5

Puertas

Cuando Don se dedicaba a la construcción, lo mejor del trabajo era el principio. Estar en un solar vallado con insectos zumbando y pájaros aleteando y ardillas correteando por los troncos de los árboles, ver la inclinación del terreno, el aspecto que tendrían el jardín y el césped, y dónde la casa remataría el solar. Imaginaba el plano, dónde pondría un sótano que desembocaría en el patio trasero, o cómo un porche amplio podría ser especialmente agradable una tarde calurosa. Veía el tejado alzándose entre los árboles; siempre salvaba los mejores árboles, porque eso hacía que una casa no pareciera desnuda y recién nacida. Una casa nueva tenía que parecer ya establecida, tenía que parecer como si tuviera raíces profundas en el suelo. La gente no podía agradecer mudarse a una casa que pareciera haber venido aquí a descansar y que pudiera salir volando de nuevo dentro de un año o dos, con la próxima tormenta fuerte. Los árboles altos y recios daban esa sensación de estabilidad incluso cuando una casa había sido terminada el día antes.

Cuando empezaba la construcción, entonces la paz de los bosques se rompía, la tierra se excavaba y volaba al aire convertida en un fino polvillo que lo cubría todo. El armazón desnudo mostraba su origen como árboles cortados; era casi obsceno levantarlo allí entre los troncos vivos, como para someterlos y acobardarlos al mostrarles qué podía sucederle a los árboles que no cooperaban. Incluso cuando la casa estaba casi terminada y Don se dedicaba en persona a los detalles de carpintería, el placer de trabajar con la madera y de verla tomar forma entre sus manos no era tan grande como estar allí de pie en el solar del edificio, imaginando la casa en su cabeza.

Era como casarse. Era como ver a tu hija crecer en el vientre de tu esposa. Imaginar, preguntarse, construir la familia terminada en tus sueños.

Don ya no construía casas nuevas. Al principio no tuvo elección. Las minutas de los abogados se comieron su negocio, su casa, todo lo que tenía excepto lo poco del seguro que pagó el funeral de su hija. Encontró una propiedad desahuciada que valía menos con la casa que como tierra desnuda. Un par de amigos le prestaron el dinero para el contrato y la señal y Don se mudó allí, una granja desvencijada de cuatro habitaciones cerca de Madison, y empezó a trabajar en ella. Tres meses más tarde la había transformado en lo que el agente inmobiliario llamó «un encantadora casita en el bosque», y después de devolverle el dinero a sus amigos y al banco y al increíblemente paciente encargado de los créditos de Lowe’s, Don se marchó de aquel lugar con un capital de nueve mil dólares. Tres mil al mes. Excepto que no fueron ingresos, fueron otra entrada y gastos para arreglar la siguiente casa.

Ahora tenía suficiente dinero para poder dedicarse otra vez a construir casas nuevas. Podía fundar de nuevo Hogares Lark si quería. Había gente que todavía le dejaba mensajes, diciendo que no iban a construir su casa de ensueño hasta que Don Lark pudiera edificarla para ellos, ésa era la reputación que tenía. Una vez Don incluso fue y estudió el solar, una hermosa colina en una zona en desarrollo apartada en la esquina de un cementerio de modo que siempre quedaría rodeaba por el bosque. Pero no vio nada. Oh, veía las moscas, los pájaros, las ardillas. Incluso vio la pendiente de la tierra, el drenaje. Su ojo captó los árboles periféricos que merecería la pena salvar, y cómo tendría que ser el camino de acceso.

Lo que no pudo ver fue la casa. No podía imaginar ya el futuro. Esa parte de él había sido arrancada y enterrada junto con su hija. Si podían quitarte el sueño más verdadero de tu vida y luego matarlo, ¿para qué servían las casas? ¿Es que la gente no se daba cuenta?

No era trabajo de Don el decírselo. Pero no tenía tampoco que construirles sus casas.

Así que se ciñó a las casas viejas. Casas abandonadas, desgastadas, en ruinas, o casas de alquiler venidas a menos de las que nadie se preocupaba. Casas que hablaban de malos sueños. Era un lenguaje que Don podía comprender. Y lo que hacía en esas casas no era construir (otros lo habían hecho ya), sino más bien insuflar un poco más de vida al lugar. Hacer que las viejas vigas albergaran otra vida o grupo de vidas durante un breve lapso de tiempo. Posponer un poco el final.

Ahora iba a empezar con otra casa más, el proyecto más ambicioso hasta el momento. Una casa que era una mansión. Una casa repleta de viejos sueños reducidos a pequeñas pesadillas y que finalmente se había dormido, y ahora su trabajo era volver a despertarla.

La casa Bellamy era sólida. Jay Placer lo había visto también, pero tal vez no había trabajado con suficientes casas viejas para comprender lo notable que ésta era. Construida en la década de 1870, y sin embargo no había signos de hundimiento ni combadura en ninguna parte. No se trataba sólo de una cuestión de buen trabajo. Esa casa era un testamento al meticuloso cuidado del constructor original. Los cimientos habían sido asentados profunda y adecuadamente. El relleno era poroso y el sótano permaneció seco. Por tanto no hubo sedimentación. La base se apoyaba en ladrillos colocados lo bastante altos sobre el suelo de modo que no había habido podredumbre en más de un siglo. Las paredes estaban sólidamente engarzadas y hechas de la mejor madera templada, y ni siquiera el techo mostraba signos de hundimiento. Muchas casas nuevas mostraban descuido en la construcción y para Don estaba claro que la mayoría de las casas que hoy se construían tendrían suerte de estar de pie dentro de cincuenta años. Pero ésta había sido construida para durar… ¿hasta cuándo? Para siempre.

Si otra gente tuviera el ojo de Don para detectar la calidad, habría sido imposible que esa casa estuviera disponible a ese precio, ni que hubiera estado abandonada tanto tiempo. Pero lo que la gente veía era la cara desgastada de la casa, el patio cubierto de hierbajos, las ventanas cubiertas por tablones, el olor a alfombras viejas y polvo acumulado. Haría falta un año y miles de dólares para que el lugar recuperara su habitabilidad. La otra gente no tenía ni tiempo ni dinero para ello. Pero Don sólo tenía tiempo, y cuando tú mismo hacías el trabajo no resultaba tan caro. Mientras supieras cómo hacerlo.

No había duda, la casa Bellamy había sido una belleza en sus tiempos y volvería a serlo dentro de un año. Saldría al mercado cuando las hojas cambiaran de color. Don se encargaría de que pareciera un sueño del pasado americano perdido. Todo el mundo que entrara en ella sentiría que por fin había llegado a casa. Todo el mundo, menos el propio Don. Para él el lugar no sería ni más ni menos su hogar que ningún otro. Al entrar ahora, el mal olor, el polvo, la suciedad no le hicieron retroceder; cuando saliera de aquí dentro de un año, con los suelos y paredes y techos brillantes, con su hermoso trabajo terminado en todas partes y la tenue luz del otoño danzando a través de las ventanas, tampoco ansiaría quedarse. Era un trabajo, y viviría allí porque no quería malgastar dinero pagando un alquiler cuando ya tenía un techo y unas paredes que bastarían.

No esta noche, claro. Quedaba el pequeño asunto de la puerta, y luego la conexión del agua y la luz. Pero dentro de unos cuantos días se trasladaría aquí y dormiría donde trabajara. Mejor que la parte trasera de la camioneta.

Si Cindy Claybourne hubiera sabido eso, ¿le habría concedido su tiempo? Tal vez. A algunas mujeres les atraía un poco lo salvaje, incluso en un hombre de mediana edad. El problema era que la mayoría de las mujeres no sabían cómo interpretar el salvajismo de los hombres. Don lo había visto incluso en el instituto. Cómo los tipos brutales que consideraban a las mujeres como la forma fácil de ejercer su poder siempre parecían tener una chica guapa cerca. ¿En qué pensaban esas mujeres? Finalmente llegó a comprenderlo en una clase de biología en la facultad, antes de que la muerte de su padre lo sacara de la universidad y lo metiera en el negocio de la construcción. Las mujeres no buscaban peligro: buscaban al macho alfa. Buscaban al tipo que sometiera a los otros machos, que dominara la manada. El hombre con iniciativa, impulso, voluntad de poder. El problema era que los hombres civilizados no expresaban su impulso de la misma forma que lo hacían los brutos, y un montón de mujeres nunca captaban eso. Veían la exhibición masculina, la violencia casual, y pensaban que estaban viendo justo lo que la hembra estrogénica quería. Lo que conseguían era otro babuino. Mientras que los hombres de verdad, los que construían cosas que duraban, que se preocupaban por aquéllos que estaban bajo su protección, esos hombres a menudo tenían que esforzarse para encontrar a una mujer que los valorara.

Don creyó haber encontrado una. Hasta los cuatro años de matrimonio no sospechó que ella tenía un lío. Sólo que su amante no era un hombre, era la coca, y cuando no podía conseguirla, el alcohol. Prefería con diferencia lo que conseguía de los camellos y camareros a lo que Don le ofrecía. Lo llamaba «pasárselo bien».

A Don no le interesaban las mujeres a quienes atraía lo salvaje. De hecho, habían pasado un buen montón de años desde que se sintió atraído por una mujer. Bueno, eso no era cierto estrictamente hablando. Se fijaba en ellas, sí, igual que se había fijado en Cindy Claybourne, cómo no paraba de mirarlo, cómo su sonrisa se volvía más cálida cuando le hablaba, cómo pendía de sus palabras cuando él sabía perfectamente bien que lo que estaba diciendo estaba vacío y era aburrido o tan lleno de la jerga de la profesión que no comprendía nada. Se fijaba en las mujeres, pero cuando pensaba en tratar de ver a una a solas, hablar con ella, empezar a establecer una relación, se sentía cansado. Triste y cansado y un poco cabreado aunque sabía que no todas las mujeres eran chimpancés indignas de confianza que robaban niños.

Además, lo que Cindy Claybourne veía como salvaje no era vigor y violencia en absoluto. No había ningún hombre de la jungla en Don, nada de melena al viento en la moto o el descapotable. Don era un tipo de camioneta, un marido preocupado por cumplir las regulaciones sobre la seguridad de los niños en los coches y que siempre decía «nosotros» en vez de «yo» y que vivía en la parte trasera de una camioneta porque ver una minifurgoneta o un asiento de seguridad para niños o una casa familiar habitada le hacía perder el control de sus emociones de nuevo, y por eso se mantenía alejado de esas cosas. Era salvaje del modo en que un perro maltratado se vuelve salvaje, no porque ame la libertad, sino porque ha perdido la confianza.

Don imaginó preguntarle a Cindy Claybourne: ¿De verdad quieres relacionarte con un hombre como yo? Y ella diría: ¡Oh, sí!, porque las mujeres decían esas cosas, pero cuando llegara a conocerlo acabaría diciendo: Oh, no, ¿qué he hecho?

Así que Don le ahorraría a Cindy y a sí mismo el tiempo y los gastos de varias cenas y un débil intento por ir a bailar al Palomino Club o dondequiera que pudieran simular divertirse. Confirmaría la compra y nunca volvería a verla a menos que esta vez decidiera vender la casa por medio de un agente. Y sin embargo, a pesar de esta decisión, Don no dejaba de pensar intermitentemente en ella mientras trabajaba asegurando las puertas.

Un tipo que vive en una camioneta no puede estar seguro de que sus herramientas inalámbricas estén cargadas cuando lo necesite, así que Don siempre hacía su trabajo con las cerraduras con un taladro manual. Como no iba a conservar estas puertas, no sintió ningún resquemor por ignorar la vieja cerradura e instalar una nueva más alta de lo que ningún constructor pondría ninguna. ¿Y por qué no? Era la única persona que usaría estos cerrojos: cuando llegara el momento de vender la casa, habría puertas nuevas y flamantes. Don era alto; para él la cerradura no estaba más alta que una normal para una mujer de, digamos, la altura de Cindy Claybourne.

Y pensar en la altura de Cindy Claybourne le hizo pensar en lo alta que era comparada con él. Su coronilla no podía llegarle más allá del hombro, lo que significaba que tendría que agacharse para besarla y… ¡maldición!

Colocó el cerrojo sobre la puerta, alineó la placa, la atornilló, la probó. Cerró, abrió. La llave se movía con facilidad. La puerta parecía sólida.

Cuando bajó del porche para recorrer el patio trasero, vio a alguien mirarle desde una ventana en la cochera de al lado. Lo que estaba haciendo en el porche tenía que ser lo más interesante que había sucedido en esta manzana desde hacía mucho tiempo. Con la casa y el patio tan largamente abandonados, todo el mundo agradecería verlo trabajar allí: sucedía siempre, y a Don no le importaban los saludos, las sonrisas, incluso las felicitaciones y los comentarios de «ya era hora». Sólo esperaba que nadie se volviera demasiado buen vecino y decidiera que lo que Don necesitaba era conversación mientras trataba de trabajar. No le gustaba explicarse ante la gente.

Eso había sido siempre una de las cosas buenas de trabajar con casas. Los tipos con los que trabajabas eran muy serios en lo referido a su oficio. Los hombres de traje solían ser remolones, hablaban de deportes, de las noticias, no podían dejarte en paz hasta que te tenían calado. Pero los contratistas y obreros, miraban para ver cómo hacías tu trabajo y si lo hacías bien, te respetaban, y si les pagabas a tiempo y cumplías tu calendario, incluso les gustaba trabajar para ti. Los que trabajaban en grupo podían ir juntos a almorzar y conocían a sus esposas respectivas o al menos sabían de ellas. Pero como contratista jefe, Don no era realmente parte de todo aquello. Su tiempo libre era para su familia, para su puñado de amigos, para sus propios pensamientos.

Como el tipo de la compañía eléctrica cuando apareció. Nada de perder el tiempo, sólo un pequeño comentario sobre el clima y luego a examinar la línea. Subterránea, eso está bien. No es muy gruesa, eso no está tan bien. Luego bajó al sótano a ver el registro, sin decir más de lo necesario. Don lo guió con su gran linterna, pero naturalmente el tipo de la compañía eléctrica tenía la suya propia e iluminó exactamente las cosas que Don ya había advertido. La antigua instalación de porcelana era claramente visible entre las vigas del techo, y la caja de fusibles de treinta amperios era un chiste.

—Menos mal que la casa no estaba ocupada —dijo el tipo de la compañía eléctrica—. Si alguien enciende un secador para el pelo, la casa sale ardiendo.

—No conectaré nada con las líneas antiguas.

—Bien. ¿Quiere cien amperios?

—Ya tengo el registro que necesito. Lo colocaré cuando usted me diga dónde.

Por primera vez, el tipo de la compañía eléctrica mostró algo de satisfacción. Casi una sonrisa. Probablemente no estaba acostumbrado a que la gente hiciera parte del trabajo. O tal vez esperaba que Don lo hiciera mal y eso le divirtiera. Pero Don no lo haría mal, y le ahorraría trabajo, así que no importaba lo que pensara, y lo mejor era que no dijo lo que pensaba, sólo se lo guardó para sí y eso estaba bien. Siguió adelante e hizo la siguiente pregunta.

—Podría pasar la línea por el mismo agujero, mientras no necesite el antiguo cable.

Y Don le contestó:

—Por mí, bien.

Para cuando el cable estaba listo para ser conectado, Don ya tenía colocado el registro nuevo y había retirado el antiguo. Cuando el tipo empezó a conectar el cable, Don se apartó.

—Todavía no está encendido —dijo el tipo.

—Y mi pistola no está cargada —respondió Don.

Eso le ganó una sonrisa.

—Supongo que eso significa que no necesita que le den una charla sobre llamar a un electricista cualificado para que le instale todos los cables y desconecte la energía antes de que toque usted este registro.

—Puede leerme mis derechos, agente, pero he pasado por todo esto antes.

El tipo de la compañía eléctrica sacudió la cabeza y se echó a reír.

Antes de dar la corriente, vio cómo Don conectaba un cable eléctrico blanco a uno de los diferenciales. No dijo una palabra mientras Don lo hacía, lo cual era una gran alabanza entre los obreros. Después, indicó con la cabeza el otro extremo del cable enrollado, que Don conectó a un registro de salida cuádruple.

—¿Treinta metros? —preguntó el tipo de la compañía eléctrica.

—Cuarenta y cinco —contestó Don—. No le diré cuántos cables de extensión conectaré a esta cosa.

—Hace bien, porque no quiero saberlo.

—Estará perfecto antes de la inspección.

En otras palabras, no dejaré que se meta en líos por conectarme con el cableado en este estado.

—He visto uno de estos trabajos antes —dijo el tipo de la compañía eléctrica—. Paredes de listones y yeso. Espero que no tenga pensado salvar el yeso original.

—Creo en el pladur —dijo Don—. Voy a renovar, no a restaurar.

—Que se divierta.

Y eso fue todo. El tipo de la compañía eléctrica le dio a firmar el recibo del trabajo y se marchó. Los tipos de traje habrían ido a almorzar y habrían intercambiado tarjetas y se habrían prometido ir juntos a jugar al golf.

Arrastrando el cable tras él, Don llevó la caja de conexiones hasta la planta baja. El acceso al sótano estaba en el apartamento de la cara norte, con diferencia la parte más bonita en que había sido dividida la casa. Las escaleras daban directamente a la cocina, donde había una mesa enorme que pudo haber sido el mejor mueble que quedaba, de no ser por todas las iniciales que habían grabado en ella. Luego estaban los dos dormitorios en el estrecho pasillo que conducía a la sala de estar de delante; una vez más, la más grande de las salas de la casa. Don colocó la caja de conexiones en esa habitación, le conectó un ladrón de seis clavijas donde enchufó luego una lámpara portátil. La encendió y la habitación se llenó de una dura luz blanca. Las palabras del Génesis pasaron por su cabeza como siempre hacían en ese momento. Sólo que era la compañía eléctrica, no Dios, quien decía «Hágase la luz». Don imaginaba que Dios ya no se molestaba mucho con la luz y la oscuridad. Había sido un contrato a siete días sin garantía. Terminó un día antes, recogió los beneficios, y se marchó limpio para dejar que otros vivieran con lo que había hecho. Así era como le parecía a Don, al menos estos últimos años.

Ahora que tenía luz, era hora de separar el firmamento. En realidad, aquello era un viejo chiste de su padre, llamar al mobiliario «el firmamento».

—La palabra no tiene otro significado que nadie sepa —solía decir—, así que puedo asignarle el que yo quiera.

De modo que Don se puso a mover muebles, apilándolos contra las paredes exteriores de la sala de estar para quitarlos de en medio. La sucia y barata alfombra de pared a pared no merecía la pena, así que Don no tuvo reparo en sacar su navaja multiusos y retirarla de todo el suelo que no tenía muebles encima. Debajo encontró lo que esperaba: un suelo de madera prensada tan sólido y bien hecho que hoy no podía ser sustituido a ningún precio. Habían edificado bien ese lugar.

Enrolló la vieja alfombra y la llevó al exterior y la tendió en la hierba junto a la acera. Luego acercó la camioneta al jardín para no tener que cargar demasiado sus herramientas. Tardó una docena de viajes para meter todos los sacos y cajas de herramientas. Conectó las herramientas inalámbricas para recargarlas.

Tres cosas quedaron en la trasera de la furgoneta: el cubo de basura, el banco de trabajo, y su camastro. El camastro tendría que ser lo último y el banco era lo más pesado, así que sacó el enorme cubo de basura Rubbermaid que había comprado esa mañana y lo llevó al exterior de la casa.

Escogió un sitio cerca de la puerta trasera. El enorme montón de basura se establecería delante de la acera donde había dejado la alfombra, por supuesto, pero tenía que tener un sitio donde dejar las sobras de comida y cualquier animal muerto que pudiera encontrar en la casa; todo lo que se pudriera tenía que estar metido en un cubo con tapa.

Era una tarde calurosa, y tanto ir y venir le había hecho sudar un poco. Le sentó bien. Igual que la sombra de la casa y el alto seto que refrescaba y aromatizaba el aire y volvía invisible la cochera. Más allá de la parte alta del seto había una anciana apoyada en un rastrillo, el pelo blanco recogido en un moño desordenado que dejaba mechones flotando alrededor de su cabeza como un halo, el rostro arrugado y resquebrajado por un centenar de bronceados. Una vecina. Y por el brillo ansioso de sus ojos, charlatana. Estaba empezando. Pero Don tenía educación. Sonrió y dijo hola.

—Hola, joven —dijo la anciana—. ¿Va a arreglar la vieja casa Bellamy o la va a derribar? —Su acento era puro sur, todo lleno de erres y tonos cantarines.

—La casa no está preparada para morir todavía —dijo Don.

De inmediato la anciana llamó a alguien invisible tras el alto seto.

—¡Tenías razón, Miz Judy, el casero va a hacer que este pobre tipo arregle la casa Bellamy! —Se volvió hacia Don—. Espero que no crea que un par de cerrojos en las puertas va a ponerlo a salvo. Gente extraña entra y sale de esa casa. ¡Es un lugar desagradable!

¿Qué estaba haciendo, intentando asustarlo para que se fuera? Eso no tenía sentido. Los vecinos deberían alegrarse de que alguien intentara repararla.

Una anciana negra salió ahora de detrás del seto, apoyándose con tanta fuerza en su bastón que Don se preguntó si tenía siquiera cadera. Debía ser de Miz Judy.

—Te apuesto cuarenta centavos, Miz Evvie, cuarenta centavos a que dice que ha comprado la casa.

Así que la mujer blanca era Miz Evvie. Pero naturalmente así era como se llamaban entre sí. Don sabía que no podía llamarlas por su nombre hasta que no se lo dijeran ellas mismas.

—No seas tonta —dijo la mujer blanca—. La gente con dinero nunca hace el trabajo.

Don odiaba tomar partido. Recordó la historia de la guerra de Troya que había estudiado en el instituto y cómo todo empezó porque el pobre Paris se vio atrapado en un juicio sobre qué diosa era la más hermosa. Nunca te metas en medio de discusiones entre mujeres, ése era el tema principal de Homero, por lo que a Don concernía: era la única lección que parecía aplicarse al mundo real. Estas dos viejas cacatúas no eran exactamente Atenea y Afrodita… ¿o era Diana? No importaba, no iba a ser un concurso de belleza. Don era el único que podía contestar a su apuesta y aunque no esperaba que comenzara una guerra, tenía la sensación de que iba a verse metido en un montón de conversaciones no deseadas más tarde. Oh, bueno, no se podía evitar. Su madre volvería de los muertos a acosarlo si no era amable con las ancianas.

Dirigiéndose a la señorita Evvie, Don meneó tristemente la cabeza y dijo:

—Ha hecho una mala apuesta, señora. Soy el dueño del lugar, o lo seré cuando cerremos el trato.

Evvie se volvió hacia Judy y dio un par de golpecitos en el suelo con su rastrillo.

—¡Maldición! ¡Maldición y mil veces maldición!

Ante lo cual la señorita Judy pareció ofenderse mucho.

—¡No te pongas a decirme palabrotas como si fueras una fulana barata!

—Gladys te lo dijo, ¿verdad? —dijo Evvie—. ¡Eres una tramposa!

—Nunca dije que Gladys no me lo dijera, ¿no?

—¡No es deportivo apostar sobre cosas seguras!

—No sé qué quieres decir con deportivo —murmuró Miz Judy—. ¡Me estoy divirtiendo!

Estaban tan enzarzadas en su discusión que parecían haberse olvidado de Don. Tal vez no serían tan malas vecinas después de todo, no si lo hablaban todo entre ellas. Don se tocó la frente en un gesto de despedida y se dirigió a la camioneta.

El banco de trabajo Black&Decker no era en realidad tan pesado. Don cargaba por rutina montones de maderos y ladrillos mucho más pesados y más molestos. Lo que hacía que pesara tanto es que llevaba consigo todos los días y semanas y meses de trabajo que tenía por delante. A veces ese banco parecía su mejor amigo; sabía cómo usarlo, cómo le sujetaba las cosas. Y, como cualquier mejor amigo, a veces odiaba tener que mirarlo y quería arrojarlo por una ventana. Traerlo significaba que el trabajo iba a empezar de verdad y eso le cansaba.

Lo llevó a la sala de estar y lo colocó en mitad de la habitación, donde la luz del techo iluminaría por encima de su hombro mientras trabajaba. Se apoyó en el banco y contempló su nueva vivienda. El puñado de muebles desaparecería dentro de un día o dos. La habitación era el lugar más grande donde había tenido que trabajar desde que empezó a dedicarse a las casas antiguas. El suelo pelado le prestaba el calor de la madera. Por la ventana principal pudo ver la alfombra tendida entre la acera y la calle y le pareció un progreso.

La puerta que conducía al vestíbulo estaba entornada porque un leve desmarque hacía que se cerrara crujiendo cada vez que pasaba, así que bloqueaba su visión de la puerta principal. Eso iba a ser una molestia constante, tener que abrir y cerrar la puerta o dar la vuelta todo el tiempo. Así que Don sacó un destornillador y sacó los tomillos de las bisagras baratas. Estaba seguro de que esa puerta no formaba parte de la casa original: sin duda ese espacio había sido un arco cuando se edificó la casa, y la puerta se instaló sólo cuando fue dividida en apartamentos. En cuanto la puerta quedó desmontada, el lugar tuvo mejor aspecto. El espacio fluía mejor.

Don llevó la puerta a la acera y la puso junto a la alfombra. Antes, era sólo una alfombra tirada junto a la calle. Ahora, con una puerta encima, se había convertido en una pila de basura. En cualquier otra calle los vecinos podrían haber puesto reparos, pero aquí significaba que alguien estaba sacando basura de la casa abandonada. Tenía que ser para ellos una vista agradable.

Estaba a punto de darse la vuelta para volver a entrar cuando un Sable aparcó en la acera justo delante del nuevo montón de basura. Era Cindy Claybourne. Bajó del coche con un rápido movimiento que Don encontró atractivo precisamente porque no parecía diseñado para que los hombres la miraran al hacerlo. Era como si hubiera saltado del coche y hubiera llegado al suelo de pie y caminando.

—¡Me alegro de haberlo pillado aquí! —dijo—. Es difícil ponerse en contacto con alguien que no tiene teléfono.

—En realidad no —contestó Don—. Estoy aquí, principalmente.

—Es lo que pensé. —Ella miró la puerta y la alfombra enrollada—. ¿Ya está despejando cosas?

—Sólo mi espacio de trabajo —dijo—. No voy a ponerme a arrastrar muebles. Es mejor hacerlo de una vez y quitar la basura de en medio.

—Bueno, supongo que puede imaginar por qué he venido.

—¿Para cerrar el trato?

—Ya que no hay ningún banco de por medio y está usted dispuesto a fiarse de los datos del título de propiedad, no había motivos para retrasarlo. Nuestro abogado le ha citado para mañana a las nueve, si le parece buena hora.

—Por mí, bien.

—Quiero decir, si es demasiado temprano…

—Me despierto al amanecer casi todos los días —dijo Don—. No me gusta desperdiciar la luz.

—Oh, bien —contestó ella—. Supongo que pasará algún tiempo antes de que le den corriente.

—El tipo de la compañía eléctrica vino hoy —dijo Don—. Pero no voy a usar la instalación de la casa, así que sigo necesitando la luz del día.

Ella asintió. Ya habían terminado su negocio, pero se demoraba. Y la verdad fuera dicha, él no estaba muy ansioso por dejarla ir. Cindy seguía mirando la casa, no a él, y por eso Don dijo lo obvio:

—¿Quiere pasar?

—No quiero interrumpirlo si está ocupado.

—He hecho todo lo que iba a hacer hoy —respondió él, cosa que no era del todo cierta, así que se corrigió—: Excepto hacer un recorrido por los cuartos de baño y ver qué accesorios pueden ser utilizables.

Ella sonrió.

—¿Puedo acompañarle?

—No es exactamente lo que la mayoría de las mujeres buscan en su primera cita —dijo Don. Entonces se preguntó cómo interpretaría ella la broma. Y luego si era una broma después de todo.

—No se engañe —le contestó ella—. Ya que las mujeres limpiamos el noventa por ciento de los cuartos de baño de Estados Unidos, nos fascina infinitamente cómo funcionan los apliques.

Don recordó cómo insistía en limpiar todos los cuartos de baño de la casa porque ninguna esposa suya iba a tener que arrodillarse y limpiar las manchas que pudieran haber quedado porque salpicaba al orinar, pero un día la pilló de rodillas fregando el baño que él había limpiado la noche anterior. Después de eso renunció y le dejó el trabajo e intentó apuntar bien. Suponía que no era que a su esposa le gustara hacer ese trabajo, sino que pensaba que no se podía confiar en que ningún hombre lo hiciera bien. No importaba que Don fuera el meticuloso de la familia. Debía de ser cosa de mujeres.

No le contó nada de esto a Cindy, claro. No había nada más patético que un divorciado que no puede dejar de hablar de su ex esposa. ¿O él era viudo? Cuando tu ex esposa muere, ¿eso cuenta? Sólo si todavía la amabas, decidió Don. Sólo si sentías dolor. Y él seguía demasiado furioso con ella. Por quien sentía dolor era por su bebé. ¿Por qué no había una palabra para el padre que pierde a su hijo?

Toda esta reflexión sólo duró un momento o dos, pero se dio cuenta de que la vacilación había sido obvia para Cindy y empezaba a retractarse y excusarse.

—No, no —dijo él—. Me alegraré de que venga a hacer el gran recorrido por las instalaciones.

Ella estudió su cara un momento. Don supo que estaba buscando algo, un signo de interés por su parte, alguna reafirmación de que su vacilación no era que no quisiera pasar el tiempo con ella. No tenía ni idea de cuál sería ese signo o si lo ofrecía. Tan sólo se volvió hacia la casa y dijo: «Vamos», y cuando llegó al porche ella estaba tras él, así que fuera lo que fuese que estaba buscando, debió de haberlo encontrado.

Cada uno de los apartamentos de la planta baja tenía su propio cuarto de baño, pero las bañeras estaban sucias y mugrientas y los lavabos tenían las manchas y el desgaste típico de los salideros constantes. Desconectaría el agua de esos cuartos de baño, excepto tal vez el retrete del apartamento norte, que sería el más conveniente para su sitio de trabajo. Le mostró a Cindy cómo no había deformaciones ni manchas en el suelo alrededor del retrete, así que no había ningún salidero.

—Probablemente tendré que sustituir todas las piezas de goma del depósito, pero eso es poca cosa.

Ella asintió, aunque él pudo ver que no le gustaba mucho la marca marrón que marcaba la antigua zona de agua del retrete seco.

—Esto no es lo que piensa —dijo Don. Sacó un trapo del bolsillo y la limpió. Ni siquiera tuvo que frotar mucho—. Creo que es una especie de moho o algo así que creció cuando dejaron el agua reposar durante unos años.

Dejó caer el trapo al suelo.

—No le envidio su trabajo —dijo ella—. Parece duro y sudoroso y desagradable.

—Yo tampoco lo cambiaría por el suyo —respondió él—. Tener que ser simpática con la gente todo el día.

Ella se echó a reír.

—Ahí se nota que no me conoce.

—¿Qué, no es simpática?

—En la oficina tengo fama de terrorista inmobiliaria.

Don se quedó sorprendido. ¿Cómo podía dedicarse a ese negocio si no le caía bien a la gente?

—No, no, no se equivoque —dijo ella—. Siempre soy alegre y amable. Pero cuando importa digo lo que pienso… alegre y amablemente.

—¿Y se dedica a las ventas?

—No requiere ninguna habilidad.

—La habilidad más difícil de todas.

—¿Eso cree?

—Yo trabajo la madera, sé lo que me encuentro. Puedo ver el granulado, puedo ver los nudos.

—La gente no es muy distinta —dijo ella, encogiéndose de hombros.

—Es más difícil de interpretar.

—Es más fácil de manipular.

Apretujados en aquel cuarto de baño, ninguno de los dos dispuesto a apoyarse en nada porque estaba muy sucio, estaban tan cerca que Don podía sentir la respiración de ella contra su camisa, contra su cara, podía olería, un leve perfume pero detrás de eso, ella, un poco almizcleña, vez, pero su feminidad casi dolía, tanto le sorprendió. No había estado tan cerca de una mujer desde hacía mucho tiempo. Y no se trataba de una mujer cualquiera. Le gustaba.

—¿Me está manipulando? —preguntó.

Ella sonrió.

—¿Se siente manipulado?

Él lo supo como si fuera una obra de teatro y el texto dijera «Se besan». Era el momento de inclinarse (no mucho, en realidad) y besarla. Incluso sabía cómo sería, labios rozando labios, las bocas fundiéndose suavemente una contra otra, no apasionadas, sino cálidas dulces.

—Será mejor que compruebe el piso de arriba y si ese cuarto de baño tiene una ducha que se pueda utilizar.

Apenas podía creer que lo había dicho. Pero de hecho, mientras estaba allí mirándola y queriendo besarla, su mente se había adelantado: No puedo acercarme a esta mujer, estoy sucio y sudoroso y necesito un baño, le repugnará. Y entonces pensó: Aunque el agua estuviera conectada ahora mismo, probablemente no hay una ducha que pueda usar aquí. Y por eso farfulló el siguiente pensamiento y el momento pasó.

Pero fue un momento real, pudo verlo por las arruguitas de diversión en los ojos de ella.

—Parece que se preocupa de estar limpio, señor Lark.

—Cuando uno vive en una camioneta, una ducha es como un milagro.

Ella se echó a reír.

—Un milagro con desagüe.

Entonces pasó ante él y salió del estrecho cuarto de baño.

Los tres apartamentos de arriba eran más pequeños que los de abajo, y todos compartían un cuarto de baño. Incluso cuando la casa fue dividida por primera vez en apartamentos debió de ser un arreglo barato y anticuado. Para cuando la casa quedó vacía, debió de resultar difícil encontrar a alguien dispuesto a compartirlo. El cuarto de baño estaba al final del pasillo, justo al fondo de la casa.

Don supuso que originalmente allí estarían las escaleras traseras, más estrechas que las delanteras, y cuando construyeron los cuartos de baño quitaron esa escalera y en su lugar instalaron las tuberías. La gente moderna necesitaba inodoros y duchas mucho más que una escalera para que los niños bajaran a la cocina sin que los vieran los invitados del salón principal. Así que las escaleras traseras no serían restauradas.

La ducha aún tenía una cortina colgando, manchada con moho antiguo, pero sin más importancia. Y la bañera estaba bastante limpia, mucho mejor de lo que había esperado. No había señales de salideros; podría usarla en cuanto conectara el agua y sustituyera la perilla oxidada de la ducha.

—¿Aquí es donde va a poner el jacuzzi? —preguntó Cindy.

—No, aquí voy a dejar las cosas simples. Convertiré la parte trasera del apartamento sur en la habitación principal y todas las tonterías caras irán allí.

Ni siquiera tuvo que agacharse para mirar el inodoro. Una gran grieta y serias manchas de humedad en la base fueron todo lo que necesitó.

—¿El inodoro no tiene buen aspecto? —dijo ella.

—Ya no es un inodoro —dijo Don.

—¿Qué es?

—Una escultura.

Ella se echó a reír.

—Me lo imagino en un pedestal en el Centro Artístico.

A él le gustó su risa. Quiso volver a escucharla. Quiso ver si ese momento volvería a repetirse, cuando quisiera estar cerca de una mujer, cuando el recuerdo de su esposa desapareciera y pudiera ver a Cindy Claybourne como ella misma.

—Escuche —dijo—, ¿quiere que nos veamos alguna vez, no en un cuarto de baño?

—No sé, estaba pensando que aporta usted un je ne sais quoi especial a la discusión de los elementos de fontanería.

—Vale, ¿y si cenamos en un sitio con lavabos bonitos de verdad?

—Los cuartos de baño del Southern Lights tienen auténtico carácter —dijo Cindy.

Don había llevado allí a su esposa la primera vez que salieron a cenar después de que naciera la niña. No le pareció que pudiera ir allí sin ver el asiento del bebé en el suelo junto a la mesa, su carita en reposo, respirando suavemente mientras dormía. Repasó rápidamente la lista de restaurantes a los que había ido con clientes pero sin su familia.

—El Café Pasta —dijo—. Art deco.

—Iré allí, pero sólo si me promete compartir conmigo los entremeses para que ambos tengamos aliento a ajo.

De nuevo se plantó delante de él, mirándolo, sonriendo, y esta vez él aprovechó el momento, extendió la mano y le acarició la mejilla, se inclinó y la besó ligeramente, tan ligeramente que casi no fue un beso, más bien una caricia de sus labios contra los de ella. Y entonces, otra vez, sólo un poco de insistencia, los labios aún secos. Y una tercera vez, su mano ahora en torno a su cintura, la boca de ella presionando contra la suya, cálida y húmeda. Se separaron y se miraron, sin sonreír ahora.

—Estaba pensando que hay más de una forma de que compartamos el mismo aliento —dijo Don.

—Quién manipula a quién, eso es lo que me gustaría saber —dijo Cindy.

—Apuesto a que eso es lo que le dices a todos tus clientes.

—Después de que cerremos el trato mañana, ya no serás un cliente.

—¿Y qué seré cuando lleguemos al Café Pasta?

—Un caballero amigo.

A él le gustó cómo sonaba eso.

—¿Cuándo? —preguntó Cindy.

—No soy yo quien tiene el libro de citas.

—¿Mañana por la noche?

—La ducha no funcionará todavía.

—Ven y usa la mía.

Eso le sorprendió. Parecía una propuesta, no algo que considerara un romance.

—No —dijo, quizá con demasiada brusquedad—. Gracias, pero que sea mejor el viernes, ¿de acuerdo?

—Si es el viernes tendremos que reservar mesa.

—Tú eres la que tiene teléfono.

—Lo haré con gusto —dijo ella. Salió al pasillo, y cuando ya bajaban las escaleras, dijo—: Por cierto, mi invitación para dejarte usar la ducha… eso era todo. No soy de esa clase de chicas.

—Menos mal, porque no soy de esa clase de tipos.

—Lo sé —dijo Cindy, como si le gustara eso de él. Tal vez no estaba buscando al babuino alfa después de todo.

Se detuvo en la puerta principal y levantó una mano.

—No me acompañes hasta mi coche —dijo—. Querría que volvieras a besarme y no hay que dejar que los vecinos cotilleen.

—Muy bien. Te veré por la mañana.

—Pásate por mi oficina y podremos ir juntos a lo de la firma. El abogado está en Greene Street, en el centro, y si ya es difícil encontrar aparcamiento para uno, imagínate para dos.

—A las nueve menos cuarto —dijo Don.

—Me gusta hacer negocios contigo —dijo ella con una sonrisa. Entonces bajó la escalinata y cruzó el jardín. Don se quedó en la puerta abierta y la vio dirigirse a su coche, subir, ponerlo en marcha e irse. Y luego se quedó allí un rato más en la puerta abierta.