II

LA LUCHA CLANDESTINA

El episodio del Vapor Vell fue la primera acción de José como pistolero, pero le siguieron muchas más, pues Barcelona se había convertido en una ciudad violenta y caótica. Mucha gente llevaba armas y las sacaba en un abrir y cerrar de ojos. Todo aquel a quien no se conociera y se llevara las manos al bolsillo se convertía automáticamente en un sospechoso, y más de una vez recibió alguien que no tenía nada que ver con las luchas sociales. Además, estaban los pistoleros organizados de la patronal y del Sindicato Libre y, por supuesto, los policías disfrazados.

Con el tiempo, la cifra de muertos aumentaba. El. 25 de julio era asesinado Sabater, Tero, presidente del sindicato de tintoreros. Al cabo de un año era víctima de la Ley de Fugas Evelí Boal, delegado del Comité Nacional de la CNT. El 30 de noviembre asesinaron en el portal de su casa, en la calle Balmes, al abogado y defensor de anarquistas Francesc Layret, que cayó acribillado, con siete balas en la cabeza, por pistoleros profesionales del crimen. Los anarquistas vengaron esta muerte con la del inspector de policía Antonio Espejo, el 19 de enero de 1921, y con otra el 8 de marzo, cuando los anarquistas Ramon Casanelles, Pere Mateu y Lluís Nicolau mataron al jefe de gobierno, Eduardo Dato. Y la lista parecía interminable. En medio de tantos crímenes, en julio de 1921 llegó otra noticia terrible que afectó especialmente a José y Cairó. Se hizo público el desastre de Annual, en Marruecos, donde nuevamente la incompetencia de los militares españoles provocó la muerte de miles de soldados.

Las huelgas y los atentados encendieron las calles de Barcelona y de media Cataluña. Con los principales dirigentes encarcelados, la nueva dirección de la CNT perdió el control sobre los grupos más radicales, hasta el extremo de que algunos se convirtieron en profesionales del crimen. También José. Vivía de esto y para esto. Los partidarios de la acción directa ya no eran un pequeño grupo de fanáticos o de radicales, sino que formaban parte del sindicato, eran militantes, algunos con responsabilidades. Podían actuar de manera autónoma dentro de la CNT, en grupos que se mantenían tranquilamente de forma aislada, con independencia de cualquier dirección sindical. Disponían de dinero y medios, y en el transcurso de la lucha se iban conociendo unos a otros, dentro del sindicato. José dedicó la mejor época de su juventud al anarquismo.

Las acciones en las que participaba, a favor de la causa anarquista, eran de lo más variadas. Controlar las calles y plantar cara al Sindicato Libre se había convertido en una prioridad, de modo que José y Cairó solían pasar por la sede del Sindicato Libre, en la calle Sagristans, y disparar algún tiro contra las vidrieras, o si se daba la ocasión, contra cualquier despistado que apareciera por allí. A veces se limitaban a chulear por el barrio chino, mostrando la pistola con altanería. Allí se encontraban muchos integrantes de los grupos de acción. Controlaban las calles y se cargaban a los sospechosos y a los que, según ellos, se lo merecían, fuera por voluntad propia o por encargo del grupo de acción.

Pero eran mucho peores los enfrentamientos con otros grupos de pistoleros o con la policía. José siempre decía que una cosa era apalizarlos o secuestrar a un esquirol o a un patrón y llevarlo a Pueblo Nuevo y pelarlo en la pared de Can Girona y otra los cabrones de la Browning, los pistoleros profesionales pagados por los amos o por la policía. Eso ya era harina de otro costal. Entonces se trataba de quién mataba a quién. José nunca sabía cómo reaccionaría, si se quedaría paralizado en el momento menos adecuado. Creía que andar con la pipa en la mano no garantizaba nada y que era preferible intimidar a los esquiroles con una paliza o poner una bomba en algún taller.

Por otra parte, sus conocimientos de mecánica le habían llevado a desempeñar funciones de transportista para el sindicato. Se dedicó a hacer de repartidor, llevando bombas o armas de un sitio a otro, desde los talleres clandestinos donde fabricaban o ponían a punto las pistolas hasta los escondites, verdaderos arsenales situados en los lugares más inverosímiles. Este trabajo de transportista le permitía, si no le descubrían, volver al trabajo el día siguiente, como si no hubiera pasado nada.

Poco a poco fue formando parte de aquella ciudad clandestina donde los límites entre la acción revolucionaria y la rapiña eran cada vez más difusos. Cuando necesitaban dinero robaban bancos y gasolineras, o cajas fuertes de fábricas. También se dedicaban al negocio de los robos de pisos y torres de la parte alta de Barcelona. Eran acciones revolucionarias porque robaban a los que tenían más para repartirlo entre los revolucionarios. Aprovechaban los fines de semana, cuando los propietarios desaparecían y, una vez fuera, siempre de noche, entraban en las casas. Normalmente, sólo encontraban criadas asustadas y alguien más del servicio. La policía no se atrevía ni a acercarse.

José solía esperar en el coche, vigilando lo que pasaba en las calles. A diferencia de Cairó, que disparaba con facilidad, José no participaba directamente en los robos, pero inició una práctica que con el tiempo le resultó muy rentable, incluso para salvar la piel. Y es que con frecuencia se repartían una parte del botín, que no hace falta decir que era sustancioso, una vez separada la parte destinada a mantener la causa revolucionaria.

También las armas eran un buen negocio. Llegaban muchísimas a través del contrabando por los muelles del puerto o por las playas de la Barceloneta y Pueblo Nuevo, o sencillamente las robaban de las armerías de los barcos atracados en los muelles, que siempre estaban bien provistos. No faltaba material de guerra y desde que Alemania cesó de combatir, había a raudales para cualquiera que lo quisiera utilizar y estuviera dispuesto a comprarlo. Durante la gran guerra, la pistola Star, a la que llamaban «la sindicalista», fabricada por el ejército francés, fue rápidamente desviada al mercado negro.

Ése era el ambiente en el que se movía José, hasta que en 1923 un hecho convulsionó al mundo anarquista barcelonés: el 10 de marzo, en un nuevo atentado en la calle Cadena, cayó asesinado Salvador Seguí. Estaba en boca de todos, ya que le habían avisado en varias ocasiones, pero el líder de la Confederación no quiso aflojar ni abandonar su lugar. Lo mataron los pistoleros de la banda de Homs, un abogado que colaboraba con la policía.

José y sus compañeros se enteraron de la muerte de Seguí en un local llamado La Tranquilidad, en el Paralelo, un lugar de reunión habitual de los cenetistas. Allí, muchos eran partidarios del grupo Los Solidarios. De hecho, fue el lugar donde conoció más adelante a dos personajes, Aurelio Fernández y Ricardo Sanz, que serían muy importantes en su vida. Era bien conocido que los radicales no podían ni ver al Noi del Sucre, y con su muerte habían eliminado el principal obstáculo para hacerse los amos de la Confederación. Este grupo, encabezado por Durruti, veía una oportunidad de asaltar el poder. Según ellos, los atentados eran un medio para defenderse, pero también el que en un futuro les llevaría a la insurrección revolucionaria.

En medio de aquel desorden, se convocaron nuevas huelgas de mercancías y en el puerto. José vivió de cerca la violenta huelga general del transporte en la ciudad, que fracasó y lo llevó, esta vez sí, a las temidas listas negras. Constar en ellas impedía encontrar un nuevo puesto de trabajo, por lo que sabía que si le echaban del taller difícilmente encontraría un nuevo empleo de mecánico.

Después del fracaso de las huelgas revolucionarias, los anarquistas no estaban preparados para plantar cara, en septiembre de 1923, al golpe de Estado de Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, que asumió todos los poderes con el beneplácito del rey Alfonso XIII. Tras ocupar militarmente algunos edificios oficiales, se presentó mediante el manifiesto Al país y al ejército españoles. El dictador continuó con una política severa y atacó con dureza el anarquismo. Los militares clausuraron los ateneos libertarios y de nuevo declararon ilegal el sindicato. Otra vez eran el blanco de múltiples represiones. ¿Qué podían esperar de quien nombró a Martínez Anido director general del Orden Público y después ministro de Gobernación? Éste fue el hombre fuerte de la dictadura de Primo de Rivera para perseguir todo movimiento anarquista.

José se implicó cada vez más en el grupo de Cairó. Por su oficio de mecánico pronto le encargaron arreglar y poner a punto todo tipo de armas. Desde escopetas de caza, que siempre daban juego, a pistolas diversas, normalmente robadas de las armerías de la ciudad. Hasta que en noviembre de 1924 los detuvieron, acusados de participar en el intento de asalto al cuartel de Atarazanas. Una vez en la comisaría de la Vía Layetana, les apalizaron una y otra vez, pero al ver que no disponían de pruebas concretas, les hicieron firmar ciertas acusaciones contra otros detenidos. Se negaron y les pegaron como a animales; apenas podían mantenerse de pie y vomitaban sangre, pero finalmente les dejaron ir. Tardaron semanas en recuperarse. A pesar de las detenciones, resistieron sin decaer, siguiendo con sus acciones revolucionarias.

En mayo de 1925 hicieron estallar una bomba en la casa de la baronesa de Maldà, tras un baile al que habían asistido los reyes. Ese mismo año protagonizaron un sabotaje frustrado a la línea férrea entre Barcelona y Zaragoza, y en julio siguiente les acusaron de un complot contra Primo de Rivera. Cuando la situación era demasiado difícil para perpetrar atentados se dedicaban a la labor de la expropiación forzosa a base de atracos a bancos y a los que ellos llamaban «explotadores».

En el mes de julio de 1927, en una asamblea clandestina que se celebró en la playa del Saler de Valencia, se creó la Federación Anarquista Ibérica. Se trataba de unir los grupos de anarquistas más radicales que actuaban clandestinamente sin una dirección clara. Ese año José cambió de trabajo. Su situación económica había mejorado considerablemente y necesitaba un cambio de aires. Dejó un poco de lado a Cairó y a su grupo de acción. Además, la ciudad experimentaba una gran transformación urbanística gracias a la preparación de la Exposición Universal. Hacía tiempo que se hablaba de este acontecimiento, planteado por la Lliga Regionalista de Cataluña, formada por hombres de clase media que sabían nadar y guardar la ropa. Hacían del catalanismo una bandera, siguiendo los pasos de la Mancomunitat, y exigían a Madrid más poder político para defender la identidad catalana. Eran unos años de gran transformación en los medios de transportes privados y públicos, y fue entonces cuando se construyó la estación de Francia. Se inició también la urbanización de Montjuïc y la construcción del metro. Atraídos por las expectativas de trabajo, llegaron muchos trabajadores inmigrantes, procedentes de las tierras de Murcia, Aragón y Andalucía. Las miserables condiciones de vida en las regiones de donde venían, donde los terratenientes los explotaban como a animales, y las oportunidades y los jornales que se pagaban aquí les tentaban; y la lucha reivindicativa de los anarquistas les impulsó a hacerse militantes de la CNT. Con su entrada, el sindicato estaba minado de confidentes de la policía.

Para llevar a la práctica los proyectos de la Exposición era necesario mover toneladas y toneladas de material y se necesitaban chóferes de camiones, y ése fue el nuevo trabajo de José. Acabada la Exposición Universal, el trabajo de chófer fue de capa caída y José tuvo que volver a su antiguo empleo como mecánico de coches, esta vez por su cuenta. Alquiló un almacén cerca de su casa, en Pueblo Nuevo, y se dedicó a su negocio con toda normalidad hasta que Cairó fue a visitarlo y le propuso un trabajo especial: según le contó, los de arriba le habían pedido un hombre de confianza, reservado y discreto, para que sirviera de chófer a uno de los peces gordos de la FAI.

José aceptó y se dedicó entonces a llevar a ese dirigente a reuniones clandestinas. Era una especie de enlace para unir los diferentes grupos que actuaban en Barcelona desde la creación de la Federación Anarquista Ibérica. Su identidad nunca le fue revelada; José sólo sabía lo que veía: que era bajito y algo cargado de espaldas, con voz gutural y de pocas palabras, y que todos le llamaban «el Jefe» o con más frecuencia, «el Hombre del Sombrero», pues siempre llevaba un sombrero de ala ancha que le cubría la cara y que nunca se quitaba, ni en las reuniones ni en los burdeles, lugares en los que pasaba sus agitadas noches.

Además de hacer de chófer de ese personaje, José también hacía trabajos de transporte, trasladaba armas, explosivos y bombas de mano de un escondite a otro. Recogía paquetes, cajas, sacos y los llevaba de unas manos a otras, sin decir nada. A veces iba a la sede del Comité Pro Presos, recogía dinero y comida, y de allí iba a la Modelo, a repartirlo entre los presos.

Sobre este tráfico, José se limitaba a cumplir con las órdenes sin preguntar demasiado sobre la organización de la FAI. Solía explicar cómo una vez le hicieron ir a los muelles a recoger una caja. Se pasó horas y horas en un callejón de la Barceloneta esperando no se sabe qué, medio dormido y muerto de frío. Cuando era casi la medianoche, vio dos figuras iluminadas por la luz de una farola, a unos cuantos metros de distancia de donde estaba aparcado; las figuras empezaron a acercarse, una por cada lado de la calle. Parecían policías o serenos. Pensó que, por suerte, no iba armado y esperaba que no hubiera nada comprometedor en el vehículo. Se acercaron lentamente y cuando tenía su aliento sobre el cristal, se dio cuenta de que era Cairó disfrazado de guardia. Poco después aparecieron cuatro hombres cargando una caja; Cairó le indicó que tenía que llevarla al Hospital Clínico, donde le esperaban, y que al día siguiente tenía que volver allí, esta vez conduciendo un coche fúnebre que encontraría a la puerta de su garaje. Tendría, entonces, que dirigirse al cementerio de Montjuïc. Así lo hizo, y cuando llegó a la puerta del cementerio encontró una comitiva esperándole. Dos mujeres que iban de luto, acompañadas de un hombre y un sacerdote bastante sospechoso. Un individuo fornido, con una sotana que casi no le dejaba respirar. Eran poco más de seis o siete personas. Descargaron la caja y José vio por primera vez a la viuda, a la que reconoció de los años del Ateneo y de militancia. Pasmado y con cara de sorpresa observó el resto de la comitiva. Todos, incluido el sacerdote —que resultó ser Clemente—, eran militantes anarquistas. Por el peso del baúl, José imaginó, como pudo confirmar poco tiempo después, que con todo aquel teatro estaban enterrando una caja de fusiles en un nicho, en previsión de un futuro uso.