IV

ESTALLA LA GUERRA

La reunión había confirmado que lo peor estaba por llegar; José temía que de un momento a otro se produjera el golpe de Estado y el ambiente en el sindicato era de incertidumbre y crispación. Hacía días que había rumores, extendidos en los ambientes libertarios por conspiradores fascistas malintencionados, sobre contactos entre la FAI y la Falange para hacer cada uno su revolución, ya que consideraban Cataluña como la zona donde el triunfo de los militares sería más arduo, mucho más que en Madrid.

La CNT y la FAI habían alertado a todos sus militantes del peligro de sublevación militar. El 14 de julio, en una reunión de sus Comités de Defensa de barriada de Barcelona, se concretaron los planes para poder enfrentarse al levantamiento militar. El día 16, en una nueva reunión, se informó de la escasa o nula predisposición del gobierno catalán a entregar armas a los anarquistas.

La temperatura se disparó el viernes 17 de julio, cuando desde el sindicato avisaron con urgencia a José de que la cosa estaba en marcha y que lo necesitaban como conductor de un camión confiscado, encargado de trasladar compañeros del sindicato de transporte hasta el puerto para cargar armamento. El anarquista Juan Yagüe, que era el secretario del Sindicato del Transporte Marítimo, les avisó de que podrían apropiarse de las armas que había en los comedores de oficiales de los barcos atracados en el puerto, las que llevaban para casos de emergencia. Llegados al muelle, con la ayuda de los trabajadores del puerto, requisaron las armerías de algunos de los barcos anclados: el Uruguay, el Manuel Arnús, el Argentina y el Marqués de Comillas, de la compañía Transmediterránea. Una vez saqueadas una docena de pistolas, los ciento cincuenta fusiles máuser y las municiones, lo metieron todo en el camión y lo llevaron directamente a la sede del sindicato del Transporte, en la rambla de Santa Mónica.

Cuando Escofet —el comisario de Orden Público— se enteró del robo al cabo de unas horas, envió a la guardia de asalto comandada por Vicenç Guarner, con la orden de recuperar las armas de los barcos. Rodearon el local del sindicato de transporte, donde guardaban el armamento, y tras fuertes discusiones y enfrentamientos, Durruti y García Oliver negociaron un compromiso y accedieron a entregar sólo una docena de máuser, ya que el resto lo habían escondido en la pared de una casa vecina, donde también guardaban dinamita para volar todo lo necesario. Por la tarde se repartieron el resto de los fusiles y la munición correspondiente entre los militantes de más confianza. Eso les serviría para poder formar grupos armados que pasarían toda la noche ocupando los pisos superiores de los alrededores de los cuarteles, vigilando quién entraba y quién salía. Así también controlarían algunas casas de determinados personajes de derechas, esperando los acontecimientos que pudieran producirse en Barcelona. Las instrucciones eran informar rápidamente por teléfono de cualquier movimiento sospechoso de las tropas, para que no les cogieran por sorpresa y, al mismo tiempo, establecer distintos puntos de encuentro para el momento en que empezara el combate.

Al día siguiente por la mañana, 18 de julio de 1936, los hechos dieron un giro cuando las noticias de la radio informaron del levantamiento militar por parte de los militares africanistas en el Protectorado de Marruecos y en las Canarias. Ya estaba todo en marcha. Se hizo manifiesto lo que decía la FAI: «El peligro fascista ya no es ahora una amenaza, sino una realidad sangrante, no es momento de vacilar. Nuestras decisiones han de llevarse a la práctica. En cada localidad los grupos anarquistas y las Juventudes Libertarias trabajarán en estrecho contacto con los organismos responsables de la CNT. Se evitará entrar en conflictos con las tropas antifascistas, sean cuales sean, porque el imperativo categórico del momento es el aplastamiento del fascismo militarista, clerical y aristocrático. No perdáis el contacto, que ha de ser permanente, con la organización de la FAI. ¡Viva la revolución! ¡Muera el fascismo!».

La tensión política en Barcelona llegó a su punto máximo la madrugada del domingo 19 de julio. Los militares despertaron violentamente la ciudad con la pretensión de ocuparla con cuatro cañonazos y muchas amenazas por si alguien hacía tonterías como en la revuelta del 6 de octubre. Diversas unidades salieron de sus acuartelamientos a las cinco de la mañana. Entre otros, los del cuartel del Bruc, Pedralbes, Numancia, Hostafrancs, Gerona, en la Travesera, Bailén, San Andrés, Docks, Avenida Icaria, Lepanto, Gran Vía de las Cortes Catalanas, la Maestranza y el parque de artillería del cuartel de Atarazanas. No fue un levantamiento inesperado. Hacía meses que los conspiradores habían ultimado los detalles de un plan para encontrarse desde todos los cuarteles en el centro de la ciudad, para ocuparlo rápidamente teniendo en cuenta su importancia estratégica. Allí establecerían contacto con unos centenares de falangistas.

La revuelta fascista desbocó el caballo de la guerra, la noticia corrió como la pólvora, la reacción al ataque no se hizo esperar y empezaron a sonar las estridentes sirenas de las fábricas y de los barcos del puerto. Durruti había dado orden a los fogoneros de que no pararan de hacerlas sonar durante todo el día, con el fin de crear una sensación de angustia en la ciudad. Era el grito de movilización por parte de los anarquistas para poner en pie de guerra, desde el primer momento, a todos los grupos de los comités de defensa de los barrios.

Los mandos de la CNT insistieron a la Generalitat para que les entregara armamento. Ésta, no obstante, se resistió para no ser desbordada en caso de lucha en las calles. Era el momento de las pistolas, y el movimiento anarquista las reclamaba como los que reclaman los libros como medio de lucha.

Fue entonces cuando los Grupos de Defensa que existían en cada barrio en la clandestinidad salieron a la luz coordinados por el Comité de Defensa Confederal. Éste se había creado en Barcelona hacía tiempo y estaba formado por grupos de acción armados integrados por militantes anarquistas radicales, que estaban preparados para la lucha contra la agresión estatal o patronal. Los capitostes eran los miembros del grupo de acción Los Solidarios que habían pasado a crear el grupo de afinidad Nosotros, con el objetivo de preparar y dirigir la insurrección armada; lo componían Durruti, Aurelio, García Oliver, Ascaso, Jover, Sanz y Ortiz. Éstos fueron los encargados de dirigir las acciones clave para combatir en las calles a los militares rebeldes. Tenían preparado un plan de acción de lucha, que consistía en dejar salir la tropa de los cuarteles militares, porque pensaban que sería más fácil derrotarlos en las calles, donde los anarquistas llevarían la iniciativa, convocando una huelga general indefinida para perseguir y matar a todos los militares rebeldes y a sus simpatizantes.

José no dudó ni un segundo en participar rabiosamente, con la sangre encendida por la indignación y la venganza. Con la intención de combatir a los rebeldes, se puso rápidamente a disposición del Comité de Defensa, cuyos jefes le encomendaron el trabajo de conducir uno de los camiones confiscados aquel mismo día en una fábrica textil de Pueblo Nuevo para asegurar así un enlace rápido entre los diferentes grupos de anarquistas. Le asignaron como compañero a Tomás, igualmente empujado por el espíritu de lucha contra el fascismo. Fue entonces, también, cuando Mauricio se unió a José en las labores de patrullero. Apenas había acabado la escuela y empezado a trabajar en el taller de José; al estallar el conflicto, Mauricio se convirtió en un patrullero más, como ayudante de José en el camión.

Con él llegaron a la sede del comité regional y el sindicato de la construcción, en la calle Mercaderes, detrás del edificio de Fomento del Trabajo Nacional y de la casa de Francesc Cambó. Cargaron en la caja del camión una ametralladora Hotchkiss española de siete milímetros, y subieron otros compañeros armados con viejos máuser, pistolas, Winchesters y fusiles de caza. A continuación se dirigieron a la plaza del Teatro, donde se instaló el mando del Comité de Defensa. Este comité tenía la misión de formar un reducto fortificado en el barrio antiguo para dominar las Ramblas e impedir el enlace de los sublevados entre la plaza Cataluña y las Atarazanas-Capitanía, y que ocuparan los centros neurálgicos de Teléfonos, Telégrafos o las emisoras de radio. Los militares de los cuarteles de Atarazanas y la Maestranza ocuparon la zona del puerto, comprendida entre Correos y el Paralelo hasta Colón. La revuelta se encendió por todas partes como un reguero de pólvora.

José y el resto de los libertarios eran conscientes de que se jugaban la piel y el futuro de la revolución, y se fueron armando a medida que los cuarteles en poder de los militares rebeldes se iban rindiendo. La noche del 19 al 20 de julio se apropiaron de treinta mil fusiles y armas depositados en el cuartel de la Maestranza y del parque de artillería de San Andrés. Las armas cayeron en manos de los anarquistas que se precipitaron en masa para conseguirlas, a pesar de que muchas eran inservibles o habían sido boicoteadas. Lo saquearon todo, quemaron los archivos regimentales de la Zona y Caja de Reclutamiento, y se apoderaron de gran cantidad de armas almacenadas en los depósitos: máusers, bombas de mano, ametralladoras Colt, cartucheras con pistolas. El camión estaba a rebosar, cargado de armamento que repartieron sin ningún control entre los compañeros.

El armamento era el objetivo con el que la gente de la CNT-FAI esperaba conseguir el poder en las calles. Y ciertamente, determinó el camino de la revolución. Las consignas eran claras: era necesario acumular la máxima cantidad de armas y munición para imponer la revolución y aplastar a los fascistas revolucionarios.

Los anarquistas lucharon contra los rebeldes en la zona del Paralelo y de la calle San Pablo hasta el puerto, donde se hicieron fuertes los militantes del Sindicato Único de la Madera, junto al Molino. En la esquina del Raval construyeron una barricada importante, desde donde mantenían a raya a los militares. Mientras, otros impidieron que los militares fascistas ocuparan las Ramblas, arteria principal que alimentaba con hombres y armas a los que plantaban cara contra el levantamiento militar. Poco después se cortaron las comunicaciones entre el barrio viejo y la plaza Cataluña, donde los militares rebeldes no pudieron avanzar más.

La poca experiencia de muchos combatientes, poco entrenados en la habilidad militar de la lucha en la calle, fue la causa de muchos derramamientos de sangre y muertes innecesarias. Se oían los tiros secos de los máuser y los gemidos de las ametralladoras, señal que demostraba que aún quedaban por reducir distintos focos de resistencia en manos de los rebeldes, como el convento de los Carmelitas en la Diagonal, el gobierno Militar, Capitanía General y el cuartel de las Atarazanas. Los militares eran asediados en todos los lugares en los que se habían hecho fuertes. Aunque algunos se rindieron, otros pudieron escapar quitándose los uniformes y muchos continuaron disparando con ametralladoras desde el interior de los edificios, ya que disponían de buen armamento.

La ocupación de los edificios oficiales fue muy violenta. El 19 de julio se respetó la vida de los prisioneros, algunos de los cuales fueron conducidos en el camión de José hacia la sede del sindicato de transportes de la CNT, mientras que a otros los llevaron al puerto, al barco Uruguay. Al día siguiente, no obstante, muchos de los militares vencidos que salían fueron ejecutados allí mismo.

Tras más de treinta horas de lucha se apagaron los últimos focos de militares rebeldes. La situación desesperada que había llevado a la lucha había acabado, finalmente, con una auténtica victoria en la calle de los anarquistas. Pero esa victoria, como siempre, tuvo un precio. Esa misma tarde unos compañeros pararon el camión que conducía José para comunicarle una noticia trágica: habían visto caer a Cairó durante el asalto al cuartel de las Atarazanas. Pensaban que lo habían llevado, como a tantos otros, al Clínico. José se dirigió allí inmediatamente, acompañado de Mauricio; la situación en el hospital era caótica, pues los heridos y muertos llegaban sin cesar. Los dos recorrieron el Clínico, de sala en sala, buscando noticias de Cairó, hasta que llegaron a un espacio donde había una hilera de muertos sin identificar. Allí estaba el cadáver de Cairó: su buen amigo, después de tantos años de lucha, había muerto como un héroe, en la barricada y fusil en mano.