HISTORIA DE UN HALLAZGO
A pesar de que se cumplen más de setenta años desde que estalló la guerra civil y de que en las últimas décadas los esfuerzos de los investigadores por arrojar luz sobre esos hechos se han redoblado, todavía existen aspectos llenos de sombra, cuyo esclarecimiento no sólo depende del rigor de la investigación sino también de la fortuna. Tal es el caso que nos ocupa.
Mi interés por el estudio de la violencia revolucionaria y mis investigaciones sobre el expolio del patrimonio cultural en la retaguardia republicana durante la guerra civil me han proporcionado, a lo largo de los años, una visión si no completa, razonablemente amplia de la complejidad y las contradicciones que afectaron al bando republicano durante la guerra y los años que la precedieron.
La consulta de fuentes documentales, la investigación bibliográfica, los recursos, en definitiva, que todo investigador utiliza para acercarse a su objeto de estudio me habían permitido alcanzar ese conocimiento. Pero fue lejos de la biblioteca y los archivos donde encontré la información más preciada que un investigador pueda soñar: el testimonio directo de uno de los implicados en los hechos. O mejor dicho, el doble testimonio de un patrullero de la FAI y de su ayudante.
La investigación y la fortuna me llevaron al encuentro de Mauricio B., un apacible anciano que compartió conmigo sus turbulentas vivencias de juventud como ayudante de las patrullas de la FAI. Con generosidad, me hizo partícipe de su historia: había nacido en 1922 en Barcelona, en el distrito de Sant Martí de Provençals, antiguo pueblo integrado en la ciudad. Se había formado en el Ateneo Obrero Martinense, una entidad cívica con una directiva que primero fue trotskista y luego comunista estalinista. Funcionaba como un centro laico normal, progresista pero académico, en el que se organizaban actos culturales sin connotaciones políticas, pero sí nacionalistas, a través de una cooperativa escolar. Al inicio de la República fue inscrito en un colegio llamado Cataluña, dirigido por un fanático religioso, de donde salió en breve para ingresar en el Instituto Escolar, a cuyo frente se hallaba Josep Vila, un catalanista.
En un contexto de creciente tensión política vivió los años de infancia y adolescencia trabajando de aprendiz en el taller mecánico de su padrino José S. Desde el levantamiento militar de julio del 1936, hasta el verano de 1937, y con catorce años, Mauricio fue compañero de su padrino en las acciones de los patrulleros anarquistas. En ese momento su padre le encontró un trabajo en el Centro Cooperativo de Pescadores de la Barceloneta. Allí vio caer las bombas que arrojó en octubre de 1937 la aviación fascista sobre el barrio y allí vivió la caída de la República y el triunfo franquista. Tras la guerra, Mauricio permaneció en España y llevó una vida discreta pero sin dificultades económicas. Su único vínculo con el pasado lo constituía la correspondencia con José, su padrino, exiliado en Londres, de quien había sido ayudante durante la guerra.
José no era familia directa de Mauricio, pero fue más que su padrino, alguien a quien admiraba y respetaba. Había sido compañero de escuela y fiel amigo de su padre. Ambos se habían criado en el Penedès y emigraron en tiempos de la gran guerra a Barcelona. A José lo enviaron a hacer el servicio militar a Marruecos. Allí participó en la guerra colonial y se inició en el uso de las armas y la violencia. Licenciado en el año 1917, trabajó de mecánico en los talleres de la Hispano Suiza durante diez años. Con las huelgas de los años 20 entró en contacto con el anarquismo y se afilió a la CNT. Al constituirse los grupos clandestinos de acción directa de la FAI, entró a formar parte como mecánico, conductor y encargado de arreglar armamento. Vivió aquellos años de ideales anarquistas participando en atentados, era partidario de la acción armada y recelaba de todos los políticos, incluidos los republicanos. En los años previos a la Exposición Universal de 1929, trabajó de transportista y finalmente alquiló un taller en el Pueblo Nuevo para reparar vehículos por cuenta propia, con la ayuda Mauricio, que ejercía de aprendiz. Este local también servía de almacén de la FAI.
Cuando estalló la guerra, se puso a disposición de los Comités de Defensa Confederal que, capitaneados por Durruti y García Oliver, entre otros, fueron los encargados de dirigir las acciones claves para combatir a los militares rebeldes. Éstos le encargaron la tarea de conducir uno de los camiones confiscados; así, mientras la mayoría de los anarquistas luchaban por las calles, el grupo de José iba a las iglesias y conventos para requisar las piezas religiosas de más valor que, en teoría, habían de usarse para conseguir dinero y comprar armas para la causa revolucionaria.
Decapitado el alzamiento militar, José fue adscrito como conductor y Mauricio como ayudante en las patrullas del Comité de Investigación de la FAI, encargadas de practicar detenciones, registros y confiscaciones en casas de sospechosos por toda Barcelona entre agosto de 1936 y mayo de 1937, momento en que los comunistas estalinistas y republicanos, en el poder, se hicieron cargo del orden público y decidieron desmantelar las Patrullas de Control y arrancar todos los núcleos de poder de la FAI. Hasta aquí, Mauricio fue compañero de su padrino en las acciones de los patrulleros anarquistas.
En 1938, cuando los anarquistas estaban perseguidos por los comunistas y con la amenaza inminente de los fascistas, José empezó a planear su exilio. Con la ayuda de un brigadista inglés, consiguió sacar del país, de manera clandestina, bastantes cajas llenas de piezas de valor requisadas en las iglesias o en casas de la burguesía. José las había guardado en su taller y empezó a enviarlas a Londres para vender su contenido.
En enero de 1939, José desapareció y Mauricio y su familia no supieron de él hasta que escribió desde Londres, lugar en el que empezó una nueva vida junto a su compañera sentimental, Lilianne. Las cartas que enviaba y los viajes que Mauricio realizaba para visitarle a Londres fueron el único contacto entre Mauricio y José hasta la muerte de éste, en 1974.
Gracias a Mauricio pude tener acceso a una riquísima documentación sobre las actividades de las patrullas anarquistas en la Barcelona de la guerra civil. Entre los papeles de su padrino se hallaban largas listas con direcciones y nombres de las casas en las que se realizaban registros y detenciones; había asimismo inventarios de bienes requisados, pertenecientes a iglesias o a familias adineradas de Barcelona, muchos de los cuales José había sacado fuera de España tras la derrota del anarquismo. Una parte de esa documentación se hallaba todavía en su piso de Londres.
Pero en medio de tantos documentos y libretas, un elemento brillaba con luz propia por encima de los demás: un cuaderno de tapas negras en el que José había escrito, a lápiz y con su vacilante ortografía, ya en el exilio londinense, la crónica atroz de esos años. El diario de un patrullero de la FAI, armazón fundamental de toda esta historia y prueba indiscutible de la veracidad de todo lo que Mauricio me fue contando. Ese diario se reproduce íntegramente aquí, como apéndice a las presentes páginas, en las que su información y la que aportan los restantes documentos se articulan de forma narrativa, para gozar así, en la medida de lo posible, de una perspectiva de conjunto. El final de la historia y los detalles precisos sobre cada uno de estos puntos se ofrecen en su debido lugar, y se dejan sobre todo para la conclusión de esta crónica.
He aquí, pues, un testimonio doble: el de José, a través de su diario, y el del propio Mauricio, joven compañero de José en muchas de las acciones que acometieron durante la guerra civil. Ambas voces se hacen presentes en este relato, que no sólo ha querido dejar constancia de los hechos sino también captar el clima mental colectivo de una época, las razones de unos y otros. Espero que la suma dé la medida del torbellino colectivo en que tantos hombres y mujeres se vieron envueltos durante los trágicos años de una contienda despiadada.