LA CREACIÓN DE LAS PATRULLAS DE CONTROL
El mes de agosto, el Comité de Milicias Antifascista inició la reorganización de la política de seguridad creando el Comité Central de Patrullas e Investigación, cuyo principal dirigente era Aurelio Fernández de la CNT-FAI, que se encargó de la persecución de los colaboradores y simpatizantes de la sublevación. Este comité recibía denuncias, realizaba interrogatorios, llevaba a cabo sus propias pesquisas y detenciones cuando lo consideraba conveniente, encargándose también de la vigilancia de las fronteras marítimas y terrestres.
Para desarrollar sus actividades más allá del ámbito de la ciudad de Barcelona, se constituyó un departamento de Investigación que asumió funciones de policía secreta, en la lucha contra los partidarios de la sublevación, en colaboración con la Jefatura Superior de Policía que dirigía Dionisio Eroles.
También se creó el departamento de Patrullas de Control, cuyo responsable era José Asens, de la CNT-FAI, que asumió el principal papel en la organización y el liderazgo de servicios de las Patrullas de Control, que eran una policía obrera, revolucionaria, una garantía para todos los trabajadores, de que la contrarrevolución no levantara cabeza en la retaguardia, y de que la revolución caminaría hacia adelante.
La primera propuesta de organización regular de las Patrullas de Control estableció su estructura jerárquica y territorial básica, así como el reparto de su plantilla inicial entre las organizaciones políticas que habían de participar en el nuevo cuerpo policial. El funcionamiento de las Patrullas fue dividir Barcelona en once secciones, además de las patrullas del puerto, las ferroviarias y los servicios de investigación de la CNT-FAI. Cada una tenía su cuartel con un calabozo para los detenidos, al frente de cada Sección se situaba un delegado. Además de éstas se constituyó una Sección Central con sede en la Gran Vía de las Cortes Catalanas, número 617, que podía actuar de manera permanente en cualquier zona de la ciudad, en la que mandaba gente de la CNT-FAI. Cuando se practicaban detenciones se llevaban a los detenidos al centro de detención del antiguo convento de San Elías. Al abandonar las monjas este edificio, perseguidas por la revolución, lo ocuparon a los pocos días los de la FAI, que pensaron que los locales eran adecuados para hacer una prisión, y así fue durante diez meses. El lugar solitario y apartado del convento atrajo al Comité Central de Patrullas e Investigación por su amplitud, su huerto con granja, dos torres y murallas altas. El recinto estaba rodeado por una tapia de cinco metros de altura.
El mismo Asens, gran amigo de José desde hacía años en el Comité de Defensa Confederal, le pidió que pasara a formar parte de las patrullas como conductor de vehículos, cargo que aceptó a condición de tener a Mauricio como ayudante. Como José era un conductor de confianza, José Asens no puso ningún impedimento al hecho de que pudiera disponer de un ayudante para cargar o descargar el vehículo. Al cabo de pocos días, José ya llevaba el uniforme de patrullero, un trabajo con un jornal de diez pesetas diarias. Del uniforme destacaba una cazadora de piel con cremallera, unos pantalones de pana, la gorra miliciana, unas alpargatas de vetas negras y un pañuelo rojo y negro. También disponía de un mono azul para cuando tenía que hacer funciones de mecánico. De nuevo se le encomendó la conducción de vehículos. Cada patrullero llevaba una credencial identificativa, y las instrucciones y los documentos estaban escritos en castellano. El trato entre ellos era siempre de «compañeros».
La mitad de los hombres que componían las Patrullas de Control pertenecía a la CNT-FAI. La patrulla de José y Mauricio recibía órdenes de Manuel Escorza, del Comité y Brigada de Investigación de la CNT-FAI, situada en la Vía Layetana, 30. Su delegado era Silvio Torrents, que era quien tomaba las decisiones y quien transmitía los informes de sus actuaciones a Manuel Escorza. Silvio hacía cumplir rigurosamente las órdenes que recibía a todos los miembros patrulleros, a través de las cuales se repartían las diferentes tareas, como las requisas, la confiscación de bienes, la vigilancia, las ejecuciones y, en este caso, la conducción de vehículos.
La patrulla en la que actuaban José y Mauricio estableció su cuartel y centro de operaciones en el antiguo convento de San Elías, que había sido abandonado por las monjas clarisas antes de que los anarquistas se lo apropiaran. Situado en la calle San Elías, al final de San Gervasio, bajo el Tibidabo, era un lugar muy aislado. Un edificio muy grande, de piedra y baldosa. Tenía un gran patio con dos grandes galerías y un pozo en el centro. También tenía una iglesia, bajo la cual había unos sótanos amplios y tenebrosos, donde se llevaba a los detenidos.
Los faístas más radicales lo convirtieron en un verdadero cuartel general y centro de poder, además de centro de detención, ya que tenía unos calabozos en los sótanos y en diferentes salas del convento. En este cuartel, los patrulleros que hacían tareas de vigilancia eran enviados desde la Sección Central. Estos patrulleros hacían tres turnos, cada uno de ocho horas, lo que permitía que hubiera uno de servicio las veinticuatro horas del día. En cambio la patrulla de José dependía de la Brigada de los Servicios de Investigación de la CNT-FAI, cuyo responsable era Manuel Escorza, que los dirigía desde Vía Layetana, 30. Éstos fueron constituidos por los Comités regionales de la CNT y por el Comité peninsular de la FAI.
Esta brigada estaba formada por una cuarentena de hombres, la mayoría con pocos estudios y sin cultura general. Incluso algunos eran analfabetos. Su trabajo no era fácil y, además, el pueblo no los aceptaba como policía revolucionaria por la gran cantidad de armamento que ostentaban y la fuerte acción represiva que llevaban a cabo. Las órdenes de Manuel Escorza eran «que para hacer la revolución libertaria había que limpiar la retaguardia de Cataluña de curas y burgueses, para conseguirlo sólo hacía falta cavar fosas en los cementerios para enterrar los cadáveres». Se quería hacer una revolución, aunque la mayor parte fue mal entendida y aun peor explicada.
Se daba un fenómeno de extensión de la guerra social iniciada el 19 de julio con la insurrección anarquista contra el fascismo. El cura, el amo y el derechista eran los fascistas: el enemigo de clase a perseguir. Es importante comprender que el enemigo en la retaguardia era reflejo de la lucha contra ese mismo enemigo en el frente de Aragón. La lucha de clases de los años del pistolerismo tenía su continuidad en una nueva situación revolucionaria, en la que de manera excepcional los patrulleros ejercían de perseguidores, cuando habitualmente habían sido siempre los perseguidos.
A pesar de todo, se hicieron los amos de la ciudad acatando las órdenes de unos dirigentes que señalaban a las víctimas para liquidar enemistades personales o revanchas sociales. La mayoría, incluido José, tenía un escaso, por no decir nulo, conocimiento de las leyes, y se tomaba la justicia por la mano.
La gente sospechosa de ser de derechas, católica o de colaborar con los fascistas se disfrazaba como podía para salir de Barcelona y atravesar los Pirineos hacia Francia. Otros vivían escondidos. Incluso aparecieron grupos clandestinos que, aprovechándose de la situación, organizaron redes de camiones, hostales y guías para facilitar la huida de esa gente a cambio de unas tres mil pesetas por persona, que entonces era mucho dinero.
Los dos primeros meses de funcionamiento de las patrullas fueron un auténtico caos: los patrulleros iban por libre, cegados por el poder, ignorando lo que decían los partidos políticos y los sindicatos. Hacían cumplir su ley, ya que tenían una libertad de acción total y nadie pedía explicaciones. Las únicas instrucciones claras que recibieron del Comité fueron respetar y no requisar los consulados establecidos en la ciudad.
Los vehículos que necesitaban las Patrullas de Control se confiscaban a punta de pistola, hasta el punto de que a los de la FAI los llamaban «la Federación de Automóviles Imponentes». Lo cierto es que la posesión de coches y armamento era muy importante y simbólica para los patrulleros, y les daba mucha fuerza y seguridad. Por eso, más adelante, la mayoría de los garajes y talleres de reparaciones de vehículos también quedó bajo el control de la Dirección General de Transportes de la Generalitat. Aquel año había matriculados unos cincuenta mil vehículos en la provincia de Barcelona. En nombre de la revolución fueron puestos al servicio de los comités para destinarlos a labores de vigilancia, transporte o traslado de combatientes y provisiones al frente.
La patrulla de José la formaban cuatro militantes convencidos de la FAI, junto con Mauricio y Tomás. Siempre se reunían en el hostal, ante una mesa bien surtida en la que no les faltaba nada: garbanzos o judías con un trozo de panceta, fuentes de ensalada, pan con jamón tierno y vino negro en un porrón para tener cuerda para rato… Sentados alrededor de la mesa, encima de la cual cada uno dejaba su arma de fuego, exponían sus ideas, confrontaban opiniones, leían en voz alta Solidaridad Obrera, el periódico de propaganda anarquista según el cual había que ganar antes la revolución que la guerra, ya que si se dejaba pasar el tiempo, las ideas revolucionarias se estancaban y degeneraban.
Después de comer subían al camión riendo y parloteando y se dirigían a la sede del Comité, donde los jefes tenían listas negras y ficheros que elaboraban personas en la sombra, que habían conseguido un buen nivel de vida con la República. El trabajo se repartía en grupos, con instrucciones de llevar a cabo represalias y registros en las casas de gallitos comprometidos con la revuelta militar. También les pasaban información de las direcciones de la gente de derechas que había tenido un cargo durante la monarquía, la dictadura de Primo de Rivera o la misma República, para practicar requisas y detener a muchos industriales, médicos, ingenieros, farmacéuticos, muchos de los cuales tenían una militancia política de poca relevancia. Abundaban los que tenían un problema de conciencia, ya que los anarquistas los perseguían por católicos y los fascistas, por catalanistas. Se desconocía quién hacía las listas de los centenares de casas que tenían que ser requisadas, pero incluso se publicaron bandos en los que se anunciaban recompensas económicas a quienes ayudaran a localizar los escondites. Según decían, el fascismo y el capitalismo eran una misma plaga que había que destruir. Entre los patrulleros había dos posturas opuestas, por una parte, unos veían la represión de los anarquistas contra los curas y burgueses como una barbaridad, mientras otros creían que era una ocasión fallida de profundizar en la revolución, por falta de orientación y de una organización más decidida y revolucionaria.
En verano y otoño de 1936 la patrulla de José protagonizó detenciones violentas y asesinatos de gente honesta cuyo delito había sido mostrar poca simpatía hacia la revolución. El Comité era el que decidía qué misiones iban a desarrollar y los enviaba de un lado a otro: no era casual, se trataba de que los crímenes selectivos los llevaran a cabo patrulleros forasteros, para que no hubiera modo de identificarlos. Si alguien rompía la disciplina de grupo, se le apartaba de la patrulla.
Antes de salir del camión, los jefes pasaban revista, barrio por barrio, de los personajes incluidos en las listas de organizaciones consideradas sospechosas y daban órdenes de actuar en su casa, con el objetivo de dejar la retaguardia libre de posibles enemigos. Cuando los patrulleros salían, ya sabían a quién iban a confiscar o detener, excepto cuando había órdenes explícitas de matar. Detenían a muchas personas que habían sido escogidas un poco al tuntún sólo porque figuraban en una lista de sospechosos. Cuando llegaban a la casa, José y Mauricio se quedaban en la calle vigilando el camión, mientras oían a sus compañeros subir por las escaleras, dando golpes terribles con la culata del fusil, reventando la puerta de entrada, rompiendo la cerradura, el candado, el pestillo, el cerrojo o lo que hiciera falta para entrar. Se disparaban unos cuantos tiros para asustar, que servían para acusar a los sospechosos de haber empezado el tiroteo, y les obligaban a acompañarlos inmediatamente para prestar declaración. Algunos detenidos, antes de ser introducidos en el vehículo, gritaban: «¡Ayudadme, que me van a matar!», ante la impotencia de sus familiares y vecinos.
A los detenidos los trasladaban a la sede central de los Servicios de Investigación de la CNT-FAI, donde Manuel Escorza los interrogaba y decidía la sentencia bajo su responsabilidad. Otras veces los detenidos eran trasladados a la sede del departamento de Patrullas e Investigación, donde Aurelio Fernández o José Asens, después de interrogarlos, les hacían una ficha y decidían la condena, pero la mayoría eran llevados presos al Cuartel de San Elías. Al llegar se los despojaba de todos los objetos que llevaban encima: cinturones, relojes, estilográficas… Pero se les dejaba una pequeña cantidad de dinero para que pudieran comprar alguna cosa indispensable, como jabón o chocolate por medio de un patrullero que pasaba cada día por las celdas a ver si necesitaban algo. Pero la mayoría, pasados unos días, eran ejecutados. Toda la legalidad de estas acciones se basaba en la carta blanca otorgada por los jefes correspondientes y en la cobertura de unas siglas.
Las acciones de sangre se hacían al romper el alba y de forma clandestina. Los patrulleros hacían subir a los detenidos al vehículo y cuando estaban fuera de Barcelona, les descerrajaban un tiro en la nuca y los dejaban en cualquier cuneta, junto a los cementerios o en el margen de cualquier camino. Eran abandonados sin enterrar en diversos lugares de la carretera de l'Arrabassada, el Morrot, Horta, Somorrostro, Casa Antúnez, la Avenida de Pedralbes, la Fuente del León, la riera de Vallcarca o las montañas de Vallvidrera y el Tibidabo. A algunos los tiraban al mar. Y todos eran despojados de lo que llevaran encima: relojes de pulsera, anillos, pendientes, cadenas, brazaletes, llaves, cartera… En algunos cuerpos había disparos en las piernas, por mala puntería o por nervios, y para evitar que ninguno de los fusilados quedara malherido, los patrulleros los remataban con un tiro de gracia. A veces se ensañaban con algún cadáver, lo rociaban con gasolina y lo quemaban.
Las ambulancias de la Cruz Roja se encargaban de recoger los cuerpos a primera hora de la mañana y los trasladaban al Hospital Clínico. Si el muerto era alguien conocido por ellos, avisaban a la familia o a los amigos. Las patrullas nunca dejaban ninguna señal ni documento escrito que los identificara y a muchos se los daba por muertos en un accidente o en un hecho de guerra.
José sentía vergüenza porque había dejado de ser amo de su voluntad, que había pasado a ser la de la patrulla y los patrulleros de la FAI, que sólo veían una cara de la verdad: la que les interesaba. Pero las noticias que llegaban de la zona nacional les hacía hervir la sangre, ya que los fascistas y los moros llegados de poniente lo arrasaban todo, forzando el exilio y los juicios sumarísimos que, en nombre de España, condenaban a prisión o a ejecución a los republicanos, anarquistas y masones. En Málaga, Irún y Badajoz, los nacionales casi no dejaron a ningún anarquista vivo. Mientras, el general Franco insistía en que ganaría la guerra: «Aunque tenga que matar a media España, triunfaré cueste lo que cueste. No habrá compromiso ni tregua, sólo victoria. Ésta es la lucha entre la verdadera España y los marxistas».
José pensaba que a los franquistas les convenía una guerra lenta para ir haciendo limpieza pueblo por pueblo. Y, entretanto, en la zona republicana se hacían registros casa por casa, en busca de joyas, anillos, cadenas, medallas, monedas de oro, rosarios y otros objetos religiosos; todo aquello que se considerara valioso para fundirlo y obtener dinero para la causa. Todo se hacía en nombre de la revolución, pero en el fondo era la excusa para el saqueo y el pillaje; al fin y al cabo, muchos de los propietarios nada tenían que ver con los fascistas.
Los registros también tenían su propia rutina: la patrulla de José se presentaba con el camión ante la casa. Los compañeros, armados con fusiles y pistolas, bajaban, pidiendo violentamente que alguien abriera. Si alguno se enfrentaba con ellos u oponía resistencia, se le amenazaba. En ningún caso valían las protestas que pudieran hacer. Después, empezaba el registro minucioso de la casa y la notificación de que ésta estaba confiscada y, en consecuencia, que sus habitantes tenían que abandonarla. A veces, los patrulleros descubrían a gente que se había suicidado, con un tiro en la cabeza, al saber que estaban en las listas de las Patrullas de Control; y en otras encontraban a mujeres de familia respetable, desesperadas, que ofrecían su cuerpo a cambio de salvar la vida o evitar ir a trabajar como obreras, y que suplicaban que no destrozaran sus posesiones. La respuesta siempre era la misma: decían que los anarquistas no respetaban las diferencias de clase social y que había llegado el momento de que los ricos se pusieran a trabajar. También era frecuente que los propietarios ricos abandonaran sus casas por miedo a ser detenidos o asesinados, dejándolas antes cerradas con todo tipo de barreras, para hacerlas inaccesibles. Pero si tenían orden de confiscarlas, no había puertas ni rejas que los detuvieran.
Una vez los propietarios habían abandonado la casa, la cerraban y a partir de ese momento José y Mauricio podían volver ese mismo día o el siguiente para llevarse, sin prisas, lo que quisieran. El hecho de que José dispusiera de camión le otorgaba un cierto poder para ser el líder y decidir los planes que había que seguir y, junto con Tomás, se apropió para provecho personal de toda clase de posesiones de la burguesía, sobre todo mesas, sillas, cajas de reloj, bufetes, escritorios, camas, mesillas, armarios y cofres. Además de numerosos objetos, como cuadros, esculturas, alfombras, radios, libros y documentación, que confiscaban en nombre de la revolución y que iban trasladando y guardando, con la ayuda de Mauricio, en el almacén que José tenía en Pueblo Nuevo. La acumulación de materiales y la falta de seguridad obligó a trasladar una parte a La Casona, la masía de José en el Penedès. Aquel traslado supuso muchos viajes, numerosas idas y venidas con el camión.
Mientras, ajenos a las fortunas que iban almacenando José y Tomás, el resto de los patrulleros aprovechaba las casas embargadas para instalarse, solucionando así los problemas de vivienda. Decían que había llegado el momento de que los ricos contribuyeran al justo reparto de bienes y riquezas del que ellos también tenían derecho a disfrutar; así, se instalaban en las lujosas torres y pasaban parte del tiempo organizando fiestas, vestidos con los trajes de gala y las joyas, comiendo viandas exquisitas, fumando habanos y bebiendo los mejores vinos y licores. Todo a imagen y semejanza de los que habían sido los más ricos y poderosos. La fuerza de las armas los convertía en amos y señores de la situación, con derecho a utilizar el patrimonio que pertenecía a la burguesía.
Pero no todas estas requisas eran para la ganancia personal de la patrulla. La mayor parte de este material se entregaba según las órdenes de Silvio Torrents, que era el delegado del Cuartel de San Elías; José Asens, que era el cabecilla de las Patrullas de Control y, de Aurelio Fernández, del departamento Patrullas y de Investigación. Pero el responsable último era Manuel Escorza, del Comité de Investigación de la CNT-FAI, que tenía unos encargados en un almacén frente al Ateneo Colón en Pueblo Nuevo para clasificar todas las piezas de valor requisadas, se separaban las de plata, las de oro, las de latón, etc. Muchos de los objetos que eran de metal precioso se fundieron para la formación de lingotes de metales preciosos o se revendieron. Este trabajo se hacía en un almacén de la FAI del Pueblo Nuevo; los lingotes se guardaban en cajas que eran trasladadas a la frontera mediante camiones, para ser vendidos en el extranjero. Según los jefes, el dinero de su venta servía para obtener fondos económicos para comprar armamento. Manuel Escorza tenía un sistema montado para tal fin que quedaba bajo su control exclusivo. Las compras se realizaban en el extranjero y se pagaban en joyas o en lingotes de oro o plata.
Todos estos comportamientos y procedimientos violentos levantaron, alrededor de la FAI, numerosos agravios, odios y rencores. José mismo había tenido ocasión de conocer, dentro del anarquismo, a personas conscientes, idealistas y revolucionarias, pero también gente de pasado turbio que se servía de la revolución para sus venganzas personales. Con el caos de la revuelta militar se liberó a todo el mundo, desde presos políticos hasta ladrones. Las tesis anarquistas se basaban en la confianza en las personas y en el derecho a la libertad, y por eso querían hacer desaparecer todas las cárceles. Un recorte de la revista Ácrata era lo bastante elocuente al respecto:
Derrumbad las cárceles. Creemos que ha llegado la hora de poner en práctica lo que tantas veces hemos dicho respecto a las cárceles. Somos enemigos del encierro y más enemigos todavía de los que, erigiéndose en autoridades, mandan encerrar a los hombres. Pedimos que sean derrumbadas todas las cárceles de España y los presidios también. Estos antros de dolor y tortura deben desaparecer.
Muchos de aquellos ladrones y asesinos, al salir de las cárceles, consiguieron una gran cantidad de armamento al saquear el cuartel de la Maestranza en San Andrés. Las armas se convirtieron en juguetes en manos de esa gente. Para frenar estas acciones la CNT publicó una amenaza contra todos estos facinerosos que hicieran requisas o actuaran en beneficio propio, escudándose en las siglas CNT-FAI. Barcelona se convirtió en un campo abierto para los ladrones que exigían a punta de pistola a los antiguos patrones, comerciantes o gente rica unas cantidades de dinero que la gente entregaba para poder conservar la vida. Por otra parte, los que no pagaban, se escondían o huían, ya que si eran cazados los mataban sin contemplaciones. Después, los familiares de las víctimas que sobrevivían, sólo se podían mover entre la sombra y el silencio. Nadie sabía nada.