Inspección
Cindy había pasado por delante de la casa Bellamy al volver de la biblioteca, pero no tuvo tiempo para pararse. Ahora, mientras se acercaba, trató de verla como la vería un hombre como Don Lark. Ignoraría el patio desvencijado. La pintura descascarillada y las zafias pintadas no significarían nada para él. Aparte de eso, la casa tenía buen aspecto. Nada hundido. Los rebordes de madera casi intactos. El tejado era viejo, pero no una ruina. Don Lark tenía capacidad para ver una buena casa por debajo de un exterior ajado. Una mujer divorciada de mediana edad podría desnudarse ante un hombre como Don Lark.
No pienses así, se dijo severamente.
Cuando bajó del coche, Don ya estaba hablando con un hombre en el jardín delantero.
—Cindy Clayborne, le presento a Jay Placer, un aparejador que examina casas para mí.
Cindy sonrió y le estrechó la mano a Jay. Era un poco más joven que Don, y sus suaves manos y su cuerpo mostraban que tenía un trabajo de oficina y no hacía nada en su tiempo libre que pudiera ponerlo en forma. No importaba: Cindy mantenía una clara distinción mental entre los hombres que estaban en forma porque tenían trabajos de verdad, y los que lo estaban porque tenían dinero y ego para pasarse muchas horas haciendo actividades masculinas caras. El padre de Cindy era bombero y se dedicaba a empapelar paredes en su tiempo libre. Ella respetaba a un hombre como Don, cuyas manos ásperas eran fruto del trabajo duro. También respetaba a un hombre como Jay, cuyo cuerpo blando también era fruto de trabajar duro en un tipo distinto de trabajo. Lo respetaba, pero por desgracia nunca se había sentido atraída por su tipo. Era la tragedia subyacente en los cómics de Dilbert, lo que hacía que no pudiera disfrutarlos. Siempre quería gritarle a Dilbert: ¡Sal de la oficina y ponte a vertir hormigón en alguna parte!
Cindy los condujo a la puerta principal. La cajetilla de seguridad no estaba demasiado oxidada; una sorpresa, considerando los muchos años que había estado sometida al clima de Greensboro, que oscilaba de lluvias intensas a una humedad opresiva, pero siempre implicaba corrosivas cantidades de humedad. Y la llave que había encontrado entró perfectamente en la cajetilla y la abrió.
—Bien —dijo—. Conseguido.
Cogió la llave que colgaba dentro de la cajetilla y descubrió que no encajaba en el grueso candado Yale que colgaba de un pestillo en la puerta delantera. Se quedó de piedra.
Don extendió la mano hacia la llave. Ella se la entregó. Se agachó y la insertó en la cerradura de la puerta misma. Encajó perfectamente, y la cerradura se abrió. Por desgracia, eso no hizo nada con el enorme candado.
—No puedo creer que pusieran la llave de la puerta en la cajetilla pero no la llave de ese candado.
—Parece obvio que colocaron el candado después de que la gente dejara de usar esa cajetilla —dijo Jay—. Probablemente el dueño lo mandó instalar para mantener a raya a vándalos y vagabundos.
Don se dirigió a su camioneta. Volvió con una palanqueta de aspecto temible, cuya hoja introdujo bajo el borde del pestillo de la puerta. La echó hacia atrás y subió un lado; deslizó la hoja bajo el pestillo y lo hizo girar con un solo movimiento. Los tornillos arrancaron pedazos de madera de la puerta.
—Ya no hace falta llamar al cerrajero —dijo Cindy.
—Lo arreglaré tanto si compro la casa como si no —dijo Don—. No era un candado muy seguro de todas formas.
Colocó la mano sobre la puerta y la abrió fácilmente de un empujón.
—¿Es la misma técnica que usas con las mujeres, Don? —preguntó Jay—. ¿Les muestras la palanqueta y se abren de inmediato?
Así que Jay era el tipo de hombre que sentía la necesidad de hacer comentarios machistas de mal gusto delante de las mujeres. Lo siento por ti, Dilbert, pensó Cindy. No es que a Cindy le molestara especialmente el chiste, pero en esta época de corrección política un hombre que hablaba así delante de las mujeres o bien trataba deliberadamente de ser ofensivo o era tan ajeno a la cultura que le rodeaba que tendrían que comprobar su actividad cerebral.
El vestíbulo de la entrada estaba sucio, con una puerta a cada lado que conducía a los dos apartamentos de la planta baja. Todo el fondo del vestíbulo estaba ocupado por una amplia escalera, altísima, que conducía directamente a la primera planta. La alfombra de la escalera estaba gastada hasta revelar la capa interior en el centro.
Jay se dio la vuelta, midiendo el contorno. Dio un golpecito en la pared a la derecha de la escalera, en la cara norte de la casa.
—Con la puerta descentrada como está, esto tiene que ser el muro maestro porque está cerca del centro de la casa. La otra pared fue añadida para dividir el otro apartamento, probablemente en los años treinta, a juzgar por el travesaño sobre la puerta.
—¿Escaleras originales? —preguntó Don.
—Tienen que serlo —contestó Jay. Saltó sobre el primer escalón, el segundo, el tercero, aterrizando con fuerza—. Es imposible que un casero avaricioso colocara una escalera tan ancha o tan sólida. ¡Sigue como una roca! Alguien sabía construir cuando levantaron esta casa.
—El doctor Bellamy era arquitecto aficionado —dijo Cindy.
—¿Quién? —preguntó Jay.
—Callhoun Bellamy, el hombre que mandó construir la casa. La diseñó él mismo para su nueva esposa. Preparada justo a tiempo para que cruzara el umbral en sus brazos en 1874. Imagino que no perdió de vista a los contratistas mientras la construían.
—Si tuvo que hacerlo —dijo Jay—. Entonces la gente se enorgullecía de su trabajo. No había que vigilarlos continuamente para impedir que te sisaran o se escaquearan. Les avergonzaría colocar una escalera que crujiera o se hundiera.
—De todas formas tuvo que poner el dinero —dijo Don—. ¿Qué te parece, tres vigas de soporte o cuatro?
—Yo diría que cuatro —dijo Jay—. O tres realmente gruesas. Hoy en día si pones una escalera tan pesada, se te acusa de ahogar al cliente con materiales innecesariamente caros. Así que los ponen baratos y se quejan de que la escalera da botes cuando la suben o la bajan corriendo. Ya sabes.
Las puertas de los apartamentos no estaban cerradas con llave, y los apartamentos que había detrás estaban tal como Cindy esperaba. Viejos muebles ajados que obviamente habían sido utilizados por vagabundos o animales pequeños (o ambos), lo que probablemente fue la causa de la instalación del candado en la puerta principal. Rectángulos marcados en las paredes mostraban el sitio donde antes había cuadros o pósters. La pintura había sido aplicada sin ganas sobre el papel de la pared, que había sido aplicado sobre un papel aún más antiguo, todo puesto con bordes solapados de forma que feas arrugas asomaban en las paredes bajo la fea pintura.
—¿Es que este sitio lo redecoró un ciego? —preguntó Cindy.
—La pintura no era de este color en origen —dijo Don—. Es de las baratas que se gastan tan rápido que hay que terminar de pintar en un día o se puede ver la línea divisoria de las encaladas.
—¿De qué color pintaron en origen? —preguntó ella.
—Uno aún más feo —contestó Jay—. Apuesto a que lo hicieron en los setenta. Tenemos suerte de que el dueño fuera demasiado avaro para poner una moqueta, o estaríamos mirando tonos verdes o naranja.
—¿Eso que huelo es moho o un animal muerto? —preguntó Cindy.
—Sólo el olor del mal gusto aplicado de forma liberal —dijo Jay.
Así que tal vez no era un cerdo machista. Tal vez era sólo un tipo al que le gustaba hacer chistes.
Estaban en el apartamento norte, que Jay decidió que debía de ser la sala de estar original, mientras que la habitación del otro lado puede que fuese una consulta o una biblioteca o un estudio o incluso un dormitorio en la planta baja si había una suegra o un sobrino o algo. Don atravesó la puerta que conducía a un pasillo oscuro y apretado que daba a unos dormitorios pequeños y estrechos.
—El vestíbulo y los dormitorios no son originales, naturalmente —dijo Hay—. Esto debió de ser el comedor. Bastante grande, por cierto. ¡Nada menos que cuatro ventanas!
Al fondo del apartamento, una gran cocina anticuada con una enorme mesa que dominaba el centro. Habían insertado un cuarto de baño en una esquina, y a su lado había una escalera que conducía al sótano. Don y Jay empezaron a bajarlas de inmediato.
—¿No quieren mirar las alacenas de la cocina? —preguntó Cindy.
—Son todas baratas de todas formas —respondió Don—. Cuando llegue el momento, las construiré más bonitas.
Muy bien. Parecía un hombre que ya se había decidido a comprar. Cindy se abstuvo de hacer más comentarios mientras los seguía al sótano.
Naturalmente, Jay y Don llevaban linternas consigo. Sin duda traerían en los bolsillos alguna herramienta o utensilio para investigar. El abuelo de Cindy era así, y ella siempre pensaba en los bolsillos de un obrero como una especie de cofre del tesoro. Nunca sabías qué podías encontrarte. Apuntaron con las linternas al techo sin terminar del sótano. Aquí era donde la casa revelaría sus secretos.
El cableado era antiguo, con cables y aislantes de porcelana, y Jay lo rascó con la uña.
—No se te ocurra pasar energía por aquí, ni siquiera temporalmente —dijo.
—No tienes que decírmelo dos veces —respondió Don.
—Es un milagro que este sitio no saliera ardiendo cuando todavía estaba ocupado —Jay miró a Cindy—. ¿Cuándo se quedó libre?
—Lo ocuparon por última vez en la primavera del 86. Estaba alquilado a unas estudiantes, así que supongo que sí que fue un milagro que no hubiera un incendio, con tantos secadores de pelo y planchas enchufadas.
Encontraron la caja de fusibles. Jay soltó una risita y cerró la puerta de inmediato.
—Dale esto a un museo —dijo—. A un museo de juguetes.
El sistema de fontanería, sin embargo, era sorprendentemente bueno. Jay y Don señalaron una y otra vez cómo las tuberías de desagüe de hierro forjado y los conductos de cobre pertenecían a la edad dorada de la fontanería y los obreros que los habían instalado habían hecho un trabajo decente. Sólo las tuberías que conducían a un par de cuartos de baño añadidos eran de acero galvanizado. Jay apuntó su linternita a una gran mancha de óxido que asomaba en una de las tuberías.
—No las toques —dijo—. Sólo las mantiene unidas el óxido. —Suspiró—. Supongo que será mejor que descubramos adónde llevan estas tuberías.
—No importa mucho —respondió Don—. La mitad de los cuartos de baño se añadieron cuando dividieron la casa en apartamentos, así que tendré que volver a recolocarlo todo.
—¿No pertenecen estas tuberías a la instalación original? —preguntó Cindy.
Ellos la miraron como si estuviera loca.
—Este lugar fue construido en 1874 —dijo Don por fin—. La instalación original era un agujero en el patio trasero.
—Y este tubo de cobre no empezó a utilizarse hasta los años treinta —añadió Jay.
—Oh —dijo Cindy, sintiéndose como si hubiera suspendido un examen. O, peor aún, aprobado.
Arriba, con la tenue luz de las ventanas, el deterioro de la casa abandonada se volvió triste y penoso.
—Este lugar era tan bonito —dijo Jay—. Mirad las molduras, los apliques.
—Incluso una moldura para cuadros. Se tomaron muchas molestias. Pero ahora está hecha una pena.
Comprobaron cada cuarto de baño en busca de salideros y daños en los apliques. Pronto llegaron al cuarto de baño del piso de arriba en la parte delantera de la casa.
—Bueno, el inodoro está muerto —dijo Don—. Pero hay una ducha que incluso tiene cortina, nada menos.
—El único inodoro en condiciones es el de la planta baja —dijo Jay—. Y los otros dos cuartos de baño tienen esas tuberías oxidadas, así que supongo que tendrás que ducharte aquí y usar el inodoro de abajo.
—Conveniente —dijo Don.
—¿Va a vivir usted aquí? —preguntó Cindy.
—Es lo que hace —dijo Jay—. Vive en la casa mientras trabaja en ella.
—¿Va a mudarse aquí antes de que esté renovada?
—Me ahorra el alquiler —dijo Don—. Suponiendo que me quede con la casa.
—Por supuesto —dijo Cindy. Pero supo que iba a intentar quedársela.
—Llegó la hora del test final —dijo Jay—. Al desván.
Si se podía llamar desván. Cierto, había un cuarto para leña con las paredes sin terminar, pero las otras habitaciones estaban terminadas, con interesantes techos inclinados y grandes ventanas que recibían bastante luz. Jay y Don parecieron repasar cada centímetro del techo, buscando manchas.
—No me lo puedo creer —decía Jay una y otra vez—. Este lugar lleva vacío una década y el tejado ni siquiera tiene goteras en ninguna parte.
—Pero habrá que sustituirlo de todas formas —dijo Don—. Nadie se lo va a quedar si no puedo decirles que el tejado es nuevo.
Una vez más, la suposición de que iba a vender la casa más tarde.
Y como ella controlaba el precio de compra, iba a funcionar. ¿Por qué entonces, sentía más ansiedad que nunca? No era por la venta. Era Don Lark. Había algo en él. Y no sólo el hecho de que fuera su tipo. Su tipo solía acabar bebiendo cerveza y corriendo al baño para mear cada pocos minutos. En realidad no le hacía mucha gracia su tipo. Ni tampoco encontraba nada romántico en un hombre que no tenía teléfono y vivía en su camioneta entre un trabajo y otro. Pero le extrañaba por qué no podía quitarle los ojos de encima.
En el cuarto de leña, Jay examinó las vigas y silbó.
—Tío, sabían cómo construir entonces. Esta casa es fuerte.
Cindy trató de ver qué tenían de particular las vigas.
—¿Es que son más gruesas?
—Y están más juntas —dijo Don.
—Así que todo es más fuerte —dijo Cindy.
—Más fuerte pero más pesado —explicó Don—. Hay un montón de peso aquí arriba, con este tejado. El suelo del desván tiene que ser superpesado también. Los muros maestros de la planta baja y las columnas maestras del sótano sostienen una enorme cantidad de peso.
—Es una cosa circular —añadió Jay—. Cuanto más fuerte lo haces, más fuerte tienes que hacerlo. Si añades fuerza aquí, tienes que añadir más fuerza abajo para que lo sostenga. Al final, el suelo acaba no pudiendo soportarlo.
—¿De veras? —preguntó Cindy.
Don sacudió la cabeza.
—Ahora estamos hablando de niveles de peso de rascacielos. Nunca encontrará aquí una casa demasiado pesada para el suelo.
—Lo dice porque no es aparejador —dijo Jay—. Podría contarle unas cuantas historias.
—Podría, pero no le deje —dijo Don—. A menos que tenga problemas para dormir.
Jay hizo una pobre imitación de Groucho:
—Me gusta considerarme un problema para dormir. —Le sonrió a Cindy.
Al volverse hacia la puerta del cuarto de la leña, Cindy tropezó con un arcón. Debía de estar vacío, porque se deslizó con facilidad por el suelo, levantando una nube de polvo. Inmediatamente, se puso a estornudar.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Don.
—Jesús —dijo Jay. Cindy odiaba esa costumbre. Tal vez después de que alguien vomitara sería adecuado, ¿pero invocar los poderes del universo a causa de un estornudo?
—Discúlpenme, pero será mejor que me vaya abajo —dijo Cindy.
El primer paso que dio le informó que se había torcido un poco un tobillo cuando tropezó. Dio un respingo y cojeó.
—Se ha hecho daño —dijo Don.
—Nada, una torcedura, se me pasará.
—Deje que le eche una mano.
Cindy sentía tanto desprecio por las mujeres que flirteaban apoyándose en los hombres a cada oportunidad que ahora, cuando le habría gustado mucho tener una mano que la ayudara a bajar las escaleras (sobre todo la mano de Don), la rechazó por reflejo.
—De verdad, acaben aquí y reúnanse conmigo cuando estén listos, estaré bien.
Don aceptó su palabra, maldición. Pero de hecho Cindy tenía razón: cuando salió al porche, el tobillo ya estaba bien. No dolía. Pero tampoco tenía a Don. Su brazo debía ser musculoso como hierro bajo aquella manga. Podría lanzarme al aire como a un bebé.
Los hombres no tardaron mucho en bajar. Don no perdió el tiempo. Le preguntó si su tobillo estaba bien, pero en cuanto ella le aseguró que sí, fue directamente al grano.
—Si el precio está bien, me merecerá la pena el trabajo. La casa es sólida, pero tengo que quitarlo casi todo y empezar de cero. Así que tiene que quedarme suficiente capital para hacerlo.
—Si necesita tiempo para hacer una estimación… —empezó a decir ella.
—No necesito tiempo. Ya recorrí el perímetro de la casa y conté las plantas y multipliqué los metros cuadrados antes de llamarla. El precio tiene que ser inferior a cincuenta mil.
Ella alzó una ceja.
—¿Debo tomar eso como una oferta?
—Yo no regateo —dijo Don.
—Es la verdad —dijo Jay—. No sabe jugar al poker porque ni siquiera va de farol. Si apuesta una mano, retírese, porque no apuesta a menos que tenga algo seguro.
—Yo no juego al poker —dijo Cindy—. Sólo vendo casas.
—Lo que estoy diciendo es que no digo menos de cincuenta mil para que usted responda que setenta y cinco y luego acordemos sesenta y dos.
—Lo sé —dijo ella—. Está diciendo menos de cincuenta porque si es más de cincuenta no se la queda.
—Si es más de cincuenta tendré que acudir al banco para pedir parte del dinero y luego pagar intereses todo el tiempo que esté trabajando en la casa. Y será casi un año. Es la casa más grande que he reparado jamás. Así que no puedo permitirme pedir un préstamo. En efectivo o nada.
—¿Tiene cincuenta mil en efectivo?
—Dije menos de cincuenta mil.
—Creo que es un error —dijo Jay.
Cindy lo miró, sorprendida.
—¿Quiere decir que la casa no es segura?
—Es segura como un dólar —respondió Jay—. O un yen, o lo que sea. Pero no creo que vaya a recuperar lo que invierta. No en este barrio, ni en este año.
—Si va poner menos de cincuenta mil…
—Pero habrá puesto el doble para cuando haya terminado —dijo Jay—. Más un año de trabajo de un carpintero cualificado. Pongamos que sean ciento cincuenta mil dólares. Y apuesto que no hay nada en este barrio que se venda por más de cien mil.
Cindy le dirigió a Jay su sonrisa asesina. Ahora se había metido de lleno en su campo, así que iba a disfrutar un poco alardeando.
—La verdad es que las casas por aquí están últimamente en la gama de ciento diez-ciento veinte. Y en parte lo que hace que sea tan bajo es esta casa, que rebaja todo el barrio. Además, esta casa es algo especial. Echen un vistazo. La casa de al lado es la cochera de ésta, por el amor de Dios… y es la segunda casa más bonita de la calle. Así que cuando ésta salga al mercado, se venderá por al menos treinta mil dólares más que el resto del barrio. Si encuentra el comprador adecuado.
—Y ahí es donde entra usted, sin duda —dijo Jay. Su cinismo la enfureció.
—Sí, Jay, ahí es donde entro yo. Porque soy al negocio inmobiliario lo que usted a la arquitectura, excepto que puedo hacerlo sin hacer referencias guarras a los miembros del sexo opuesto. Así que cuando sea la hora de vender esta casa, ni siquiera se la ofreceré a alguien que busque una bicoca. Se la ofreceré a alguien que busque una joya y esté dispuesto a pagar una buena pasta. Y si el señor Lark es tan bueno como parece usted pensar que es, le apuesto ahora mismo que el precio de esta casa será de casi doscientos mil dólares.
—¿Quiere apostar? —preguntó Jay.
—Basta —dijo Don—. No uso agentes para vender mis casas. No puedo permitirme la comisión.
—Si yo no encuentro ese precio, no aceptaré una comisión —dijo Cindy.
—Eso no estaría bien. Su trabajo merece el precio. No aceptaré su trabajo si no le pago por él.
—He hecho una apuesta —dijo Cindy—. ¿Son ustedes hombres o qué?
—Aceptaré la apuesta —dijo Jay.
—No tiene nada en juego —dijo Cindy.
—Mi reputación como juez de bienes raíces.
—No tiene ninguna reputación —dijo Cindy—, o habría oído hablar de usted.
Don se echó a reír. Más bien pareció un ladrido, o un par de ladridos. Casi una advertencia. Me hace gracia, pero échese atrás porque sigo preparado para morder en cualquier momento. Pero a Cindy le gustó la risa. O al menos a sus hormonas le gustaron. Furiosa consigo misma, se dio cuenta de que él podría quitarse los zapatos ahora mismo y ella probablemente se excitaría con el olor de sus calcetines. Contrólate, chica.
—No acepto la apuesta —dijo Don—. No soy hombre de apuestas. Pero me pensaré darle una oportunidad. No hasta que vea usted mi trabajo terminado. Ahora mismo está comprando una nube.
—No está comprando nada —dijo Jay—. Los agentes inmobiliarios van a consigna.
—A comisión —dijo Cindy—. Si no conoce la diferencia…
—No nos peleemos —dijo Jay—. Acordemos que no nos caemos bien pero ambos queremos a Don así que tenemos que llevamos bien por él.
¿Qué quería decir con eso? Inmediatamente ella puso su cara de negocios.
—Le diré a mi cliente que su oferta es de cuarenta y seis mil quinientos. Puede que a usted no le guste regatear, pero a él sí. Cuando acuerde cuarenta y nueve, le llamaré para cerrar el trato.
—¿Cree que lo hará? —preguntó Don, sorprendido.
—Sé que lo hará —contestó Cindy. Entonces le dirigió a Jay su sonrisa más estudiada, que sabía que casi lo cegaría con su deslumbrante sarcasmo.
Jay la ignoró y se volvió hacia Don.
—Es tu dinero y tu vida, Don. Si lo llamas vida.
—No lo hago. Pero es la única vida que tengo. —Se volvió hacia Cindy—. ¿Cuándo la llamo?
—Mañana a las cinco y fijaremos una cita para la firma.
—¿De verdad está tan segura? —dijo Don—. Podría cambiar el tipo de arreglo que haga en esa puerta principal.
—¿Arreglo?
Ella tardó un momento en recordar que había entrado en la casa usando una palanqueta.
—Pretendo poner un nuevo pestillo, pero sujeto con una cabeza sin ranura e incrustado para que no pueda abrirse como yo lo hice. O poner un marco y una puerta nueva, que es lo que haré si la compro.
—Ponga la puerta nueva —dijo Cindy.
—¿Y qué pasa si el dueño dice que no? —preguntó Jay.
—Si el dueño dice que no —contestó Cindy—, yo pagaré la puerta.
—Gracias por su ayuda, Cindy —dijo Don—. Me parece que se ha tomado muchas molestias investigando la casa.
¡Se había dado cuenta!
—Así es.
—Tal vez cuando firmemos pueda hablarme más de ese doctor como se llame…
—Doctor Calhoun Bellamy.
Cindy no pudo evitar parecer fría: no le gustaba que se mostraran condescendientes con ella.
—No voy a hacer una restauración, sólo una renovación. No intentaré devolver la casa al estado que tenía cuando él la construyó originalmente.
—No lo pensaba.
—Voy a arreglarla para poder venderla y sacar beneficios. Pero mientras lo comprenda usted, me gustaría que me contara cosas sobre el doctor.
—Eso haré.
Don se llevó los dedos a la frente como para tocar el ala de un sombrero inexistente. Entonces caminó rápidamente hacia su camioneta y se marchó.
Durante un momento Cindy se sintió molesta al darse cuenta de que se había quedado sola con Jay. ¿Pero qué iba a hacer, en realidad?
Y él conocía a Don. Podría responder a algunas preguntas.
—¿Cuántas casas ha renovado ya?
Jay se encogió de hombros.
—Una cada cuatro meses desde… No recuerdo, desde que su esposa murió. ¿Dos años y medio?
—Cuatro meses. ¿Tan rápido es?
—Las otras casas eran más pequeñas.
Sólo entonces captó la referencia a la esposa de Don.
—¿Echa mucho de menos a su esposa?
Jay sacudió la cabeza.
—Tendría que haber dicho ex esposa, al completo con feos litigios por la custodia de su hija pequeña. Ella declaró que Nellie… ésa es la niña… decía que Nellie no era hija de él. Y él declaró que ella era una borracha drogadicta.
—Desagradable.
—Sí, pero él tenía razón en todo. El bebé era suyo. Y la esposa estaba enganchada a cinco drogas distintas cuando estampó el coche en el pilar de un puente. La niña pequeña, por entonces tenía casi dos años, iba en el asiento de seguridad.
—¿Pero no sirvió de nada?
—Podría haberlo hecho, pero el asiento no estaba sujeto al coche. No se puede esperar que una madre piense en todo.
Dios mío —dijo Cindy—. Debió enloquecer de pena.
—De ira, más bien. Al principio pensamos que sería capaz de matarse. Luego temimos que fuera a salir a matar a los jueces y abogados y trabajadores sociales que decidieron que un bebé necesita a su madre y no deberían pronunciarse sobre diferencias de estilo de vida cuando el uso de drogas, después de todo, no se había demostrado en ningún juicio.
—Los bebés necesitan a sus madres —dijo Cindy en voz baja.
—Necesitan buenos padres, a ambos —dijo Jay—. No me haga empezar.
—¿Y si sólo quiero que pare?
Jay la miró, un poco molesto.
—Es usted quien preguntó por Don.
Cindy se volvió a mirar la casa.
—¿Hace estas reparaciones para estar solo?
—Oh, quería estar solo. Algunos de nosotros nos pegamos tanto a él que al final nos dijo que lo dejáramos en paz, prometió no matar a nadie, incluyéndose a sí mismo, si le dábamos espacio para respirar.
—Es bueno tener amigos.
—Sí, bueno, los amigos no son sustitutos de una hija perdida, desde luego. Y allí estaba Don, en bancarrota por los gastos de intentar recuperar a Nellie. Apenas tuvo lo suficiente para enterrarla. Perdió su negocio de construcción. Así que pide un préstamo para comprar una casa en ruinas, un rancho de dos dormitorios que no valía más que una casa móvil. Pero Don es bueno en lo que hace, así que… Aquí está ahora, sin deudas, con dinero en el banco, y ésta es la casa que va a reparar.
—Así que dedica su pena y su soledad a la restauración de hermosas casas antiguas.
—Con las que empezó no eran tan hermosas. Hace usted que parezca romántico.
—Romántico no, pero tal vez sí un poco heroico. ¿No le parece? —preguntó Cindy.
—Supongo que Don piensa que mientras no esté muerto, bien puede hacer esto.
Jay le dirigió entonces una de sus últimas sonrisitas y regresó a su minifurgoneta. Cindy se dirigió a su coche también, sin preocuparle que la casa quedara sin cerrar. Don regresaría para poner una puerta nueva. Era su casa ahora. Ella se aseguraría de eso.
Casi había anochecido ya. Se había levantado viento y asomaban nubes sobre los árboles. El otoño llegaba por fin. El otoño de verdad, no sólo hojas caídas, sino también frío. Lluvia fría. Odiaba el frío pero también lo anhelaba. Un cambio. El final del año. La llegada de la navidad. Recuerdos. Gente que echaba de menos. Melancolía. Sí, eso era, melancolía. Para eso era bueno el otoño.
Pero para un hombre como Don, siempre era otoño, ¿no? Perder a una hija y saber que si un juez hubiera decidido lo contrario, si la ley fuera diferente, tu hija estaría viva.
A menos sabía que había gastado todo lo que tenía para intentar recuperarla. ¿Pero le serviría de consuelo? Cindy lo dudaba. Pensó en su padre. Un hombre pacífico, respetuoso con la ley. Pero trabajaba con su cuerpo, su cuerpo musculoso y poderoso. Y había veces en que ella podía ver que necesitaba recurrir a todas sus fuerzas para no golpear a alguien. Nunca lo había visto pegarle a nadie, pero veía que quería hacerlo, y en cierto modo eso era más aterrador, porque sabía que si alguna vez lo hacía, sería un golpe terrible.
Si Don Lark se parecía en algo a su padre, debía de estar reconcomiéndose por dentro, preguntándose siempre si tendría que haber dicho a la mierda la ley y secuestrado a su hija y dado a la fuga. Aunque lo hubieran capturado, aunque hubiera ido a la cárcel y ella hubiera muerto de todas formas, podría vivir mejor sabiendo que había hecho todo lo posible por salvarla. Los hombres piensan así, Cindy lo sabía. Algunos hombres, al menos. Toman sobre sus hombros el peso del mundo. Tienen que salvar a todo el mundo, ayudar a todo el mundo, cuidar a todo el mundo. Y cuando no pueden hacerlo, no se les ocurre otro motivo para vivir. ¿Era así Don Lark? Probablemente. Un hombre que había olvidado no cómo vivir, sino por qué.