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Aquella forma de intermitente convivencia con Silvio en tu apartamento, aunque se desarrolló solo durante unos meses, te permitió descubrir en tu hijo algunos de esos signos de una sensibilidad peculiar que luego han ido interesándote cada vez más.

Un domingo lo llevaste al zoológico, y te divertiste mucho con las singulares relaciones que establecía su visión de los monos:

«Ese es el abuelo de ese pequeñito, y ese es su tío, tienen el mismo culo, ¿no te das cuenta?, y ese tiene cara de reírse mucho, a lo mejor de las cosas que le dicen los niños, y ese, si te fijas, está escondiendo alguna cosa que le ha quitado a otro, es una cosa cuadrada, puede ser el móvil, yo no sabía que los monos usasen móviles».

Encontró muy tristes a las jirafas:

«A lo mejor de verse tan altas».

Le pareció que los elefantes pensaban mucho.

«¿En qué?», preguntaste tú.

«Puede ser en por qué tienen trompa, porque debes de encontrarte muy raro con una cosa así en vez de la nariz».

Tu convivencia con Silvio fue un verdadero armisticio entre los dos Danieles, hasta el punto de que un sábado, sin vergüenza ninguna, te lo llevaste al laboratorio para que viese las máquinas, los instrumentos, algunos procesos en desarrollo, le pareció un mundo de magia, y desde entonces te miraba como si tuvieses poderes especiales.

Después de tantos años, al cabo de aquellos meses habías asumido por fin tu paternidad pacíficamente, y esa nueva disposición de tu ánimo te hizo reflexionar también sobre tu relación con Tere. No sabías nada de ella, salvo lo que te contaba Silvio, que siempre estaba dominado por una perspectiva demasiado pueril de los juegos, las películas y las meriendas, pero comenzaste a ver el pasado a una luz diferente, y a añorar aquellos tiempos lejanos en los que sentías el gusto pleno de la felicidad que Tere había puesto en tu vida, su acogedora manera de ser, la tranquilidad con que afrontaba cualquier asunto, su continuo interés por las cosas, y empezaste a considerar la posibilidad de una reconciliación.

Imaginabas que si después de los sucesos americanos y de tus celos, volver a encarrilar vuestra relación había sido tan arduo, en esta ocasión el intento iba a ser mucho más difícil, cuando además mediaba un divorcio cuya iniciativa tenía que haber sido para ella muy costosa de adoptar. La estrategia debería prepararse con meticulosidad, y aunque contabas con Silvio como intermediario inconsciente, decidiste dejar que el verano estableciese una especie de tregua en la que, obligado tú a compartir un mes con Silvio, y Tere separada de él en ese mismo tiempo por primera vez en su vida, ambos pudieseis reflexionar serenamente sobre vuestra situación familiar.

Sin embargo, las cosas no resultaron como planeabas.

A principios de junio, cuando ya el calor empezaba a sentirse en la ciudad, una tarde en la que no te correspondía atender a Silvio, recibiste una llamada de Adela, la vieja asistenta. Aquel día había sido ella quien había recogido a Silvio en el centro especial, pues Tere tenía asuntos que atender en la facultad, pero al llegar a casa estaba llamando la Guardia Civil, porque Tere había tenido un accidente con el coche y había debido ser hospitalizada. Le dijiste que siguiese con Silvio y te dirigiste al hospital.

Las noticias no pudieron ser peores: el coche de Tere había chocado frontalmente con otro a mucha velocidad y se temía por su vida. Avisaste a Adela, que se comprometió a quedarse con Silvio, y estuviste en el hospital durante todo el atardecer y parte de la noche.

Lo recuerdas como otro momento de tanta intensidad real que parece adscribirse a la alucinación, tú sentado en una sala solitaria cercana a los quirófanos, esperando el resultado de uno de esos accidentes que pertenecen a la más vulgar cotidianidad pero que siempre parecen afectar a otros que no somos nosotros. Luego sabrías que en el suceso mediaron imprudencias por parte de los dos conductores, excesiva velocidad, un punto de visibilidad difícil, un momento deslumbrante del sol.

El conductor del otro coche había fallecido en el acto. Tere sufría varias fracturas, pero lo más importante era el impacto brutal que había recibido en la parte alta de su espinazo: era muy probable que las consecuencias del accidente afectasen a la movilidad de todos sus miembros, eso al menos te dijeron tras sacarla del quirófano e ingresarla en la unidad de cuidados intensivos.

Dejaste el hospital y te fuiste al apartamento, porque no tenías la llave de la casa que durante tantos años había sido también tuya, pero tras una duermevela en la que seguías considerando el accidente de Tere como un horrendo suceso imaginario, a primera hora de la mañana llamaste a Adela y le contaste lo que sucedía. Preguntó si Tere estaba mal, la voz compungida, y se lo confirmaste:

«Muy mal, pero no se lo digas a Silvio. Lo llevas al colegio, y yo lo recogeré al mediodía. Déjale las llaves al portero».

Fue un día muy largo, un día que seguramente no se ha terminado aún, el día más largo y sombrío de toda tu vida.

Carla se acaba de despertar otra vez, porque la oyes rebullir buscando alguna cosa.

—¿Quieres algo? —le preguntas.

—Saber la hora. Buscaba esa linterna tuya, creí que estaba aquí detrás.

—La cogí antes. Son las cuatro y cuarto.

—¿No duermes?

—No soy capaz, le doy vueltas y vueltas a las cosas. Ahora estaba recordando el accidente de Tere.

La voz de Carla muestra de nuevo que ha salido de un sueño profundo.

—Aunque no te lo creas, yo ese día salía de viaje, por eso no pude ayudarte al principio, no te mentí cuando me llamaste —responde, a la defensiva.

Pero tú no has pensado en eso, la ligereza con que Carla se tomó inicialmente el accidente de su hermana, al parecer tenía que trasladarse a algún lugar fuera de España durante una temporada y no podía esperar, «con saber que está viva me voy más tranquila», tuvo la desfachatez de decirte, a pesar de que le informaste de que el golpe había sido muy grave, y recuerdas la imagen del coche, un revoltijo metálico del que no se podía comprender que alguien hubiese podido salir vivo.

—No pensaba en eso, sino en cómo cambiaron las cosas para Tere, y para mí, y para Silvio.

Carla ha debido de alzarse otra vez, porque su voz te llega desde más arriba.

—Claro que fue una tragedia, ¿pero por qué me cogiste tanto asco? Si tú ya no querías a Tere, ¿qué había de malo en que te quisiese para mí?

—Prefiero no hablar de ello. Además de que tu comportamiento fue lamentable, digamos que no me has dado buena suerte, precisamente.

Estás tan preocupado con la ausencia de Silvio que no quieres explicarle que ella siempre ha estado en el origen de los últimos problemas familiares, pero Carla insiste, un poco beligerante:

—¿Que no te he dado buena suerte? ¿Me puedes explicar eso, o solo son ganas de molestar?

—Venga, Carla, no es el momento de ponernos a discutir, pero primero me hablaste de esas nunca realizadas pruebas de Tere y de vuestro primo, luego me estuviste buscando con el propósito final de engañar a Tere, te empeñaste en dormir en la cama de la abuela aquellos días, dejaste toda clase de pruebas de tu paso por allí, de nuestra intimidad, le confesaste a Tere nuestra relación, para que se separase de mí… ¿Cómo no voy a pensar que no me has dado buena suerte?

No has querido añadir que ayer, a partir del momento en que se incorporó por su cuenta y de improviso a la excursión, Silvio había desaparecido.

Ella guarda silencio un rato y luego la escuchas llorar suavemente:

—¿Cómo puedes ser tan injusto? Con las mismas, yo podría decir que todo lo que le ha pasado a Tere ha sido culpa tuya. No te hizo ninguna gracia que tuviese un niño como Silvio, pero ya antes de saberlo le reprochaste el embarazo, y al niño no lo miraste a la cara durante años y años, ni siquiera veraneabas con ellos, ¿o te crees que no hablé con Tere del asunto? Y cuando te conté lo de las pruebas con la mayor ingenuidad, pensando que lo sabías, y lo del primo, aprovechaste para tratar a Tere como si fuese una apestada.

Deja de hablar, sigue sollozando, recupera el discurso:

—Tú sí que te has portado con ella y con el niño como un auténtico hijo de puta, y yo no te puse una pistola en el pecho para que te acostases conmigo.

A la sensación de ineludible realidad teñida con las sombras de la pesadilla, las afirmaciones de Carla le añaden un eco amargo, y aunque el Daniel menos benévolo, que se remueve de repente en el fondo de tus sentimientos, se siente tentado de responder, ya no hay en ti fuerza ni convicción suficiente, e incluso aceptas que en lo que Carla acaba de decir hay mucho de verdad.

—Perdona, Carla, te prometo que no quise ofenderte, no estoy precisamente con ganas de gresca, y seguramente tienes razón en mucho de lo que dices. Para mí, en mi relación con Tere, desde hace años todo resultó un despropósito, con lo felices que habíamos sido juntos, pero ahora se me rompe el alma al pensar en ese pobre Silvio.

Carla te abraza en la oscuridad, sigue llorando, y tú te echas a llorar también, como cuando viste a Tere por primera vez en su cama del hospital, el rostro vendado, tubos de distinto grosor incrustados en su cuerpo, máquinas con señales luminosas y acústicas mostrando los signos de la vida que había en ella, y el médico informándote de que el daño en la médula espinal, la lesión medular, dijo, era muy importante, que era de temer que no recuperase el movimiento de ninguna de sus extremidades, y que aún no sabían si sería capaz de respirar sin ayuda ni de recuperar el habla.

Los días del verano se hacían cada vez más luminosos y cálidos, pero esa jornada fatídica que empezaste a vivir entonces era cada vez más oscura. Silvio no dejaba de preguntar por Tere, pero ella ni siquiera había recuperado el sentido. Le contaste parte de la verdad, que se había dado un golpe muy fuerte con el coche, que estaba en el hospital, y que él no podía verla porque todavía se encontraba sin sentido.

Cancelaste definitivamente el proyecto de viaje de trabajo a Alemania y los planes de vacaciones, pues pretendías quedarte en la ciudad hasta saber cómo evolucionaba la salud de Tere. Hablaste con Aurora y decidiste enviar a Silvio a un campamento durante quince días, porque aunque iba a ser la primera vez que le faltase la atención diaria de su madre, las actividades con los compañeros, las excursiones, los talleres, serían favorables para que el muchacho olvidase un poco una carencia que sentía de manera tan aguda.

Y volviste a hacerte cargo de la casa de la abuela, que había sido familiar y conyugal durante tantos años. Hablaste por teléfono con el abogado de Tere, le expusiste el caso y te contestó con cierta sorpresa.

«Este divorcio queda en suspenso —le dijiste—. A partir de ahora me responsabilizo de mi hijo y de mi exmujer, y ya hablaremos según vayan resultando las cosas».

«Habrá que arreglar algunos papeles».

«Pues se arreglan. Ocúpese de ello».

—Hala, Carla, vamos a intentar dormir un rato —le dices, deshaciendo suavemente el abrazo.

—¿Crees que voy a poder dormir, pensando en lo que acabas de decirme?

—Te pido perdón otra vez, pero vamos a tener un día complicado y quiero intentar echar una cabezada, aunque sea durante un par de horas nada más.