LA CAÍDA DEL ANARQUISMO
El día 29 de abril Aurelio Fernández dimite como Secretario General de la Junta de Seguridad Interior para ser nombrado conseller de Sanidad y Asistencia Social de la Generalitat de Cataluña. Este nombramiento se realizó con la excusa de crear un cuerpo único de policía y ordenar el fin de las Patrullas de Control. La FAI se opuso frontalmente, pues no estaba dispuesta a perder el poder que aún tenía. Se negó a desarmar a los patrulleros y a librar las armas, manteniéndose alerta por si las cosas se ponían peores. El 2 de mayo, el periódico Solidaridad Obrera publicaba:
La garantía de la revolución es el proletariado en armas, intentar desarmar al pueblo es colocarse al otro lado de la barricada. Por muy conseller o comisario que se sea, no se puede dictar orden de desarme contra los trabajadores que luchan contra el fascismo, con más generosidad y heroísmo que todos los políticos de la retaguardia, cuya especialidad e impotencia nadie ignora. Trabajadores: ¡que nadie se deje desarmar por ningún concepto! ¡Que nadie se deje desarmar!
Finalmente, se desencadenó el conflicto. Fue a principios de mayo, una semana después del terrible bombardeo de Gernika, cuando se produjo el golpe definitivo a las Patrullas de Control, y de rebote, un antes y un después en la vida de José. El gobierno de la Generalitat, con el apoyo de republicanos y comunistas, ordenó al comisario general de Orden Público, el comunista Eusebio Rodríguez Salas, «el Manco», el envío de un grupo de guardias de asalto para expulsar a los anarquistas del edificio de Telefónica, en la plaza Cataluña, que se había convertido en el centro clave del poder revolucionario. El argumento era que espiaban las conversaciones telefónicas entre el gobierno de la República y el de la Generalitat, tal como habían hecho desde julio de 1936.
En un primer momento, los guardias de asalto se apoderaron de la planta baja. Los patrulleros que hacían guardia fueron desarmados por sorpresa, pero los disturbios alertaron a los trabajadores del resto de los pisos, que tomaron las armas y opusieron una fuerte resistencia. Los anarquistas eran conscientes de que lo que querían los comunistas y los republicanos era cortar las alas a la revolución, aplastarlos y apartarlos definitivamente del control del poder. Cuando José y su patrulla se enteraron de lo que estaba pasando, se desplazaron en coche hasta las calles aledañas a la plaza Cataluña para ejercer un estricto control sobre los pocos transeúntes que se atrevían a pasar por la zona. En poco tiempo, eran los guardias de asalto los asediados en los bajos de Telefónica.
Esta violencia no surgió de forma espontánea. Ya hacía tiempo que se estaba incubando entre unos y otros. Por un lado, estaban los partidarios de ganar la guerra para después hacer una revolución tranquila, y por otra quienes pensaban, como José, que hacía falta una auténtica revolución para poder ganar la guerra. Pero la cosa no era tan sencilla. En el fondo, en la retaguardia había una monstruosa rivalidad y un gran odio. Los comunistas querían controlar todo el poder del orden público con la ayuda de los comisarios soviéticos y las armas que enviaba Stalin, de las que sólo disponían ellos. Mientras, los anarquistas radicales, encuadrados en las Patrullas de Control, eran la única fuerza revolucionaria organizada para luchar en la calle contra el propio gobierno catalán. Traicionados por los comunistas, los patrulleros se encontraron entre la espada y la pared, solos y desobedeciendo a los gobernantes, que eran enemigos de la revolución libertaria. Era el todo por el todo, ya que se jugaban la supervivencia.
Los patrulleros volvieron a la calle y a las barricadas, como un año antes. Si los comunistas querían imponer una dictadura, estaban dispuestos a librar batalla. José y sus compañeros se acuartelaron en la Gran Vía de las Cortes Catalanas, 617, donde estaba la sede central, y allí recibieron la orden de formar grupos para defender la sede del Sindicato Único de Sanidad y la de las Juventudes Libertarias, asediadas por los guardias de asalto. Los enfrentamientos más duros eran en la plaza Cataluña, en la Vía Layetana, en la Gran Vía, en Consejo de Ciento y en la Rambla y las calles que llevaban al Palacio de la Generalitat. Barcelona estaba medio desierta y el silencio sólo se rompía con el ruido de los tiros y las ametralladoras. La gente estaba encerrada en sus casas. José, Tomás y Mauricio se dirigieron a reforzar a los compañeros que luchaban en las barricadas de la Rambla, cerca de la plaza del Teatro; dejaron el camión cerca, vigilado por dos patrulleros, mientras el resto seguía a pie, vigilando si había francotiradores. En una esquina encontraron un grupo de guardias de asalto y milicianos comunistas. Unos y otros reaccionaron apuntándose con los fusiles y las pistolas. Nadie se movía ni se rendía, y nadie quería disparar porque estaban en plena calle y no había donde refugiarse. José les gritó que dejaran las armas, y ellos contestaron que no lo harían hasta que él y los suyos las dejaran. Empezaron a oírse insultos y provocaciones mutuas cuando, de repente, se oyó una descarga seca. Los comunistas dispararon primero. Mauricio se echó al suelo, aterrorizado, viendo a su alrededor distintos cuerpos ensangrentados; mientras, José les lanzó una granada que llevaba en la mano, lo que provocó la huida de los comunistas. Después de la explosión volvió el silencio, roto por los gemidos de los heridos y los gritos de otros combatientes, por suerte con pañuelos rojos y negros, que se llevaban a los heridos. En la calle quedaron media docena de cadáveres empapados de sangre.
Del 3 al 7 de mayo de 1937, Barcelona se convirtió en un campo de batalla, un auténtico baño de sangre. Aunque los dirigentes anarquistas se esforzaban en lanzar llamamientos para evitar que las columnas anarquistas que luchaban en el frente de la guerra en Aragón dieran media vuelta y se incorporaran en los combates de Barcelona, de modo que los patrulleros, conscientes de que serían los siguientes, continuaron la lucha.
El comportamiento de los jefes de los sindicatos, muchos de los cuales eran miembros de los dos gobiernos, producía odio y desconfianza entre las bases. Mientras, muchos faístas morían luchando día a día. Al final, se contaron cerca de trescientos muertos entre los dos bandos, entre los cuales estaba Domingo Ascaso, que recibió un tiro en la cabeza en medio de un tiroteo.
Los enfrentamientos de Barcelona provocaron que el gobierno de la República, ya instalado en Valencia, enviara a Cataluña casi ochenta camiones con cuatro mil guardias de asalto muy bien armados, para reducir la revuelta y tomar el control del poder, acusando a Companys de complicidad con el anarquismo y de haber entregado el país a la tiranía de la FAI.
Los comunistas impusieron su autoridad, haciéndose cargo de la comisaría de orden público en Cataluña y creando un nuevo cuerpo de policía destinado a perseguir a los anarquistas más radicales, muchos de los cuales acabaron encarcelados bajo la acusación de provocar la revuelta de los hechos de mayo. El día 4 de junio de 1937 se publicó una orden de disolución de las Patrullas de Control, y de entregar todo el armamento, carnés y placas de identidad de los patrulleros. Antes de hacer esta entrega de material, tanto José Asens, que era el responsable del departamento de Patrullas, como Manuel Escorza, de los Servicios de Investigación de la CNT-FAI, ordenaron a José que trasladara y escondiera a muchos compañeros anarquistas.
El 9 de junio, a las siete de la tarde, José Asens entregaba las llaves de la Secretaría General de Patrullas de Control, en la Gran Vía de las Cortes Catalanas, 617, y de los cuarteles de las otras secciones de patrullas.
La peor parte de los castigos y las persecuciones de los hechos de mayo se la llevaron los militantes del POUM (Partit Obrer d'Unificació Marxista). Mediante una campaña de insultos, los acusaron de trotskistas y de formar una banda de contrarrevolucionarios relacionados con las redes del espionaje fascista internacional. Trotsky era enemigo de Lenin y de Stalin; todos eran comunistas, pero rivales políticos. Perseguido en Rusia, Trotsky hubo de exiliarse en el extranjero. En España era trotskista el POUM, y sus locales se clausuraron; los militantes, detenidos, y los dirigentes, acusados de espías, fueron retenidos en las cárceles. Entre ellos estaba Andreu Nin, que fue secuestrado, torturado y asesinado por agentes de los servicios secretos soviéticos.
Con las detenciones, la Modelo estaba llena de antifascistas, que ocupaban las galerías primera y segunda. De repente, se encontraron juntos, entre rejas, gente de izquierdas, religiosos, militares, criminales, ladrones, anarquistas y militantes del POUM. La persecución de todos los que se oponían a la política estalinista del gobierno republicano hizo que José perdiera parte de su idealismo y que la fiebre revolucionaria se le fuera diluyendo. Ya no eran tiempos para soñar.
Juan Negrín, uno de los responsables del envío de oro a Rusia, había sido nombrado presidente del gobierno de la República. Se le consideraba el hombre del Kremlin en España, y pretendía, bajo las órdenes del Partido Comunista, crear un Estado cada vez más militarizado, parecido al soviético, y no pensaba andarse con rodeos para alcanzar sus objetivos. Estaban decididos a eliminar a aquellos que, como José y el resto de los radicales, no estaban de acuerdo con la política dictada por los soviéticos. Se apoderaron de todos los recursos del Estado, el ejército y la política; crearon los Tribunales de Alta Traición y Espionaje y suprimieron las Patrullas de Control, que fueron sustituidas por el todopoderoso Servicio de Información Militar (SIM). No comprendían el carácter de los catalanes y llevaron a término una represión más organizada, con detenciones, torturas y asesinatos más selectivos y militarizados. Reprochaban a los faístas que con sus acciones revolucionarias hubieran traicionado los ideales que representaban los partidos antifascistas, y empezaron a detenerlos e investigarlos bajo acusaciones de apropiaciones de bienes durante las confiscaciones, al mismo tiempo que les exigían responsabilidades en los casos de los asesinatos en los cementerios de Montcada y Cerdanyola. El juez José Bertrán de Quintana fue el encargado de abrir los sumarios por aquellos hechos.
Así, los anarquistas acabaron siendo más perseguidos que los quintacolumnistas. A muchos los llevaban ante los tribunales con denuncias falsas y eran procesados por una ristra de acusaciones, desde crímenes hasta detenciones ilegales y robos. Pero los propios comunistas habían practicado también, sin ningún escrúpulo, los paseos por los bosques de la carretera de Sant Cugat, en l'Arrabassada. Con estos cargos juzgaron o encarcelaron a muchos anarquistas reconocidos: Antonio Ordaz, Francisco Massot, David García, Domingo Justo, José Villagrassa, Aurelio Fernández, Amado Izquierdo, Francisco Porras, Bartolomé Blázquez, Miguel Agapito, José Batlle Salvat, Jaime Balius, Eduardo Barriobero, Antonio Devesa o Luis Cordero.
Los comunistas acusaban a los patrulleros de ser los únicos responsables del fusilamiento de mucha gente, del asesinato de curas y monjas, de violaciones de religiosas y mujeres de buena familia, del saqueo de domicilios particulares y del intento de robar el oro del Banco de España. Ciertamente, eran responsables, pero quienes los reprimían habían sido sus cómplices.
Después de mayo de 1937 reconvirtieron la mayoría de los centros de detención en lugares de represión bajo el control del SIM. El SIM instaló prisiones en los palacios de exposiciones de Montjuïc, en la torre de la Tamarita, el paseo de San Gervasio, en el seminario de la calle Diputació, en el Hotel Colón, en el casal Carlos Marx, en un local del Portal del Ángel y en los barcos Villa de Madrid y Argentina. Tenían dos checas, una en la calle Vallmajor y otra en la calle Zaragoza. Ambos centros eran lugares de tortura y escarmientos por parte de las brigadas especiales de los servicios militarizados del SIM. Todos los que figuraban en las listas negras por haber participado en los hechos de mayo, entre los cuales estaba José, eran acusados de saboteadores y espías, y les hacían declarar por medio de torturas y castigos físicos refinadamente crueles. Para hacer hablar a los detenidos durante los interrogatorios utilizaban efectos simulados, registrados en filmaciones donde aparecían decapitaciones, cremaciones o entierros en vida para conseguir pruebas de culpabilidad. Una vez obtenían las declaraciones deseadas, ejecutaban a la mayoría de los detenidos.
Había distintos tipos de calabozos y torturas. Uno de los más conocidos eran las neveras, donde el cuerpo desnudo del detenido era sometido a duchas de agua fría que salían de las paredes mismas de la celda, a continuación era obligado a lanzarse sobre una carbonera y, una vez sucios volver a las duchas. También existía la técnica del armario, que consistía en poner al detenido dentro de un baúl o de un armario en posición vertical, sin ningún alimento. La esférica era otra tortura, en la que el prisionero era encerrado en un espacio reducido, de cemento, con piezas cortantes en la parte superior y en los laterales, que no dejaban reposar el cuerpo. Además, había un agujero en la pared, donde colocaban un reloj que parecía marcar las horas con normalidad pero que realmente estaba trucado y sólo marcaba una hora de cada cuatro. En el caso del olivo se simulaba el fusilamiento del detenido con el fin de obtener declaraciones espontáneas.
En los calabozos conocidos como campanillas o verbenas, los presos estaban en una especie de armarios de portland, muy bajos de techo y con la pared inclinada en forma de ángulo, que hacía imposible sentarse. Al cerrar la puerta, un palo quedaba situado entre las piernas, mientras se encendía un potente foco de luz muy cerca de la cara y se hacía sonar constantemente un timbre muy estridente. La sensación de asfixia y suplicio era terrible, ya que, a pesar de cerrar los ojos, la claridad cegadora y el ruido eran tan fuertes que era imposible resistirlos, y eso sin contar la falta de comida.
José y Tomás fueron a sacar a escondidas a un compañero que estaba en el hospital. Lo habían detenido por participar en la preparación del tiroteo frustrado contra el presidente del Tribunal de Casación, José Andreu Abelló. Con el cuerpo quemado por todas partes y lleno de cicatrices, les contó la historia de su detención, los interrogatorios y las torturas. Lo habían insultado, golpeado con barras de hierro, roto dos dientes y arrancado una uña. Le habían dado una ducha con agua fría, colgado cabeza abajo mientras le tocaban todas las partes del cuerpo con un hierro candente. Desesperado y convencido de que lo matarían, delató a unos cuantos faístas que habían participado en asesinatos con las Patrullas de Control. El pobre compañero no paraba de decir que aquellos comunistas eran mil veces peor que ellos mismos, los de la FAI.
José se sentía profundamente traicionado, ya que se estaban juzgando hechos propios y naturales de la revolución que habían querido llevar adelante. Este clima y las detenciones hicieron que la mayoría de los patrulleros no tuvieran más remedio que incorporarse a las levas del ejército como simples soldados rasos, para ir a los frentes de guerra. Así se evitaban posibles detenciones. La CNT-FAI se fue disolviendo, como un gigante con pies de barro, y ya nunca fue como antes. Poco a poco fue cediendo el poder a una pandilla de gente mal avenida y desunida que había de aguantar el chaparrón de los comunistas. Y se desfiguró y se hundió. Muchos militantes renegaron de ellas mientras que otros se refugiaron en la clandestinidad o en el ejército regular. Todo el mundo desconfiaba a medida que en las calles se iba creando un estado de opinión contrario a los anarquistas, en gran parte fruto de la campaña propagandística que los comunistas y los periódicos de izquierda organizaron para apartarlos de la vida pública, con críticas feroces y sin matices. Trataban a todos los de la FAI como una banda de atracadores, de pistoleros asesinos resentidos y vengativos, de sangre caliente, sin cultura y que no querían trabajar.
La evolución de la guerra civil empezaba a dejar a la República en una situación comprometida. En poco más de un año de conflicto cada vez se perdía más terreno y gran parte de los intentos por recuperarlo resultaba inútil. Los ejércitos fascistas, con el apoyo de los nazis y los italianos y la indiferencia del resto de los países europeos, aplastaban pueblos y ciudades. Desde el frente llegaban noticias de libertarios que habían encontrado la muerte luchando, mientras que otros, que habían demostrado ser magníficos luchadores de barricadas, no conseguían resistir en la primera línea de fuego.