Te has quedado dormido un rato y has debido de soñar algo malo, porque te despiertas con sobresalto y angustia. Han pasado escasamente dos horas, es todavía muy pronto, las dos y pico de la madrugada, y la negrura continúa encerrándoos en su impenetrable espesor. Hasta el interior del automóvil llega el eco de un ladrido que te sobresalta. Percibes en Carla un movimiento brusco, un susurro, y te parece que se ha incorporado.
—¿Te has despertado? —le preguntas.
—Acabo de tener un sueño muy bueno, encontrábamos a Silvio y Tere venía con nosotros, era verano y hacía un tiempo maravilloso, cálido y soleado —responde, con la voz perezosa y ronca, todavía tomada del dormir.
El territorio del soñar tiene a veces hermosos parajes, pero tú apenas sueles recordarlos, y desde luego los de hace un rato han debido de ser muy tenebrosos.
—Yo, en cambio, he estado mucho tiempo desvelado, y cuando al fin me quedé dormido he debido de soñar cosas malas, porque aunque no recuerdo nada, he despertado con una sensación desagradable.
Piensas, y acaso ella también, que no has podido quitarte de la cabeza la imagen del pobre Silvio perdido entre las espesuras del monte, y de vuestra búsqueda infructuosa, y permanecéis en silencio durante un rato.
—¿No ha ladrado un perro?
—Pues sí, y no parecía que estuviese lejos.
—¿Y qué puede hacer un perro por aquí?
No te lo imaginas, aunque son esas pequeñas incongruencias las que ponen la nota de extrañeza en el aparente orden de las cosas ordinarias, como este monte alejado de los enclaves urbanos o rurales, donde no debería haber perros ladrando, o vosotros dos pasando una noche con ánimo de víspera en un coche aparcado junto a una laguna solitaria.
—Será un perro perdido —dices al fin—, o abandonado, que anda por ahí buscándose la vida.
Te quedas absorto, recordando los garabatos que hace un rato ha trazado tu memoria:
—¿Sabes que mientras estaba desvelado estuve pensando en nosotros dos?
Carla no replica y continúas:
—Estuve pensando en nosotros dos, porque no puedo entender por qué me buscaste, por qué te empeñaste en cazarme.
—¿Que yo me empeñé en cazarte?
Imaginas en la oscuridad su sonrisa sarcástica.
—Empezó cuando nos conocimos, cuando yo había conseguido reconciliarme con Tere. Me provocabas continuamente, parecía solo un enfrentamiento dialéctico pero había mucho más, tu forma de mirarme, a veces en la casa de tu abuela andabas medio desnuda, como si fuese lo más natural del mundo.
—Para mí no tenía ninguna importancia, al fin y al cabo estaba en mi casa.
—Te rozabas conmigo como por casualidad, entrabas en mi habitación inesperadamente, sin avisar, cuando me estaba cambiando.
—La convivencia en una casa tiene esas cosas.
—Y nunca olvido algo de lo que no hemos hablado, aquel beso que me diste en la calle, por sorpresa.
—¿Tanto te molestó?
—A partir de entonces no quise verte más, me dabas miedo.
—¿Te daba miedo?
—Temía que nos acabásemos liando y se fuese al traste mi relación con Tere, que tanto me había costado recomponer.
—¿Pero no estabas loco por ella?
—Claro que estaba loco por ella, pero tú eres una chica muy atractiva, no era para tomarte a broma, y no quería traicionar a Tere.
—Voy a salir un momento —dice Carla—. Espero que ese perro no ande por aquí cerca y no sea agresivo.
—Llévate el bastón y la linterna.
Regresa muy pronto:
—Me estaba meando. Yo creo que fue eso lo que me despertó. Y hace un frío horrible, pobre Silvio.
Sientes sus movimientos mientras vuelve a arrebujarse en su manta.
—En internet daban para hoy veinticuatro de máxima y doce de mínima —le informas—. Es un frío soportable y trajimos ropa de abrigo, aunque no debe de estar nada a gusto. Te decía que ya entonces no dejabas de tentarme, ¿o no es eso cierto?
Por el punto en que resuena su voz, supones que ha debido de quedarse reclinada en el asiento:
—En aquel tiempo, cuando os reconciliasteis, como dices, yo era muy joven y salía con gente nada dada a las galanterías, al fin y al cabo vosotros erais mayores que yo, no mucho, pero lo suficiente como para que hubiese ciertas diferencias en las costumbres generacionales, y me llamaba la atención el chico de mi hermana, sobre todo desde que, después del buen rollo que hubo entre ellos, entre vosotros, tras dejarla plantada sin decirle nada, no te imaginas lo desconsolada que quedó, de repente se puso a llamarla todos los días, se te notaba que estabas deseando volver con ella, qué insistencia, yo a veces me burlaba de ti cuando cogía el teléfono, te decía groserías, pero tú erre que erre, y luego las flores, los regalitos.
—¿Qué tenía todo eso de raro?
—Mis amigos no eran de ese estilo, me sonaba a algo antiguo, como de película de época, y tenía curiosidad por conocer al ferviente enamorado, incluso por probarte, siempre me ha gustado experimentar nuevas sensaciones.
—Pero eso sería traicionar a tu hermana.
—El que traicionaría a mi hermana serías tú, si entrabas en el juego, y me quedé bastante sorprendida cuando después de aquel beso huiste de mí.
Tan cercana, su voz en la negrura parece sin embargo venir de muy lejos, de aquel pasado que a lo largo de toda la jornada te ha estado acosando sin tregua.
—Luego te largaste con aquel camarógrafo loco por los insectos, y regresaste de golpe, siete años después, como una aparición, y otra vez te tropezabas conmigo por la casa, otra vez salías de tu cuarto en bragas y sostén, como si fuese lo más lógico.
—Eso no era por provocarte, yo siempre he sido así de impúdica.
—Cierto, porque al menos entonces no me tentaste directamente.
—¿Y era solo en eso en lo que pensabas? —pregunta, otra vez con sarcasmo.
—No. Recordaba cuando Tere y yo tuvimos nuestra crisis definitiva, al enterarme de tu boca de la historia del primo enfermo y de las pruebas que nunca se hizo.
—Eso no fue por incordiar, te lo aseguro, ni se me ocurrió pensar que no lo sabías, y no te portaste bien conmigo, me sonsacaste sin consideración.
—A partir de entonces estuve a punto de separarme de Tere, pero no lo hice, aunque cambió mi relación con ella.
—Y tanto que cambió, como que al parecer te has pasado buena parte de cada año lejos de tu casa.
—Eso fueron cuestiones laborales, mucha gente está así sin que tenga problemas con su mujer, pero, sobre todo, recordaba la noche en que nos encontramos en la sala de fiestas del Retiro.
Te había dado su teléfono y no te olvidaste de ello. Al día siguiente la llamaste e insistió en que tenía que hablar contigo de Tere. Le respondiste que fuese a tu apartamento por la tarde, porque cuando el inquilino lo dejó, lo utilizabas en muchos momentos, para encontrarte algunas veces con Gisela, para echar una partida con los compañeros, incluso para consultar con tranquilidad tu correo electrónico. Carla nunca había estado allí y fisgoneó todos los rincones.
«Menudo picadero te has montado», dijo, con su habitual desparpajo.
«Yo vivía aquí antes de casarme. Ahora lo tengo como refugio ocasional», contestaste.
Habías preparado café, habías servido unas copas.
«Cuéntame eso tan urgente».
«Como cada vez miras menos a la cara a mi hermana, no sé si te habrás dado cuenta de que no está bien».
«¿Que Tere no está bien?, ¿y qué es lo que le pasa?».
«La encuentro muy desazonada, ella que ha sido siempre tan templada, tan serena, tan alegre, ahora a menudo pierde los nervios. Por ejemplo, hace unos días fui a vuestra casa, tú no estabas, como de costumbre, estuve un rato jugando con Silvio, lo encontré muy bien, muy listo, Tere se fue a hacer algo pero como tardaba la busqué y me la encontré en vuestro dormitorio, llorando. Yo no la había visto llorar en mi vida. Le pregunté qué le pasaba y no me dio ninguna explicación».
No supiste qué contestar. Siguió hablando con cierta acritud:
«Me parece que vuestra relación la está deprimiendo, tu actitud de lejanía, lo poco que miras a la cara a Silvio, el poco caso que le haces a ella».
«Ya sé que no estamos en el mejor momento, pero yo bastante hice con no irme de casa».
«¿Tanto te molesta tu hijo?».
«Eso a ti no te importa».
«A lo mejor convenía que la viese un especialista».
«¿Tan grave te parece la cosa?».
«Mi hermana se encuentra muy sola. Me ha dicho que no duerme nada, el médico de cabecera le ha recetado pastillas, distintos tipos, pero aunque no deja de tomarlas, yo creo que el problema es más profundo, y además recae sobre ella toda la carga de Silvio, que ya no es un niño».
«Bueno, yo también echo una mano de vez en cuando».
«Venga, hombre, tú estás pasando de ellos, sobre todo desde que te conté lo de los análisis».
Entonces insististe diciendo que no te habías separado de Tere, que no te habías ido de casa, pensando precisamente en Silvio:
«Estoy con él más de lo que te crees, y me tiene mucha devoción, en mí encuentra un padre cariñoso, aunque mi trabajo no me permita acompañarlo todos los días, pero a veces lo llevo al cine, al fútbol, veo con él películas, charlo».
Una verdad a medias, que te resultó grotesca cuando la sentiste expresada en tu boca, y que ella acogió con su sonrisa impertinente.
Esa fue la primera vez que os visteis, pero siguieron otras ocasiones, y el pretexto era siempre, por parte de Carla, hablar de lo que le parecía la depresión de su hermana. Claro que con Tere tus relaciones no podían ser más frías, y si te dirigía la palabra era para contarte alguna novedad sobre los progresos de Silvio en su aprendizaje, su ingreso en el colegio, su buena disposición para correr y nadar. Sin embargo, la encontrabas como en los últimos tiempos, muy seria, seca, poco habladora, y las fiestas de Navidad no pudieron ser menos divertidas, aunque Carla, que acababa de romper con su nuevo compañero, se disfrazó de Papá Noel e intentaba poner algo de alegría en los momentos festivos, y tú procurabas fingir, sobre todo para que Silvio tuviese al menos el espejismo del espíritu navideño que estaba esperando, y tanto el día de Navidad como el de Reyes había tenido muchos regalos, algunos que tú mismo habías escogido.
«Conozco a una buena psicóloga —dijo Carla—, y la vería con mucho gusto, pero se me ocurrió proponérselo a Tere y se enfadó, aunque está tan fuera de sí que es la segunda vez en poco tiempo que la he visto romper un cacharro».
«Nadie va al psicoanalista por eso», contestaste.
Lo cierto era que en los últimos tiempos habían llegado a casa tres multas para Tere por exceso de velocidad en el trayecto desde la universidad, lo que indicaba que algo se había modificado en su comportamiento, tan cuidadoso habitualmente.
—El caso es que de repente irrumpiste en mi vida con insistencia —murmuras.
—¿Y no te pareció bien?
—¿Cómo no me iba a parecer bien? Entonces me pareció estupendamente —respondes, melancólico.
—Además, esta vez fuiste tú quien atacó —dice en la oscuridad la voz burlona de Carla.
A veces salíais juntos: una vez la acompañaste a la proyección privada de uno de los documentales en los que colaboraba, otra fuisteis a ver una comedia, la tercera vez al recital de un grupo musical muy de moda que a ti te aturdió. Ese día pasasteis por tu apartamento para tomar una copa y fuiste tú quien la besó a ella, y ella aceptó complacida el beso y todo lo que vino después, de forma que os hicisteis amantes, y os encontrabais en el apartamento con bastante frecuencia.
—El caso es que al fin me cazaste —añades.
—Fue un impulso raro, la dichosa curiosidad juvenil morbosa, mantenida a lo largo de los años, que conseguí satisfacer.
—¿Y mereció la pena? —preguntas, pero ella no atiende tu curiosidad.
—Por fin podía saber a qué sabían los abrazos de aquel tipo que había cortejado a mi hermana con tanto empeño.
—Te pregunto si mereció la pena —insistes.
—La verdad es que no creas que me sentía bien, veía a Tere hecha polvo, entre otras razones por tu evidente y largo abandono, mientras tú la engañabas conmigo. Incluso para una persona con tan pocos prejuicios como yo, resultaba un poco asqueroso. Digamos que fue agridulce, que podíamos habérnoslo ahorrado.
—Ahora me entero de que tenías mala conciencia.
—Pues sí, aunque te parezca mentira. Iba a verlos, jugaba con el pobre Silvio, a veces aparecías tú, y me saludabas como si nada, y yo me sentía bastante canalla, pensaba que habiendo tantos hombres por ahí cómo se me había ocurrido precisamente enrollarme contigo, pero había sido por puro morbo, porque me sentía incómoda al verte delante de ellos, y al mismo tiempo la conciencia de ese secreto me ponía caliente. Los seres humanos somos muy raros.
Ahora vuelven a sonar los ladridos, muy cerca del coche, y enciendes la linterna para intentar ver algo en la oscuridad, pero el reflejo del cristal no te lo permite. Lo haces descender y sacas la linterna.
En la zona despejada de árboles, entre el coche y la laguna, hay un perro negro no muy grande, inmóvil, con la cabeza vuelta hacia ti. La luz de la linterna hace brillar sus ojos, en los que te parece encontrar una expresión desdichada. Chascas la lengua y le gritas:
—¡Largo de aquí, chucho, largo!
Entiende lo que le dices y se aparta, con aire triste, el rabo entre las piernas.