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Vendedora motivada

Hizo falta un poco de investigación (más de la que justificaba la posibilidad de una venta), pero Cindy Claybourne se interesó en el proyecto, así que lo llevó adelante. ¿Por qué había elegido una profesión en la que podía ser dueña de sus horas, sino por tener la libertad de pasar unas cuantas de esas horas haciendo algo por sí mismo, y no sólo por dinero? No tenía ninguna cita esa mañana. Los archivos de la agencia y los archivos de propiedad de las oficinas del condado de Guilford estaban abiertos para ella. Y así empezó a descubrir la historia de la casa Bellamy.

La historia reciente llegó primero. Un propietario que estaba ansioso por vender rápido una propiedad que se deterioraba: los estudiantes que alquilaban los apartamentos fueron avisados de que la casa no estaría disponible a partir de otoño; a mediados de verano, todos se marcharon. Pero no hubo compradores, no al precio pedido. El dueño se mudó a Florida. Al principio telefoneaba de vez en cuando. Pero la agente encargada de la propiedad se trasladó con su marido a Atlanta; la siguiente agente fue despedida por inutilidad general; y el agente que vino después era un tipo impulsivo a quien no interesaban las propiedades que no se vendían rápidamente. Gente de paso. Cindy conocía el tipo, no le gustaban mucho, y lamentaba el daño que los agentes volátiles le hacían a la profesión. Rebañaban el pastel, vendían las casas que cualquier tonto podía comprar, y luego dejaban los proyectos difíciles a agentes de verdad como ella. El resultado era que los agentes más implacables y desvergonzados ganaban más dinero. Qué sistema.

Y la casa Bellamy era un claro ejemplo de lo que podía pasarle a una propiedad que trataban de esa manera. El dueño no quería perder más dinero con la casa arreglándola. Pero tampoco quería bajar el precio. Cada vez que lo bajaba por fin, era demasiado poco y demasiado tarde.

Todo eso fue antes de 1992, cuando Cindy entró en la empresa. Durante años el archivo había permanecido intacto. El dueño, por lo que sabía, podía estar muerto. Así que… lo llamó.

Para su sorpresa, no sólo no estaba muerto, sino que incluso respondió al teléfono.

—¿Ese montón de basura? —dijo el viejo—. Cada año, cuando pago los impuestos, me dan ganas de vomitar.

—Bueno, tengo un comprador potencial.

—Tiene que estar de guasa. ¿La casa no se ha desmoronado? ¿No acabó con ella el huracán Hugo?

—Todavía está en pie.

—Bien, noventa mil dólares y ni un céntimo menos.

—Ya bajó usted el precio a ochenta y cuatro mil novecientos en el año 89.

—¿Eso hice?

—Y no se vendió entonces a ese precio.

—¡Ya lo sé, ya! No me diga cuál es mi negocio. ¡Es una propiedad valiosa!

Con una sonrisa en la voz, Cindy ignoró su advertencia.

—Una propiedad vale lo que están dispuestos a pagar por ella. Si nadie paga, entonces vale lo que produce la tierra. Si no produce nada y nadie paga por ella, entonces la propiedad no vale nada.

—¿Está decidida a insultarme diciéndome lo que ya sé?

—Lleva usted diez años ya pagando impuestos por esa casa, sin ganarle nada y sin acercarse a una venta. ¿Quiere venderla o quiere llevársela con usted cuando se muera?

Durante un momento a Cindy le pareció que el hombre iba a explotar, tan furioso estaba. Lo dejó hablar sobre su mala educación y su estupidez durante unos quince segundos. Luego colgó el teléfono y dio un sorbo de la botella de Poland Spring que tenía sobre la mesa. Un minuto. Miró el News and Record, pasó al crucigrama, se entretuvo con él unos dos minutos, y luego cogió el teléfono y marcó rellamada.

—Me ha colgado —dijo él.

—¿Era usted? —dijo ella—. Me pareció que no quería vender la propiedad. ¿Pero por qué demonios una persona así estaría hablando con una agente inmobiliaria?

El hombre se rió sin ganas.

—Es usted muy graciosa.

—En realidad no —dijo Cindy—. Es que no me importa. No me llevo una comisión si se enfada y me despide como agente. Pero claro, tampoco me llevo comisión si la propiedad de queda allí tirada porque el dueño tiene una visión completamente irreal de su valor.

—Bien, ¿cuál cree que es su valor?

—Creo que el valor es lo que ofrezca el comprador.

—¿Está loca? ¿Va a aceptar la primera oferta?

—No entremos en el tema de quién está loco o no —dijo Cindy—. Seamos realistas. No han preguntado por esa casa desde hace años. Cada semana que espera usted para venderla, menos valor tiene. Por lo que sé, el único interés de este cliente es derribarla y construir algo nuevo en el solar.

—¿Una casa antigua tan preciosa como ésa? ¡Sería un pecado!

—No peor que dejarla morir lentamente, como está usted haciendo.

—Muy bien, voy a decirle una cosa. Baje el precio lo que quiera por debajo de ochenta mil. Pero por cada mil que rebaje, su comisión bajará un tanto por ciento.

—Tengo una idea mejor. Mi comisión en esto serán ocho mil dólares, no importa qué precio reciba por la casa.

—¿Qué? ¿Está usted loca?

—No para usted de preguntarme lo mismo —dijo Cindy—. Pero es usted quien decidió empezar a cambiar las reglas sobre las comisiones. Así que lleguemos a un compromiso y ciñámonos al acuerdo original sobre mi comisión. ¿Qué me dice?

—Menos mal que soy un caballero, o le diría a la cara lo que estoy pensando.

—Cuando reciba su cheque y deje de tener que pagar impuestos por esa casa vacía, entonces lo que pensará de mí es que soy una agente cojonuda que por fin hizo lo que ningún otro agente ha logrado hacer: librarlo de esa casa. Puede que incluso se dé cuenta de que el principal obstáculo que tuve que superar fue un dueño testarudo que no tiene ni idea de cómo está el mercado inmobiliario en Greensboro.

—¿Cómo sé que no es usted la compradora? ¿Cómo sé que no va a bajar el precio para engañarme?

—Le diré cómo lo sabe usted. Porque cuando empieza a insultarme no estoy dispuesta a soportarlo.

Y una vez más le colgó.

En la mesa de al lado, Ryan Bagatti le sonrió.

—Me muero de ganas de ver la cinta motivacional que te enseñó esa técnica. Sean Penn y Zsa Zsa Gabor en el video ¡Puede usted ganar millones en el negocio inmobiliario colgándole el teléfono a los clientes!

—Eh, al menos no lo he abofeteado.

—No estoy seguro de que no tenga un moratón por la forma en que le has hablado.

Cindy se echó hacia atrás el pelo, indiferente.

—¿Qué me importa el dinero y las comisiones? La pobreza es buena para el alma. El paro es la forma que tiene el capitalismo de hacer que plantes un jardín.

Sonó el teléfono. La recepcionista le dijo quién era. Alegremente, Cindy le chasqueó la lengua a Ryan y aceptó la llamada.

—Hola —dijo.

—Haga lo que sea necesario para vender la maldita casa —dijo el dueño.

—¿La comisión según nuestro acuerdo?

—¡Quédese con todo el precio de compra, pero quítemela de encima!

—Haré lo que pueda, señor.

—Y no se atreva a meterme coba con lo de «señor». No es usted una dama, jovencita. ¡Espero que se dé cuenta!

—Lo sé, señor, y gracias por ayudarme a dar otro salto adelante en mi búsqueda del descubrimiento de mí misma.

—No lo deja correr, ¿eh?

—Es mi cualidad más apreciada —dijo Cindy—. Cuando uno se acostumbra.

—Será mejor que vea resultados.

—Que tenga un buen día.

Esta vez Cindy colgó tranquilamente, y se volvió para sonreírle a Ryan.

—Te has salido con la tuya sólo porque eres mujer —dijo Ryan.

—Tuve que hacerlo porque soy mujer —respondió Cindy—. Si hubiera sido un hombre, habría escuchado seriamente mi consejo sin tener que montar el numerito.

—Te pones muy guapa cuando te da la vena feminista —dijo Ryan.

—Y tú eres realmente atractivo cuando te acuerdas de que estás casado.

—Para mi esposa, no.

—Bueno, ella sabrá.

Cindy tenía unas cuantas horas por delante y la casa la intrigaba. El archivo decía que la construyó en 1874 un tal doctor Calhoun Bellamy. Siempre le gustaba contar a los clientes potenciales la historia de una casa, aunque sólo tuviera unos pocos años de antigüedad. A ellos les gustaba saber que una mansión fue construida por un ejecutivo de Jefferson-Pilot, por ejemplo, o que una casa modesta fue construida por una de las fábricas textiles como alojamiento asequible para sus empleados. Eso les daba una sensación de conexión con el lugar, una historia que contar a sus amigos. Lo más importante de todo, les hacía sentir que la casa tenía cierta personalidad y conectaban con ella. Era imposible saber si eso finalmente les ayudaba a decidirse a comprar, pero no podía hacer daño, ¿no?

Así que se dirigió a las oficinas del condado y pasó un par de horas buscando los archivos pertinentes y examinando todas las transacciones. No había muchos compradores. El doctor Bellamy y su esposa vivieron en la casa hasta que ambos murieron en 1918. ¿Por la epidemia de la gripe? Sus hijos trataron de conservarla, al parecer, hasta 1920, pero entonces la vendieron por nueve mil dólares. Un precio muy bueno en aquella época. Después de eso la casa fue no residencial durante un tiempo, significara aquello lo que significase, y a mediados de los años treinta fue un casero tras otro alquilando apartamentos cada vez más pequeños a inquilinos cada vez más pobres.

Aburrido. Era la familia Bellamy la que interesaría al comprador. Y por eso Cindy cruzó la calle hasta la biblioteca principal y buscó los microfilmes de los periódicos de la época. No había ningún índice, pero sabía qué páginas quería: los ecos de sociedad. En efecto, había noticias sobre los Bellamy continuamente. Les encantaban las fiestas. Veladas, bailes, recepciones casi semanales, a veces dos o tres en la misma semana. Y aparentemente había que tener auténtico caché para recibir una invitación de los Bellamy. Las intensas celebraciones continuaron hasta principios de siglo, pero luego se convirtieron en un baile y una recepción anual. Bueno, eso le permitiría contarle al comprador que la casa Bellamy fue el sitio de moda de la alta sociedad de finales del siglo XIX.

Le dolían los ojos de mirar los microfilmes. Como siempre después de una de esas maratones de investigación, se burló de su propia obsesión. ¿Cómo podía una agente inmobiliaria esperar de verdad ganarse la vida si se tomaba el día libre? Este comprador parecía ansioso, el vendedor le había dado carta blanca en el precio, ¿por qué tenía que investigar cuando el trato estaba prácticamente hecho?

Porque amaba las casas, por eso. Amaba las casas y a la gente que vivía en ellas y los barrios que crecían de la nada y albergaban familias e hijos. Cindy consideraba que las casas eran el tronco del árbol, y las personas las hojas que brotan de ellos hasta que el barrio está abarrotado. Entonces las hojas envejecen y caen, el barrio se deteriora, pero el tronco permanece, hasta que otra generación de hojas pueda crecer y desarrollarse.

Casi nunca le decía esto a nadie, claro, porque la miraban como si estuviera loca o se burlaban de ella como había hecho Ryan. Y tenían razón. Pero no tenía intención de cambiar de costumbres ni de forma de pensar. Si no podía ser ella misma vendiendo bienes raíces, entonces los bienes raíces podían venderse ellos solitos.

Don Lark llegó a su cita con cinco minutos de antelación. Cindy supo de inmediato que debía de ser el hombre que había llamado desde la cabina, y no sólo por sus ropas de trabajo y su pelo despeinado. Entró y echó un vistazo en derredor y no dijo nada cuando la recepcionista le preguntó en qué podía ayudarle. Ni siquiera mostró signos de haberla oído, al menos durante unos instantes. Sólo cuando divisó a Cindy mirándolo desde su mesa al fondo de la sala se volvió hacia Leah y le dijo algo. Desde su mesa de recepción, Leah apuntó con una uña pintada a Cindy y el hombre asintió y Cindy pensó: No le importa causar buena impresión. No se apresura a congraciarse con la gente. Se toma su tiempo calibrando una situación y luego encuentra la forma más directa de llegar a su objetivo.

Cindy no tenía en realidad ninguna estrategia para tratar con gente como él. Los que iban de simpáticos requerían que se mostrara visiblemente impresionada con ellos, los ooh y aah sobre su gusto y juicio. Los tipos duros, por otro lado, habrían ignorado por completo a Leah y se habrían encaminado directamente hacia la mesa de Cindy tras localizarla. Con ésos trabajaba a la contra, diciéndoles por qué la casa que quería que compraran no estaba dentro de su gama de precioso, o tenía un montón de extras que no querían pagar. Cindy no contaba estas estrategias de venta como hipocresía. La gente que buscaba casa se exponía emocionalmente, y lo que Cindy hacía era alimentar su necesidad. Si alguna vez hacía un video motivacional, ésa sería la frase que emplearía. Alimenta su necesidad.

Este hombre, sin embargo, era del raro tipo que sabía lo que quería pero no tanto como para exigirlo o suplicarlo o lastimar a nadie en el proceso de conseguirlo. Lo cual significaba que todo lo que ella podía hacer era mostrarle la casa y responder a sus preguntas y, si decidía que quería comprar, ayudarle a llegar a un acuerdo. No había ninguna estrategia. En vez de tratar con su niño interior, podría hablar directamente con su adulto interior. Esos clientes rara vez aparecían, pero ella siempre se alegraba cuando lo hacían.

Así que su sonrisa fue genuina cuando se levantó y le ofreció la mano y le dijo su nombre.

—Don Lark —respondió él. Su apretón de manos fue firme pero breve—. Esa casa de Baker.

—¿Su coche o el mío? —preguntó ella.

—Que cada uno lleve el suyo.

Cindy miró a Ryan, que meneó la cabeza y puso los ojos en blanco. La teoría de Ryan era que si alguna vez un cliente se negaba a viajar en el mismo coche contigo, era que no iba a haber ninguna venta. La teoría de Cindy era que significaba que tenían que ir a algún sitio después y no querían tener que regresar a la agencia inmobiliaria.

—Bien —dijo Cindy—. Pero tengo que advertirle: encontré una llave que creo que es la de la cerradura, pero el archivo lleva tanto tiempo inactivo que no estoy segura de que sea la adecuada o que aún funcione siquiera.

Don asintió.

—Si no encaja, ¿qué va a hacer?

—Llamar a un cerrajero, supongo.

—Vamos —dijo él.

Cindy estaba segura de que si la llave no encajaba, él abriría la puerta antes de que pudiera llamar a un cerrajero. Pero no lo dijo ahora mismo porque eso llevaría a una discusión innecesaria. Naturalmente, asumía que ella se pondría a discutir con él sobre leyes y reglas y daños a la propiedad del cliente. Bueno, también podía ser paciente, y dejarle averiguar que no tenía los miedos y pasiones típicos de los burócratas cuando llegaba la ocasión.

Mientras subía a su Sable, ostentosamente modesto entre los BMW y los Lexus, advirtió que aunque la camioneta de él parecía en efecto que se usaba para trabajar de verdad, el motor arrancó con suavidad y firmeza. Eso reafirmó su impresión sobre él: No le importa qué aspecto tienen sus herramientas, pero se asegura de que funcionen a la perfección. Y por primera vez la idea pasó por su mente: No puede estar casado si no tiene teléfono.