Redescubrimiento
1997
La casa Bellamy envejeció junto con el barrio de College Hill. La prosperidad del siglo XIX llenó esas calles de mansiones grandes, extravagantemente decoradas. Pero cuando llegó la Primera Guerra Mundial, los ricos construían ya sus mansiones cerca del club de campo de Irving Park, y College Hill inició su largo y lento declive. Mientras que las ancianas viudas siguieron viviendo en las casas que les construyeron sus maridos ricos, otros hogares quedaron vacíos y fueron comprados por empresarios que se dedicaron a alquilarlos. Pronto algunos fueron redivididos en apartamentos, con cocinas y cuartos de baño añadidos donde cupieran. Y a medida que el declive fue en aumento, los alquileres cayeron hasta que los estudiantes de la creciente universidad pudieron permitírselos.
Ése fue el final del barrio. Al principio los estudiantes fueron todos damas jóvenes y por tanto civilizadas, pero no importaba lo refinado de sus modales, eran gente de paso, y las casas no les pertenecían. Entonces llegó el final de la segregación, y la facultad femenina se convirtió en la Universidad de Carolina del Norte en Greensboro. Fraternidades y hermandades femeninas engulleron las mejores casas cerca del pujante campus. Las demás casas fueron divididas en apartamentos aún más pequeños, con estudiantes apiñados hombro con hombro, o eso parecía. No les importaban nada los patios; a los caseros parecían importarles todavía menos.
Todas estas cosas pasaron en la casa Bellamy, incluyendo un breve intento como hermandad femenina a principios de los años sesenta. Pero cuando el aburguesamiento llegó al barrio a principios de los ochenta, pasaron la casa Bellamy por alto. En 1987 el viejo casero se mudó a Florida, y con la vana esperanza de que dejarla vacía ayudara a venderla, dejó de alquilar habitaciones. Rápidamente se convirtió en un edificio abandonado, cubierto con tablones, víctima de vándalos, el césped convertido en hierbajos y sólo segado un par de veces al año. El cartel de SE VENDE permaneció allí plantado tanto tiempo que la pintura roja desapareció por completo; luego se cayó durante una tormenta y nadie volvió a levantarlo. Nadie quería la casa, tanto la habían deformado cuando la dividieron en apartamentos. Nadie quería tampoco los terrenos, con su emplazamiento en una esquina y un barranco en el patio trasero. El casero se olvidó de que era dueño de la propiedad.
Y, para hundir aún más la casa, la cochera y las habitaciones de los criados de al lado permanecieron en buen estado. Convertida desde hacía tiempo en una residencia, la cochera era vieja pero estaba bien atendida, y el césped estaba bien recortado. Parecía florecer mientras la casa Bellamy se marchitaba.
Hasta aquel día de agosto de 1997 en que Don Lark pasó con su camioneta Ford roja algo desvencijada, y luego dio la vuelta y pasó a echarle otro vistazo. Aparcó en Baker Street, se bajó de la camioneta, y caminó hasta la casa, calibrándola. Encontró el cartel caído de SE VENDE, le dio la vuelta, y anotó el nombre y el número de la agencia inmobiliaria.
La empresa había cambiado de nombre dos veces desde que se cayó el cartel, pero el número de teléfono seguía siendo el mismo. Desde la cabina del Bestway en Walker, Don le explicó a la mujer al teléfono que el único cartel de SE VENDE de la propiedad tenía el número de su agencia.
—Lo siento, pero no tenemos una lista activa para esa dirección.
—¿Y una lista pasiva?
—Me temo que no entiendo lo que…
—No me importa quién la tiene en lista, señora. Son ustedes una agencia inmobiliaria, ¿no? Y las agencias inmobiliarias pueden buscar quiénes son los dueños de las propiedades y decirle a los compradores, o sea, a mí, quién es el dueño y si quiere vender y por cuánto. ¿Le suena familiar algo de esto?
—No tiene por qué ponerse así, señor.
—Lo siento, no pretendía ofenderla, señora. Sólo quiero informarme sobre esa propiedad y no fui yo quien pintó su número de teléfono en el cartel.
—Espere, por favor.
Esperó. Tuvo que meter otra moneda de cuarto de dólar, así que esperó un rato. Y luego otra mujer se puso al teléfono.
—Al habla Cindy Claybourne, ¿puedo ayudarle?
—¿Es usted agente inmobiliaria?
—Eso espero. —Era una voz alegre, que agradeció oír.
—Me llamo Don Lark, y me interesa una propiedad en ruinas que hay en la esquina de Baker y Motley. El cartel de SE VENDE tenía su número de teléfono escrito, pero era viejo y se cayó hace mucho tiempo. La recepcionista dijo que no tenían la casa en lista. En una lista activa, al menos.
—Bueno, parece un misterio.
Don recordó al reverendo Gardiner de su infancia, que solía responder a sus interminables preguntas diciendo: «Bueno, supongo que es un misterio».
—¿Necesitaremos un mensajero divino para resolverlo? —preguntó, sonriendo.
—No, más bien a Sherlock Holmes. Con mucho gusto le buscaré esa propiedad. ¿Puede darme su número?
—Podría si tuviera uno.
—¿Un número de empresa entonces?
—Como decía, soy un comprador legítimo, con dinero en el banco, no se preocupe por eso, lo que pasa es que no tengo teléfono. Así que tendré que llamarla o pasarme a verla.
—Cada vez más y más misterioso —dijo ella—. ¿Mañana por la tarde a las cinco? ¿Aquí en la oficina?
—¿Dónde es aquí?
Ella le dio la dirección. Don le dio las gracias y colgó. Luego volvió a la camioneta y regresó a la casa Bellamy.
Don Lark no veía lo que la mayoría de la gente veía al mirar la casa de ensueño de Calhoun Bellamy. El patio cubierto de matorrales, la pintura descascarillada por el tiempo, las ventanas cubiertas por tablones, las pintadas a medio tapar eran casi invisibles para él. Lo que veía era un tejado bastante bueno, casi milagrosamente bueno, considerando el obvio deterioro de la casa. Eso significaba que el interior no tenía por qué estar empapado y estropeado. Y ni el tejado ni el porche se habían hundido, lo que indicaba una estructura recia sobre unos cimientos sólidos. Era una casa fuerte.
Recorrió de nuevo la propiedad, buscando signos de termitas, grietas que hubiera que sellar, e información práctica sobre las conexiones de luz y agua. Una rampa para carbón en la parte de atrás le informó de dónde estaba el callejón de reparto; en cuanto a la antigua caldera de carbón, Don supuso que seguiría en el sótano (¿quién podría mover semejante monstruo?), pero que no se utilizaba desde hacía al menos cincuenta años. Y estaba bien así. No había razón para sentir nostalgia por los viejos tiempos del carbón. En una casa que Don había reparado unos cuantos años antes, sintió curiosidad, trajo un puñado de carbón, y encendió la caldera. Además de manchar todo de negro cuando consiguió arrancarla, una sorprendente can dad de hollín salió por la chimenea. Los copos que caían parecían ceniza del monte St. Helen. No era extraño que la gente hubiera dejado de utilizar carbón en el momento en que tuvo a su alcance calefacción por gas o aceite. Este material hacía que los humos de los coches parecieran limpios y saludables.
Cuanto más miraba la casa, más le gustaba. Los acabados de la madera estaban hechos con gusto y, a pesar de la pintura gastada, habría que cambiar muy pocos. Donde un tablón o dos se habían ajado o caído de las ventanas, pudo ver que el cristal original seguía intacto todavía. ¿Dónde estaban los niños del barrio con sus piedras? Al parecer terminaron de colocar los tablones antes de que los vándalos pudieran ponerse manos a la obra. El trabajo que esa casa requería era enorme, pero merecía la pena. Quien construyó ese lugar había usado solamente los mejores materiales, y los obreros lo habían tratado como una obra de amor. Restaurarlo a su antigua gloria sería un trabajo duro e intenso, de meses y meses. Pero cuando terminara, la casa sería magnífica.
Quiero este sitio. Don odiaba tener que admitirlo: sabía que probablemente pagaría más de lo que valía. Pero claro, después de tantos años de descuido, era posible que el dueño se alegrara de quitarse la casa de encima. El precio podría ser lo bastante bajo para Don: tal vez podía pagarlo en efectivo en vez de pedir un préstamo al banco. Con su última reparación había ganado casi cien mi dólares. Si la casa le salía por menos de cincuenta mil, le quedaría suficiente para materiales, la subcontrata ocasional, y sus propios gastos controlados durante el año que tardaría en renovarla. Se acabaron los préstamos, se acabaron los bancos, se acabó el dinero tirado por la alcantarilla de los intereses.
Y entonces, como siempre cuando empezaba a sentirse bien, recordó un par de ojos que nunca verían esa casa, un par de pies que nunca recorrerían sus suelos y escaleras, una voz que nunca se oiría llamándolo desde las cavernas de alto techo de las habitaciones o desde el exterior del patio recién reparado.
Regresó a la camioneta. Empezaba a anochecer. Se dirigió a un apeadero en la I-40, pagó un par de dólares por una ducha, comió una cena de porquería en el restaurante, y durmió en la trasera de la camioneta, acostado entre sus herramientas.