UNA VENTANA A LA ESPERANZA
A principios de 1930, Primo de Rivera ya había agotado la paciencia y la confianza que habían depositado en él los militares, los terratenientes e incluso el rey. El gobierno era como un cuerpo carcomido, a punto de caer, y el dictador lo dejó y partió al extranjero. Pero no se fue solo. El vacío de poder hizo caer al rey y se proclamó la República tras las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, con victoria de las izquierdas republicanas.
El martes 14 de abril, una soleada mañana de primavera, se inició la segunda experiencia republicana del país. En Barcelona el ambiente era de alegría general y mucha gente salía a la calle, loca de satisfacción. Había un gran movimiento en las Ramblas, con miles de personas llenando las calles, desde la plaza Cataluña hasta el puerto, y también por los alrededores de la plaza San Jaime. José también estaba en la plaza, abarrotada de gente eufórica, como nunca había visto. Desde el balcón del Ayuntamiento y desde el Palacio de la Generalitat se alternaron los discursos. Pocas horas más tarde, Francesc Macià, el dirigente de la Cataluña republicana, se acercó al balcón y en medio de los aplausos abrió una ventana a la esperanza al proclamar la República Catalana integrada dentro de la Confederación de Pueblos Ibéricos. La experiencia duró poco, porque tres días más tarde la República Catalana era sustituida por acuerdo con Madrid por el gobierno de la Generalitat, con Macià como presidente.
Era un momento de ilusiones y ambiciones, pues se celebraba la conquista de una libertad fruto de muchos años de sacrificios y luchas. Pero por otra parte, los que habían estado durante tantos años en la lucha clandestina no albergaban demasiadas esperanzas: eran conscientes de que nadie da nada sin algo a cambio. Era demasiado bonito para ser verdad. José imaginaba que tantos criminales y explotadores no cederían de buen grado. En aquellos días, en las reuniones y los cafés, para los anarquistas el horizonte de la República no era la meta sino, en todo caso, una estación más de la transformación social revolucionaria.
Con los nuevos aires de la República se consiguió la amnistía y el retorno de muchos exiliados o presos. La CNT resurgía de la clandestinidad y la organización se iba recuperando. Pero dentro de la Confederación las cosas no funcionaban. En cuanto pasó el entusiasmo de los primeros días, empezaron las tensiones entre los dos sectores que hablaban lenguajes distintos, volviendo a las mismas disputas, al mismo punto en que las habían dejado durante la dictadura. En el congreso que se celebró en Madrid en junio de 1931 los anarcosindicalistas moderados —encabezados por Pestaña, Arín y Peiró—, mayoritarios en el sindicato y en el periódico Solidaridad Obrera desde los años veinte, fueron desplazados poco a poco por militantes anarquistas más radicales que aceptaban la violencia revolucionaria.
Los sindicalistas más moderados se oponían a la estrategia de estos sectores más radicales y apoyaban al gobierno republicano de izquierdas. Los otros, en cambio, estaban decididos a acabar con el Estado, preparados para emprender la lucha armada y conseguir el comunismo libertario. En un mitin en el Palacio de Bellas Artes, los «Tres Mosqueteros» —Durruti, Ascaso y García Oliver— lo dejaron bien claro: «¡Ni un momento de respiro, ésta no es nuestra República, debemos golpear donde más duele y hacerles sentir nuestra fuerza, la de todos los hermanos confederales!».
Creían que para forjar una nueva sociedad era necesario verter sangre, garantía de un auténtico cambio revolucionario. Según ellos, el Estado utilizaba el terrorismo rojo y negro como justificación para reprimir a diestro y siniestro, tocara a quien tocara. Cuanta más gente recibía, más gente participaba en la revolución.
Se respiraba el enfrentamiento, y debía de ser grave, porque el Jefe ya no se escondía de nadie, incluso hablaba con José durante las largas esperas dentro del vehículo. Poco a poco intimaron y en las horas muertas hablaban sentados los dos dentro del coche. Su función de enlace en los últimos años iba tomando ahora un aire casi policial. Le hablaba del Manifiesto de los Treinta que había publicado Solidaridad Obrera en el número de septiembre, en el que dirigentes como Pestaña, Peiró, López, Piñón, Ciará o Fornells criticaban la revolución como medio legítimo. Para el Jefe, no se podía negociar con los patronos, que pagaban a pistoleros para que liquidaran a los sindicalistas de sus empresas. Los moderados defendían la huelga general para conseguir mejoras sociales; migajas, según el Jefe. Para él, la huelga general tenía que servir para destruir el viejo orden y construir el nuevo orden revolucionario, y también como venganza por todos los males que habían sufrido durante tantos años. «Los de la FAI hemos de estar decididos a hacer correr la pólvora y hacer caer la sociedad de los ricos, ya que mientras haya capitalistas, habrá esclavos y verdugos», decía a José. Pero él no estaba del todo de acuerdo: era tanto o más radical, pero por su experiencia personal, creía que el sistema de aquel momento era el más aceptable mientras preparaban una revolución con una organización militar firme. Además, en Cataluña, el gobierno de la Generalitat y el estatuto que se estaba elaborando en Núria les daba bastante juego. El Jefe no quería ni oír hablar de eso; ni Cataluña ni España le importaban, sólo los proletarios de todo el mundo. Y en cuanto a la República, tenía claro que o bien hacían la revolución antes de que tomara cuerpo o los intentarían liquidar como habían hecho los de antes.
En el verano de 1931, los de la FAI, que iban desbancando a los dirigentes más moderados de la CNT, convocaron más huelgas, como la de Telefónica y el Puerto, seguidas de las del sector del metal y el transporte. Los patrones utilizaron esquiroles para acabar con ellas y la policía hacía registros constantemente, y los detenía en bares y ateneos. Siempre topaban con una patronal inmóvil, que sólo a copia de huelgas y violencia aceptaba los aumentos de sueldo que reclamaban. Un año después, en 1932, las revueltas anarquistas en la cuenca minera del Alto Llobregat y el Cardener proclamaron el comunismo libertario, que duró cinco días, siendo derrotado de forma sangrienta por los militares, que entraron a saco; nunca se supo cuántos obreros murieron en los enfrentamientos. A principios de 1933, en Barcelona, un grupo de acción de la FAI intentó apoderarse por sorpresa de la estación de Francia, de varias centrales eléctricas y del cuartel de San Agustín. Estas acciones, en las que José no participó, fueron un fracaso total. Los periódicos y las radios los tildaron de «pandilla de dinamiteros». José, sin embargo, acabó por darles la razón, porque les hacían lo mismo que en tiempos de Martínez Anido y Primo de Rivera. Simulaban que los detenidos intentaban escaparse y los liquidaban.
Por desgracia, con la República las cosas no habían cambiado mucho; para los anarquistas, los guardias eran los mismos perros con distinto collar. Además, para sorpresa de todos, en noviembre de 1933 las derechas recuperaron el poder al ganar las elecciones españolas, en medio de una encarnizada campaña de la CNT por la abstención con el lema «Frente a las urnas, la revolución social». Los partidos republicanos de izquierdas acusaron a la CNT de los malos resultados electorales. Para éstos, lo que se había conseguido a trancas y barrancas desde 1931 se vino abajo.
Con todo esto llegó un momento en que, de la República, sólo quedaba el nombre. En Madrid, el gobierno parecía haber vuelto a los tiempos de Primo de Rivera y los años del plomo. Los libertarios estuvieron al margen de todo porque habían de reservar las fuerzas para más adelante, cuando les conviniera. El presidente Companys, que para ellos era un iluso, no contaba ni quería contar con la fuerza de la FAI y proclamó el día 6 de octubre de 1934 otra vez el Estado Catalán dentro de la República Federal Española. El gobierno de Madrid instauró el estado de guerra y los militares asediaron el edificio de la Generalitat en la plaza San Jaime hasta obtener la rendición. Ello comportó la suspensión del Estatuto y el encarcelamiento de todo el gobierno, acusados de alborotadores y conspiradores. Mientras, la FAI se dedicó a comprar armas clandestinamente, a estudiar dónde estaban los depósitos y a saber con qué contaba cada uno. Y a esperar, ya que entonces había unos quince mil anarquistas en las cárceles españolas.
En febrero de 1936 se convocaron nuevas elecciones en un ambiente social bastante convulso. La campaña se había ido radicalizando en dos bandos contrapuestos: el Front d'Esquerres y el Front Català d'Ordre. En un mitin de la CNT-FAI en la plaza de toros Monumental de Barcelona, al que asistió José, Durruti dio instrucciones claras a los militantes: «Frente a las urnas, revolución social o si queréis, votad, pero luego, sin saber quién ha ganado, hay que ir a casa a por la pistola».
José fue a votar, como muchos de sus compañeros, al Front d'Esquerres, que proponía la amnistía para todos los presos anarquistas. Cairó estaba, en aquellos momentos, encarcelado. El clima de unidad eclipsó el triunfo del Frente Popular en España y del Front d'Esquerres en Cataluña. Muchos presos salieron de las cárceles en medio de una alegría descontrolada. Pero no duró mucho. En abril, algunos pistoleros de la FAI del sector más violento y españolista del Sindicato del Transporte mataron a los hermanos Miguel y José Badía, militantes de Estat Català. Era una revancha por su enérgica persecución del movimiento libertario, llevada a cabo durante su etapa al mando de la policía de la Generalitat.
El domingo 12 de julio, unos falangistas asesinaron a tiros al teniente de la guardia de asalto Castillo, y en venganza, mataron al líder de extrema derecha José Calvo Sotelo en Madrid. José volvía a estar ocupado por las noches, transportando armas y órdenes. Empezaban a llegar noticias por las radios de Madrid; rumor de sables. Los cerebros fascistas estaban afilando las armas de una revuelta para cerrar las brechas de libertad que permitía el régimen republicano, que para ellos equivalía a crímenes, huelgas y bombas, llevados por la idea de poner fin a la anarquía y al desorden.
Los de la FAI hacía meses que preparaban su estrategia; Cairó se encontró con José en un café de la Rambla, porque tenía que comunicarle un mensaje de los de arriba: Aurelio Fernández quería que José y Tomás García organizaran una reunión en su taller de Pueblo Nuevo. Así que avisaron a Juan García Oliver, que vivía en el número 72 de la calle Espronceda; Gregorio Jover, en el número 276 de la calle Pujades; Buenaventura Durruti, en la barriada del Clot; Antonio Ortiz, José Pérez y Ricardo Sanz, entre otros.
La reunión se celebró en junio, y se habló sin tapujos de lo que ocurriría. Eran una veintena de hombres, todos de la FAI. Los capitostes tocaron los temas clave. José conservó en una libreta muchas anotaciones de las cosas que se dijeron en aquel encuentro.
Durruti abrió el encuentro:
Nosotros tenemos la organización y la fuerza. Tenemos los hombres pero nos falta lo más importante: las armas. ¿Cómo queréis hacer el trabajo sin herramientas, es decir, cómo queréis hacer la revolución sin armas? Necesitamos armas, y además, armas modernas, no cuatro fusiles escacharrados. Si las cosas van mal, ni el gobierno ni la Generalitat nos darán nada. ¡Les damos más miedo que los propios fascistas! Por eso nos hemos de espabilar como hemos hecho siempre. Pero ahora es distinto. No hemos de luchar contra cuatro pistoleros de la patronal o cuatro guardias civiles que nos persiguen: hemos de luchar contra todo el Estado y los militares. ¡Se prepara algo gordo!
Ascaso habló de asaltar los cuarteles y Aurelio Fernández de controlar la frontera en cuanto la cosa estallara, pero era evidente que la prioridad principal era conseguir dinero y que los atracos a bancos no constituían ninguna solución: además de ser acciones peligrosas, todo hacía prever que el papel moneda se devaluaría cuando la situación se volviera turbulenta. Así pues, Ricardo Sanz propuso recurrir a las iglesias; conscientes de que el clero estaba muy confiado y de que los anarquistas controlaban la ciudad, decidieron empezar a inspeccionar iglesias, observar los objetos de misa que tuvieran algún valor especial en oro y plata y pensar en cómo podrían apoderarse de ellos llegado el caso para la revolución.
En cumplimiento de órdenes tan precisas, José y Tomás empezaron a frecuentar los templos de Barcelona. Entraban, cada uno por su lado, y echaban una ojeada. Si en la iglesia no había nadie, se movían como pez en el agua, palpando retablos, mirando cerraduras y buscando llaves, estudiando qué puerta era mejor para entrar, qué herramientas necesitarían para forzarlas y dónde estaban los armarios donde se guardaban los cálices y las custodias. Lo iban anotando todo. Si encontraban alguna beata que les miraba mal, le decían que estaban trabajando. Si era el rector o el sacristán, buscaban cualquier excusa para distraerle.
A los pocos días, la lista de objetos empezaba a ser larga. Ambos estaban impresionados por la cantidad de piezas de valor que contenían las iglesias, y por el hecho de que fueran tan accesibles: armarios, relicarios, desvanes… todo lleno. Pero no todo era metal brillante: había mucho yeso, cartón pintado y cofre falso. Día sí, día no, se reunían con el resto para comentar la situación.
Otras instrucciones eran estar preparados, distribuir armas, fijar puntos de concentración y planificar estrategias. Los de la FAI convinieron en que no se podían fiar ni de los fascistas ni de los republicanos. Debían hacer lo que pudieran por su cuenta, sin necesidad de recibir órdenes de nadie y dispuestos a repartir leña a diestro y siniestro. No se podían dejar pisar de buenas a primeras, porque habían llegado muy lejos. Tenían claro que si no detenían al fascismo, éste los destruiría sin compasión ninguna. Era una lucha a vida o muerte que tarde o temprano estallaría.