6

Limonada

Sin permiso de construcción ni título de propiedad, Don había llegado al límite de trabajo que podía hacer. Sin embargo no le interesaba estar cruzado de brazos el resto de la noche, y no había ningún sitio al que quisiera ir. Hacía tiempo que había descubierto que las películas y los libros podían ser estúpidos o no. Si eran estúpidos, le impacientaba y enfurecía perder el tiempo con ellos. Si no lo eran, entonces tenían el poder de abrir emociones a las que no tenía deseos de volver a enfrentarse. El trabajo era la solución, y por eso se dedicaba a trabajar.

Si no podía hacer nada con la casa, siempre estaba el patio. Como estaba en Carolina del Norte, todo lo que segaras se volvía césped, así que bajo los retorcidos matojos de la propiedad había un jardín esperando ser descubierto. Necesitó todos sus alargadores para sacar la segadora a la parte delantera de la casa, y era imposible que pudiera llegar a la de atrás, pero cualquier cosa que hiciera sería una mejora. Tal vez debería haber comprado una máquina de gasoil, pero no le gustaba transportar líquidos inflamabables.

La tarde se había vuelto calurosa, y cuando terminó con los patios (el delantero, los laterales y lo que pudo del trasero), estaba empapado de sudor. También estaba cubierto de trocitos de hierba, y probablemente era alérgico a la mayoría, así que también le picaba todo. Qué gran trabajo al que dedicarse cuando no tienes ducha, pensó. Mientras recogía los cables y lo metía todo dentro de la casa, trató de decidir si debería ir a darse una ducha y luego volver a ponerse la ropa sucia, o ir a una lavandería mientras estaba tan sucio que tocar ropa limpia tan sólo la volvería a ensuciar. Atardecía cuando cerró la puerta delantera y se dirigió a la camioneta.

—¡Eh! ¡Obrero!

Era la anciana blanca de la casa de al lado. Estaba detrás del seto sosteniendo un plato cubierto por un mantelito a cuadros.

—¡Mire esto! —dijo.

Diligente, él se acercó a la valla y esperó a que ella retirara el mantelito con gesto teatral. Era un plato de pan caliente, y aunque tenía más sed que hambre, y estaba demasiado acalorado para tomar algo que no fuera comida fría, era imposible resistirse al olor a levadura.

—No sé por qué me huele también —dijo—. Mi madre nunca horneaba pan.

—Jesús tuvo que decirnos que no viviéramos sólo de pan, porque si por nosotros fuera, lo intentaríamos —dijo ella—. También tenemos estofado, que sé que está demasiado caliente para apetecerle ahora, pero necesita usted algo que se le pegue a las costillas. Y tenemos limonada.

—No estoy presentable para estar en compañía decente, señora —dijo Don—. No hay agua en la casa y estoy sucio como un temporero.

—Me he sentado a la mesa con temporeros antes, y no hay nada de lo que avergonzarse. No me ponga excusas. Le he visto cerrar esa puerta, así que no puede fingir que no ha terminado de trabajar por hoy.

—No quisiera molestarla.

Estuvo a punto de decirle que tenía que hacer la colada, pero se detuvo a tiempo: tal como estaba el ambiente, seguro que la anciana le arrebataría la ropa de las manos e insistiría en lavarla ella misma.

Ella alzó una ceja.

—Si he visto alguna vez a un hombre hambriento lo tengo delante. ¿De qué tiene miedo, de que lo aburramos de muerte? Tal vez lo hagamos, pero no le obligaremos a hablar, así que puede engullir la comida y atiborrarse de limonada y no hacernos ningún caso. Estamos acostumbradas, ya que casi no nos escuchamos la una a la otra.

Don se echó a reír a pesar de sus esfuerzos por mantener una cara cortésmente sobria.

—Tome —dijo ella—. Además, si no tiene agua en esa casa, seguro que además está reventando y quiere orinar.

Ése era el anzuelo y ella lo sabía. Se dio media vuelta y había recorrido la mitad del camino hasta la casa antes de que él saltara la verja.

—Perdone, señora —le llamó—, pero entraré por detrás para no mancharle las habitaciones delanteras.

—Le abriré la puerta antes de que llegue, a menos que eche a correr —dijo ella por encima del hombro.

Don no echó a correr y ella cumplió su palabra. Si el pan olía bien, el olor de la cocina probablemente debería ser una sustancia controlada. La mujer negra (¿la señorita Judy?) estaba enfrascada en el horno, pero le sonrió cuando entró aunque no tenía una mano libre con la que saludar.

—Odio hacerlas trabajar tanto —dijo él.

—Íbamos a comer de todas formas —respondió ella—. Y teníamos que cocinar también, así que no nos ha hecho hacer nada que no planeáramos de todas formas. Ahora vaya a lavarse esos brazos hasta los codos, muchacho, y ya de paso lávese también la cara.

Cuando él vio las primorosas toallas para invitados, no tuvo más remedio que frotarse la cara y el cuello y las manos y los brazos por temor a manchar la perfecta limpieza de las toallas si no se lavaba lo suficientemente bien. Y ya que estaba en ello, aceptó la oferta del water. Tenía una vejiga resistente, pero su capacidad no era infinita, y se alegró al terminar porque así pudo dejar de pensar que su primer beso desde que su esposa lo dejó fue en un cuarto de baño durante una inspección de las instalaciones. Este cuarto de baño sí que podría haber sido romántico; el otro debería haber sido clausurado. Pero los caminos del amor son difíciles y extraños… Eso lo había leído en alguna parte, en uno de esos libros que luego acababa deseando no haber leído.

Cuando salió no había nadie en la cocina y ya no había comida en las ollas y sartenes. Se había sacudido el polvo en el porche, pero seguía avergonzándole entrar en el comedor, con las alfombras y los muebles tapizados.

—No sea tímido —dijo la mujer blanca, que servía limonada de una apetecible jarra plateada en tres vasos altos.

—Van a encontrar hojas de hierba y matojos en todos los sitios donde me siente.

—Entonces será buena cosa que sepamos cómo limpiar la casa, ¿no? —dijo la señorita Judy. Acaba de colocar sobre la mesa la sopera con el estofado y estaba doblando las servilletas que había usado para transportarla—. Déjeme ver sus manos.

Don entró y se las mostró diligente, las palmas y los dorsos. Casi esperó que ella quisiera mirarle el cuello y detrás de las orejas, pero en cambio cogió un gran cuchillo serrado y le dijo que cortara el pan.

—Es recién hecho, así que córtelo grueso.

Don era bueno con las herramientas y le cogió el truco a cortar el pan caliente al primer intento. Un suave movimiento adelante y atrás, pero sólo con una leve presión hacia abajo para no aplastar la parte blanda del pan. Antes de tener la oportunidad de preguntar dónde colocar las rebanadas, la señorita Judy acercó uno de los platos y él depositó con destreza una de las rebanadas. Un momento después tres gruesos bloques de mantequilla se derretían dentro del pan, y lo mismo sucedió con las dos siguientes rebanadas.

Sólo cuando se sentaron todos tuvo Don la oportunidad de echar un vistazo a la habitación. La vajilla era elegante y delicada, igual que los adornos y los mantelitos de cada superficie de la habitación, pero el tono general de los colores y el estilo de los muebles no eran exactamente propio de abuelas. Había tanta caoba y terciopelo rojo que más bien parecía un burdel. Naturalmente, se guardó sus observaciones para sí. Tal vez éste era el único estilo de decoración en el que podían ponerse de acuerdo una mujer blanca cuyo acento la identificaba con los Apalaches y una mujer negra que tenía en el habla el soniquete de las llanuras del este.

—Se me ocurre —dijo la mujer blanca— que no ha mencionado usted su nombre.

—Creo que nos hemos saltado las presentaciones —dijo la señorita Judy—. Soy Miz Judea Crawley.

Ah. Así que «Miz Judy» era definitivamente un nombre que sólo usaba su compañera de casa. Sería para él Miz Crawley o Miz Judea. Decidió arriesgarse con el título más afectuoso.

—Encantado, Miz Judea. Yo me llamo Don Clark.

—Y ella es Miz Evelyn Tyler —dijo Miz Judea.

No le corrigió, así que su uso del nombre propio había sido aceptable. Don le sonrió a la mujer blanca.

—Encantado de conocerla, Miz Evelyn.

—Don Lark —dijo Miz Evelyn—. Qué nombre tan bonito. Como el primer pájaro cantor de la mañana. Amanecer. Alondra[1].

Dijo las palabras como si fueran música. A Don le resultó desconcertante. Lo que fue fuente de burlas en el patio de la escuela sonaba ahora encantador. Tal vez por fin había superado su nombre.

—Tengo que decir, señoras, que llevan ustedes la buena vecindad mucho más lejos de lo que he visto nunca.

—Entonces es un mundo triste —dijo Miz Evelyn—, porque apenas hemos hecho nada.

—La gente no puede ser demasiado buena vecina —dijo Miz Judea.

Era una filosofía que Don sabía que no era cierta, al menos no para él. Y aunque sabía que era desagradecido por su parte, por bien del trabajo de todo un año que le esperaba, tenía que poner algunos límites.

—Tengo que decirles, señoras, que no soy un tipo muy vecinal. Soy un poco… apartado.

Ellas se miraron entre sí.

—Eso está muy bien —dijo Miz Judea—. Apartarse está bien.

Miz Evelyn intervino alegremente.

—De hecho, de eso es de lo que…

—Calla, Evvie —dijo Miz Judea—. Deja eso para luego.

Por primera vez a Don se le ocurrió que tal vez aquí había algo más que dos ancianas sociables dando una lección de amabilidad y modales al palurdo que trabajaba al lado.

Miz Judea alzó la tapa de la sopera y el vapor le saltó a la cara. Se enderezó un poquito, cerró los ojos e inspiró.

—¿Huele eso? —preguntó.

Oh, sí, lo olía.

—¿A qué huele? —preguntó.

Él ni siquiera tuvo que buscar una respuesta.

—Como si me hubiera muerto y hubiera subido al Cielo.

—No lo huelas solamente, Judy. ¡Sírvelo!

Don nunca habría dicho nada, pero sentía la misma impaciencia. Incluso después de un duro día de trabajo, la comida siempre parecía otro deber más, algo que tenía que meterse en el cuerpo, sacado de una bolsa de papel grasienta. Hoy era un día de inesperados placeres. Y en este caso, ni siquiera se trataba de un placer olvidado. Nadie en la familia de Don era realmente bueno en la cocina, y desde luego tampoco por la parte de su esposa. No era rencor porque lo hubiera abandonado. Ella conseguía simultáneamente hacer crudos y quemados los macarrones con queso, y una vez él abrió el almuerzo para el trabajo que le había preparado y se encontró sandwiches de patatas fritas con mayonesa. Casi vomitó. Eso le hizo apreciar la sencilla cocina de su madre, que siempre actuaba como si los spaghetti Chef Boyardee estuvieran un poco demasiado picantes.

El estofado se amontonó en el cucharón y Miz Judea lo sirvió sin derramar una gota. Le pasó su plato. Don esperó a que sirviera los otros dos, mientras que el vapor y el olor de la pimienta y la carne y especias de las que nunca había oído hablar se alzaban en torno a su cara. Finalmente, todos quedaron servidos, y como nadie dio un bocado, comprendió que debían estar esperando a que él, como invitado comenzara. Cogió la cuchara y empezó.

Miz Judea le puso una mano sobre el brazo.

—No se olvide de dar las gracias.

Casi volvió a darles las gracias a las dos ancianas, antes de darse cuenta de a qué se referían. Eso le hizo sentirse estúpido, ya que siempre dio gracias en la mesa cada día cuando era niño, y su esposa y él se habían encargado de educar a su hija con oraciones en las comidas y cada noche antes de acostarla. Pero durante los dos últimos años, no había habido nadie con quien rezar y, lo más importante, nadie con quien quisiera hacerlo.

Las señoras inclinaron la cabeza.

—Querido Dios, te damos las gracias por estos alimentos —dijo Miz Evelyn—, y por este joven fuerte y trabajador que se gana el pan con el sudor de su frente. Bendícelo para que sea lo bastante listo para largarse de esa casa antes de que se lo coma vivo.

Don no fue el único en sobresaltarse. Miz Judea soltó un gritito y al parecer le dio una patada bajo la mesa a Miz Evelyn, ya que ésta soltó un gemido igualmente sincero en respuesta.

—¡Evvie! —dijo Miz Judea.

Miz Evelyn cerró firmemente los ojos y entonó con toda deliberación:

—A-mén.

—Amén, vieja fulana tonta —dijo Miz Judea—. Diga amén usted también, joven.

Asombrado como estaba, Don no encontró nada mejor que decir.

—Amén.

—Ahora coma antes de que ella diga algo todavía más estúpido —dijo Miz Judea.

Don obedeció sin pensárselo dos veces. La comida estaba buena, pero había un elemento de locura en ambas mujeres (no, mejor llamarlo simplemente extrañeza) que le desconcertaba, precisamente porque no parecían locas en absoluto. Parecían su tipo de gente, terrenal pero elegante, simpática pero sincera. Le gustaban. Eran generosas. Eran divertidas. Pero cuando se trataba de la casa Bellamy, eran, de hecho, chifladas.

La conversación se centró en temas seguros durante el resto de la cena: cómo el Bestway de Walker Street era el único superviviente de una oleada de absorciones de supermercados que trajo a los peces gordos y expulsó a los pequeños; cómo todo el mundo se enfadó cuando cambiaron los nombres de media docena de antiguas calles históricas de Greensboro para que Market y Friendly tuvieran los mismos nombres en todo su recorrido; lo irónico que era que ahora no podían recordar cuáles eran aquellos nombres: ¿Hogarth? ¿Hobart? ¿Hubert? No, ése fue vicepresidente en 1952, ¿verdad? ¿O ése no fue al que procesaron? Era como estar atrapado en una lección de historia donde el profesor no tenía apuntes. Lo recordaban todo, lo habían vivido todo, y sin embargo se mantenían desesperanzadamente imprecisas en todos los acontecimientos públicos.

Pero no en los privados. Todavía podían contar historias sobre su infancia. Miz Evelyn era de Wilkes County, no exactamente el corazón de los Apalaches, pero auténtico país montañoso de todas formas.

—Aprendí a fumar antes de cumplir los cinco años, y nadie me echó un rapapolvo por ello, tan sólo me daban unos azotes cuando me pillaban llenando mi pipa con el tabaco de algún adulto.

—Mi madre me pilló fumando cuando tenía diez años y pensé que nunca iba a volver a andar —dijo Miz Judea.

—Y no lo ha oído todo: sus padres cultivaban tabaco, y los míos criaban pollos y cerdos y maíz malo. —Miz Evelyn sacudió la cabeza al recordarlo.

—Bueno, no fue porque mi madre quisiera que me criara sana, eso se lo digo, porque sus azotes me dejaron peor que lo que jamás haría el tabaco.

—Me he dado cuenta de que ninguna de ustedes fuma —dijo Don. Si alguna de ellas lo hiciera, el olor se quedaría pegado a todo lo que había en la casa, y no había rastro de ello.

—Bueno, es por Gladys —dijo Miz Judea.

—No puede soportar el humo —dijo Miz Evelyn—. No puedo decir que se lo reproche, claro, siempre encerrada en casa como está. Ni un soplo de aire fresco. No podemos llenarlo todo de humo, ¿verdad?

—¿Gladys?

—Debería decir Miz Gladys, pero es más joven que nosotras, ¿sabe? —dijo Miz Evelyn.

—Mi prima —dijo Miz Judea—. Seis años más joven.

—¿Vive aquí?

—Arriba —dijo Miz Evelyn—. Postrada en cama, pobrecilla.

—Pero no hablemos de Gladys —cortó Miz Judea—. No le gusta ser tema de conversación.

—Dice que hace que le zumben los oídos —dijo Miz Evelyn.

Después de cenar, intentaron que Don se sentara a la mesa o en el salón mientras ellas recogían y preparaban la bandeja con la cena de Gladys, pero Don insistió.

—Toda la buena compañía está en la cocina. No querrán que me quede solo en el salón, ¿verdad?

Al final, acabó secando los platos con una bayeta mientras Judea fregaba.

—No está bien que le obliguemos a ayudarnos —dijo.

—Es un placer —repitió Don—. Preciosa vajilla.

—Pertenecía a la casa de los Bellamy. Parte de un conjunto de veinticuatro servicios, nueve piezas por servicio. Sólo tenemos tres completos. Los cuencos de cereales son siempre los primeros en romperse.

—No esperaba comer tan bien esta noche, se lo digo, ni con una vajilla tan buena como ésta.

—El trabajador es digno de su salario, es lo que dice la Biblia. Aunque no estoy segura de qué tiene que ver con esto, pero me pareció el pasaje adecuado para citarlo.

—Si soy el trabajador, ¿entonces por qué me han pagado?

—Si eso fue su salario, entonces le hemos engañado. Apenas ha hecho mella en ese estofado.

—¡Han cocinado suficiente para toda una cuadrilla de trabajo! Estarán una semana comiendo ese estofado.

Miz Evelyn bajó las escaleras con la bandeja de la cena de Gladys. Don advirtió que había subido no un plato de estofado, sino la sopera entera, y que ahora estaba vacía. Lo mismo sucedía con la jarra de limonada, y no quedaban más que migajas en el plato donde había media hogaza al final de la cena. Gladys no podía habérselo comido todo, ¿no? ¿Cuánto apetito podía tener una mujer postrada en cama?

—Gladys está de mal humor —dijo Miz Evelyn.

Judea metió la jarra en el fregadero, y luego la sopera, sin siquiera fijarse en que Gladys casi había dejado limpias ambas cosas, tan completamente vacías estaban.

—No me sorprende —dijo Miz Judea—. ¿No lo estarías tú?

Miz Evelyn le habló confidencialmente a Don:

—Está a dieta.

De inmediato Miz se volvió hacia ella.

—No necesita saber ese tipo de cosas personales, Evvie. Estás charlatana esta noche, ¿no?

Eso le pareció injusto a Don: fue Miz Judea, después de todo, quien le había dicho que Gladys estaba en cama. A Don no le gustaba que las dos discutieran de esa forma. Sobre todo las cosas que se decían, palabras que su madre le había enseñado a no usar nunca ni siquiera con sus amigos, mucho menos con mujeres. Así que Don cambió de tema y pasó al que sabía que no podían resistir.

—Han estado ustedes evitando algo toda la noche, sin llegar del todo al grano. Ahora hemos acabado con los platos y voy a volverme a la casa Bellamy. Mi casa.

Su plan para impedir la discusión funcionó, excepto que concentró el malestar de Miz Judea sobre él. La anciana puso los ojos en blanco.

—Mi casa, ¿lo oyes?

—Bueno, nuestra endeluego no es.

—Desde luego.

—Oh, venga, ahora corrígeme la forma de hablar.

—Es la única esperanza que tienes de no parecer una zorra palurda.

—¿Qué pasa con la casa? —dijo Don, intentando de nuevo evitar la discusión.

De repente las dos se quedaron calladas. Miz Judea colocó la sopera goteante en el escurridor.

—Hay que dejar que se seque sola —dijo Miz Judea.

—Puedo secarla —se ofreció Don.

—Está usted cansado y no quiero que tenga la sopera en las manos cuando oiga lo que dijo Gladys.

Al parecer no tenían ni idea de que Don no estaría pendiente de cada palabra que viniera de la misteriosa Gladys.

—Son esos cerrojos que ha puesto en las puertas —dijo Miz Evelyn—. Están reforzando la casa.

Lo dijo como si fuera una idea escandalosa.

—Ésa es la idea —contestó Don—. Tengo todas mis cosas dentro.

—Pero no puede —dijo Miz Evelyn—. La casa por fin empezaba a venirse abajo, ¿no lo ve? En cualquier momento, las termitas entrarían y… Oh, Judy, no quiere escuchar.

—Sí que quiero.

Miz Judea le colocó una mano en el brazo.

—Lo que la señorita Evvie intenta decirle es que no debe renovar esa casa.

—Lo siento, señoras, pero es demasiado tarde. Esa casa no es una pieza histórica y he invertido todo mi dinero.

—Dijo durante la cena que aún no había cerrado el trato. Todavía puede echarse atrás.

—Pero no quiero echarme atrás. Es una casa antigua preciosa, fuerte y en mejor estado de lo que parece.

—Eso es lo que le estamos diciendo —dijo Miz Judea.

—Deje que la casa muera de muerte natural —insistió Miz Evelyn.

Estaban definitivamente locas.

—Piensa que estamos locas —dijo Miz Judea.

—No, no lo pienso.

—Y ahora está mintiendo —sonrió ella—. Pero no estamos locas, y tiene usted que dejar de reparar esa casa. Es muy peligroso que continúe.

Don no tenía ni idea de cómo asumir esto. Si no fueran dos ancianitas en un barrio venido a menos de Greensboro, Carolina del Norte, esto podría ser muy bien una extorsión.

—¿Me están amenazando?

—¡No! ¡Nosotras no! —exclamó Miz Evelyn.

—Acepte nuestra palabra —dijo Miz Judea con la decisión de una maestra de escuela.

—Señoras, les estoy muy agradecido por la comida que me han ofrecido, y espero que nos llevemos bien como vecinos mientras renuevo la casa, pero tengo que decirles que he invertido hasta el último centavo en esa casa. Voy a arreglarla y venderla.

Ellas abrieron mucho los ojos y se miraron la una a la otra, horrorizadas.

—¡Venderla!

—Oh, Judy, ni siquiera va a vivir aquí él mismo, va a encontrar a alguna familia inocente y…

—¡No está bien que haga usted eso, señor Lark! —dijo Miz Judea.

Era demasiada locura para él. Y lo que le hacía sentirse más incómodo era que se avergonzaba de ser tan maleducado como para desoír su apasionada advertencia. Habían sido generosas con él, y no les devolvía el sencillo favor que le pedían a cambio. ¿Y cuál era el verdadero motivo? Aún no había firmado nada. Podía marcharse. Y el único motivo por el que no lo haría era porque eso le haría pensar a Cindy Claybourne que era un pusilánime.

¡Espera un momento! ¿El único motivo? No era asunto de ellas, ése era el principal motivo, y para él era la casa perfecta porque todo lo que necesitaba era a él y a su habilidad y su visión y su trabajo para convertirla en un hermoso lugar donde vivir, para que volviera a tener algún significado. Que un trío de chifladas vivieran al lado no era suficiente motivo para sentirse mal por hacer un buen negocio y tal vez establecer una relación con una mujer bonita después de todos estos años. Una buena cena no les daba derecho a eso.

Don dobló la bayeta húmeda.

—Señoras, lo siento, pero tengo mucho trabajo que hacer mañana y será mejor que me vaya a la cama.

Dio un par de pasos hacia la puerta, pero de inmediato Miz Evelyn le puso una mano en el brazo y se interpuso entre él y la puerta. Cuando habló, su voz sonó extraña.

—No tiene que marcharse tan pronto, ¿verdad, señor Lark? —Jugó con el tejido de su manga.

¡Estaba flirteando con él! Tenía entre ochenta y ochocientos años, y se estaba haciendo la coqueta. No supo si reírse o echar a correr.

—Déjalo ir, Evvie, te estás poniendo en evidencia.

Ella le soltó la manga de inmediato. Pero no dejó de intentar que no se fuera. Su rostro se iluminó y se volvió hacia Miz Judea.

—¡Ya sé! ¿No podríamos dejarle que vendiera esta casa?

—¿Quieres pensar un momento, Evvie? No vende casas, las arregla, algo que esta casa no necesita. Y aunque así fuera, ¿qué hacemos con Gladys?

—Señoras, no quiero su casa. Tengo mi propia casa ahí al lado.

—Cree usted que es su casa —dijo Miz Evelyn. Seguía discutiendo, pero se apartó de su camino para que pudiera marcharse.

—Voy a hacer que sea mi casa gracias a mi propio sudor —dijo Don—. Y cuando arregle ese adefesio va a aumentar el valor de todo el barrio. No tengo ni idea de por qué les molesta, y lamento que sea así, pero…

El fregadero se vacío y la señorita Judea se secó las manos. Se acercó a él, sacudiendo la cabeza, y empezó a dirigirlo amablemente hacia la puerta. Don tuvo que actuar rápidamente para abrirla antes de que lo empujara a través de ella.

—No tiene que disculparse —dijo la anciana—. Haga lo que tenga que hacer. Pero recuerde: si esa casa le da algún problema, venga a preguntarnos.

Don se encontró en el porche trasero de la cochera, con la puerta de pantalla cerrada ante su cara. Las dos ancianas se quedaron en el umbral, cada una intentando decirle la última palabra, haciendo una última súplica.

—Vivíamos allí, ¿sabe? —dijo Miz Evelyn—. En 1928, hasta que Gladys nos sacó en el 35. Somos muy, muy viejas. Sabemos de lo que estamos hablando.

—Pregúntenos lo que quiera, cuando quiera —dijo Miz Judea—. ¡Ahora vaya y duerma lo mejor que pueda!

Ésa fue la última palabra. Miz Judea cerró la puerta y lo dejó en el porche con las luciérnagas y los mosquitos. Sólo entonces se dio cuenta Don de que aún tenía la bayeta en la mano. Pensó en llamar a la puerta, pero no pudo soportar la idea de que creyeran que se lo había pensado mejor. Así que dejó la bayeta en la barandilla del porche y rodeó la casa. No saltó por encima de la valla: sabía que no debía intentar hazañas atléticas menores en la oscuridad, no cuando estaba tan cansado. Se acercó a la acera y estudió la casa Bellamy a oscuras. La farola más cercana quedaba bloqueada por las hojas que se agitaban con la brisa y la luna asomaba fugaz entre la nubes, así que la casa cambiaba continuamente mientras la miraba. Cambiaba, pero permanecía inalterable. Las líneas estaban claras, la estructura sólida. Si el trabajo que había hecho hoy convertía de algún modo la casa en más fuerte, se alegraba de ello. Era todo lo místico que se iba a poner.

Sacó la llave, abrió la puerta principal y entró con cuidado en una habitación iluminada solamente por la farola de la calle. Encontró la lámpara portátil al tacto, y siguió el cable con las manos hasta el interruptor, unos dos metros más allá. La luz al principio lo cegó, y cuando sus ojos se acostumbraron, todo en la habitación siguió pareciendo extrañamente en sombras porque la lámpara colgaba muy baja y oscilaba y se retorcía un poco. La pila de muebles contra las paredes del fondo parecía especialmente ominosa con la extraña luz.

Don regresó a la puerta y echó el cerrojo, y luego se guardó la llave en el bolsillo.

Su camastro estaba apoyado contra la pared que separaba esa habitación de las escaleras. Lo cogió y lo desplegó en un instante, y luego desenrolló el saco de dormir y lo colocó encima. Hacía calor esta noche y podría dormir encima, pero no se quitó la ropa, pues hacía el fresco suficiente. Se sentó en el camastro, se quitó los zapatos, vació los bolsillos y dejó sus cosas en el banco de trabajo, y luego apagó la luz y se acostó.

Pero ahora, cansado como estaba, lleno de comida, no pudo dormir. Sólo pudo quedarse allí tumbado y escuchar la brisa mover las hojas en el exterior y el canturreo de los grillos y los ruiditos de la casa contrayéndose mientras la noche la refrescaba desde fuera. ¿Qué pensaban estas mujeres que era esta casa? Decían que habían vivido aquí a finales de los años veinte… ¿pero cómo podía ser eso cierto? La segregación era estricta entonces, y la posibilidad de que un barrio consintiera que una mujer blanca y una negra compartieran casa… A menos que no compartieran casa, sino que fueran criadas. ¿Hubo criadas aquí? ¿Había pasado algo desagradable? ¿El dueño asesinó a su esposa o algo por el estilo? Y ahora se habían convencido a sí mismas de que la casa era maligna, y no la gente para la que trabajaron.

¿Qué estoy haciendo? Inventando vidas para esa gente. ¿Cómo puedo hacerlo cuando ni siquiera puedo labrarme una vida decente para mí?

—Locas —murmuró.

Me están volviendo loco. Eso era lo que no podía decir en voz alta. He dormido en muchas casas en ruinas, y aquí dejo que un par de ancianas me metan miedo. Bueno, esto no iba a seguir. Lo peor del mundo le había pasado ya. Había perdido a su hija, a su esposa, y las había enterrado a ambas. No iba a asustarse por los sonidos de la casa. Si alguno de ellos se volvía demasiado molesto, encontraría el origen de los crujidos y con unos cuantos tornillos bien puestos en su sitio los acallaría de nuevo. Ésta era su casa, o lo sería mañana a esta hora. Si había algo malo, lo arreglaría. En cuestión de casas, él era el médico. Para cuando terminara, las ancianas vendrían a visitarla como todo el mundo y dirían ooh y aah por lo bonita que había quedado.

O se sentarían en su casa y clavarían alfileres en un muñeco que tendría escrito «Don Lark» con lápices de colores. No le importaba.

Se dio la vuelta e hizo lo que hacía siempre para dormir. Imaginó habitaciones y estimó las dimensiones y calculó el área del suelo y el área de las paredes para deducir el coste de la alfombra y el papel pintado y cuántas molduras necesitaría y…

Nunca tardaba mucho. Se quedó dormido.