SANGRE Y FUEGO
No sólo los burgueses y las personas acomodadas huyeron de Barcelona. A los pocos días de empezar la guerra, apenas quedaban sacerdotes en las calles. Si los patrulleros encontraban alguno, ya se podía encomendar al Señor porque en su opinión eran como cuervos negros que debían ser exterminados. La mayoría se había escondido o había huido hacia la zona nacional, mientras los que se quedaban eran detenidos e interrogados durante los registros. Les preguntaban dónde guardaban las llaves, el armamento o los objetos de valor, obligándoles a mostrar todos los rincones del convento. Si colaboraban, no habían de temer nada, ya que en el fondo, aquellos días, donde estaban más seguros era bajo la responsabilidad de las patrullas. Los hacían subir al camión y los llevaban a sitios más seguros, como las cárceles clandestinas, porque en los conventos se encontraban sin ninguna protección. José recordaba a un viejo fraile que durante el trayecto le suplicó que no lo mataran, porque él sólo había hecho el bien a la gente y la caridad.
Muchos de ellos, conscientes del peligro que corrían, se esfumaron, buscando refugio en casa de familiares o amigos, viviendo en escondites clandestinos. Su sola presencia, sin embargo, ya suponía una auténtica amenaza para quienes los acogían, ya que las Patrullas de Control tomaban medidas contra todos los sospechosos de encubrimiento, y si los descubrían, los mataban, directamente. Al principio, muchos se ocultaban o intentaban pasar desapercibidos, confiando en que la revuelta se resolvería en cosa de días o semanas. Nadie creía, en verano de 1936, que la guerra iba a durar tres largos años. Los sacerdotes más jóvenes intentaron salvar la piel huyendo del país, vestidos con ropas de aspecto informal, con gorras o gafas de sol. Los patrulleros de la FAI sabían que varios consulados en Barcelona acogían a personas que temían ser detenidas: sacerdotes, políticos de la Lliga y fabricantes. De hecho, Francesc Cambó, desde Francia, pagaba todos estos gastos a los consulados que acogían a los refugiados, les proporcionaban documentación falsa y cobertura para escapar. Los que no tenían medios eran descubiertos, tarde o temprano, en sus escondites furtivos, y entonces se iban, de cabeza, al centro de detención.
Una vez detenidos, con un par de insultos y cuatro amenazas solían hablar. Algunos necesitaban un tiro bien cerca de la oreja para acabar de confesar, entre las burlas de los patrulleros, dónde habían escondido la orfebrería del templo o el dinero. Pero a veces la puntería fallaba. Había un patrullero que llevaba siempre encima una oreja seca que, según aseguraba, era de un fraile. Muchas veces la enseñaba durante los interrogatorios o en las tertulias de las tabernas, mientras explicaba sus aventuras.
José participó en algunas ejecuciones de religiosos, pero siempre defendía que aquello era un error. Para él, los enemigos eran otros: los militares que hacían negocio con la guerra y los patrones de las fábricas. Creía que dedicar tantos esfuerzos a perseguir curas era ir para atrás e insistía en que había que liquidar a los de arriba: los ricos y los políticos de derechas, que gracias al dinero se escurrían como anguilas y buscaban a quien les protegiera. Éstos eran los culpables de la miseria y la ignorancia del pueblo. Coincidía en la necesidad de eliminar la Iglesia como organización, pero no compartía esa caza de brujas contra todo lo que oliera a sacristía. La Iglesia siempre se había puesto de parte de los poderosos y de los amos y, además, había bendecido la revuelta militar hasta el punto de bautizarla con el nombre de cruzada o guerra santa. La Iglesia, como institución, había tomado parte de forma muy clara, y eso era lo que le dolía a José. Pero consideraba de justicia recordar que pagaron unos por el mal de otros. Había muchos curas, a los que llamaba «de barretina» que no tenían nada que ver con el fascismo y cuya única mancha era llevar sotana. Otros vivían consagrados a la ayuda de los pobres, y había muchos conventos de monjas con asilos para ancianos desvalidos, con escuelas o que ayudaban a los hospitales. Pero todos, por el simple hecho de pertenecer a la Iglesia, eran vistos como contrarios al movimiento anarquista.
La Iglesia fue la principal víctima de las Patrullas de Control, que revolvieron toda Barcelona y medio país a la caza de obispos, curas, frailes, monjas, seminaristas y rectores, a los que muchas veces ejecutaban con desprecio. José había mamado ese espíritu antirreligioso durante toda su juventud, se había hecho hombre en la guerra del Rif y cuando volvió se encontró un escenario político que era un despropósito. Difícilmente tenía otra salida. El anticlericalismo era entonces una idea común, alentada desde la prensa, los sindicatos, etc. Los periódicos republicanos y anarquistas señalaban a la Iglesia como blanco de sus ataques, como se veía en los recortes que José había conservado.
Hace tiempo que nuestro clero ha dejado de servir a Dios. Ha acumulado riquezas formidables, la Iglesia española se ha vuelto, ella también, uno de los más terribles opresores. Mientras no os enteréis de que habéis extirpado la influencia del catolicismo, vuestro país no habrá hecho la revolución espiritual. La revolución se ha levantado en España contra la Iglesia porque el pueblo veía en ella el mayor obstáculo a su liberación y el símbolo de la opresión. Ayer podíamos decir: a defendernos. Hoy hay que gritar: a atacar.
O en otro recorte:
La Iglesia tiene que desaparecer para siempre y ser arrancada de cuajo. Para ello es preciso que nos apoderemos de todos sus bienes que por justicia pertenecen al pueblo. Las órdenes religiosas han de ser disueltas. Los obispos y cardenales han de ser fusilados. El Papa de Roma es el negrero de todos los pueblos esclavos, judío de nacimiento, campeón del capitalismo, hijo legítimo de una judía holandesa, general de los envenenadores del pueblo. El cura, el fraile y el jesuita mandaban en España. Hay que ahorcar a los frailes con las tripas de los curas. Témplese, témplese la estridente y maleducada cotorra clerical. No se asuste demasiado de lo pasado, para no asustarse de lo que puede pasar. Y pensar que estos salvajes viven entre personas decentes por una lamentable equivocación de la sociedad, que aún los tolera. Obispos, curas y frailes, no os metáis en jaleos, porque podrían arder hasta los mismos manteos. Hago un llamamiento a la mujer de hoy para decirle: mujer, ya no serás, después de la revolución, la barragana del cura. Veinte siglos de oscurantismo religioso han envenenado las mentes del pueblo español.
Uno de estos escritos estaba firmado por el ministro Marcelino Domingo:
El gobierno confirma que casi todas las iglesias se han convertido en fortificaciones; que casi todas las sacristías son ahora depósitos de municiones y que la mayoría de los párrocos, curas y seminaristas actúan como francotiradores de la rebelión. ¿Qué se le puede exigir al gobierno ante estas anomalías?
Tanto hablar mal de los curas provocó, cuando las circunstancias fueron favorables, que su persecución fuera una cosa lógica y natural. Sólo hacía falta encontrar gente con temperamento apasionado y violento, como los de la FAI, que se convirtió en el brazo ejecutor que se necesitaba. Profanar y quemar no sólo era un mal menor de los disturbios. Se quería arrasar la herencia católica y eliminar físicamente a sus miembros, y las autoridades republicanas fueron incapaces de controlarlo, o no quisieron hacerlo.
A mediados de agosto de 1936, en plena ola de colectivizaciones, la Generalitat decretó la confiscación de edificios religiosos, poniendo todos los bienes de interés en manos de los comités antifascistas, lo que significó dar carta blanca a las Patrullas de Control para hacer registros revolucionarios y apropiarse de los bienes de las iglesias antes de que fueran a parar a manos de ladrones o fueran destruidos.
La patrulla de José también expolió conventos. Como había ocurrido antes con las iglesias, los patrulleros registraban todos los rincones, se llevaban lo que podían y lo dejaban todo patas arriba. Registraron los conventos de las monjas dominicas, las Hijas de María, las teresianas, las franciscanas. La mayoría estaban abandonados, ya que las religiosas se escaparon vestidas con las ropas que les prestaron las familias vecinas; otras abandonaban los hábitos y se escondían en casas particulares, donde algunas trabajaban como criadas para salvar la vida. En un convento encontraron un grupo de mujeres vestidas de calle, a punto de marcharse. Sorprendidas, con los labios pálidos y sin sangre, José y Tomás les preguntaron si eran monjas, y respondieron «servidoras no, señores», con una voz que parecía decir «Ave María Purísima…». Al ver que los patrulleros se enfadaban y al oír los primeros reniegos, se asustaron y abrazándose, entre lloros, las unas a las otras, les dijeron que antes de perder la virginidad y ser profanadas, preferían morir en sacrificio como unas auténticas mártires de Nuestra Señora. Tomás les contestó que ya hacía rato que iban calientes y empalmados: «Os vamos a echar un polvito que os reconfortará». Ellas, en su inocencia, interpretaron que las amenazaban con envenenarlas. Finalmente les dijo que habían tenido suerte de estar en manos de la FAI, ya que despachaban rápido los asuntos.
José, Tomás y Mauricio continuaron trasladando piezas al almacén de Pueblo Nuevo; y, al mismo tiempo, una vez a la semana llevaban parte del material confiscado a La Casona. Había de todo, desde cajoneras hasta baúles, pasando por estrados, sillas con respaldo, trozos de retablos pintados, cuadros, imágenes y objetos religiosos como cruces de altar, candelabros, cálices, coronas de plata, custodias o bacinas de alambre. Pero poco a poco la situación se complicó. El gobierno catalán empezaba a tener suficiente fuerza como para detener el completo desorden en la protección del patrimonio. Pese a las tensas relaciones que mantenían, llamaron la atención al responsable de transportes del Comité, Marcos Alcón, y éste se presentó un día, muy enfadado, en el Cuartel de San Elías. Abroncó a todos los patrulleros y les dijo: «El verdadero revolucionario, cuando realiza la expropiación de lo que sea, lo hace siempre en beneficio de la colectividad, nunca para su disfrute personal del dinero y de los objetos expropiados»; les ordenó que a partir de ese momento todo lo que se requisara y no tuviera una utilidad directa para la revolución proletaria tenía que llevarse a las sedes del Comité de Salvamento del Patrimonio Artístico, que había creado Ventura Gassol, el poeta y conseller de la Generalitat y, a la vez, último hombre de confianza de Macià.
El Comité era el depositario de centenares de objetos de arte y de innumerables piezas rescatadas de edificios, una vez requisados. Los patrulleros llevaban las piezas de menor valor después de haber seleccionado y descartado lo que no les interesaba, como las esculturas. En una ocasión, al llegar, José y sus patrulleros encontraron al mismo Gassol, a quien llamaban «Pimpinela Escarlata», con la cara cansada y fatigado, quejándose de la falta de espacio y de los destrozos constantes que llegaban a su conocimiento. José y Tomás le comentaron que conocían un almacén donde se acumulaba una gran cantidad de objetos artísticos saqueados y Gassol les dijo que silo tenían bien escondido, posiblemente estaría mejor salvaguardado que en medio de aquel desorden, donde algunos, con la excusa de catalogarlo, se llevaban una fortuna. Tampoco se cortó a la hora de abroncar a los patrulleros por no respetar templos, conventos, palacios, bibliotecas, ya que contenían un inmenso fondo patrimonial y documental, que aunque perteneciera a la Iglesia o a los linajes barceloneses constituía la muestra de una cultura que los revolucionarios se proponían destruir.
El Comité llegó a acumular muchos bienes, ya que los propietarios los llevaban para salvarlos de los registros de las patrullas, y por eso los almacenes estaban rebosantes. Ventura Gassol, un hombre que creía en la República y en la libertad de Cataluña, y que se había enfrentado a grupos de patrulleros, duró poco. Se ventiló su pasado como seminarista y el hecho de haber ayudado a salvar a centenares de personas, entre ellas los obispos de Tortosa, Girona, Urgell y Solsona o el cardenal Vidal i Barraquer. Y ése fue su pecado. A todos los ayudó a escapar mediante una autorización firmada por él mismo, o a través de pasaportes falsos facilitados por la Generalitat con la colaboración de los consulados extranjeros, para pasar los controles fronterizos de las patrullas. Al llegar al extranjero, muchos de los fugitivos explicaban a los periódicos que huían de España porque los de la FAI eran como demonios salidos del infierno, que saqueaban y mataban a todo el mundo. Finalmente, Gassol tuvo que irse, escondido en una camioneta de muebles hasta el aeropuerto, donde huyó en una avioneta hasta París, bajo amenaza de muerte por parte de los Servicios de Investigación de la FAI.
Los patrulleros seguían actuando tal como lo habían hecho en los grupos de acción, con independencia y total impunidad. El abogado anarquista Ángel Samblancat les envió a ocupar el Palacio de Justicia. Del mismo modo que se habían colectivizado las fábricas, había que controlar los edificios donde se impartía justicia. La anarquía es una fuerza que viene de abajo, del pueblo, y no aceptaban a los funcionarios ni a quienes hasta hacía poco les juzgaban y enviaban a las cárceles. La patrulla de José participó en la ocupación del edificio con la excusa de que se escondían armas, pero aprovecharon para llevarse la documentación judicial pendiente relativa a muchos compañeros libertarios. Al cabo de unas semanas volvieron para registrar el archivo de la Audiencia, instalado en los desvanes del edificio, y el Tribunal de Casación. Destruyeron buena parte de los archivos con la intención de borrar las causas politicosociales anteriores y destruir archivos judiciales.
Para hacer una verdadera revolución había que borrar previamente el pasado de la historia y arrancarlo de raíz para no construir sobre cimientos podridos. Con ese fin, se creó la Oficina Jurídica. El encargado era el madrileño Eduardo Barriobero Hernán, un típico abogado republicano, militante de izquierdas y francmasón, que desaprovechó la ocasión de ejercer la parte del poder que le tocaba. Junto con su mano derecha, Antoni Devesa Bayona, inspector de los Servicios Correccionales, habían de resolver, gratis, los problemas con la justicia que tenían los sindicatos obreros y revisar las sentencias dictadas contra sus miembros. Pasaban de víctimas a verdugos. Pero a la larga, y según se comentaba, todo quedó igual. Estaban más pendientes de recaudar fianzas y poner multas, además de quedarse una parte de los registros que ordenaban, que de perseguir a los enemigos. El poder cambia a las personas. Hasta los republicanos, de un centro de Esquerra del que era presidente el diputado Martí Rauret y presidente efectivo Soler Arumi, cometían asesinatos, hasta el extremo de que el propio Aurelio Fernández preguntó a Soler cómo hacían desaparecer a los muertos sin que nadie conociera su rastro. La lección de Soler a Aurelio consistía en quemar a las víctimas y desde entonces Aurelio hizo lo mismo. Aquel centro de Esquerra se llamaba Centro Federal y estaba situado arriba del Paseo de Gracia.
La patrulla de José recibía la mayoría de las órdenes desde los Servicios de Investigación de la CNT-FAI. Diariamente paraban el camión en la Vía Layetana, 30, donde estaba la sede de la Brigada de Investigación de la FAI, y subían al piso más alto del edificio de la casa Cambó para recoger una carpeta con las órdenes de los registros y detenciones que tenían que realizar.
A los detenidos los llevaban primero allí, para ser interrogados, y después al Cuartel de San Elías. Los Servicios de Investigación de la CNT-FAI habían convertido este antiguo convento en el centro más importante de detención y cuartel de la Brigada de Investigación de la FAI —organismo al que pertenecía la patrulla de José— y en el que colocaron un letrero en el que se podía leer: Comité de Control. Allí se registraba a los detenidos y los encerraban en las salas del convento, con poca comida, sin agua para lavarse y rodeados de suciedad. Dormían en el suelo. Era más bien un lugar de paso para unos días que una prisión de larga reclusión. El tiempo necesario para esperar una sentencia rápida sin derecho a defensa.
Los responsables de cuanto allí sucedía eran Manuel Escorza, del Comité de Investigación de la FAI; Dionisio Eroles, que era el responsable de la Comisaría de Orden Público; José Asens, a cargo de los Servicios de las Patrullas de Control, y Aurelio Fernández, responsable del departamento de Patrullas e Investigación del Comité Central. Todos estos miembros destacados de la FAI y otros de plena confianza se constituyeron en Tribunal.
Los criterios de este Tribunal que se encargaba de juzgar a los detenidos no eran neutrales: eran tratados sistemáticamente como fascistas y enemigos de la revolución. El detenido nunca tenía quien le defendiera; pero lo peor era que las deliberaciones del Tribunal eran de obligado cumplimiento y ejecutadas la misma noche. Pronto se hizo público y notorio que el que entraba allí no salía si no era para darle «el paseíto». Los pocos que salieron con vida de este Cuartel lo hicieron comprando su libertad con oro o una suma de dinero que, según decían, era para ayudar a la revolución. Si por casualidad se demostraba su inocencia, a los patrulleros tampoco les gustaba dejar testigos, por lo que pudiera pasar en el futuro.
Cada noche, entre las once y las doce, se preparaban los vehículos. Siguiendo órdenes, los patrulleros se dirigían desde el claustro hasta los calabozos. ¿Quién puede decir el temor que sentían los detenidos al oír los pasos que se iban acercando, que se paraban ante la puerta, el chirrido de ésta al abrirse? Un patrullero leía un nombre, dos, tres… de la lista que llevaba, se volvía a cerrar la puerta y los pasos, mucho más numerosos que antes, se iban alejando… Al día siguiente los detenidos se buscaban entre sí para contar los que se habían llevado durante la noche. De unos ochenta a noventa detenidos que había en el centro, a veces desaparecían veinte en una misma noche.
Los condenados eran esposados y cargados en los vehículos en lo que ya se conocía como el paseo nocturno. Algunos ofrecían toda su fortuna a cambio de la vida, pero aquél era un viaje sin retorno. Durante el trayecto hasta L'Arrabassada los patrulleros solían cantar: «Llevamos fascistas, llevamos curas. Sotana que pillamos, sotana que matamos. Cabrones de sacerdotes que no volveréis del viaje, porque iréis al infierno». Ellos rezaban y creían que un padrenuestro les serviría de billete a la eternidad. A alguno se le hacía cavar la fosa, pero casi siempre, ni eso; simplemente, se hacían unas descargas de fusil y listos. La abundancia de paseos nocturnos fue tal que a mediados de septiembre las patrullas recibieron órdenes de cambiar el escenario de las ejecuciones. En todos los diarios del mundo se hablaba de las matanzas de Barcelona en L'Arrabassada, Montjuïc y el Tibidabo.
La gente empezaba a desconfiar de las Patrullas de Control y éstas escogieron como escenario de las ejecuciones los cementerios de Montcada o Cerdañola, más alejados de la ciudad. Al llegar al cementerio los detenidos eran alineados al pie de un muro para ser fusilados a mansalva. Los condenados eran rematados con el tiro de gracia.
Una de las ejecuciones más sonadas fue la de Manuel Irurita, a quien muchos llamaban «Uralita», el pez gordo del obispado de Barcelona, que había conseguido escaparse de los asaltantes del Palacio Episcopal, escondiéndose a partir de ese día en la casa del joyero barcelonés Antoni Tort, en el número 17 de la calle del Call, donde pasó unos cuatro meses oculto en compañía de los dueños de la casa, de un primo sacerdote y de dos monjas. Pero el martes 1 de diciembre de 1936, en un registro ordenado por Manuel Escorza, fue descubierto por la Patrulla de Control número 11 del Pueblo Nuevo, que irrumpió en el inmueble por una denuncia contra Francesc Tort, hermano del joyero, y la hija de éste, Mercè Tort. Los siete patrulleros, al realizar el registro del piso, además de encontrar a los dos denunciados, que fueron detenidos, también detuvieron a otros que había en el piso: el obispo y su primo, que se hicieron pasar por simples sacerdotes vascos, Manuel y Marcos, además de las dos monjas y el propietario, Antoni Tort, por esconder religiosos en su casa.
Los patrulleros también encontraron custodias, copones, cruces y otras piezas de valor. Todo fue confiscado. A los siete detenidos los llevaron al Ateneo Colón del Pueblo Nuevo, situado en la calle Pedro IV número 166, donde los interrogaron, y al manifestar que todos eran católicos y dos sacerdotes, sólo dejaron en libertad a la hija del joyero, Mercè Tort, por ser muy joven. A los otros decidieron trasladarlos al Cuartel de San Elías. Al llegar, uno de los patrulleros que los acompañaba confirmó que todos eran religiosos o católicos. Fueron registrados y se desconocía que entre ellos estaba el obispo de Barcelona. Antes de encarcelarlos, por la noche, el jefe del cuartel, Silvio Torrents, como hacía siempre con los detenidos, les preguntó si tenían oro, plata o dinero. Uno de los interrogados prometió que les entregaría joyas o piezas de valor. A la mañana siguiente, el delegado, Silvio Torrents, se lo llevó fuera del cuartel en un vehículo para que le entregase lo que había prometido para salvar la vida. Tres de los detenidos fueron ejecutados en el cementerio de Montcada veinticuatro horas después de la detención. En cambio, las dos monjas fueron trasladadas al Palacio de Justicia, para ser juzgadas.
Al cabo de un par de días, cuando los patrulleros se enteraron de que el obispo Irurita había sido aprisionado en el Cuartel de San Elías, sin que ninguno de los patrulleros lo supiera, hubo muchas discusiones sobre si era precisamente el obispo al que habían dejado escapar a cambio de joyas.
Pero al preguntárselo a Silvio Torrents, toda la respuesta fue que lo había entregado a un consulado, porque el cónsul lo había reclamado a cambio de entregar información de interés para el Comité de Investigación de la CNT-FAI, de la Vía Layetana, 30. El trato no era inusual, ya que el máximo responsable del Comité, Manuel Escorza, siempre había dado órdenes de que sin excepción debían respetar a los consulados y a las logias masónicas, que también pasaban información a los capitostes de las Patrullas de Control.
Pero la acción más funesta fue contra los frailes maristas. En Cataluña habían asesinado a sesenta y siete maristas en dos meses y medio. Todos estaban desperdigados por las ciudades y los pueblos, ya que les incautaron los colegios y se vieron obligados a esconderse en casas particulares o en pensiones, siempre con miedo a ser detenidos.
Entre los días 19 y 21 de septiembre fueron detenidos y asesinados en Barcelona once religiosos de esta orden. Otros cinco frailes fueron encarcelados en el Canódromo del Guinardó, donde tenía la sede el Comité de Defensa de San Martín de Provençals, en la Rambla Volart. Uno de los jefes de esta Patrulla de Control era Antonio Ordaz, que había trabajado como peón en las brigadas del Ayuntamiento de Barcelona. Era uno de los patrulleros de máxima confianza de Aurelio Fernández, responsable del departamento de Patrullas e Investigación del Comité Central.
Los dos empezaron a planear el proyecto para recaudar dinero para el Comité de Investigación de la FAI. Creyeron que podrían sacarlo de los frailes maristas, ya que tenían capturado a su pez gordo en Barcelona, que se llamaba Fernando Suñer. A este detenido lo llevaron a la sede del Comité Central, donde fue interrogado y se le prometió facilitar la salida de España de todos los maristas a cambio de dinero. Para empezar, le pidieron que hiciera una carta explicando a los máximos responsables de los maristas la propuesta de dejarlos salir a todos del país, pero aceptando las condiciones de rescate impuestas por la FAI. Éstos accedieron a entrevistarse con los representantes de la FAI en el café El Tostadero, en la plaza Universidad.
A partir de este encuentro los capitostes de las Patrullas de Control —los faístas Aurelio Fernández y Antonio Ordaz— entraron en negociaciones con los maristas Virgilio Lacunza y Atanasio Arizu, en octubre de 1936. Llegaron a un acuerdo según el cual pagarían doscientos mil francos franceses a cambio de que unos doscientos maristas pudieran salir de la zona republicana. A los frailes menores de veinte años les dejaron atravesar la frontera por Puigcerdà, pero al resto los llevaron en autobuses a Barcelona, primero, al centro de detención del Canódromo del Guinardó y al día siguiente al puerto de la Barceloneta, a bordo del barco de vapor Cabo San Agustín, desde donde los frailes pensaban que podrían salir del país. Pero la realidad fue que los hicieron bajar otra vez del barco y con dos autobuses de dos pisos los llevaron al Cuartel de San Elías, donde en el patio del convento les comunicaron: «Con mucha pena y sentimiento hemos de manifestarles que todo ha sido un engaño. Hemos dejado salir a los principiantes, pero de los profesores y demás no se escapa nadie. Los anarquistas no nos vendemos y nadie se burla de la FAI». Al oír estas palabras, los maristas detenidos miraron a los patrulleros, con los ojos llenos de odio y amenazadores, y les dijeron: «Los de la FAI no se venden ni se entregan, pero roban y asesinan». Y éstos respondieron: «Han hecho bien Aurelio Fernández y Antonio Ordaz de valerse de la mentira y el engaño para robar y asesinar a estos cuervos negros de maristas, ya que todos sois unos fascistas y os mataremos para enviaros a vuestro cielo». Los trataron de ladrones y asesinos ya que se habían apoderado de sus equipajes y del dinero pactado en las negociaciones.
Aurelio Fernández, que ordenó la ejecución de los maristas, comentó: «Buena caza, patrulleros. ¡Os felicito! ¡Cómo vais a disfrutar cazando a estos conejitos, os deseo buena puntería!».
La medianoche del 8 al 9 de octubre sacaron a cuarenta maristas del centro de detención y fueron transportados en vehículos, uno de ellos conducido por José, hasta el cementerio de Montcada. Una vez allí, se apearon y se dirigieron todos en fila hacia el exterior del recinto, y se les ordenó ponerse de cara a la pared mientras ellos decían que no entendían por qué los habían de matar. Los patrulleros los hicieron callar y les contestaron que su trabajo era matarlos, y el suyo, morir. Algunos patrulleros se tomaban unas copas de coñac antes de apretar el gatillo. Inmediatamente después, disparaban todos a la vez una descarga.
Manuel Escorza lo tenía todo bien pensado, prueba de ello son las órdenes que daba a los patrulleros de su Brigada de Investigación: debían tener un cuidado extremo para que los cadáveres no ofrecieran señal alguna de quiénes habían sido los autores de su muerte, para evitar así sospechas y correr el riesgo de ser descubiertos ellos y sus jefes.
Algunos cuerpos sin vida que podían ser reconocidos por algún familiar o persona amiga que vio a los patrulleros en el momento de la detención, se volvían a cargar en los vehículos y se llevaban a quemar a los hornos de la fábrica de cemento situada en el término del pueblo de Montcada, amparados por los trabajadores de la fábrica de cemento, muchos de ellos anarquistas. La cautela para evitar sospechas era máxima.
Allí también eran llevadas otras personas, muy seleccionadas, en general adineradas y que habiendo sido detenidas por los patrulleros dependientes de la Brigada de Investigación de la CNT-FAI, y llevadas al Cuartel de San Elías, se habían comprometido a entregar objetos de valor o dinero a cambio de salvar su vida. A éstos los trasladaban a una torre que Manuel Escorza, Aurelio Fernández y Dionisio Eroles tenían en la Avenida del Tibidabo, situada a unos cincuenta metros del consulado soviético, y después de haberles hecho pagar su rescate, se les prometía que al apuntar el alba serían trasladados en vehículos a la frontera de Francia. ¿Qué ocurría? Que los patrulleros los montaban en un vehículo en plena noche y después de salir de la ciudad de Barcelona, mientras seguían la carretera nacional que llevaba a Francia, se desviaban por el camino del cementerio de Montcada. Allí los hacían salir del vehículo y caminar unos cuantos metros hasta que los patrulleros les disparaban. Los patrulleros recogían el cadáver, lo volvían a cargar en el vehículo y emprendían el camino de los hornos de la cementera donde eran arrojados los restos; así no dejaban rastro alguno y sus familiares los daban por desaparecidos o en el extranjero.