XIII

HACIA LONDRES

José se había quedado solo, acobardado, cansado, sucio y con escasas pertenencias: la ropa que llevaba puesta, el abrigo de pana, una mochila, un hatillo, con una manta en la espalda, una maleta en la mano y una cartera de piel con la documentación. En la mochila y en la maleta llevaba, evidentemente, los numerosos objetos de valor y las joyas que tanta falta le harían para llegar a Londres. Con él, eran miles los fugitivos que se dirigían a la frontera, totalmente indefensos y sin ninguna garantía, pues el gobierno de la República no había previsto la situación crítica que se iba a producir y el gobierno de Cataluña tampoco se encontraba en condiciones de ayudarlos.

Por fin llegó al paso fronterizo, con un alambre espinoso al pie de un cartel donde ponía FRANCIA; justo allí se creó un campamento para los refugiados, al raso, sólo abrigados con mantas. La cantidad de gente que se acumuló hizo la situación insostenible y obligó al gobierno francés a cambiar de política y abrir la frontera el 27 de enero de 1939, primero sólo a las mujeres y los niños; después, al resto. José pisó por fin las tierras del Rosellón.

Su objetivo era ir hasta Perpiñán, y como tenía todos los papeles en regla, además del permiso inglés de trabajo que Steve le había proporcionado, José consiguió pasar todos los controles. En cambio, los que no tenían documentos oficiales fueron trasladados e internados a la fuerza en los campos de refugiados de las playas de los pueblos del Rosselló de Argelers, Sant Cebrià, Barcarès, Gurs, Setfons, Agde, Ribesaltes, Vernet y otros. Aquellos centros eran simples rectángulos de diversos kilómetros, instalados en playas, cerrados con alambradas, con alambre electrificado por tres de los lados; el otro, estaba abierto al mar. En principio, se utilizaban las mantas como tiendas de campaña y más tarde se fueron construyendo barracas hechas de madera y cañas.

El destino de los fugitivos fue desigual. Muchos volvieron a España al cabo de unos meses, después de pasar por una serie de obstáculos para conseguir salir de los campos de refugiados. Otros salían cansados y desesperados para ponerse al servicio de las compañías de trabajadores. Otros no tuvieron la misma suerte y con la invasión de Francia por parte de los alemanes acabaron luchando contra el fascismo, al que ya se habían enfrentado antes, o hechos prisioneros en los terribles campos de concentración.

Cuando llegó a Perpiñán, José cambió unas cuantas joyas y algún otro objeto de valor por un buen puñado de francos y una buena comida. Se gastó el dinero comprándose ropa y zapatos nuevos, y bajo la apariencia de un ciudadano francés honrado tomó el primer tren hacia París. En cada estación en la que el tren se paraba, camino de la capital, detenían a los refugiados sin papeles. Él, mostrando los permisos de residencia y trabajo, consiguió llegar a París. Su llegada coincidió con la de muchos exiliados en sus mismas condiciones. Muchos de ellos con autorización para trasladarse a México, preparadas por el Servicio de Evacuación de los Republicanos Españoles, que se acababa de crear en París, en la calle Saint Lazare, para ayudar a emigrar a otros países a los exiliados en Francia.

En el Servicio de Evacuación le hicieron firmar una hoja que le comprometía a considerar ese servicio como el único medio con capacidad para administrar los fondos recibidos de la Solidaridad Internacional Antifascista, y declaraba no tener ninguna relación ni recibir ningún otro fondo de ninguna otra organización similar. Allí se ocuparon de los trámites con la embajada inglesa para obtener los papeles necesarios para viajar a Inglaterra. Así pues, sólo le quedaba ir hasta el puerto de Le Havre, desde donde embarcó a bordo del Hood hasta el puerto de Southampton, y desde allí viajó hasta Londres. No sabía inglés ni cómo funcionaba la sociedad británica, y se sentía un intruso. Por eso, una de las primeras cosas que hizo al llegar a la capital británica fue reunirse con Steve.

El reencuentro fue emotivo. En Londres sólo se hablaba de los fusilamientos y las matanzas de civiles que hacían los nacionales en España, y Steve ya había empezado a dudar de si volvería a ver a José. Éste se instaló, inicialmente, en una pequeña habitación en el taller de su amigo inglés. Como aún tenía que legalizar su situación, al cabo de unos días se dirigió a la Metropolitan Police Aliens Registration Office, donde para obtener la carta de residencia tuvo que presentar su nombre completo, la fecha de nacimiento, la fecha de llegada al Reino Unido, un historial de trabajo, su nueva dirección y unas fotografías. La documentación, escrita en un idioma que desconocía, le otorgaría al cabo del tiempo la condición de ciudadano británico, al mismo tiempo que lo convertiría en un expatriado.

Con frecuencia le llegaban tristes noticias de compañeros y conocidos que iban renunciando a rehacer su vida en otro país. El recelo y la añoranza les hacía regresar antes de tiempo, convencidos de que no corrían ningún peligro. Esta imprudencia costó la vida a muchos hombres, o muchos años de cárcel. La prensa española de la época se expresaba en términos como éstos:

¡Por los caídos en Barcelona! ¡Por las madres, esposas, hermanas y novias sacrificadas al bárbaro y satánico odio marxista! ¡Por los fusilados en las carreteras catalanas, cuyos cadáveres, horriblemente desfigurados por la ferocidad de los tigres de Eroles y secuaces forajidos que integraban las fatídicas Patrullas de Control, aparecían cada madrugada, matizando de sangre inocente las cunetas y los márgenes de los caminos! ¡Por aquellas víctimas inmoladas anónimamente, muchas de las cuales duermen en el fondo de insondables pozos! ¡Por cuantos sufrieron martirio, persecución y detenciones en las cárceles rojas!

Al cabo de poco, José y Steve empezaron a hablar de los numerosos paquetes enviados desde Barcelona. Había llegado el momento de recuperarlos y, por la noche, intentando hacer el mínimo ruido posible, fueron derribando la pared que Steve había construido al fondo de su taller, hasta que aparecieron todos los paquetes intactos, aún con los albaranes de transporte colgados. Se lo repartieron y pese a la muerte de Tomás, Steve se negó a recibir más parte de la que habían pactado. También le procuró un piso que había en el otro extremo de la ciudad para que se mudara con todo el material requisado, incluida la parte de Steve. Inmediatamente acordaron que venderían una parte del material para pagar los gastos del piso y que el resto lo esconderían y lo irían vendiendo con el tiempo.

Empezaron vendiendo algunas joyas a anticuarios, restauradores o algún coleccionista que encontraban en las casas de subastas. Se movían por distintas ciudades para vender las piezas y conseguir dinero. El hecho de trabajar juntos en el taller de Steve les daba mucho margen de maniobra. Siempre salían con las excusa de ir a reparar o llevar algún vehículo. El dinero que sacaban les servía para vivir, mejor que peor. Pero pronto las cosas se volvieron a complicar.

En 1940, la guerra que había empezado en España se extendió por toda Europa y, al cabo de poco, prácticamente por todo el mundo. Pronto Inglaterra se vio seriamente amenazada. En Londres los bombardeos fueron dramáticos. La metrópolis inglesa se convirtió en una ciudad mártir, como antes lo habían sido Granollers, Barcelona o Gernika, y en la capital de la resistencia contra la tiranía.

A menudo, Steve y José iban a comer al restaurante Madrid, donde trabajaba de camarero Salvador Castelos, cuya tía, Antonia Castelos, era amiga de José. Ella había sido dirigente de la FAI en Calella y vivía exiliada en la ciudad francesa de Toulouse. El restaurante estaba en los bajos de un bloque de pisos en el centro de Londres, cerca del Covent Garden, y era propiedad de José Castellà, que también era de Calella, y un socio inglés. El sábado 8 de marzo de 1941, a última hora de la tarde, cayó una bomba por la claraboya y el restaurante explotó mientras cenaban setenta y cinco personas, muchas de las cuales murieron. Salvador perdió las piernas y, aunque lo llevaron al hospital, murió desangrado al cabo de dos horas.

La situación era muy complicada. Incluso Churchill, el primer ministro inglés, que durante la guerra civil española siempre quiso ser neutral desde el punto de vista del gobierno de Gran Bretaña, aunque añadía que si fuera español lucharía al lado de Franco, prometía, desde la BBC, que si los exiliados españoles le ayudaban a ganar la guerra, él se encargaría de derrotar a Franco. Entre los grupos de exiliados el anuncio se recibió con satisfacción, ya que no aceptaban que la batalla contra el fascismo hubiera concluido. Eso hizo que muchos catalanes colaboraran luchando o haciendo de informadores para los ingleses. Fue el caso de Jaume Ribas, José Brugada o José Manyé. Este último, desde las ondas de la BBC, bajo el nombre de «Jorge Marín», ejercía de locutor radiofónico en lengua española para dar apoyo a los aliados. Pero el caso más destacado fue el de Joan Pujol García, que haciendo de espía doble —«Garbo» para los ingleses, «Arabel» para los alemanes— participó en operaciones de transmisión de datos falsos a Hitler sobre los objetivos de los bombardeos por parte de los aliados, o hizo creer a los servicios secretos nazis que el desembarco de Normandía era una simple maniobra de distracción, lo que posibilitó la consolidación del puente para entrar en el continente.

José ya había perdido el miedo a las bombas y era demasiado inquieto para cruzarse de brazos. Además, tampoco temía el resultado de la guerra mundial, ya que el mundo por el que había luchado se había derrumbado hacía mucho tiempo. Seguramente por eso, al final, priorizó el trabajo con Steve, ayudándole a consolidar su pequeño taller mecánico. Con la guerra, muchos trabajadores del sector habían sido movilizados y había mucho trabajo por hacer. Además, aquella era la mejor forma de agradecer a su gran amigo en el exilio todo lo que había hecho por él. Tenía una deuda con Steve porque era la única persona de su reducido entorno que entendía la magnitud de la tragedia que acababa de vivir.

La guerra mundial acabó y al caer Hitler y Mussolini, los exiliados creyeron que el régimen de Franco no tardaría mucho en derrumbarse y que al fin podrían volver pronto a casa. Pero el Generalísimo consiguió sobrevivir políticamente, y en 1945 los americanos pactaron con él y se esfumaron todas las ilusiones de José de poder volver algún día a Cataluña. Se planteó la idea de instalarse de forma definitiva en Londres.

La guerra había obligado a muchos ingleses a vender lo que tenían para poder subsistir, y el mercado negro de joyas y orfebrería creció mucho, al mismo tiempo que los precios bajaban. Sabían que, en el fondo, lo estaban malvendiendo, pero todo aquel material que sacó de Barcelona en 1938 y que guardaban repartido entre su piso y el escondite del taller de Steve les permitió obtener bastante dinero. Además, José nunca se dio por vencido. En las cartas que escribía siempre esperaba volver algún día, y mantenía la esperanza de que llegaran tiempos mejores. El único vínculo que conservaba con España era la correspondencia con Mauricio. También se intercambiaba cartas con otros exiliados anarquistas como José Asens, que estaba en Francia, con Juan Bundó, en Cuba, con Manuel Escorza, en Chile, con Aurelio Fernández, en México, y otros.

En esos años, José conoció a Lilianne Groove, por pura casualidad. Su relación empezó poco a poco. Ella se había casado por vez primera en el año 1938. En 1944, su marido, Frank, murió durante el desembarco de Normandía y ella enviudó. Fue al cabo de unos años, cuando ella ya empezaba a olvidarlo, cuando conoció a José. Él la ayudó muchísimo económicamente, y en 1949 compró el piso donde ella vivía de alquiler para vivir los dos juntos.

Con los años, José mantuvo su amistad con Steve, hasta que éste murió de un infarto y sólo le quedó Lilianne, y la correspondencia con Mauricio. Y, por supuesto, la esperanza de poder volver algún día a la masía del Penedès, donde transcurrió su infancia. Era de las pocas cosas que repetía en todas las cartas y en los últimos años de su vida, cuando Mauricio iba cada verano a visitarlo a Londres, hasta su muerte.