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Te has quedado al fin dormido sin esperarlo, poco más de dos horas, y de nuevo has tenido sueños que no puedes recordar pero que te han dejado un regusto de tristeza, sin duda contagiados de la pesadumbre que te impregna, pues ese tiempo infeliz que también ocupa un territorio visible en el país de la memoria tiene además un clima áspero y una luz tenebrosa, es mucho menos evanescente que el feliz, y se agarra a la memoria con mucha más persistencia.

En Tere, tras el accidente, parecía cumplirse la parálisis de todos los miembros que los médicos temían, y tardó mucho en respirar con normalidad, y más en recuperar la conciencia. La trasladaron en helicóptero al hospital de Toledo, donde casos como el suyo reciben atención.

El hospital se alza cerca del río, a la vista de la ciudad que recorta sus pináculos en las colinas del horizonte. El día que la trasladaron tú fuiste en coche. Alrededor del hospital había zonas de tierra movida y muestras evidentes de que iban a alzarse nuevas construcciones. Tras aparcar, y mientras atravesabas un espacio arbolado en el que descansaban numerosos pacientes en sus sillas de ruedas, e incluso alguno tumbado boca abajo en una camilla que él mismo hacía moverse, y donde algunos gatos perezosos daban señales de un mundo cercano a lo doméstico, pensabas que la ciudad que se veía recortada al fondo entre los ramajes de los árboles, más allá de las encinas, era la misma en que el rey don Rodrigo buscó los tesoros de Hércules y sedujo a la hija del conde don Julián, y el río cercano, que la vegetación no dejaba ver, el mismo que, en sus primeros tramos, fue para Tere y para ti el centro del Edén en aquellos tiempos tan felices y exaltantes de vuestro amor inicial.

Era el atardecer y la ciudad mostraba el confuso conglomerado de sus construcciones, en las que habían nacido, a lo largo de un tiempo inagotable, tantas historias verdaderas y tantas leyendas: más tarde, para alejarte del hospital, seguirías una avenida que lleva el nombre de la mujer que está en el origen de la destrucción mítica de España que se produjo hace tantos siglos.

Te parecía, te parece, que en el traslado de Tere accidentada a esa ciudad, y a un punto tan cercano al río de una felicidad perdida, estaban también esos signos inescrutables de los destinos legendarios, aunque en su aspecto más infausto. Era el ejemplo del Edén perdido.

A partir de entonces, las rutinas de tu vida sufrieron un cambio muy riguroso. Tus viajes alemanes se cancelaron indefinidamente, y acordaste también una forma de colaboración que te permitiese atender a tu hijo: no podías hacer recaer sobre la vieja Adela todas las tareas que Silvio requería, y buscaste a alguien que se ocupase de llevarlo del colegio al centro y del centro a casa, e incluso de atenderlo, si por tu trabajo tenías que retrasarte algún día, una joven ecuatoriana llamada Isaura, Isa, que fue aceptada sin objeciones por Silvio.

Tu hijo no dejaba de preguntar por su madre, varias veces cada día la recordaba, quería saber cuándo volvería en sí, cuándo podría hablar con ella. Le explicaste que la habían llevado a un hospital donde la cuidarían muy bien, en otra ciudad, no muy lejos.

«Es que tengo muchas cosas que contarle —decía Silvio—, y se me van a olvidar, todo el día estoy haciendo fuerza para que no se me vayan de la cabeza, pero ya me canso mucho, mucho, y a lo mejor dejo de hacer fuerza sin querer y se me olvidan».

«Ya te he dicho que vas a ser el primero en hablar con ella».

«Son cosas que han pasado en el colegio y en el centro, y cuentos muy bonitos del pueblo de Isa».

Te acercabas los sábados a Toledo, mientras Isa se llevaba a Silvio al parque y le daba de comer, y después de la visita a Tere, sumida en un sueño extraño como los hechizos de los cuentos, entre máquinas que le daban al escenario una atmósfera de relato de ficción científica, en su garganta el pequeño tubo respirador adosado a su tráquea, los médicos te informaban de sus avances.

A veces, después de la visita, incluso en los días del verano más intenso, cuando el calor era sofocante, subías hasta la ciudad para dar un paseo por las calles estrechas y laberínticas, que tan bien se acomodaban a los recorridos de tu estado de ánimo, un garabato titubeante, sin un destino claro, para el que la mejor noticia sería que Tere saliese del coma y pudiese hablar, pero consciente de la probable parálisis total que la afectaría. El garabato se resistía a seguir un trazo que solamente parecía destinado a esa pesadumbre que por fin se ha instalado dentro de ti como una forma de vida.

Enviaste a Silvio a aquel campamento donde estuvo quince días. A su regreso, tras abandonar el autobús que lo llevaba, te abrazó con la fuerza acostumbrada y te preguntó por su madre.

«¿No puedo verla?».

No sabías si la visión de Tere en su estado comatoso sería demasiado traumática para Silvio, y preferiste esperar.

«Ya te he dicho que cuando empiece a hablar vas a ser el primero en estar con ella».

«¿Pero por qué no puede hablar?».

«Te lo he contado muchas veces, no es que no pueda, es que está sin sentido, como dormida, del golpe que se dio con el coche, y además los médicos prefieren que siga así mientras se va recuperando».

Quisiste saber qué tal se lo había pasado en el campamento.

«Bien y mal, bien cuando jugaba con los demás, entonces lo pasaba muy bien, además me dieron una medalla en la carrera de nadar, pero mal cuando me acordaba de la pobre mamá».

«¿Quieres ir a otro campamento a finales de este mes?».

«Lo que quiero es hablar con mamá».

«Pero si no pudieses, ¿quieres ir a otro? Este sería en la playa».

«No, yo quiero quedarme contigo, papá, y ver a mamá en cuanto pueda».

Suspiras, y escuchas la voz cercana de Carla:

—Te quedaste dormido, por fin.

—Un rato, pero no sé qué es mejor, me desperté con mucha sensación de desgracia.

—Yo no he sido capaz de dormir, dándole vueltas a tu antipatía, no puedo comprender por qué de repente me cogiste tanto asco.

Te sientes muy cansado de tener que darle explicaciones a Carla, pero tampoco quieres que se sienta herida otra vez.

—No digas eso —respondes.

—Me volví tarumba para saber dónde estaba hospitalizada mi hermana, porque tú no quisiste hablarme después del accidente, y luego tuvo que ser ella misma quien te pidiese que me dejases ver a mi sobrino, porque no me permitías ni siquiera entrar en lo que había sido la casa de mi abuela.

No contestas nada, porque ahora comprendes que tu rechazo de Carla fue lógico, pero bastante irracional. Como dijo esta tarde, encontraste en ella un chivo expiatorio ideal, pero cuando, hace tantos años, la veías pasearse por casa en bragas y sujetador, te la comías con los ojos, y a lo largo de los meses de aquella relación vuestra que concluyó con Tere increpándote en medio de la sala, sus caprichos eróticos te complacían tanto como te desazonaban. Estás a punto de decirle que eras un hipócrita, que no afrontaste tu responsabilidad como era debido, pero prefieres callártelo.

—Estaba muy afectado por lo de Tere, tienes que comprenderlo.

—Pero además me cogiste tirria, te repelía, me mirabas como si quisieses vomitar.

No contestas nada.

—Y no hay más que ver cómo me has recibido esta tarde.

—Vamos, Carla —murmuras, apaciguador.

—Y no tienes derecho a hacerlo, sobre todo delante del niño, al que quiero, que me quiere, a saber si el recibimiento que me hiciste, con esas voces y esa violencia, no fue una forma de aturullarlo.

Sientes de nuevo el mordisco del arrepentimiento, porque hay muchas cosas de las que tienes que arrepentirte. El Daniel contemporizador, el de la buena voluntad, pensaba en ello siempre que ibas a Toledo, repasaba continuamente las cosas mal hechas, seguramente maduramos cuando nos damos cuenta de que, por nuestra culpa, hemos perdido oportunidades importantes. Tú, aunque ya hayas pasado con creces los cuarenta, todavía estás en proceso de maduración, pensabas, y ahora mismo, entre la noche espesa de la laguna, lo vuelves a pensar: acaso la historia de mucha gente sea ir madurando hasta la muerte, sufrir de modo continuo iluminaciones de sus pérdidas, esclarecimientos de las desilusiones que uno mismo ha creado, de las traiciones ajenas que uno se inventa para justificar sus propios errores. Todo lo que sabes a propósito de ti mismo ha sido a costa de perder pedazos de aquello que un día paladeaste con placer, pero tú tienes la mayor responsabilidad en todo ese proceso, y es absurdo que hayas querido culpar a Tere, o a Carla.

—Tienes razón, lo cierto es que no me porté bien, pero estuve a tu altura, tus manejos me resultaron insoportables, a partir de entonces eras para mí aborrecible, porque no era capaz de aborrecerme a mí mismo, como debería haber hecho.

—Es cierto que yo me empeñé en acostarme contigo en la cama de la abuela, pero al fin cediste, y allí dentro no te dedicaste a rezar el rosario, precisamente. Y que durmiésemos allí me pareció que era, por tu parte, una manera de decirme que cambiabas a Tere por mí. Incluso llegué a pensar que querías que nos encontrase juntos.

—Pues no fue así, Carla. Comprendí que había metido totalmente la pata con Tere, y que no me lo iba a perdonar nunca, y eso me desesperó, porque a pesar de todo yo no quería cortar, en el fondo yo seguía enamorado de ella, aunque te parezca increíble.

Sientes que tienes que claudicar ante Carla, ante Tere, ante ese Daniel benévolo que tanto has reprimido, y decir de una vez la verdad de todo lo que has ido descubriendo sobre ti mismo:

—Siempre me porté muy mal con ella, lo sé, ya antes de casarnos. Ya solo me falta perder a ese chico para acabar de hundirme del todo.

—Tampoco te castigues tanto —dice Carla—. La vida es así de rara, y nosotros así de estúpidos: yo descubrí lo importante que John era para mí cuando me dejó, porque yo le ponía los cuernos con un actor que resultó ser un fatuo imbécil, y cuando intenté volver con él me dijo que lo nuestro ya no tenía remedio. O sea, que no te creas lo que te he dicho de que a mí nadie me ha dejado nunca plantada.

Guardáis silencio y la confesión de Carla te hace considerarla con un nuevo matiz, como una colega en el oficio autodestructivo.

—A ver si dormimos otro poco, pues aún faltan dos horas para que salga el sol.