judea no se avergonzó. Siguió mirándolo, fría como un témpano, recortando el aire.

¿Qué buscaban? Él no tenía ningún secreto que descubrir, nada que no supieran viéndolo entrar y salir de la casa, eso estaba claro. ¿O eran la tijeras podadoras una advertencia? ¡Sal de esa casa o iremos a por ti con los utensilios de jardinería!

Estoy rodeado de mujeres, pensó. Una arriba, dos (no, tres) en la casa de al lado, todas conspirando para arrebatarme mi intimidad, todas deseando que me marche y les deje esta casa. ¿Y adónde voy?

A ver a otra mujer que bien podría tener sus propios planes para acabar con su intimidad y sacarlo de esa casa. Pero al menos ella quería darle algo a cambio.

Subió a la camioneta y se dirigió al apeadero de camiones. No estaba tan hambriento y tenía que quitarse la suciedad y el sudor del día anterior. También necesitaba hacer la colada: habría estado bien tener una camisa limpia de verdad esta mañana. Pero no había tiempo para meterlo todo en la lavadora, enjuagarlo y secarlo antes de cerrar el acuerdo.

Sólo había un par de coches ante la agencia inmobiliaria. Don aparcó junto a uno de ellos antes de advertir que era el Sable de Cindy. Si creyera en presagios, supuso que ése tendría que ser bueno. Sin embargo, al bajar de la camioneta, la puerta se abrió demasiado y golpeó un poco la puerta del coche de Cindy, y cuando la cerró vio que un poco de la pintura del Sable se había quedado en el borde de la puerta de la furgoneta, y había una muesca en la puerta del coche de Cindy que no pudo quitar con el dedo. ¿Qué significaría eso… si creyera en presagios?

La agencia no estaba abierta, tan temprano era, pero había alguien dentro. Don llamó a la puerta. El empleado no levantó la cabeza. Don volvió a llamar. El agente alzó una muñeca, se señaló el reloj, y luego siguió con lo suyo. Si Cindy estaba dentro, Don no podía verla desde la puerta. Tal vez estuviera en el cuarto de baño. Don esperó un momento, reflexionando sobre lo importante que era entrar ahora. Tenía que hacer unas cuantas llamadas telefónicas antes de cerrar el trato, ¿y por qué tenía que ir calle abajo y gastar dinero en una cabina cuando podía estar sentado en el despacho de una agencia inmobiliaria que iba a cobrarle un buen dinero cuando les entregara el cheque por el negocio esta mañana? Con la palma de la mano, descargó sobre la puerta tres resonantes golpes.

Ahora el empleado levantó la cabeza, enfadado, vio que seguía siendo él, vio también que levantaba la mano para volver a llamar, y se puso en pie tan rápido que su silla chocó contra la mesa que tenía detrás. Se dirigió hacia la puerta, la cara enrojecida, y descorrió la cerradura y la abrió.

—¡No abrimos hasta las nueve!

Don sabía no responder directamente a un hombre enfadado.

—¿Está aquí Cindy Claybourne?

—¿Parece que esté aquí?

—Su coche está ahí aparcado.

—Va andando a casa.

Así era como conservaba su figura juvenil. Debía de ser también una buena agente inmobiliaria: todo el barrio estaba compuesto por casas muy bonitas en grandes solares con árboles y caminos serpenteantes. Don había construido varias de esas casas, en una vida anterior.

El hombre ya había sido todo lo servicial que pretendía.

—Ahora tengo trabajo que hacer, si no le…

—Cindy quería que nos viéramos aquí para poder ir juntos a la firma de un contrato a las nueve.

Don sabía que eran las palabras mágicas: firma, juntos. No importaba lo molesto que estuviera, un agente inmobiliario decente no iba a fastidiar la venta de una colega.

—Claro —dijo a regañadientes—. Pase y espere.

Cuando Don atravesó la puerta, el agente le tendió la mano.

—Ryan Bagatti. Mi mesa está al lado de la de Cindy.

A Don el comentario le pareció de colegio. Mi pupitre está al lado del de Cindy.

—Qué afortunado —dijo.

Bagatti puso los ojos en blanco.

—Ella debería haber llegado ya para no hacerlo esperar.

—Tal vez llego antes de lo previsto —dijo Don—. Usted también está aquí bastante temprano.

También se dio cuenta de que Bagatti al parecer no estaba sentado en su propia mesa, porque entonces nunca lo habría visto desde la puerta. Bagatti se detuvo ante la mesa, pero sólo el tiempo suficiente para salir del programa de ordenador y devolver la silla a su sitio. Luego condujo a Don hasta la mesa de Cindy, le ofreció su silla, y se sentó en la suya propia, sombrío tras su sonrisa profesional.

—¿Cree que a Cindy le importará si uso su teléfono? —preguntó Don.

—Cindy es muy complaciente, si sabe lo que quiero decir —respondió Bagatti.

Uno de ésos. El machito que coquetea con Cindy en su cara y a sus espaldas finge que tiene un lió con ella. Don jugueteó con la idea de entrar en la pelea («¿Es usted el compañero al que llama Pichacorta?»), pero decidió que eso le haría más mal que bien a Cindy.

—Sólo serán llamadas locales.

—Siéntase cómodo con Cindy —dijo Bagatti—. Como todo el mundo.

Este tipo necesita que alguien le parta la cara algún día, pensó Don. Pero no seré yo. Que sea un borracho al que le caigan seis meses por agresión, con la sentencia suspendida. Si yo empezara a pegarle a alguien, no creo que pudiera parar hasta conseguir un cargo sólido de asesinato.

Don buscó en su agenda de bolsillo el número de Mick Steuben en Industrias Echando una Mano. Como esperaba, Mick estaba ya trabajando.

—Tengo una casa para ti, Mick.

—¿Es usted, señor Lark?

—¿Quién si no?

—¿Cuántas ratas viven en el sofá?

—Hay cinco sofás. Era un edificio de apartamentos.

—Oh, estamos avanzando.

—No hay ratas, o si las hay son muy tranquilas y no molestan.

—Ojalá fueran mi familia.

—Voy a cerrar el trato esta mañana, así que no será mía hasta después de mediodía.

—Reuniré a una cuadrilla.

Echando una Mano no proporcionaba oficialmente un servicio de mudanzas. Supuestamente, había que dejar en la acera los muebles y cachivaches que se donaban. Pero Mick había comprendido que cuando alguien vaciaba una casa entera, no iba a pagar a una cuadrilla que lo trasladara todo sólo para poder librarse de las cosas. Así que tenía un acuerdo bien conocido aunque no escrito con varios contratistas que trabajaban con casas antiguas, y reunía a algunos voluntarios para hacer el transporte, mientras el contratista le diera a sus trabajadores una buena propina. De esa forma el contratista se ahorraba el coste del porte, y Mick tenía un puñado de muebles y enseres que de otro modo habrían sido vendidos o tirados a la basura. Esto permitía colocarlos en el mercado de ayuda a los necesitados.

—Mick, serías peligroso si alguna vez te dedicaras a un negocio de dinero y poder.

—Por eso Dios me puso en este lugar. Nos vemos esta tarde, tío.

Don pulsó un botón para pasar a una nueva llamada y preguntar en el ayuntamiento si iban a darle la conexión de agua hoy. Todavía estaba a la espera cuando llegó Cindy. Colgó y se levantó para saludarla.

Ella tenía buen aspecto, y su sonrisa era deslumbrante. Pero Don la vio mirar a Bagatti, cómo su mandíbula se tensaba un poco bajo la sonrisa. Se preguntó cómo lo haría, si le besaría claramente para cabrear a Bagatti, o lo saludaría formalmente como a cualquier otro cliente porque no era asunto de Bagatti. No había ninguna necesidad de preguntarse nada. Cindy tenía clase, y Bagatti era un gusano. Saludó a Don con un frío apretón de manos.

—Lamento llegar tarde —dijo.

—Llegué muy temprano —respondió Don—, pero esperaba explotar el teléfono gratis.

—¿Haciendo otro negocio en Taiwan? —dijo ella. Abrió el cajón y sacó un clasificador.

—Ya sabes cómo es, intentar no liarte con todas las zonas horarias. Pero el señor Bagatti aquí presente dijo que no habría problemas en marcar directamente, que la compañía hace cualquier cosa por un cliente.

—Ja-ja —dijo Bagatti—. Sólo ha marcado siete números.

—Te veré luego, Ryan —dijo Cindy—. Por aquí, señor Lark.

Tras salir por la puerta, Don ya se pudo permitir reírse.

—No creí que supiera contar hasta siete.

—Es un neanderthal, pero vende casas a cierto tipo de clientes.

—Cuando llegué estaba sentado en otra mesa, usando el ordenador.

—Es un fisgón, pero todos lo sabemos, así que nadie deja nada confidencial a mano. Se cree un figura.

Casi habían llegado a sus coches. Don deslizó el brazo alrededor de su cintura, sintiéndose como un adolescente que se atreve a reafirmar una relación. Y como un adolescente, fue rechazado. Sintió que ella se retorcía un poquito.

—Lo siento —dijo, retirando el brazo. ¿Qué iba mal? ¿Lamentaba el beso de ayer? ¿O había advertido ya la muesca en la puerta de su coche?

—Cojamos mi coche —dijo ella.

Ésa era la intención de Don, pero ahora vaciló.

—Puedo seguirte, y de esa forma no tendrás que traerme de vuelta después de la firma.

Ella estaba abriendo ya la puerta del coche. Don se colocó entre ambos vehículos, de forma que podía subir al asiento de pasajeros o a su propio coche.

—Don, ¿estás tratando de evitarme?

¿Qué se suponía que tenía que leer él en aquella mirada? Si no acabara de rechazar su abrazo, Don supondría que lo miraba con dolor y ansia, con esa especie de expresión ensoñadora que recordaba del instituto, la expresión que las chicas tarde o temprano comprendían que no debían usar con los tíos a menos que realmente pretendieran algo, porque tenía el poder de hacerlos quedarse prendados, pero luego era muy difícil deshacerse ellos. Vamos, Cindy, ¿qué es? Pero en vez de discutirlo allí, Don decidió que lo mejor era la discreción y subió al coche.

Una vez dentro del Sable y con las puertas cerradas, Cindy se puso a hablar de la firma, de cómo el abogado había sido tan amable de hacerles un hueco antes de su horario normal de trabajo; Don se abstuvo de dar su opinión sobre los abogados y lo «amables» que eran, antes de decir:

—No importa el hueco que te hiciera, seguirá cobrando, ¿no?

Ella se echó a reír.

—Supongo que llevas razón.

Ya habían llegado a Market Street y se dirigían al centro. Era una calle de cuatro carriles sin arcén, pero para sorpresa de Don ella detuvo allí el coche e ignoró al vehículo que tenían detrás, que tocó el claxon y los adelantó, mientras soltaba maldiciones por la ventanilla abierta. Estaba demasiado ocupada inclinándose hacia adelante y besándolo de manera profunda y apasionada. Entonces, sin decir palabra, levantó el pie del freno y se internaron en el fluir del tráfico.

—Yo también me alegro de verte —dijo Don.

—Lamento que pareciera que te estaba parando los pies allí en el aparcamiento. Pero es que no puedo soportar la idea de que Bagatti… Ya sabes.

—Imagino que nunca te permitiría olvidarlo.

—Así, si estaba mirando, lo que vio fue a un cliente intentando propasarse y a la princesa de hielo rechazándolo. Lo siento.

—Bien.

¿Pero estaba bien? Podría haberse explicado entonces. Bagatti no se habría enterado. En cambio, esperó, le hizo sentirse mal en silencio hasta que decidió que era hora de soltarlo del anzuelo. E incluso entonces, el beso fue cosa de ella. Tal vez sólo quería ser quien decidiera cuándo sucedían las cosas entre ellos.

Pero claro, ¿qué mujer no quería decidir eso? La mayoría de ellas simplemente esperaban a que los papeles estuvieran firmados antes de tomar las riendas. Cindy era lo bastante sincera para tenerlas en las manos desde el principio.

—Anoche sólo pude pensar en ti —le estaba diciendo—. Te dije que no soy de esa clase de chicas, y es la verdad, pero eso no significa que no haya momentos en que desee ser esa clase de chicas.

Era difícil imaginar que Cindy pudiera haber dicho algo mejor calculado para hacer que un hombre divorciado pero célibe durante cuatro años sustituyera todo pensamiento consciente por pura calentura adolescente.

—No deberías decir esas cosas a un hombre a punto de ver a un abogado.

—Oh, ¿los despachos de los abogados no son buenos?

—Puro salitre.

Ella se echó a reír.

—Bueno, deberíamos mantener nuestra amistad en un terreno más elevado de todas formas —dijo ella—. Puesto que tú no eres esa clase de chico y yo no soy esa clase de chica.

Sabía exactamente lo que le había hecho. Y sin embargo Don no podía creer que lo estuviera manejando. Tal vez estaba siendo completamente sincera con él, diciendo exactamente lo que pensaba y sin preocuparse por las consecuencias. ¿Cómo podías saberlo, cuando tanto la sinceridad total como la manipulación cínica explicaban completamente las cosas que decía y hacía?

A pesar del cálido preludio, el cierre del contrato fue rápido y sin problemas. Por primera vez, Don advirtió que la mayor parte de las tonterías que consumían tiempo con las firmas las causaba el banco. Todo terminó antes de las nueve y media. La casa era suya. Tendría que haberse sentido bien, y así era, pero Don no tuvo oportunidad de saborearlo porque en lo único que pensaba era en Cindy.

Lo qué pegaba era llevarla a la casa y hablar de sus planes y que ella le hablara de su vida y de lo que se terciara hasta que fuera la hora de almorzar. ¿Cómo sería volver a visitar la escena de su primer beso del día anterior? Pero aquella muchacha sin techo estaba allí y no quería tener que explicarle a Cindy toda la situación. No es que no fuera a creerlo; lo que importaba era cómo lo juzgaría. Tal vez lo vería como un hombre compasivo, pero eso difícilmente era verdad, porque se moría de ganas de poner a la muchacha de patitas en la calle. Y también era probable que lo viera como un pusilánime, un indeciso. Cosa que probablemente era. Pero no quería que Cindy pensara así de él.

Así que regresaron al coche en silencio. El peor curso de acción posible, ¿pero cómo podía hablar hasta que se le ocurriera algo que decir? Además, ella tampoco hablaba. ¿Qué significaba eso?

Llegaron al coche y Cindy pulsó la llave que abría todas las puertas.

—Bueno, supongo que la parte inmobiliaria de nuestra relación ha terminado —dijo.

—Supongo —contestó Don. ¿Qué otra cosa podía decir? Y sin embargo sabía que tenía que decir algo, porque ella acababa de mencionar su relación y la había unido a la palabra «terminado» y sabía que le estaba pidiendo una confirmación… ¿Pero una confirmación de qué? No tenía ni idea de adonde quería ella que fueran las cosas. Ni de lo que quería él. Así que todo lo que dijo fue «supongo», y eso fue lo peor que podría haber dicho, porque parecía que estaba de acuerdo en que las cosas se habían terminado.

Ella ocupó su asiento. Él ocupó el suyo. Ella extendió la mano para coger el cinturón de seguridad. Si Don dejaba las cosas con un «supongo», entonces todo habría acabado entre ellos y sería culpa suya y de su estupidez. Sin embargo, una parte de él estaba ya cediendo, estaba diciendo: Bueno, fue bonito mientras duró, pero lo tuyo es estar solo, es mejor tener una vida sin complicaciones.

Algo en su interior podría pensar así, pero no era el hombre que quería ser. Así, mientras ella colocaba el cinturón en el enganche, él bajo la mano y tomó la suya y la subió hasta colocar de nuevo el cinturón en su sitio tras su hombro izquierdo. Eso lo hizo quedar cara a cara con ella, y la besó. Le soltó la mano y luego la abrazó, atrayéndola hacia sí, sujetándola contra él. Fue un beso convincente.

Cuando terminaron, no lo dejaron. Ella le besuqueó la mejilla, luego le susurró directamente al oído. Su respiración le hacía cosquillas.

—Así que estás diciendo que quieres estar conmigo aunque no tenga una casa que vender.

—Y tú quieres que yo esté contigo aunque no vayas a recibir ninguna comisión.

Ella le mordisqueó la oreja.

—¿No tienes miedo de que nuestra relación sea ya demasiado física?

—Pregúntamelo cuando no tengas tus labios en mi oreja.

—¿Piensas dejarme pronto?

—No quiero pensar a tan largo plazo. —La volvió a besar.

—¿Crees que podrás seguir haciendo eso mientras conduzco?

—La pregunta es, ¿podrás conducir mientras lo hago?

Se echaron a reír y rompieron el abrazo.

—Bienvenido al instituto —dijo Don.

—Es lo que parece, ¿verdad? ¿Eso me convierte en tu chica?

—¿Te gusto, Cindy? Sí, no, tacha uno.

—¿Pero qué me gusta de ti, Don? ¿La forma en que arrancas los candados de las casas? ¿O el aspecto que tienes cuando te agachas a comprobar los salideros?

—Es la manera ansiosa en que te miro.

—Como un cachorrillo hambriento.

—¿Quieres tomar café? ¿Desayunar? ¿Almorzar?

—Hombres. Siempre pensando en lo mismo.

—Comida.

—No cocino, Don.

—¿Entonces por qué estoy tan caliente?

No podía creer que hubiera dicho eso. ¿Había algún sitio al que esta relación pudiera ir sino a la cama? ¿Era eso lo que le impulsaba, su larga soledad sexual? No conocía a esta mujer. ¿Quería siquiera?

Finalmente la soltó y miró hacia adelante, enderezándose.

—Conduce —dijo.

—Sí, señor —respondió ella. Colocó el brazo en el reposacabezas de su asiento mientras se volvía a mirar marcha atrás. Cuando salieron del aparcamiento, se puso a conducir con la mano izquierda de modo que pudo juguetear con el pelo de su nuca con la derecha—. Conozco un sitio donde hacen un café magnífico.

—Bien —contestó él. No le gustaba demasiado el café. Lo último que necesitaba era algo que lo volviera más nervioso durante el día y lo mantuviera despierto durante la noche.

Hablaron de nada en concreto. Anécdotas inmobiliarias sobre sorpresas desagradables a la firma, de defectos en las casas y cómo algunos vendedores intentaban ocultarlos a los compradores potenciales, y se rieron juntos como viejos amigos que ya se sabían todos los chistes. En mitad de las risas él advirtió que acababa de pasar de largo la oficina y se dirigía a una calle que sabía era puramente residencial. El sitio donde hacían un café magnífico era su casa.

Bajó del coche y la siguió hasta el porche de la casa, una gran fachada de ladrillos de nueve ventanas con un patio amplio e inmaculado. Una casa grande para una mujer sola. Cindy abrió la puerta y él la siguió al interior. El salón parecía salido de una casa de Southen Living. No había indicios de que un ser humano hubiera entrado en la habitación desde que se marchó el decorador.

—Siéntate —dijo ella—. A menos que necesites ir al baño. Me temo que eso es lo que yo voy a hacer.

Don la oyó subir las escaleras. Se sentó, pero entonces advirtió que lo del baño era una buena idea y se levantó y caminó por el pasillo. Un cuartito de baño pequeño con una puerta plegable que apenas pudo cerrar cuando estuvo centro. Había un cuadro enmarcado sobre la taza, un dibujo de un puñado de mapaches y un cerdito rosa con una máscara sobre los ojos, y el eslogan UNO DE LA BANDA. Tiró de la cadena, se lavó las manos, y salió al pasillo. Pero en vez de regresar al salón, como requerían los buenos modales, se dirigió a la gran cocina. Estaba tan inmaculada como el salón. Nadie cocinaba aquí. Cindy no bromeaba.

Abrió el frigorífico. Cartones con sobras de comida para llevar y zumos y refrescos. El congelador tenía algunos postres no grasos y de dieta. La oyó bajar las escaleras y decidió no cerrar la puerta del congelador. Si iba a husmear por la casa, no iba a fingir que no lo había hecho.

—Estoy aquí dentro.

—No se puede sacar a un hombre de la cocina —dijo ella.

Él cerró el congelador y volvió a abrir el frigorífico.

—¿Bolsas de sobras de restaurante para desayunar?

—Siempre sabe mejor al día siguiente.

—¿He encontrado a una mujer tan solitaria como yo?

—Sola no significa necesariamente solitaria, Sherlock.

Ella inició un elaborado ritual para hacer café, empezando por los granos sin moler. Se había cambiado el vestido de negocios por otro de aspecto veraniego que la hacía parecer más joven a primera vista, pero luego más vieja, ya que él no pudo dejar de advertir las arrugas del cuello, un poco de carne floja y temblequeante en los brazos. Consideró de forma analítica aquellos rasgos y descubrió que no le resultaban desagradables. Se colocó tras ella y pasó las manos por sus brazos desnudos, y luego subió hasta sus hombros mientras se inclinaba a besarla.

—¿Quieres café o no? —preguntó ella, severa.

—No me gusta mucho el café.

Ella se dio la vuelta y lo besó y él la abrazó, cuerpo contra cuerpo. Ella era tierna y entregada, y sus manos descubrieron que no había cintas ni elásticos bajo el vestido. Con sus propias manos, ella le sacó la camisa de los pantalones, y Don las sintió frías mientras se deslizaban por su espalda, hasta los hombros. Se separaron, pero sólo un par de centímetros.

—A la porra el café —dijo ella—. Es demasiado parecido a cocinar, de todas formas.

¿Adónde conduce esto?, pensó Don. ¿Ahora qué? Sólo se había acostado con una mujer en su vida, y nunca había tenido una escena de amor en la cocina. Tal vez si hubiera habido… Pero ésa no era una línea de pensamiento que quisiera explorar. Le cogió la mano y la condujo a través de la puerta oscilante al comedor, y luego al salón.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella.

En respuesta, él se sentó en el sofá intocable, arrojó los cojines al suelo, y la atrajo hacia sí.

—¿Aquí? —preguntó ella. Don pudo ver que estaba un poco molesta.

—¿Para quién reservabas esta habitación? —preguntó él.

—Para mí. Para entrar y verla perfecta y no tener que hacer nada para limpiarla. —La molestia sonó ahora en su voz. Don intentó besarla. Ella volvió la cara.

—Lo siento —dijo él—. Pensaba…

—No podías dejar sin molestar una habitación perfecta.

—No era perfecta hasta que tú entraste —respondió él—. Este sofá no era perfecto hasta que te sentaste.

Cogió el borde de su falda y lo extendió sobre el tejido del sofá, mostrando más sus muslos bronceados, haciendo que pareciera que posaba como una modelo.

—Lo único que no encaja con el cuadro soy yo —dijo—. Debería estar allí, en la entrada, mirándote con ansia. La inalcanzable belleza de Cindy Claybourne.

Ella se echó a reír, pero tuvo que volver la cara. ¿Avergonzada? Don se levantó, se acercó a la entrada y se quedó allí, apoyado en la puerta. Ella en efecto parecía dulce y joven y hermosa. Dolorosamente hermosa.

—Cindy, ¿te sientes tan triste como yo?

—¿Te sientes triste? ¿Ahora mismo?

—La imagen es demasiado perfecta. No quiero estropearla.

Ella le tendió los brazos.

—Quiero que lo hagas.

Don sabía que debería entrar en la habitación, sentarse de nuevo a su lado, quitarle aquel vestido, hacerle el amor. Eso era lo que ella quería. Eso era lo que quería él también. Sin embargo permaneció allí, tratando de hallarle sentido a la mujer, a la habitación. Cómo encajaba con la casa. Por qué esta habitación tenía que ser tan perfecta. Por qué apenas vivía en su propia casa, sin cocinar nada, sin tocar nada. Por supuesto, probablemente eso no se cumpliría en el piso de arriba. Por lo que sabía, las ropas estarían esparcidas por el dormitorio y el lavabo estaría cubierto de frascos y tubos medio vacíos. Y además, ¿qué le importaba a él?

Sin embargo, por algún motivo, tenía que hacer una pregunta, una pregunta cuya respuesta ni siquiera le importaba, pero tenía que formularla.

—¿Has estado casada alguna vez, Cindy?

Ella lo miró un instante, y luego bajó los brazos.

—Sí.

—¿Hijos?

—¿Lo parece? —preguntó ella, un poco desafiante.

—¿Te refieres a tu cuerpo? No.

—¿Entonces qué?

—Esta habitación parece el refugio de alguien que está harta de limpiar para otras personas.

¿Por qué había dicho eso? Era una estupidez, precisamente porque sin duda tenía razón. Ella se apartó, los ojos llenos de lágrimas. Subió las piernas al sofá y se abrazó las rodillas. La falda del vestido resbaló, de modo que él pudo ver la curva entera de su muslo desnudo y sus nalgas, y sintió el deseo arrebatador de abrazarla, de complacerla, de sentir placer con ella. Pero cuando ella alzó la cabeza, sus ojos lloraban. De modo que cuando Don se acercó al sofá y se sentó junto a ella y la rodeó con sus brazos y la sostuvo contra su hombro no fue para hacerle el amor, sino para consolarla.

—Lo siento. No pretendía causarte dolor.

—No lo has hecho.

—Quería amarte —dijo—. Quería intentar amarte.

—Ése fue tu error. Tendrías que haber contentado con hacerme el amor.

—Tienes hijos.

—Tres.

Se abrazó a él con fuerza, y Don pudo sentir sus sollozos.

—¿Qué ocurrió? —preguntó, temiendo la respuesta, porque sabía que sólo le haría pensar en su propia pérdida.

—Los abandoné —dijo ella—. Mi psiquiatra dijo que fue porque fui una niña con demasiadas responsabilidades. Mi padre se fugó con su secretaria cuando yo tenía once años y a partir de entonces me convertí en la madre de la casa mientras mi madre trabajaba. Hacía todas las comidas, limpiaba, hice la colada hasta que odié a mi madre por ser una zorra perezosa aunque sabía que se estaba partiendo la espalda para llegar a fin de mes y odiaba a mis hermanas y a mi hermano porque llevaban ropa que había que lavar y dejaban las cosas tiradas y se quejaban cada vez que les pedía que ayudaran de algún modo y finalmente no pude soportarlo más. Si no salía de allí acabaría matando a alguien o tal vez suicidándome, así que me casé con el pobre Ray y tuvimos tres bebés, pop pop pop, uno detrás de otro, y allí me vi de nuevo, cocinando y limpiando. Me di cuenta de que sólo había cambiado una casa por otra y un día me encontré con una almohada en la mano queriendo apretarla contra la caja de mi bebé para que dejara de llorar durante media hora para así poder descansar un poco. Sólo que ni siquiera estaba cansada. No era sueño lo que necesitaba. Cogí la almohada y la tiré a la basura y luego saqué la basura y la eché al contenedor porque había pensado en ahogar a mi bebé, así de loca estaba.

Don se sintió profundamente asqueado. Todavía la abrazaba, aún sentía su cálido aliento a través de la camisa, pero todo el deseo hacia ella se había esfumado. Sabía que no era justo. Se había detenido, ¿no? Se había enfrentado a un terrible momento de locura y había triunfado sobre él, pero sabía que nunca podría librarse de la imagen de Cindy con una almohada acercándose a la cuna de un bebé, y al bebé llorando, sólo que no era una niña desconocida a quien imaginaba, era su propia hija la última vez que la vio, hacía casi dos años, y no era Cindy, sino su ex esposa. Sólo una pesadilla más para recordar cuando despertara en mitad de la noche.

Sin embargo, siguió abrazándola.

—¿Me odias? —susurró ella.

—No.

—Supe que tenía que marcharme —dijo—. Amaba a mis hijos, nunca podría hacerles daño, pero por su bien y el de mi marido y por mi propio bien tenía que marcharme antes de que me metieran en un manicomio o me suicidara o hiciera cualquier cosa desesperada que nunca debería suceder. Así que me marché. Y acudí a un psiquiatra. Y conseguí mi licencia como agente inmobiliaria y trabajé duro para conseguir suficiente dinero para comprar una casa que tuviera una habitación distinta para cada uno de mis hijos, aunque sé que nunca vendrán a verme, nunca los tendré viviendo aquí conmigo, pero tengo arriba una habitación para cada uno, y una cama donde nunca ha habido un hombre, pero está hecha para un marido. Tú eres un marido, Don. Eso es lo que eres. Te quería en esa cama conmigo.

Su cuerpo la deseaba; sus manos querían deslizarse por la piel desnuda de su cadera y buscar el cuerpo bajo el vestido. Pero su corazón ya no estaba en esta habitación. El deseo no era motivo suficiente para compartir su cuerpo con esta mujer. Nunca podría amarla como ella necesitaba ser amada. Él tenía demasiados problemas propios, demasiados temores, demasiada historia. Lo que ella le había contado sería imposible de olvidar.

—Don, tienes que perdonarme.

No soy sacerdote, pensó él. No soy Jesús. Ni siquiera puedo perdonarme a mí mismo, ¿cómo puedo darte la absolución?

—No hiciste nada malo. Renunciaste a todo para proteger a tus hijos.

—Ellos nunca lo entenderán. Los abandoné.

—Algún día se lo contarás y lo entenderán.

—Ya no me deseas, ¿verdad?

—No necesitas un marido que te lleve a esa cama, Cindy —dijo él—. Necesitas un padre que te acueste en la tuya.

Ella estalló en sollozos mientras él pasaba un brazo bajo sus piernas, el otro tras su espalda, y la levantaba del sofá. No era pequeña ni liviana, pero Don era fuerte y le sentó bien llevarla escaleras arriba, tener la fuerza para hacerlo sin jadear en busca de aliento, sin sentirse cansado siquiera. Le pareció bien tener fuerza que darle a alguien que la necesitaba. La llevó al dormitorio principal, con su cama grande: no era una habitación femenina, sino masculina, un dormitorio de hombre. No había organdíes, un diseño atrevido en la colcha, colores terrosos en vez de pasteles. La dejó en el borde de la cama.

—¿Dónde guardas tus camisones?

—Segundo cajón de abajo, a la izquierda.

—Quítate ese vestido —dijo él. Cogió el camisón superior del grupo y se lo levó. Ella permaneció allí sentada, desnuda y triste, el vestido en el suelo. Su cuerpo seguía siendo hermoso, pero él ya no lo deseaba. Cogió el camisón y se lo pasó por la cabeza, como tan a menudo había hecho con los diminutos camisones y vestidos de su hija. Ella levantó las manos y él las guió hacia las mangas como si fueran las manos de una niña. Entonces, mientras el camisón caía sobre sus pechos y bajaba para cubrirle el regazo, destapó la cama. La cogió de nuevo en brazos y la colocó sobre las sábanas, la ayudó a meter los pies bajo la colcha, y luego la subió hasta sus hombros y la arropó. Las lágrimas pasaron de sus ojos a la almohada.

—No llores —dijo él en voz baja—. Eres una buena persona y has hecho bien.

Le besó la mejilla, le dio una palmadita en la mano.

—No vuelvas al trabajo hoy. Te has ganado un poco de descanso.

—Te he perdido, ¿verdad, Don? Antes incluso de tenerte.

—No necesitas un amante, Cindy, necesitas un amigo, y tienes uno.

—¿Qué necesitas tú?

—Necesito todos los amigos que pueda.

La besó de nuevo en la mejilla. Ella alzó la mano para acariciarle la cara. Tal vez estaba pensando en intentar besarlo como una mujer. Tal vez estaba pensando en hacer un último intento por llevárselo a la cama. Eso le pareció en ese momento, al menos. Pero ella vio algo en sus ojos, vio algo mientras escrutaba su cara, y no intentó besarlo, sólo le acarició la mejilla y dijo:

—Eres demasiado bueno para mí.

—No lo bastante bueno. Pero a veces sólo tienes que dejar que alguien llore hasta dormirse.

Salió de la habitación, bajó las escaleras, y salió por la puerta, asegurándose de dejarla cerrada tras él. Se quedó en el porche un momento, buscando su vehículo. Pero naturalmente no lo tenía allí. No importaba. Su camioneta estaba aparcada en la oficina de ella, y no era más que una caminata de poco más de un kilómetro. Una vecina en un coche lo observó mientras bajaba por el camino de acceso hasta la calle. Don le devolvió la mirada, desafiante. No es asunto tuyo, dijo sin palabras. La mujer arrancó y puso el coche en marcha. Don caminó por la acera. Ni siquiera era mediodía todavía, y tal vez el otoño había acabado ya con el verano, porque el día era aún fresco y soplaba brisa aunque el sol brillaba y no había ni una nube en el cielo.