AÑOS DE FORMACIÓN
José S. nació en 1893 en la comarca barcelonesa del Penedès. Se crió en un entorno rural, que sólo abandonó para embarcarse hacia África, al protectorado de Marruecos, cuando fue llamado a filas como quinto en enero de 1914. Pasó tres años en Yebala, sucursal del infierno en la tierra. Lo licenciaron cuando todavía le faltaban dos meses para completar el servicio, convertido en poco más que un cadáver. Según cuenta Mauricio B., aquellos años marroquíes trajeron siempre pésimos recuerdos a José, y a menudo las miserias vividas allí regresaban a su memoria como una pesadilla. Se veía en medio del carrascal, queriendo llorar sin poder conseguirlo, porque tenía los ojos llenos de arena. Fue el único superviviente de un grupo de diecisiete hombres. Muchas veces hablaba de un tal Amancio y de cómo éste se pasó una tarde entera aullando, sus alaridos mezclados con los gritos de los rifeños. José había visto decenas de cadáveres como el de Amancio, destripados y con los intestinos enrollados por el cuerpo, ennegrecidos de sangre coagulada y moscas, roídos por los cuervos y las ratas. Los marroquíes los destripaban con las gumías afiladas y les ataban las tripas al cuello. Amancio se estranguló al final de su suplicio. Aquellos tres años de la guerra del Rif marcaron terriblemente a José.
Una vez licenciado del servicio militar regresó a La Casona, la masía en la que había nacido. Allí se dedicó con mayor o menor fortuna a las labores del campo. Sólo se apartaba del terruño los domingos, para ir de compras al pueblo, en compañía de su madre, y de paso para asistir a misa. El párroco ni siquiera los saludaba, pues sólo se relacionaba con las familias pudientes del lugar, aunque no perdía ocasión, desde el púlpito, de tronar contra el cine, los bailes, las hijas de Eva y contra todo aquello que distrajera del trabajo. Había allí un pequeño propietario que siempre se cagaba en Dios pero que cada domingo iba a comulgar con su familia. Este hombre quería endilgarle a José su hija mayor, más fea que un pecado, pero José, harto de tanta insistencia, le dijo un día que si quería casar a su hija lo mejor que podía hacer era venderla en el mercado, o que la metiese a monja para que un cura se la beneficiase. Desde ese día muchos tuvieron a José por un apestado y un revolucionario. Éste odiaba a la especie humana, según recuerda Mauricio, y apenas se juntaba con nadie. Su entorno se reducía a su madre y al padre de Mauricio, su gran amigo de la infancia.
En aquella época, el único contacto de José con el mundo exterior se limitaba a la lectura de periódicos atrasados. Era un apasionado de la mecánica de motores y se dejaba deslumbrar por los mecanismos de las primeras cosechadoras mecánicas, de los tractores que araban como veinte mulas juntas… Esta fascinación desempeñó sin duda un papel en el cambio de rumbo de su vida. A instancias del padre de Mauricio, que trabajaba de panadero en Barcelona desde hacía dos años, José decidió abandonar la tierra familiar y dirigirse a la capital para trabajar como mecánico en un taller. Por aquel entonces Barcelona contaba con unos dos mil vehículos matriculados; a José le encantaba mirarlos.
Durante dos años, José compartió cama con el padre de Mauricio en la misma pensión (éste, a causa de su empleo, dormía de día, y José, de noche) y empezó a trabajar de mecánico en los talleres de La Hispano Suiza, una fábrica de automóviles situada en el barrio de La Sagrera. Allí se produjeron los primeros vehículos en Barcelona, caracterizados por la sencillez de su diseño, la precisión de su mecánica y la liviandad de los materiales, lo que redundó en un coche de gran calidad.
La gran guerra había supuesto un verdadero aluvión de gentes en Barcelona, donde podían contemplarse todas las caras de la especie humana: desertores, muchas prostitutas, pistoleros, toda ralea de ladrones y de traficantes de armas que huían de muy distintos lugares de Europa hacia el quinto distrito barcelonés. El Paralelo se había convertido en el ombligo de la Barcelona más festiva y turbia, pues dio cabida a bailes y cabarets de mala reputación. La sala del Apolo, situada justo al lado del teatro del mismo nombre, se anunciaba como una sociedad recreativa con cincuenta señoritas dispuestas a bailar, y con consumiciones de veinticinco céntimos por persona. El Madrid Concert era administrado por una empresa chilena. El Paraíso, en la calle Unión, abría a las diez de la mañana, como se indicaba en una hoja volandera que se propagó a los cuatro vientos: «Empezará a las diez de la mañana a fin de que toda persona que venga a esta capital y tenga que marcharse pronto pueda disfrutar de las diversiones que hasta hoy sólo han sido de tarde y noche».
Este mundo de diversiones contrastaba con la pésima situación en que vivían los trabajadores: el lujo de una parte de la ciudad tenía como contrapartida la miseria de la otra. Los trabajadores tenían que soportar los elevados precios de los alimentos y las bajas semanadas, inferiores a las diez pesetas diarias que se calculaba que necesitaba una familia para vivir. La mayor parte de la producción se exportaba a los países en guerra, y en la ciudad esa escasez de productos se traducía en una subida de los precios. El malestar del pueblo aumentaba a medida que crecían las colas ante las tiendas. Pronto empezaron las protestas, algún establecimiento fue asaltado y no tardaron en producirse los primeros atentados con bombas y petardos contra propietarios y encargados.
En ese mismo año 1917 los periódicos informaban de que los altos mandos del ejército pedían más privilegios y amenazaban al gobierno. Los republicanos, junto con la Lliga, reclamaban, en la Asamblea de Parlamentarios celebrada en julio, un cambio en el Estado. Desde el 19 de julio Barcelona estaba ocupada militarmente y la huelga se respiraba en el ambiente. La tensión que se vivía en las calles estalló en agosto. El día 13 los obreros acudieron a sus trabajos en un ambiente enrarecido. Por todas partes había propaganda de la CNT. El sindicato anarquista llamaba a la huelga general revolucionaria contra el rey y el gobierno, que no hacía nada para atajar el aumento del coste de la vida. Los ferroviarios habían iniciado la huelga, pero ésta se iba extendiendo paulatinamente a otros gremios.
Barricadas, pelotones de huelguistas, la guardia civil a caballo, tropas del ejército… En ese contexto de exaltación, José trabó una profunda amistad con otra figura fundamental de nuestro relato: Mateo Cendra, llamado «Cairó» ('baldosa'), primo del padre de Mauricio y militante de la CNT. También provenía del campo y había hecho el servicio militar en Marruecos tres años antes que José.
El hermano mayor de Cairó había muerto en el Barranco del Lobo. Lo habían enviado al frente con la brigada mixta de Madrid, una columna que salió de Melilla para proteger unas obras del ferrocarril minero. Los rifeños los atacaron y, en medio de la incompetencia y el desconcierto de los mandos, murieron centenares de soldados y trabajadores. A Cairó lo llamaron a filas dos años más tarde. Sus padres, para no perder a otro hijo, querían que desertara y huyese a Francia, pero él quería ir a Marruecos para saber dónde habían enterrado a su hermano, darle el último adiós y, de paso, vengar su muerte. Llegó a Melilla en marzo de 1911, en plena campaña del Kert, y no abandonó el lugar hasta junio de 1914, poco después de que José se incorporara a filas. La llegada de Cairó a la guerra tuvo lugar después de un período de calma, en el cual el gobierno había ocupado Larache y Alcazarquivir.
En agosto de 1911 se inició una ofensiva sobre unas montañas situadas al oeste de la ciudad, entre Melilla y el río Kert; en la Península, mientras, se sucedían huelgas y protestas contra la guerra y se rumoreaba que se había producido un motín en el barco de guerra Numancia y que sus marineros habían proclamado la república. Lo cierto es que el ejército cabileño de El Mizzian era más numeroso de lo que se creía y estaba mejor preparado y organizado de lo que los militares podían imaginar. En octubre se desplazó al lugar el general Luque, ministro de la Guerra, para dirigir personalmente las operaciones. Quería cruzar el Kert y en tal empeño él y parte de sus tropas fueron masacrados. Cairó logró salvar el pellejo.
En el Rif, Cairó conoció a un quinto de Esparreguera, un tal Gonzalo, un anarquista que le abrió los ojos. Le explicó que los trabajadores eran las principales víctimas de la guerra, carne de cañón, puro ganado. A los que podían les quitaban el dinero mediante el pago de la redención del servicio: familias enteras se arruinaban para pagar esas cantidades. Los que no podían pagar debían contribuir con su sangre. Gonzalo insistía en que estaban en Marruecos para defender los intereses de las compañías mineras, por el plomo y el hierro que extraían, y que tenían que pelearse y matar a los habitantes del Rif, los auténticos propietarios de esas minas. Era la guerra de los banqueros, de los políticos, de los militares africanistas, una tropa de ladrones que quería medallas a cambio del sacrificio de tantos. Gonzalo murió al cabo de pocos meses, de una enfermedad intestinal, pero Cairó regresó de África convertido en un antimilitarista, un comecuras y, sobre todo, un anarquista. En cuanto lo licenciaron y pudo regresar a Barcelona, ingresó en la CNT, que había sido fundada en 1910.
En agosto de 1917 el ejército tampoco se puso del lado del pueblo. Había unidades de artillería apostadas en la plaza de Cataluña, otras bajaban por la rambla de Canaletas y ametrallaban las barricadas de la calle Santa Ana. Los cinco días de huelga arrojaron un saldo de treinta y dos muertos e innumerables heridos, y provocaron en José el nacimiento de una conciencia política y el desarrollo de su sentir anarquista instintivo. Al poco, de la mano de Cairó, se afilió a la CNT, en aquel entonces el sindicato más poderoso de Cataluña.
Pronto empezó a frecuentar el Ateneo Libertario, aunque la nueva afiliación no alteró su ritmo de vida. El Ateneo, antes de constituirse como tal, había sido una vieja taberna, una de aquéllas con camareras y un par de habitaciones en la parte de atrás. La regentaba Clemente, también anarquista, que se había hecho a sí mismo a través de la lectura y que era un apasionado de la novela francesa. Clemente convirtió la taberna en un café y transformó las habitaciones traseras en una pequeña biblioteca libertaria. Allí era posible hojear las colecciones «La Novela Ideal» y «La Novela Libre», la Revista Blanca de Joan Montseny y Teresa Mañé, Tierra y libertad y, naturalmente, el periódico Solidaridad Obrera . También había una sala cuyas estanterías estaban llenas de libros de Zola, Proudhon, Kropotkin, Nettlau, Reclus, Sue, Victor Hugo, Gorki, Cèsar August Jordà o Albert Londres, y revistas como El Escándalo o L'Esquella de la Torratxa. Allí se organizaban clases de cultura general, matemáticas e historia, y charlas en las que el pensamiento libre fluía con transparencia. Clemente era partidario de las colectivizaciones, creía que los trabajadores tenían que regirse por ellos mismos, que debían gestionar sus propias industrias, y era muy crítico con el radicalismo republicano que en aquel entonces encabezaba Lerroux, «el Emperador del Paralelo», así como con el republicanismo de corte catalanista. No se trataba de cambiar nada, sino de destruir el viejo orden burgués, y para ello la mejor estrategia política era la huelga general revolucionaria.
José se sentía profundamente atraído por ese entorno y pasaba la mayor parte de su tiempo libre en el Ateneo. Allí oyó hablar por primera vez de Ferrer Guardia y de la Escuela Moderna, en la que se habían formado muchos de los oradores de las charlas. Hablaban del proceso de Montjuïc y del asesinato del maestro.
Pero no todo era dedicación al espíritu. Cairó era también un bon vivant. Le gustaba la vida de café, jugar al dominó y a las cartas; amaba el placer, especialmente el femenino. Con él, José, a sus veinticinco años, abrió los ojos a la vida y empezó a frecuentar los cabarés con espectáculos de todo tipo y mesas de juego. El charleston causaba furor en aquel entonces. Se convirtieron en asiduos de La Criolla, un baile de la calle Cid. El quinto distrito era, tal como decía la prensa, una zona de vicio y un nido de revolucionarios.
Entre el 28 de junio y el 1 de julio de 1918, José participó, como miembro de pleno derecho de la organización, en el congreso celebrado en Sants, en el Ateneo Regionalista. Allí la Confederación Regional del Trabajo de Cataluña decidió la creación del Sindicato Único, un conglomerado de sindicatos industriales que se organizaban no por oficios, sino que agrupaban a todos los trabajadores de un mismo gremio, con sus correspondientes secciones. En el congreso, José vio y escuchó por vez primera a aquellos personajes de quienes tanto había oído hablar. Estuvieron presentes dirigentes como Joan Peiró, Simó Piera —que sería uno de los cabecillas de la huelga de La Canadiense—, Piñón, Quemades y, sobre todo, Salvador Seguí, «el Noi del Sucre», que era muy popular y que fue elegido secretario de la regional catalana de la Confederación. También resultó nombrado Ángel Pestaña como director de Solidaridad Obrera. Pestaña escribía lo siguiente, vivo retrato de los encendidos sentimientos de buena parte de la clase trabajadora barcelonesa de esos años:
La burguesía catalana, enriquecida rápida y fabulosamente a causa de la gran guerra, encendió una vela a Dios y otra al diablo, y por eso no es extraño que a un burgués que se confiesa cada quince días, que va a misa todos los domingos, que recibe semanalmente la visita de un jesuita en su casa y da cantidades para obras piadosas, lo hallemos, dos o tres días a la semana, en el Edén Concert, en un reservado con cocottes del gran mundo o sobando a alguna camarera que, como es sabido, venden placer a precios convencionales.
En aquellos tiempos, la política española llevaba años carcomida y podrida, agravado todo ello por la inestabilidad de los más de treinta gobiernos que se habían sucedido en los últimos veinte años. A tal desbarajuste se sumó la paz europea de noviembre de 1918, con lo que uno de los caudales de enriquecimiento de la burguesía industrial y los mayoristas catalanes se interrumpió de golpe. La producción frenó en seco, sobrevinieron quiebras, se cerraron fábricas y talleres, y muchos trabajadores fueron despedidos.
El 21 de febrero de 1919 empezó la llamada huelga de La Canadiense, la empresa Riegos y Fuerzas del Ebro, filial de la todopoderosa Barcelona Traction Light and Power Limited Company, principal suministradora eléctrica del país. La empresa negaba a sus trabajadores el derecho de sindicación y rechazaba asimismo la demanda de la jornada de ocho horas. Desde el primer momento, la falta de fluido eléctrico detuvo fábricas y tranvías, y la huelga se extendió por toda Barcelona y buena parte de Cataluña. En ese triunfo fueron decisivas la eficaz organización de la CNT y la solidaridad de los trabajadores del sector textil, los transportes, las compañías de agua y gas, las imprentas y los diarios.
El sindicato, ilusionado y espoleado por la fuerza que demostraba, se fijaba en el caso ejemplar de San Petersburgo y la revolución rusa. El gobierno intentó todo tipo de estrategias: encarceló a centenares de anarquistas, ocupó las fábricas, militarizó a los huelguistas e incluso declaró el estado de guerra. Pero finalmente los empresarios parecieron ceder. Los obreros consiguieron la jornada de ocho horas, un aumento de sueldo y una parte de la mensualidad que habían dejado de cobrar durante la huelga, pero no se logró la excarcelación de todos los detenidos, que era una de las demandas fundamentales. Ante la negativa y la indiferencia del gobierno, una semana después se volvió a la huelga. En esta ocasión duró quince días, pero fue un desastre. No hubo cesiones por parte del gobierno ni de la patronal, y la represión fue brutal.
El capitán general Milans del Bosch, próximo a las Juntas de Defensa, se convirtió en el hombre fuerte de la situación. Contó con el apoyo de la Federación Patronal de Barcelona, que acogía a los capitalistas de la Lliga, todos aquellos que habían amasado fortunas con los negocios de aprovisionamiento durante la gran guerra. Amparándose en el estado de guerra, que duró cuatro meses, se procedió a una implacable represión. La policía apalizaba a cualquier sospechoso, y la tortura de los detenidos era el pan de cada día. Muchos sufrieron la práctica del trimotor, que consistía en pasar una cuerda por las manos atadas del detenido, colgarlo de una polea prendida en el techo, con el consiguiente dolor de todas las articulaciones, y finalmente, golpearle los testículos hasta que cantara. Después de cualquier atentado, la policía entraba en las casas de los sospechosos, lo registraba todo y los detenía.
Miles de trabajadores fueron detenidos y enviados a Montjuïc o a la Modelo. Las carreteras se llenaron de cuerdas de presos vigilados por la guardia civil y el ejército, en largas marchas a pie hacia las cárceles, el destierro o la ley de fugas: la policía decía que intentabas escapar y te ametrallaba por la espalda.
El excomisario de policía Bravo Portillo, a quien apodaban «el Chulo», hombre de confianza del gobernador civil Maestre Laborde, conde de Salvatierra, organizó a partir de diciembre de 1919, de forma subterránea, grupos armados de pistoleros que se amparaban bajo la fachada del Sindicato Libre, en realidad un grupo de pistoleros y asesinos que actuaban con la connivencia y el apoyo de la policía. Ello provocó un ambiente de extrema tensión que se prolongó hasta 1923: una verdadera guerra social, con centenares de atentados, heridos y muertos en ambos bandos.
Durante la primera guerra mundial, Barcelona había sido uno de los principales puertos neutrales de Europa. La guerra, según queda dicho, había atraído a toda suerte de desarraigados, como desertores, espías, saboteadores de la producción que se enviaba a los países aliados, y muchos individuos relacionados con el tráfico de armas y de cocaína. El barrio chino, residencia y campo de acción de fugitivos extranjeros, macarras y ladrones del más diverso pelaje, ofrecía un fermento propicio para reclutar pistoleros de toda ralea. Por esa vía el crimen organizado penetró en la guerra social, hasta el punto de que cuando fue liquidado Bravo Portillo por unos anarquistas en septiembre de 1919, ocupó su lugar Rudolf Stallmann, un doble agente francés y alemán que había llegado a Barcelona al servicio del mejor postor, haciéndose pasar por cierto barón de Köning. El falso barón era un criminal con un amplio historial que se dedicó, con sus secuaces, a asesinar a sindicalistas, hasta que cometió el error de organizar un atentado contra su protector, Félix Graupera, el presidente de la patronal de Barcelona.
Esos métodos propiciaron que en la CNT proliferaran los grupos armados. Ya hacía un par de años que se habían creado algunos pelotones de defensa, activos también si había casos de esquiroles. Empezaron a utilizar la porra, y si era necesario la Star. Cairó era un declarado partidario de la acción directa.
Ese año, por orden del gobernador civil, fueron encarcelados sesenta y cuatro sindicalistas y se expulsó del país a otros treinta y cinco. Los presos, atados y esposados de dos en dos, fueron trasladados en barco a Mahón, para ser confinados en la prisión de la Mola. José entró pronto en acción. Había manejado un máuser en Marruecos, pero no estaba acostumbrado a las armas cortas, de modo que Cairó le dio unas cuantas clases prácticas con una Star, en los terraplenes del Camp de la Bóta o en una cantera abandonada de Montjuïc, espacio éste que controlaba un grupo de acción que se reunía en la taberna de un tal Martínez Valls, en la calle Valencia.
Al principio, José y Cairó se dedicaban sobre todo a vigilar y a estar en guardia. A veces iban a la calle de Toledo, a un taller clandestino en el que se fabricaban granadas de mano y explosivos. Trabajaban de enlaces: recogían el material y lo llevaban a quienes tenían que utilizarlo. Otra de las tareas que tenían asignadas consistía en merodear por la calle Septembrina, para vigilar el número 17, guarida de la llamada Banda Negra, un grupo de pistoleros del Sindicato Libre dirigida por Bravo Portillo. Los tenían controlados a todos: a uno al que llamaban «el Mallorquín», a otro que se hacía pasar por el barón de Köning, e incluso a un traidor, Eduard Ferrer, con quien pronto ajustarían cuentas.
Cuando los pistoleros dejaron medio muerto a Massoni, el secretario sindical del ramo de la construcción, y poco después asesinaron a José Sabater, «Tero», secretario del ramo de los tintoreros, las cosas empezaron a moverse. El 5 de noviembre de 1919, un grupo de acción anarquista acribilló a Bravo Portillo, y el 17 unos compañeros del ramo de los tintoreros hicieron lo propio con Ferrer, el confidente que había tendido la trampa a Tero.
José se fue acostumbrando a ese tipo de trabajo. Tras varios paseos nocturnos llegó la hora de la primera acción. Iba con Cairó por la calle de Sants. Tras haber superado los controles que rodeaban el Paralelo y las Corts, llegaron al bar Eléctrico, punto de reunión habitual de los anarquistas. Allí trasegaron vino hasta que llegó un hombre de rostro muy pálido que empezó a hablar con Cairó. Luego los tres fueron hacia el Vapor Vell, una de las fábricas emblemáticas de Sants. Debían esperar la salida del turno de las cinco de la mañana. Aquel hombre tenía que indicarles quién era el encargado que repartía propaganda contra la CNT y ejercía de chivato del patrón y la policía. Pasó media hora hasta que salió, acompañado de otras dos personas. Se dieron cuenta de que los seguían y echaron a correr. Cairó sacó la Star, disparó y el hombre cayó al suelo, acaso por el susto que se llevó al oír el disparo. Cairó llegó junto a él, apuntó, apretó el gatillo y la pistola no funcionó. El hombre intentó huir, y entonces José sacó su pistola y le disparó a la cabeza. Los pantalones de José quedaron empapados de sangre y con fragmentos de cerebro pegados. Vomitó y Cairó le dijo que se pusiera los pantalones del muerto, que, por cierto, le caían anchos.