Te convertiste en una especie de ermitaño, pues tus labores de enfermero matinal, y las que le dedicabas a Tere a lo largo de la tarde y de la noche, en aquel extraño hogar cuyo elemento característico y nuclear lo constituía su total parálisis, eran el espacio más denso de tu vida, alejado de todo bullicio, de toda compañía activa que no fuese la de Silvio.
Ya habías ordenado tu jornada para atender a Tere lo más posible. Incluso le hacías el cambio corporal reglamentario a las cuatro de la mañana, seis horas después del que le habías hecho antes de dejarla para que durmiese. Luego volvías a acostarte y apenas dormías, y recuerdas que ya el médico te había advertido de lo penosa que podía resultar la enfermedad para los miembros más cercanos de la familia.
Empezabas pues la terapia muy temprano, antes de irte a trabajar, y al tocar sus miembros, sus muslos, sus brazos, su torso, en los estiramientos y flexiones que el tratamiento requería, recordabas melancólico los tiempos en que aquel cuerpo y el tuyo se encendían en un fuego amoroso que habías imaginado inextinguible.
Los dos Danieles parecían haberse eclipsado dentro de ti, y otro Daniel estoico y mohíno había ocupado su sitio. En el trabajo, los compañeros te miraban condolidos, y habías dejado de celebrar con ellos comidas y festejos.
La propia Gisela, que ya tenía pareja fija, un comercial con el que iba a casarse, te habló un día y te dijo que todos estaban al tanto de tu desgracia, que a ella podías pedirle la ayuda que necesitases.
Al fin, la rutina hogareña encontró su ritmo. Solías llegar al tiempo que Silvio y le ayudabas a hacer los deberes, repasabas con él las lecciones, lo dejabas estudiando mientras saludabas a Tere, instalada en la silla de ruedas desde la partida de la auxiliar, te sentabas junto a ella y acaso le ponías en el televisor algún programa que pudiera interesarle, o música, o charlabas, le preguntabas cómo se sentía, cómo había pasado el día, intentabas despertar su interés con alguna de las noticias del periódico. Luego cenabais los tres lo que Adela había dejado preparado, o cocinabas tú mismo algún plato sencillo, le hacías tomar la medicación, y por fin la devolvías a su cuarto y a su cama, porque era el turno de Silvio, que le hacía compañía durante una hora, contándole sus historias, y sabías bien que para ella ese era el mejor momento del día.
Silvio aprendió pronto a subir y bajar la cabecera de la cama, y cuando había pasado el plazo previsto, si antes Tere no había mostrado deseos de dormir, le avisabas y él daba un beso a Tere, apagaba la luz de la habitación y se iba a la sala para despedirse de ti antes de acostarse. Entonces colocabas a Tere boca abajo, en la postura de sueño, con almohadas bajo el abdomen, los muslos y los tobillos.
Una especie de ermitaño, que iba del trabajo a casa y de casa al trabajo, que solamente salía los sábados y los domingos, siempre que Tere quedase atendida, para pasear con Silvio o llevarlo a algún lugar que pudiese interesarlo, y abandonaste la lectura de biografías para profundizar en el estudio de la dolencia que aquejaba a tu mujer, como si el hecho de conocerla más profundamente pudiese hacer que Tere mejorase. Libros sobre lesiones medulares y guías de cuidados que leías con interés hasta que ya no descubriste nada nuevo. Y del estudio de las lesiones de Tere pasaste al de los problemas congénitos de Silvio, y tanta documentación acabó haciéndote participar mentalmente de su condición y comprenderlo cada vez más.
Lo cierto es que el tiempo había pasado, pasaba, y Tere no apreciaba ninguna mejoría en su estado. Le había preguntado muchas veces a la auxiliar cuándo recuperaría la movilidad de los miembros, y por las evasivas que recibía como respuesta comprendió que no había ninguna señal positiva.
Cuando empezó la primavera, todavía no tenías autorización para acometer las obras del portal y modificar las puertas del ascensor, y seguías en el espacio impreciso de los trámites administrativos, de manera que calculaste que antes del verano no verías hechas las reformas. Sin embargo, la empezaste a sacar a la calle algunos sábados: transportabas primero la silla y luego la bajabas a ella en el ascensor. En los pequeños trechos la llevabas en brazos. Lo cierto es que las famosas reformas no llegaron a hacerse nunca.
A principios del mes de junio, al cumplirse un año del accidente de Tere, una tarde cálida, cuando entraste a verla para trasladarla de la cama a la silla, lo que llamabas la transferencia como recuerdo de los especialistas del hospital de Toledo, ella te pidió que la escuchases y te dijo que estaba harta de buenas palabras y que quería saber la verdad de su caso, si es que había alguna posibilidad de que recuperase el movimiento de los miembros.
«Hablé muchas veces con los médicos, en el hospital, a la auxiliar se lo pregunto todos los días, y al médico cuando viene de visita».
Comprendiste que no era lógico continuar ocultándole a Tere lo que sabías de su dolencia y le dijiste que había muy pocas probabilidades de que volviese a recuperar los movimientos.
«¿Muy pocas o ninguna?».
Le dijiste que los médicos no eran optimistas.
Se quedó en silencio mucho rato.
«Pobre Silvio», exclamó entonces.
Le dijiste que ibas a cuidar siempre de Silvio con el mismo cariño que ella, con la misma atención, como ibas a cuidar de ella.
«Porque os quiero», añadiste.
Te miraba sin hablar, como si no escuchase tus palabras, como si estuviese pensando en otra cosa, y luego miró al techo.
«Déjame sola», murmuró por fin, y saliste de su cuarto.
Aquel día, antes de marcharse, la auxiliar te había dicho que Tere estaba rara. Fuiste a verla, le preguntaste si le pasaba algo, pero no te respondió, estuvo silenciosa en la cena, e incluso en el habitual encuentro a solas con Silvio, la única voz que se escuchaba era la de él, a menudo con un soniquete repetitivo que parecía dar signo de unas preguntas que no conseguían respuesta. Te acostaste preocupado, pero al día siguiente Tere había recuperado su talante habitual, siempre triste aunque no adverso a la comunicación.
Sin embargo, el verano no fue propicio a la mejoría de su humor. A mediados de julio te la llevaste a la sierra, a una casa preparada para gente en su estado, consciente de todos los esfuerzos diarios que iba a llevar consigo vuestro desplazamiento, porque además durante aquellos días Silvio estaba en un lugar cercano, asistiendo a un campamento. Tere no podía tener su rato diario de conversación con él, de manera que, además de no mostrar ningún interés por los lugares a los que la llevabas en la silla de ruedas, su mutismo era cada vez mayor.
Habías preparado otro viaje de Silvio durante la primera quincena de agosto a la playa, esta vez con la profesora Aurora y otros compañeros, pero lo anulaste, imaginando que la lejanía de su hijo incrementaba la tristeza de Tere. Así, organizaste un agosto madrileño lo más entretenido posible para Silvio, sin dejar de cumplir las rutinas que te exigía la dolencia de Tere, aunque tuviste que buscar una sustituta para la auxiliar que la había atendido hasta entonces.
El penúltimo día de agosto, no lo olvidas porque era domingo y por la tarde habías ido con Silvio a conocer el acuario del zoo, y las distintas clases de peces, analizadas por tu hijo, resultaban hilarantes, cuando al volver a casa despedisteis a la auxiliar y entrasteis a saludar a Tere, te dijo, con mirada muy severa, que quería comunicarte algo importante. Mandaste a Silvio a su cuarto, te sentaste, y Tere te habló con serenidad, un murmullo que no alteraba el tono, sin estridencias ni desfallecimientos.
Lo había pensado mucho, incluso antes de conocer la verdad desnuda, dijo, y no estaba dispuesta a vivir indefinidamente en su situación, con pañales como los niños chicos, meada y cagada, sin poder mover unos miembros y un cuerpo que, sin embargo, le dolía y le picaba. Era demasiada tortura estar así y saber que su caso era irremediable, encontrarse del todo impedida, ni siquiera poder moverse para pasar a la silla de ruedas o ducharse. Le horrorizaba pensar que íbamos a continuar con esta forma precaria de existencia, obligados a mantener ese servicio absurdo, ese tinglado de hospital que no tenía más destino que conservarle las puras funciones vitales, una vida sin aliciente alguno, forzada de continuo a pensar en su incapacidad, en su impotencia, en tener que depender de los demás para todo, sin poder olvidarlo ni por las noches, porque si se despertaba, la evidencia de su inmovilidad le devolvía la enorme dimensión de su desdicha.
«De manera que he decidido abandonar este mundo, Daniel, pero necesito que encuentres la forma de ayudarme».
Le habías cogido una de sus manos, que mantenía ese agarrotamiento que era una señal clara de su situación.
«Tere, mi amor, ya hemos hablado de que te encuentras muy deprimida. Hay mucha gente que está como tú y lucha por la vida. Tienes que proponerte pequeñas conquistas poco a poco, pues aunque no recuperes la movilidad, hay cosas que seguramente podrás llegar a hacer, pero no puedes renunciar de antemano a ello».
No te escuchaba.
«Ahora sé que Silvio queda bien atendido, que le quieres, que lo cuidarás, Daniel, porque dejarlo sin protección era lo que me amargaba, lo que me echaba para atrás, aunque qué podía hacer yo por él estando como estoy, pero ahora sé que queda contigo como si estuviese conmigo, incluso mucho mejor, porque podrás dedicarle todo el tiempo que ahora te hago perder yo, estoy cansada de ser el centro de atención de esta casa, te veo agotado, de manera que tienes que pensar en la manera de ayudarme a salir de esto, tienes que solucionarme las cosas, me desespera seguir así sin remisión, estoy más que harta, y no dejo de estarlo por muchos laxantes, hipnóticos, ansiolíticos, antidepresivos y toda esa basura que me están dando, me voy a volver loca de dolor y de tristeza, si es verdad que me quieres tienes que hacerlo, si es cierto que me quieres debes conseguir que muera lo antes posible».
Quedaste anonadado, incapaz de contestar, y estuviste en silencio hasta que entró Silvio dispuesto a su charla con Tere, que lo recibió tan cariñosa como de costumbre.
A lo largo de los días sucesivos no olvidabas aquella petición, «si es cierto que me quieres debes conseguir que muera lo antes posible», y te sentías horrorizado, porque además, aunque Tere no volvió a repetir lo que te había dicho, su petición se mantenía en sus ojos, en su forma de hablar, en su actitud, y tú eras incapaz de ordenar tus emociones, su propuesta había introducido dentro de ti una especie de desorden de sentimientos que no te permitía pensar con coherencia, por un lado lo que debías hacer era hablar con el médico e informarle de lo que Tere te había pedido, porque era síntoma de que se encontraba gravemente abatida, pese a los fármacos, pero por otro te parecía que eso sería una forma de traicionar su verdadera, profunda voluntad, a pesar de todo, una manera de serle desleal, pues si quería dejar para siempre su triste situación y te pedía ayuda, no podías intentar que el resultado fuese precisamente lo contrario.