EL PODER LIBERTARIO
Para los patrulleros de la FAI habían sido unas duras jornadas de revolución y lucha, insomnio y agotamiento. Y en ellas les habían acompañado grupos armados de militantes, de guardias de asalto y miembros de la Guardia Civil, que en tiempos normales eran sus implacables enemigos… Todo cambió considerablemente, incluso unos guardias civiles sin orden ni disciplina hablaban de victoria.
Más de trescientos libertarios perdieron la vida luchando por las calles, y gran cantidad de ellos resultaron heridos. La mayoría ingresó en el Hospital Clínico, lo que provocó una falta de camas y colchones que resolvieron yendo a requisar más con el camión a los hoteles y las casas de la burguesía.
Todo el armamento que los anarquistas habían saqueado para luchar contra los militares no se retornó a los representantes de la República, sino que sirvió de auténtico contrapoder por parte del mundo obrero, capitalizado por la CNT-FAI. Se abría paso a un proceso revolucionario, una vez roto el mito que negaba a los trabajadores la capacidad de enfrentarse a un ejército profesional, y vencerlo, ya que de momento se podía considerar dominada la situación. Aun así, por precaución, se decidió ir a la huelga general revolucionaria como protesta contra el fascismo.
En Barcelona se apresó al general Goded y se anunció por radio la rendición de los militares rebeldes de Cataluña, mientras desde Madrid llegaban noticias de los rebeldes del Cuartel de la Montaña. En Asturias, Valencia, Vizcaya, Guipúzcoa y Castilla la Mancha, entre otras zonas de la Península, había fracasado el alzamiento fascista. Parecía que la historia de aquella insurrección era cuestión de días, a pesar de que los fascistas aún controlaban Navarra, Galicia, Castilla la Vieja, Aragón, Álava, Mallorca y parte de Andalucía. En esos lugares, la represión contra los anarquistas fue dura y cruenta, usando la vieja táctica de eliminar físicamente al adversario, tal como decía el general Mola: «Es necesario fusilar a cualquiera que sea abierta o secretamente defensor del Frente Popular. Yo veo a mi padre en las filas contrarias y lo fusilo».
José, no obstante, no lo tenía tan claro y se preguntaba cuál sería el desenlace de la tragedia en España y si la sucesión de los hechos que se estaban produciendo respondía a una revolución o al caos absoluto. En cualquier caso, nada le hacía pensar que acababa de empezar una larga y devastadora guerra que le cambiaría la vida. Lo que tenía que ser una revuelta militar rápida y precisa se convirtió en el inicio del fin de la segunda y última experiencia republicana en el Estado, y la aparición de dos bandos: los republicanos y los fascistas, que se definían a sí mismos como nacionales.
Había sido una entrada demasiado dura a la guerra civil primero, yendo con el camión y la metralleta contra los rebeldes, y después participando en el saqueo y la quema de iglesias. Pero, contradicciones de la vida, todo aquel saqueo, que según el plan de acción que Aurelio Fernández había trazado en la reunión de junio en el taller del Pueblo Nuevo, había de permitir vender el oro y la plata para comprar armamento, pasadas unas semanas había dejado de tener sentido: ya no era necesario comprar armas porque con todas las que se habían saqueado de los cuarteles militares de la Maestranza y del parque de artillería de San Andrés, la mayoría de los militantes de la CNT-FAI iban armados. De esta manera, muchas piezas de orfebrería religiosa procedentes de las iglesias saqueadas que fueron llevadas al taller de José ya no servían para su objetivo inicial y quedaron almacenadas. Lo mismo pasó en las sedes de los Comités de Defensa.
En Barcelona, el fracaso inicial del levantamiento fascista creó las condiciones necesarias para el hundimiento del sistema republicano burgués y la radicalización de los anarquistas más revolucionarios, como José. Los militares, es decir, la Guardia Civil y los guardias de asalto, se aliaron indistintamente, unos con los generales rebeldes y otros con el pueblo. La República se había quedado sin ejército después de que los militares y la tropa se disolvieran entre el caos general, mientras que los fascistas disponían de un ejército profesional, bien armado y disciplinado, que mantenía sus cuadros de mando. Y tenían, sobre todo, el ejército colonial de Marruecos, el iniciador de la revuelta. Todo lo que le quedaba a la República era la reserva de oro del Banco de España, el apoyo interesado de la Unión Soviética y el doble juego de Francia, Inglaterra y otros países neutrales.
Aquellos días de julio sólo existía una autoridad en la España republicana: la de los trabajadores armados. El boletín de la CNT-FAI era bastante explícito:
¡Trabajadores antifascistas de todo el mundo! Nosotros, los trabajadores de España, somos pobres, pero estamos persiguiendo un noble ideal. Nuestra lucha es vuestra lucha. Nuestra victoria es la libertad. Somos la vanguardia del proletariado internacional en la lucha contra el fascismo. ¡Hombres y mujeres de todos los pueblos! ¡Ayudadnos! ¡Armas para España!
José, como miembro de un Comité de Defensa, pertenecía a una patrulla armada del departamento de Organización del sindicato. Como era mecánico, conductor de profesión y persona de confianza, los jefes le asignaron un camión Chevrolet de cabina cerrada, descubierto, con posibilidad de instalarle un tendal. Su trabajo también consistía en hacer de chófer en las tareas de transporte de mercancías y personas, según las directrices y las órdenes que le daban diariamente. Lo primero que hizo fue guardar un fusil-ametralladora checoslovaco en la cabina del vehículo, y llevar siempre una pistola en la cintura, siguiendo las instrucciones del periódico Solidaridad Obrera: «Las armas —es triste reconocerlo— son la garantía de respeto absoluto a una individualidad».
Barcelona, la capital del anarquismo, se había convertido en la ciudad de los fusiles, y el control de las calles había pasado a las manos de grupos de hombres armados, la mayoría de la CNT-FAI. José, Mauricio y Tomás paseaban con el camión por toda la ciudad, acompañados por militantes que lucían los colores de la enseña libertaria, el rojo y el negro, en sus pañuelos y que hacían ondear banderas. La alegría era generalizada: sin haber digerido aún la victoria, se gritaban, con gestos amenazadores, vivas a la revolución y a los libertarios, y proclamas contra el fascismo y el ejército. El camión que conducía José estaba pintado de rojo y negro, los colores de la FAI. A más de un cabezota le tuvieron que explicar que, a pesar de ser los mismos colores de los de la Falange Española, no tenían nada que ver. Para evitar este tipo de confusiones, dibujaron en la chapa del camión, con unas letras enormes y pintura blanca, las siglas FAI. De esta forma circulaban día y noche por la ciudad, sin que nadie les parara ni les molestara. Tenían carta blanca por parte del gobierno.
El giro social de aquellos días de revolución lo desbordó todo y la Generalitat sólo era una sombra arrinconada del viejo poder y se convirtió en una institución decorativa que perdió todo el control ante la revolución anarquista y las acciones revolucionarias. Companys nunca quiso ir contra la FAI, ya que muchos milicianos lo conocían como el abogado laborista que se había fortalecido socialmente en la época dura de los pistoleros pagados por la patronal. Defendía a los libertarios en muchas causas que habían tenido con la justicia, pero en aquellos momentos de caos político veía con impotencia cómo el gobierno de Madrid licenciaba a todos los soldados de las unidades militares que se habían rebelado, provocando el hundimiento del ejército. Companys podía tener sus motivos, o no, eso se ignoraba, pero su falta de decisiones radicales no despertaba ninguna veneración ni entusiasmo hacia su persona, llena de impulsos, de contradicciones, de arrebatos y martingalas. Pensaba que podría controlar la revuelta cuando ya se le había escapado de las manos, haciendo llamadas a los periódicos o desde los micrófonos de la radio instalada en el Palacio de la Generalitat, como un bendito, sin hacer nada. En una reunión con Durruti, García Oliver y otros les dijo: «Hoy los anarquistas sois los dueños de la ciudad y de Cataluña, porque vosotros habéis vencido a los militares fascistas». Después de esta reunión los capitostes anarquistas tenían el camino libre para empezar la revolución. Además, Lluís Companys debía agradecer a la FAI que liquidase con las pistolas a sus enemigos políticos.
Los dirigentes de otros partidos de izquierdas tampoco estuvieron a la altura de las circunstancias, ya que con sus palabras demagógicas contribuyeron al desconcierto general. Hay que decir, no obstante, que los dirigentes anarquistas tampoco fueron muy capaces de gestionar aquella situación política. No supieron hacer bien ni la guerra, ni la revolución. Un ejemplo es una octavilla publicada por la Federación Local de Sindicatos de la CNT de Barcelona que decía: «Obrero, organízate en milicias. No abandones el fusil ni la munición, no pierdas el contacto con tu sindicato. Tu vida y tu libertad están en tus manos». Con miles de armas repartidas, el poder salió literalmente del cañón de estos máuser, es decir, un dominio limitado de algo más de un kilómetro, ya que cada francotirador apuntaba a sus enemigos, más bien vecinos. Con la desaparición de la autoridad se produjo la fragmentación del poder, entendido como el que emanaba del cañón de un fusil, mientras la autoridad la infundía el miedo que provocaba cualquier máuser.
Muchos comités armados aprovecharon aquel vacío de autoridad para hacer de las suyas. Se produjo una riada de saqueos que afectó a muchas tiendas, almacenes, hogares de clase media demócratas, catalanistas y republicanos, a los que los de la FAI llamaban «gente bien». Muchos de ellos, asustados, se escondían en lugares seguros para refugiarse de las desagradables consecuencias o sencillamente para salvar el pellejo. Esa masa de gente eminentemente neutral, que posiblemente sólo deseaba la calma y la tranquilidad, se distanció para siempre del movimiento revolucionario.
La absoluta ausencia de organización y disciplina hacía que sólo funcionara lo que se generaba desde la calle, y la calle no tenía amo. Ésa fue la peor de las tragedias y, con el tiempo, se pagó. Barcelona era un desorden y lo único que había hecho la victoria anarquista había sido dar alas a las masas atemorizadas y sometidas, que se descargaron con una fuerza proporcional sobre aquellos que los habían tenido sometidos durante tantos años de privaciones y luchas sociales. Las venganzas personales hicieron estallar la revolución anarquista como una bomba de fragmentación, dirigida por los que tenían hambre de un cambio radical.
El movimiento libertario siguió con la práctica de la confiscación o expropiación de los mejores locales y edificios de la ciudad para situar en ellos los despachos y secciones del sindicato, con mucha más capacidad que antes. Los comités regionales de la CNT y la FAI y los comités locales de Mujeres y Juventud expoliaron, forzando las puertas de entrada con barras de hierro, los edificios que estaban frente a la sede de la calle Mercaderes, que daban a la Vía Layetana y eran propiedad de Fomento del Trabajo Nacional. También se hizo lo mismo con la casa de Cambó, que ya se había intentado asaltar sin éxito en 1931. Cinco años más tarde lo consiguieron, y lo primero que hicieron fue izar la bandera roja y negra de la FAI en el último piso, en un jardín que había en el tejado. Después, desballestaron los cuadros y los papeles que guardaba el político catalanista de la Lliga, que entonces estaba de viaje en Italia. El conseller de cultura, Ventura Gassol, se ocupó personalmente de hablar con los dirigentes del sindicato para proteger el importante fondo de Francesc Cambó y se llegó a un acuerdo según el cual una parte se trasladaría directamente a los almacenes del Museo de Arte de Cataluña, mientras que el resto, básicamente una gran cantidad de libros, serviría para crear bibliotecas populares en las sedes de las organizaciones anarquistas y obreras.
El cuartel general de la CNT-FAI se ubicó en los pisos y despachos del Fomento del Trabajo Nacional. Convirtieron los espaciosos departamentos del edificio en salas de reunión, oficinas de los distintos comités y almacenes de la Confederación. En la sala de actos de este edificio se celebró el pleno regional de sindicatos locales y comarcales de la CNT-FAI, en medio de un fuerte debate ideológico sobre la necesidad de instaurar el comunismo libertario o participar en un Comité de Milicias Antifascista.
Juan García Oliver fue taxativo a la hora de plantear la situación: «El pueblo, rotos los frenos morales, se convierte en una bestia peligrosa que roba, que incendia y que mata. O colaboramos o imponemos una dictadura. ¡Elegid!». Es decir, o ir a por todas o renunciar a la revolución anarquista.
En medio de las protestas, la propuesta de participar en el Comité de Milicias Antifascista fue aceptada después de largas discusiones, ya que la mayoría era consciente de que la construcción de un nuevo orden revolucionario, por el que habían estado luchando tantos años, era difícil en aquellos momentos de guerra y no se consideraban lo bastante bien preparados para gobernar a causa de la falta de técnicos libertarios capaces de asumir el gobierno. A pesar de las circunstancias adversas, los más radicales del movimiento libertario catalán votaron en contra de la colaboración, ya que creían que eso era hacer la revolución a medias.
Los anarquistas se sentían entonces en plenitud de fuerzas y no estaban dispuestos a ceder el poder real que mantenían en la calle. El gobierno de la Generalitat y el de la República no eran más que dos membretes, desbordados e impotentes ante aquella situación de desorganización absoluta. A Companys no le quedó más remedio que aceptar la nueva realidad política y el nuevo orden de cosas, en pleno estado de guerra con graves problemas para Cataluña. Así pues, la Generalitat negoció con el Comité Regional de Cataluña de la CNT-FAI, dirigido por Mariano Vázquez, «Marianet», para pactar la creación del Comité Central de Milicias Antifascista, que daba mucho poder real a los anarquistas y dejaba entender el acuerdo entre las fuerzas de la calle y los partidos de izquierdas.
En el pleno de la CNT-FAI del domingo 26 de julio se ratificó por unanimidad este acuerdo de colaboración. Pero pasó lo de siempre: los anarquistas convencidos asumieron los asuntos peligrosos y después llegaron los señoritos de los políticos a dictar leyes y quererlos gobernar.
El Comité Central de Milicias Antifascista estableció su sede en la Escuela de Náutica de la plaza Palacio y se organizó en diferentes secciones: guerra, Patrullas de Control, organización de las milicias, salvoconductos e investigación, aprovisionamiento y transportes. El Comité era, de hecho, el nombre que tenía el nuevo gobierno revolucionario, en el que los anarquistas asumían la fuerza principal. Los de la FAI querían que el gobierno de Cataluña continuara existiendo y les diera una buena cobertura legal.
Los representantes de la CNT-FAI eran Aurelio Fernández, Diego Abad de Santillán, Buenaventura Durruti y Juan García Oliver, que llevaba la voz cantante. En conjunto, los anarquistas intentaban controlar el Comité con el fin de anular políticamente a la Generalitat y empezar la revolución.
La principal actividad del Comité fue la formación de un improvisado ejército de milicianos, que se dirigieron rápidamente a la conquista de Zaragoza, desde donde los sublevados parecían amenazar a la Cataluña revolucionaria. Por este motivo, encargaron a la patrulla de José transportar con el camión un cargamento de mantas hasta el cruce de Paseo de Gracia con Diagonal, desde donde partía la primera columna Durruti en dirección al frente de Aragón. Se alistaron muchos voluntarios que llevaban armas propias, siguiendo las instrucciones de la Confederación de dar la vida para reconquistar Zaragoza, librarla de las manos del fascismo y detener el avance del enemigo hacia Cataluña.
José trató personalmente a Durruti, uno de los líderes del anarquismo de los años veinte y treinta. Era un hombre alto, con profundas arrugas en la cara; primitivo, pero de mirada infantil y penetrante. Llevaba siempre una gorra de visera de charol y una gran correa. Nacido en León, hijo de ferroviario, se trasladó a Barcelona, donde trabajó de mecánico ajustador y participó en algunos grupos anarquistas. Bajo la persecución de la dictadura de Primo de Rivera huyó a Francia para recorrer después América, y con la proclamación de la República regresó a España, donde fue encarcelado en Fígols y desterrado a Fuerteventura. Después, volvió de nuevo a Barcelona con su hija Colette y su esposa Mimí.
Antes de partir con su columna, Durruti pronunció uno de sus emotivos y agudos discursos:
En la guerra sólo hace falta valor y saber matar. Nosotros no vamos a por medallas y fajines. No queremos diputaciones ni ministerios. Cuando hayamos vencido, volveremos a las fábricas y talleres de donde salimos apartándonos de las cajas de caudales, por cuya abolición hemos luchado tanto. En la fábrica, en el campo y en la mina es donde se creará el verdadero ejército defensor de España.
Estas palabras que proponían renunciar a todo menos a la victoria presagiaban lo terrible que sería la guerra y el auténtico choque entre dos formas de entender la sociedad y la vida. Desde los dos bandos existía el pleno convencimiento de que asesinando al enemigo desaparecerían los ideales de aquellos contra los que se luchaba.
Los milicianos que formaban la columna eran jóvenes sin uniforme, que partían cargados de buenas intenciones y optimismo, con la intención de cambiar la sociedad. Los voluntarios anarquistas intentaron romper con la figura del soldado tradicional, sin capitostes ni categorías de sueldo, y la verdad es que rechazaban lo militar, aunque estaban dispuestos a defender con su sangre los intereses de los trabajadores. Lo cierto es que en las columnas improvisadas, a pesar de contar con muchos voluntarios, a la poca disciplina se añadía la mala preparación militar en técnicas de guerra, la falta de armamento y la descoordinación. La cartografía disponible se reducía a una guía Michelin. José tenía la sensación de que formaban un ejército miserable, con sólo un fusil, una manta plegada, un plato y una cuchara. El único armamento pesado del que se disponía eran unos camiones blindados fabricados en los talleres de la Hispano Suiza y unos cañones confiscados a los militares. A José le inquietaba profundamente el posible éxito del fascismo y el hundimiento de la revolución que estaban intentando construir.
Al empezar la guerra muchas mujeres dieron ejemplo de su valentía alistándose como milicianas para marchar hacia el frente. Esta minoría de libertarias, que dejaron su trabajo pensando que podían defender la libertad con su fusil igual que los hombres, fue inicialmente el símbolo de la lucha antifascista, a pesar de algunos comentarios que les lanzaban cuando marchaban a luchar: «Cachondas, viciosas, nos lo pasaremos en grande en el frente» o «La guerra no es para las mujeres, lo vuestro es fregar, freír y follar». Entre las libertarias hubo las que ayudaron, y mucho, a sus compañeros haciendo trabajos de intendencia mientras que otras, muchas prostitutas, se dieron buena vida con su negocio, contagiando la sífilis y otras enfermedades a los milicianos y provocando más bajas por enfermedades venéreas que por bala de fusil. La imagen de la miliciana se fue desacreditando hasta ser obligadas a retirarse de la lucha armada para asumir otras funciones como enfermeras, cocineras o administradoras.
En general, se impuso la idea según la cual bastaba con las milicias de voluntarios para combatir a los fascistas, y no paraban de salir otras columnas organizadas por antiguos luchadores o dirigentes políticos y sindicales. El conjunto de milicias y pequeños ejércitos creados por cada grupo aumentó con las oleadas de idealistas extranjeros que vinieron a combatir al lado de la República. En agosto miles de catalanes salieron de Barcelona para intentar, desde la primera línea de fuego, liberar las islas Baleares que, salvo Menorca, habían caído en poder de los fascistas. El ataque no triunfó a causa de la falta de preparación y resultó ser un fracaso total, dejando muchos muertos y prisioneros en las islas. Entretanto, las familias de los combatientes vivían pendientes de las noticias de la radio o los periódicos, al ver que la guerra se alargaba sin remedio.
Tras el empuje de la violencia revolucionaria que había sacudido la primera semana de guerra y de la huelga general, la situación era muy confusa por la suspensión de todos los servicios a causa de los enfrentamientos armados. Muchos pequeños comerciantes, afectados por las confiscaciones y los saqueos, carecían de los productos a pesar de que, poco a poco, se iban abriendo algunos comercios y mercados y se restablecía la circulación de trenes y el servicio de correos; pero al mismo tiempo, eso sí, subían los precios de la mayoría de productos. A principios de agosto se empezó a normalizar todo y los sindicatos CNT y UGT pidieron a los trabajadores que volvieran al trabajo, como de costumbre. Muchos patrones y encargados de taller, no obstante, no estaban en su puesto. Algunos de ellos continuaban escondidos por miedo a las venganzas; otros habían muerto o habían huido. Pero las industrias no podían estar paradas y los amos, pese a estar escondidos, traspasaban sus funciones al mayordomo o a algún encargado de confianza, o bien pactaban con otros empresarios que no eran considerados fascistas. Esto chocaba con la opinión del sindicato, que consideraba que la empresa y los negocios debían pertenecer a los trabajadores, ya que seguía defendiendo el comunismo revolucionario. Pero los acontecimientos se estaban desarrollando a gran velocidad, desconcertando y superando las expectativas que tenían los organismos decisorios de la CNT-FAI. Aquella nueva situación obligaba a ir más allá de lo que los anarquistas proponían, a causa del abandono de gran número de industrias necesarias para la reconstrucción económica de la revolución.
De esta forma se crearon los comités obreros de control dentro de cada empresa, que pasaba a gestionarse directamente por los trabajadores. Se subieron los salarios un quince por ciento, se redujo el horario de trabajo hasta las cuarenta horas semanales y se impuso un sueldo único para todos de acuerdo con el principio de igualdad. Estos comités tenían todo el poder de decisión en el sindicato, el gremio, la empresa, el barrio y el pueblo, y muchos de sus cargos importantes estaban ocupados, a menudo, por gente con estudios. Los anarquistas se sentían orgullosos de estar al frente de los profundos cambios que se estaban llevando a cabo.
Durante los primeros meses, la economía catalana permaneció completamente desestructurada. Las empresas más importantes de Barcelona, como Ford Motor Ibérica Company, Campsa, las compañías de transportes y las suministradoras de luz, gas y agua se colectivizaron. Además, la movilización de hombres para ir al frente provocó la falta de mano de obra en la industria y una falta de materias primas. La guerra hizo que muchas mujeres participaran en la lucha antifascista a través de la organización anarquista Mujeres Libres, que procuraba la formación de muchas mujeres que se incorporaban a trabajar en las fábricas textiles y de munición, en los hospitales y las granjas. Eran ellas las que llevaban la comida a casa y procuraban asegurar las necesidades esenciales en momentos de restricción o racionamiento.
Barcelona estaba dominada por un gran desconcierto y se adoptó la medida de establecer controles, más o menos improvisados, de barricadas. Los formaban grupos de anarquistas armados hasta los dientes y con el fusil a la espalda, cuyo cometido era vigilar el paso de personas y vehículos. Estos controles servían para practicar numerosas detenciones y registros, ya que actuaban con total libertad y sólo dejaban pasar a los que disponían de papeles en regla o de un pase especial que llevara el sello del Comité Antifascista. Si alguien se atrevía a pasar los controles sin alguno de esos documentos, la orden era disparar o detener. En una de esas inspecciones, cuando preguntaron el nombre de los que viajaban en un vehículo, uno de ellos se identificó con el nombre de Juan Rico. Al escoltarlo y no tener carné del Comité, lo cosieron a balazos porque no querían «ricos» de ninguna clase.
Se formaron muchos comités para cubrir todas las necesidades de la nueva situación revolucionaria. Lo querían controlar todo, violaban la correspondencia, intervenían los teléfonos. Incluso había comités de vecinos para investigar y delatar a personas contrarias a la República. Se vivía en un ambiente de miedo e inquietud constante. Todo el mundo se miraba de reojo. Los anarquistas, no obstante, vivían con la seguridad de la inminente derrota de los fascistas.