IX

DISOLUCIÓN DEL COMITÉ CENTRAL DE MILICIAS

Estos asesinatos hicieron mucho daño a la causa anarquista, ya que muchas personas que hasta entonces eran apolíticas empezaron a considerar justa la represión fascista.

Precisamente a raíz de los excesos y abusos, el Comité Central de Milicias fue perdiendo credibilidad. Los propios anarquistas más moderados reconocían que aquellos asesinatos no podían continuar. Había que dar un sentido a la revolución. Finalmente, el Comité, que era el auténtico organizador de la nueva sociedad revolucionaria, fue disuelto el día 7 de octubre y la responsabilidad del gobierno volvió al Gobierno de la Generalitat. Con la disolución del Comité Central de Milicias, los servicios de seguridad fueron asumidos por la Junta de Seguridad Interior, Aurelio Fernández fue nombrado su Secretario general, que continuó controlando los servicios de Patrullas, Investigación y Permisos. A medida que pasaban los días, los capitostes anarquistas fueron perdiendo fuerza, a pesar de que Aurelio Fernández, Dionisio Eroles, José Asens y Manuel Escorza se mantuvieron firmes y las patrullas continuaron funcionando.

En realidad, los procedimientos de la FAI no gustaban a la mayoría de la gente, ni siquiera dentro de los límites de la Confederación. Poco a poco se alzaban tímidas voces de militantes que condenaban de hecho y de palabra los saqueos, fusilamientos e incendios que se habían hecho durante los primeros meses de revolución. El presidente Companys pronunció entonces unas enérgicas palabras:

Nos interesa a todos salvar el honor y la gloria de la revolución y ganar la guerra y dejar de lado tantos asesinatos. Sobran juntas y juntitas, comisiones, comités e iniciativas. Hay más de una docena de motivos que obligan a la constitución de un gobierno fuerte, con plenos poderes, que imponga su autoridad.

Andreu Nin, que había estado viviendo unos años en la Rusia soviética, fue nombrado conseller de Justicia y reorganizó el departamento, disolviendo por decreto la Oficina Jurídica y acusando a sus jefes, José Asens y Eduardo Barriobero, de haber inspirado más violencia que justicia en nombre de la revolución y de hacer la justicia a medida. Se instauraron los tribunales populares, encargados de juzgar en casos de revuelta armada, propaganda contrarrevolucionaria, espionaje, sabotaje y registros llevados a cabo sin autorización oficial. Éstos limitaron las actuaciones de las patrullas y dieron a los arrestados la oportunidad de defenderse, a pesar de que los juicios continuaban dirimiéndose por la vía rápida. Si una persona defendía a un increpado, corría el riesgo de ser acusado de tener algo que ver con él.

A medida que las patrullas perdían atribuciones, se les encargaron tareas relacionadas con la guerra como el transporte de mantas, mochilas, impermeables, abrigos, colchones, botas y zapatos para los milicianos del frente de Aragón. La patrulla de José también hizo un viaje al frente de Huesca para transportar libros que habían sido requisados. Se habían creado unos servicios de cultura, en los que se enseñaba a leer y se repartían libros entre los combatientes y la gente del pueblo. La mayoría de las obras eran incomprensibles para los milicianos, muchos de los cuales no sabían ni leer. En cambio, faltaban fusiles, mientras que la retaguardia estaba llena. La línea del frente de Aragón se iba estancando y, aunque durante aquel año se consiguieron pequeñas victorias, no se llegó a tomar ni Huesca ni Zaragoza. Los que formaban parte, como José, del sindicato de transporte de la CNT en Barcelona, enviaban entre todos cincuenta mil pesetas al mes para el mantenimiento de los milicianos en el frente.

Desplazados los anarquistas del control del poder judicial y con una creciente desconfianza entre las diferentes organizaciones políticas y la FAI, los Servicios de Investigación pidieron a unos cuantos patrulleros del Cuartel de San Elías, entre ellos José, Tomás y Mauricio, que pasaran a colaborar más intensamente con la Brigada de Investigación de la FAI dirigida desde la casa de Cambó, por Manuel Escorza. Este anarquista había padecido en su infancia una poliomielitis que le dejó como secuela una parálisis permanente. De muy baja estatura a causa de la atrofia de las piernas, utilizaba unas enormes alzas en los zapatos, que añadidas al uso de las muletas le daba un aspecto lastimoso y dificultaban mucho su movilidad. De carácter extremadamente agrio y duro, poseía una gran cultura y fuerza de voluntad y no permitía que nadie le ayudara a moverse. Militó en las Juventudes Libertarias y llegó a formar parte del Comité Peninsular de la FAI. Fue el máximo responsable de los Servicios de Investigación de la CNT-FAI, que ejecutó recurriendo a todo tipo de tareas represivas, así como de espionaje e información. El Comité de Investigación estaba organizado en dos secciones: Minué se encargaba del espionaje en el extranjero y el propio Escorza de la información en el interior; era él quien dictaba la mayoría de las órdenes a la patrulla para realizar los registros domiciliarios, las detenciones que los llevaban al Cuartel de San Elías y las ejecuciones que se efectuaban en las tapias del cementerio de Montcada.

A Manuel Escorza, sus labores represivas le dieron una fama siniestra que, sumada a su parálisis y su aparatosa presencia física, lo convirtieron en una figura repulsiva y contrahecha, temida por su poder sobre la vida y la muerte de los demás, teñida de una aureola mítica, a caballo entre el desprecio y el terror. Sin embargo, no puede negársele una sobresaliente eficacia en sus tareas de espionaje, información y represión, que siempre ejerció en el Comité de Investigación de la CNT-FAI. Escorza actuaba de manera paralela con Silvio Torrents, que era el responsable del Cuartel de San Elías, y éste, orgánicamente, dependía del departamento de Patrullas e Investigación que estaba en manos de Aurelio Fernández, ayudado por José Asens como dirigente de las Patrullas de Control y de Dionisio Eroles como jefe de Servicios de la Comisaría de Orden Público.

Aurelio Fernández y Manuel Escorza organizaron paralelamente a la Junta de Seguridad Interior una red de actuación e investigación de la FAI por toda Cataluña y el extranjero, que controlaba todos los pasos fronterizos de entrada y salida con Francia. Constituyeron unos destacamentos de veinte hombres cada uno, fijando los lugares de concentración en Esterri d'Àneu, Llivia, Queralps, Motlló-Setcases, Dàrnius, Sant Llorenç de la Muga, La Jonquera y Portbou. Éstos actuaban de acuerdo con los comités de la Seu d'Urgell, Portbou, La Jonquera, Puigcerdà, entre otros. En el Comité de Portbou, Aurelio Fernández situó un equipo de anarquistas formado también por italianos, franceses y españoles bajo la dirección del jefe de policía asignado al municipio, el comisario Iborra. Todos ellos, autorizados por el mismo Aurelio, se encargaron de marear a todos los viajeros que, por negocios o lo que fuera, intentaban ir a Francia a través de Portbou. El comisario Iborra representaba dos papeles, y mientras hacía el juego a la FAI tenía que disimular ante los agentes de policía del gobierno y ante éste cuando, por las reclamaciones de las víctimas, le llamaban para saber qué había pasado. Así, las víctimas se dirigían a él creyendo pedir justicia al gobierno, ignorando que era uno de los culpables de lo que ocurría en el pueblo.

En La Jonquera, Aurelio Fernández destinó a unos pistoleros en calidad de agentes de investigación, los cuales estaban a las órdenes del contrabandista Segaró, hijo de Cantallops. La banda de Segaró la formaban, habitualmente, los pistoleros Andaluz, padre e hijo, Xinet Añoquez y el mismo Segaró, que se dedicaban a cobrar o a ejecutar a los que intentaban cruzar la frontera ilegalmente.

En el Comité de Puigcerdà, Aurelio Fernández nombró a Antonio Martín, «el cojo de Málaga», un dirigente de la FAI amigo de Durruti y García Oliver, que había formado parte del grupo Los Solidarios. Martín consiguió el control de la comarca, que era gobernada con mano de hierro. Puigcerdà era la vía de entrada y salida del país controlada completamente por la FAI; por allí pasaba desde comida hasta armas. Este comité se encargaba de detener a todos los que intentaban cruzar ilegalmente la frontera por la montaña, a los que ejecutaban y enterraban en la Collada de Toses.

Cuando los ciudadanos que habían conseguido una autorización llegaban a Puigcerdà, eran presentados a Martín y éste se encargaba de dejarlos pasar o de llevarlos a una torre que él mismo había requisado y que limitaba con la frontera. Una vez allí, les confiscaba todo lo que tenían, haciéndoles firmar un cheque en blanco que, si era falso, significaba la muerte segura del detenido. Se llevaba a las víctimas a esta torre con el pretexto de cumplir el último trámite para cruzar la frontera, ya que se les daba a entender que era un lugar reservado y oportuno para aprovechar un descuido de la policía francesa y poderla atravesar con rapidez. Pero la historia o el ansia desmesurada de poder le jugaron una mala pasada. El cojo de Málaga quiso asaltar Bellver, un pueblo afín a la CNT y políticamente próximo a Esquerra Republicana, y empezaron los líos, ya que los del pueblo de Bellver resistieron con las armas, mientras el alcalde pedía ayuda a las fuerzas gubernamentales de Lleida, que llegaron al cabo de unas horas. Como consecuencia de estos combates resultaron muertos doce asaltantes, entre ellos Antonio Martín y Julio Fortuny, del Comité de la Seu d'Urgell.

En otros puntos del país, Aurelio Fernández creó una red de Comités de la FAI cuya misión era la identificación y la localización de personas que por su ideología o por su posición social eran contrarias a la revolución libertaria. Por ejemplo, a la ciudad de Lleida, Aurelio envió a Francesc Tomás Facundo, que vivía en Gracia y trabajaba de limpiabotas de la calle San Pablo de Barcelona, que formó parte de una columna de la FAI y finalmente fue nombrado responsable de los Servicios de Investigación en aquellas comarcas. En el Comité de Tremp, el responsable era Máximo Cid, un maestro de escuela que fue ejecutado por su actitud prepotente.

En Tarragona actuaba José Recasens Oliva, alias «el Sec de la matinada», que había trabajado en la construcción. En el Comité de Tortosa estaba Francisco Batista, un repartidor de periódicos que era del grupo de Manuel Carrozas de la FAI.

En el Comité de Mora de Ebro fue nombrado jefe del departamento Martín de Mora, quien tenía que estar en contacto y actuar conjuntamente con los miembros de la FAI del pueblo de Ascó, dirigidos por Pel y Tonelada.

En Girona también se hizo sentir el poder de la FAI, por ejemplo, en los comités de Orriols, cuyos responsables eran Genis Serrat, alias «Gaspar», Enric Massanes, alias «Costal», y Genis Puig, alias «Marieta». Tenían la sede del comité de Can Costal en Can Perruna, una casa que se encontraba fuera del pueblo y que estaba situada estratégicamente en el cruce de carreteras de Girona, Figueres y la de Banyoles a L'Escala. Desde esta casa, que era el lugar de encuentro de los diferentes comités, actuaban por todas las comarcas próximas y por los pueblos cercanos, como Salt.

El comité de Molins de Rei estaba bajo la dirección de Manuel Marín, un albañil miembro de la FAI que con su patrulla actuaba por todo el Bajo Llobregat.

El hombre de acción de la FAI que actuaba en Badalona y sus entornos era Joaquín Aubi, «el Gordo», que controlaba las Patrullas de Control y el Comité de Guerra en Can Tàpies.

En el Comité de Terrassa actuaban Pedro Alcocer Gil y sus «Chiquillos», quienes imponían su particular orden revolucionario.

Un caso aparte era el comité del barrio de la Torrassa de l'Hospitalet, en que la mayoría de los responsables procedían de Murcia. Este comité se desplazó por las poblaciones de Cornellà de Llobregat, Sant Joan Despí, Vimbodí, Torelló, etc., para hacer su revolución. También se trasladaban a los lugares donde los comités anarquistas locales no eran capaces de llevar a cabo acciones sobre la gente de su mismo pueblo: destruyendo e incendiando iglesias y saqueando símbolos religiosos o realizando ejecuciones de religiosos o personas de derechas.

En los servicios de control de los puertos y los aeropuertos, Aurelio Fernández nombró delegado en el departamento de Pasaportes al peluquero Vicente Gil, «Portela». Éste, junto con el propio Aurelio, Escorza y Eroles, formaron un equipo muy violento y carente de escrúpulos. Muchas veces, la madre, la mujer, la hija o la hermana que acudían al despacho de alguno de ellos eran engañadas, vejadas y expoliadas para sacar algún rendimiento de su visita.

Mauricio recordaba un caso ocurrido durante el tiempo que regentaba el departamento de Patrullas e Investigación, en el despacho de Aurelio Fernández, ese hombre más bien bajito, de cara blanca y cabello ondulado. Una buena muestra, sin duda, de la conducta, mentalidad y modo de actuar que le caracterizaba.

Tenían detenido en el cuartel de San Elías a un joven de cierta familia barcelonesa y un día se presentó en el despacho de Aurelio la novia del detenido, que quería ver al jefe de Investigación. No le resultó nada fácil hablar con él, pero finalmente lo consiguió. Una vez ante Aurelio, ella le explicó el motivo de su visita y puso todo el calor y sentimiento para impresionarlo. El jefe de Investigación la escuchó con atención y cuando acabó, le tomó las manos y la acarició, mostrando buenas intenciones y comprensión. La tranquilizó y le prometió que se ocuparía seriamente de su caso, citándola para el día siguiente. En la segunda cita, Aurelio recibió a la muchacha con más distinción que el día anterior y le mostró gran afecto. La chica estaba frenética y sólo soñaba con salvar a su novio, como fuera. Hasta que Aurelio se declaró apasionado por ella y le prometió que la única manera de salvar a su prometido y verlo era cederle su amor. Ella, bajo la promesa del jefe de Investigación, cedió a sus pretensiones y Aurelio, ya satisfecho y aún encima de la joven, le comunicó la muerte del chico. Dicen que la muchacha, más tarde, se suicidó.

Por otra parte, la guerra avanzaba y el caos se apoderaba de la República. En el mes de septiembre, tras haberse iniciado la batalla de Madrid, el gobierno decidió trasladar a Cartagena unos mil quinientos millones de pesetas en oro, plata y joyas, procedentes de los sótanos del Banco de España. La orden estaba firmada por el presidente del gobierno, Francisco Largo Caballero, y el ministro de Hacienda, Juan Negrín. Entre los días 14 y 16 de aquel mes trasladaron unas quinientas toneladas de oro a través de un túnel excavado en la montaña de la Algameda, cerca de la base principal de la flota en Cartagena.

La CNT-FAI desconocía el destino del cargamento, pero sospechaba que el oro iba destinado a Rusia para la compra de armas como garantía económica del partido comunista y su gobierno caso de perder la guerra dado que los comunistas fieles a Rusia eran eternos rivales de la CNT y la FAI. Intentaron impedir el envío de oro a Rusia ya que consideraba que tenía derecho a controlar una parte de las reservas del país y estudió un plan de asalto para intentar apoderarse de una parte del oro. Los dirigentes de la Confederación preguntaron a José si era posible trasladarse con dos camiones a Cartagena. El plan consistía en llegar en pequeños grupos de cuatro en cada vehículo, además de un centenar de militantes anarquistas del barrio de Pueblo Nuevo, afiliados al sindicato de transportes, armados con fusiles y metralletas. La orden era asaltar los almacenes durante la noche y robar una parte importante del oro, que les serviría para comprar armamento. Finalmente, por razones que nunca se han dilucidado, el plan no se llevó a cabo.

El 25 de octubre cargaron las quinientas diez toneladas en un barco con destino a Odessa. Esta operación, que consistía en dejar las reservas en manos de un Estado totalitario como el soviético, sólo podía entenderse como compensación por la ayuda de la URSS en cuestiones de armamento, orientación política y asesores policíacos. Pero las armas que les enviaban, pagadas a precio de oro, eran de segunda mano.

La influencia de los soviéticos fue determinante, siempre favorable al armamento de los partidos comunistas y en contra de los anarquistas. Pero los primeros, cada vez más fuertes, no exigieron a Stalin que cumpliera las promesas de enviar la totalidad del material de guerra. De todos modos, fue el único país que les prestó ayuda, aunque llegara con cuentagotas.

La llegada de los primeros barcos al puerto de la ciudad y, con ellos, del viejo bolchevique Antonov Ovscenko, que se comportaba como un dictador, hacían crecer las simpatías hacia los comunistas, que al iniciarse el conflicto tenían, más o menos, la misma cantidad de militantes que los falangistas. Con la ayuda de los soviéticos y el apoyo de una gran masa de propietarios expropiados, poco a poco pasaron a controlar el gobierno de la República. Mucha gente que no tenía ni idea de qué era el marxismo o el leninismo se las daba de comunista.

También durante el otoño de aquel año la llegada de miles de voluntarios antifascistas extranjeros convirtió a España en una torre de Babel. Muchas organizaciones de varios países se volcaron en enviar dinero para la intendencia médica y el reparto de alimentos, mientras que los gobiernos, con excepción del mexicano, ayudaron poco a la causa republicana. Los brigadistas, animados por valores como la solidaridad obrera y el antifascismo, eran destinados, tras unos días de instrucción, a los frentes de guerra. La capital de las Brigadas Internacionales, situada en Albacete, se desplazaría más adelante, en abril de 1938, al barrio de Horta, en Barcelona.

En noviembre, los dirigentes anarquistas de Madrid, Cipriano Mera, Teodoro Mora y Eduardo Val, pidieron a Durruti, que estaba en el frente de Aragón, que se trasladara a la capital, asediada por los ataques fascistas. Muchos de los compañeros de José que integraban la columna Durruti se desplazaron para defender Madrid, bajo el grito de guerra «no pasarán». Pero Buenaventura Durruti murió de un tiro, en extrañas circunstancias, en la ciudad universitaria. José asistió al entierro de Durruti. Además de un gran líder del anarquismo era un buen amigo, ya que le había llevado muchas veces en coche o en camión. Fue enterrado en el cementerio de Montjuïc, bajo una montaña de flores. Había desaparecido el último héroe de la revolución.

Mientras, la desorientación iba calando entre los libertarios. En la retaguardia, se empezaba a notar la escasez de alimentos. Aunque la llegada del año 1937 se celebró brindando por la derrota de las tropas fascistas, éstas empezaban a disponer de artillería y aviación, gracias al apoyo de Italia y Alemania. El 16 de marzo de 1937 se produjo el primer ataque aéreo a Barcelona. Los aviones eran, sobre todo, italianos y salían de las bases de Mallorca. Para protegerse de los ataques, se habían construido muchos refugios antiaéreos, mientras los escombros, la suciedad y la dejadez se extendían por toda la ciudad.

Entonces, las salidas con las patrullas eran cada vez más esporádicas. José y Mauricio disponían de bastante tiempo libre, que dedicaban a su entretenimiento favorito, el cine. Aquellos días vieron Rebelión a bordo, Alerta centinela, Melodías de Broadway, El profesor Mambok, El acorazado Potemkin, El millón, Muchachas en uniforme, Bajo dos banderas o Éxtasis, una de las primeras películas eróticas que se estrenaron en España. También se proyectaban dos largometrajes de trasfondo anarquista producidos por la misma CNT-FAI: Barrios bajos, de Pedro Puche, y Aurora de esperanza, de Antoni Sau, además de documentales como Bajo el signo libertario, Reportaje del movimiento revolucionario en Barcelona o la serie Aligots de la FAI.

Pero la relación de José con el cine no se limitó a la de mero espectador. Gracias a sus conocimientos de mecánica solía ayudar al de la máquina de filmaciones del sindicato, donde se pasaban sesiones reservadas a militantes y conocidos. Primero proyectaban los noticiarios de Laia Films, que informaban de la evolución de la guerra, o documentales como La columna de Hierro, El entierro de Durruti, El bombardeo de Lérida, Así vive Cataluña o La conquista de Teruel. Después, una película cómica, como Una noche en la ópera, de los hermanos Marx, o Un par de gitanos, de Laurel y Hardy. Y al final venía el film estrella, normalmente alguna película de Clark Gable o Errol Flynn, como El capitán Blood, una de las preferidas de José. También había muchas películas rusas y alguna erótica, procedente de Alemania.

Otro de los entretenimientos era ir al Paralelo a bailar y a ver a las bailarinas de revista, que entre sedas enseñaban los pechos y mucho muslo. Había locales muy conocidos, como La Paloma o el Gato Negro. A José las mujeres le volvían loco, de modo que pasaba las noches en blanco, de fiesta con una u otra. Mauricio prefería ir a bailar sardanas y a conciertos al aire libre, donde escuchaba los himnos revolucionarios como A las barricadas, el Himno de Riego, La Internacional o Els fills del poble.

Con la llegada a la presidencia del gobierno de Madrid del socialista Largo Caballero, se concedieron cuatro ministerios a los anarquistas, uno de ellos a Juan García Oliver, que fue nombrado ministro de Justicia, lo que no le gustó mucho a José.

Se confirmó entonces la pérdida de los principios básicos del anarquismo, porque lo que pasaba realmente era que muchos dirigentes querían conservar el poder que habían conseguido. Se entró en un período en el cual la CNT-FAI abandonaba los planteamientos iniciales de reestructuración revolucionaria y federal del Estado por una actitud defensiva con la cual, aceptando cierto grado de centralización, esperaba poder mantener su condición de fuerza hegemónica en zonas como Aragón y Cataluña.

Esta falta absoluta de ideas claras y de perspectiva histórica fue la que impidió al anarquismo emprender el sendero revolucionario, lo que le llevó, primero, a tolerar el estado capitalista y, después, a colaborar con él, junto a los politicastros estalinistas y republicanos.

Este gobierno empezó disolviendo muchos comités, utilizando la fuerza si hacía falta, y obligándoles a entregar todas las armas. Entonces empezaron a esconder los fusiles y las pistolas. El secretario de la CNT, Marianet, que era un hombre con mucha energía, vigoroso, extravertido y violento, firmaba el texto siguiente, leído en un mitin de la Confederación:

Hablando del desarme del pueblo, quiero decir bien alto a toda España que los obreros de la CNT y la FAI no abandonarán las armas, que no permitirán bajo ningún concepto que nadie intente desarmarnos, porque las armas, el 19 de julio lo ha demostrado, están mejor en manos del pueblo que en las de los militares. No vaciléis en disparar sobre quien intente desarmarnos. Matad a los traidores que os quieran arrebatar la única prenda de respeto que posee en estos momentos la clase obrera. ¡Matad a quien intente hacerlo!

Muchos patrulleros de la FAI creían que, mientras estuvieran fuertemente armados, podrían asegurarse el futuro y no depender de los dirigentes más moderados. Por eso, poco a poco se fue volviendo a la actividad de los primeros días, y los transportistas empezaron a recibir órdenes de obtener toneladas de hierro, plomo, bronce y toda clase de metales aptos para fundirlos y fabricar munición. Requisaban el material de las fábricas e industrias metalúrgicas y lo llevaban a las factorías donde se fabricaba el armamento de guerra. Y de allí a los depósitos clandestinos.

Salieron un par de veces de Barcelona para ir a requisar a los municipios de las cercanías. En los pueblos, se hacían acompañar por una brigada de obreros, para descolgar las campanas de las torres de las iglesias y los conventos. Iban con mucho cuidado, y cuando habían descolgado la campana la dejaban caer al suelo, donde habían extendido algunos haces de paja para amortiguar el golpe. En los pueblos gobernados por los comités de la CNT se hacían derribar los templos que el fuego no había destruido completamente. Era una forma de dar trabajo a los obreros parados de la construcción.

En el campo, los grandes propietarios se habían largado, la mayoría de los campesinos no se fiaban ni creían en el movimiento anarquista y se oponían, con la ayuda del sindicato de la Unió de Rabassaires, a las colectivizaciones de los cultivos. Esto provocó enfrentamientos violentos contra todos ellos, que se aferraban a su tierra con uñas y dientes y los tachaban de locos. En La Fatarella hubo una treintena de muertos entre los campesinos del pueblo, que se opusieron con escopetas a las Patrullas de Control que venían de fuera. Los comunistas atribuyeron a los patrulleros toda la responsabilidad en aquellos asuntos. El campesinado se mostró hostil y se resistió a las requisas y las colectivizaciones y al hecho de que se llevaran a sus hijos al frente. La poca gente joven que quedaba, en aquel ambiente revolucionario lleno de incertidumbres, sólo sembraba semillas. La falta de abonos se hizo notar con la guerra y no compraban nuevos, porque no querían malgastar el dinero, carentes de ninguna otra conciencia que no fuera la de la propia supervivencia.

Se continuaban celebrando los mercados, pero la comida escaseaba y empezaron a aparecer redes de contrabando, que se aprovechaban del racionamiento del gobierno. El dinero no tenía un valor claro y desapareció la moneda de plata y la calderilla de cobre, lo que obligó a los agricultores a vender sus productos más caros. Les resultaba más rentable cambiar la comida por otras existencias del mercado negro, retornando al primitivo sistema del trueque de productos. El gobierno puso en marcha la campaña del huevo para combatir la escasez de alimentos: «Si cada familia catalana criara una gallina y supiera hacerla criar, el próximo verano sería un verano de abundancia». Siguiendo aquellos consejos, la gente empezó a plantar huertos en jardines, márgenes y terrenos nunca trabajados hasta entonces. Así se garantizaba la manutención, o al menos se intentaba.

Pero el verdadero problema eran los abusos en los suministros. Había almacenes, como el de la calle Diputación, entre Gerona y Bailén, donde se acumulaban grandes cantidades de sacos de patatas, legumbres, harina, azúcar, cajas de carne en conserva procedentes de Argentina, botes de leche condensada traídos de Francia, bidones de aceite… Y mientras estaban guardados allí, por la conveniencia de vaya a saber quién, la gente, harta de bombas y de apencar, no tenía nada que llevarse a la boca.

El ambiente se fue enrareciendo cada vez más a partir de la primavera de 1937. Muchos milicianos del frente empezaban a estar muy desanimados y dolidos porque se habían hecho voluntarios por la revolución, pero nunca habían imaginado que aquello se convertiría en una guerra de trincheras que requería un elevado conocimiento de las estrategias militares. Hubo quien aceptó de buen grado la vida militar y recibió el grado de oficial del ejército, pero la mayoría deseaba que todo acabara para volver a casa y a la vida familiar. Eran las primeras señales del desgaste revolucionario. Se empezaba a oír hablar de fugitivos y desertores.

Desde los periódicos y las radios, las noticias que llegaban a Barcelona eran confusas, pero toda la ciudad estaba llena de símbolos revolucionarios y los gobernantes no paraban de fabricar consignas, desde banderas hasta carteles con lemas como: «¿Y, tú? ¿Qué haces por la victoria?», «¡Más hombres! ¡Más armas! ¡Más municiones!», «Las milicias te necesitan» o «Hasta vencer o morir». Mientras se hacían promesas de victoria, en los frentes se iban perdiendo posiciones y la incertidumbre y el desconcierto se apoderaban de la retaguardia. Muchas tardes José y Tomás pasaban las horas junto al aparato de radio de ocho lámparas que habían confiscado, oyendo los comunicados de guerra de ambos bandos para comparar las informaciones. Desde las emisoras de onda media de la Radio Asociación de Cataluña y Radio Barcelona, el enemigo era detenido y derrotado una vez tras otra. En cambio, las emisiones de Radio Sevilla daban por ganada la guerra contra el anarquismo, el marxismo y la masonería. Escuchaban las palabras del general fascista Queipo de Llano, que culpaba a todos los republicanos de las privaciones y la falta de alimentos y presentaba una España nacional en la que habría mucha comida para todos. Buena parte de los discursos del general trataban sobre las supuestas bestialidades que cometían los antifascistas. Aún se conservan algunos en los archivos:

Cogieron los marxistas a un oficial de Telégrafos, le cortaron lo que se llama los lomos en una res, los asaron y se los hicieron comer a varias personas del pueblo; en San Sebastián han empezado a fusilar a mujeres y a niños, como están haciendo en Málaga, y las muchachas son conducidas a los barcos.

En otros discursos profería amenazas, con el objetivo de atemorizar, mediante su lenguaje violento y amenazador:

Los nacionales extirparemos de España todos los brotes de marxistas, de Madrid haremos una ciudad, de Bilbao una fábrica y de Barcelona, un solar.

Las cosas iban de mal en peor, y una sensación de pesimismo muy profunda se apoderó de José. A menudo no quería ni salir de casa para ir con las patrullas y Tomás tenía que animarle a continuar. Acababa pensando, sólo, en el presente más inmediato, intentando olvidar el futuro incierto que les esperaba. Los comunistas estaban decididos a desmantelar las Patrullas de Control y todos los núcleos de poder de la FAI. Criticaban las formas de actuar de los anarquistas, y los tildaban de la vergüenza de la revolución, acusándoles de sembrar la violencia y desprestigiar el antifascismo. La campaña de desprestigio sufrida por los anarquistas fue brutal: se explicaban las acciones más funestas de la FAI como los casos de violación y asesinato de monjas, o bien el hecho repetido de la castración de religiosos y posterior introducción del miembro cortado en la boca. También la apropiación de toda clase de bienes, o casos de asesinato, como la quema, en las cuestas del Ordal, de los propietarios del cava Freixenet de Sant Sadurní d'Anoia. O la ejecución de unos ciudadanos de Cervera, que fueron quemados dentro de unas gavillas de trigo en un campo segado, junto a la carretera que va a la Panadella.

El resto de los partidos los apoyaban. Los comunistas y republicanos querían hacer desaparecer el anarquismo. Y lo consiguieron.