Ha transcurrido bastante tiempo y mientras Carla duerme, tú no puedes dejar de dar vueltas al garabato que ha ido conformando los vericuetos de tu vida. Ahora el garabato va a titubear un poco, a hacer algún zigzag, va a entrar en espacios confusos, mientras continúa su siempre dubitativo rumbo.
Tenías alquilado tu antiguo apartamento, que ya habías acabado de pagar, y decidiste avisar al inquilino de que lo necesitabas para ti, que fuese pensando en buscar otro, porque querías marcharte de la casa heredada por Tere, dar fin a vuestra convivencia. Aprovechando un momento en que sabías que ella no estaba, fuiste allí para recoger ropa, un par de maletas, lo necesario para estar fuera una larga temporada, y te lo llevaste todo al hotel.
Debió de transcurrir más de una semana, pero esos Danieles que has acabado por reconocer estaban en pugna, ya que el Daniel intolerante y rabioso quería dejar para siempre a Tere y al niño, pero el Daniel benévolo se sentía desasosegado ante ese abandono violento del hogar, y aunque Silvio no ocupaba el centro de tus desvelos, como en el caso de Tere, al fin y al cabo esa criatura inerme era tu hijo, un niño cariñoso, conmovedor en sus abrazos, en sus ingenuas confidencias, en su desvalimiento, y además, pese a todo, no acababas de aceptar la imagen de tu mujer como bruja manipuladora que los últimos acontecimientos querían acuñar en tu imaginación.
Seguías viendo a Gisela, aunque olvidadas ya casi del todo vuestras antiguas relaciones sexuales, y un día la invitaste a comer para confesarle tus amarguras. Gisela te escuchó con atención, pero no compartía tus adversos juicios categóricos a propósito de Tere. En sus grandes ojos castaños había la habitual simpatía, pero sus palabras apoyaban con claridad a tu mujer:
«Mira, Daniel, los niños los tenemos nosotras, y eso de que tenía que haberte consultado es muy relativo, pasase lo que pasase contigo ella sería su madre, a mí nunca se me ha ocurrido tener un hijo, pero si lo hubiese pensado desde luego que no lo habría consultado con mi pareja».
Asumiste aquello sin oponer tus argumentos sobre la vida en comunidad de intereses, en matrimonio, donde las decisiones deben tomarse de acuerdo, porque querías hacer hincapié en el asunto de la deficiencia de Silvio, en los antecedentes familiares de Tere, en su irresponsabilidad al no someterse a unas pruebas que en su caso parecían imprescindibles.
«Yo entiendo que estés disgustado con ella, porque tenía que haberse hecho esos análisis, y a la vista del resultado, podríais haber decidido si abortaba o no, pero yo comprendo que se aturullase, convencida de que todo iba a salir bien, porque de esos espejismos está lleno el mundo, todos caemos en ellos alguna vez, es lo que llaman los anglosajones wishful thinking».
«Pero no me digas que se le puede perdonar que nunca me hubiese hablado de su primo deficiente».
«Seguro que no lo hizo por ocultártelo, sino porque no quería pensar en ello, como te ha dicho, porque lo tenía bloqueado en su memoria, en eso no creo que te haya engañado».
Luego la conversación derivó hacia los niños como Silvio, y Gisela lo tenía muy claro:
«Daniel, a mí siempre me has parecido una buena persona, ¿se puede saber qué tienes contra ellos?».
En tu contestación fuiste tajante:
«Son una aberración, una tara de la naturaleza», afirmaste.
Acaso denigrando a esos seres de los que tu hijo formaba parte, tu rencor dañaba la imagen de Tere en un aspecto especialmente vulnerable.
«¿Cómo puedes pensar así? —respondió Gisela, sinceramente molesta—, ¡eso pertenece al puro nazismo, a un racismo terrible! ¿Es que solo tienen derecho a la vida los seres humanos completos en todos sus aspectos?, ¿es que hay que eliminar a todos los que tengan defectos congénitos? ¿Te has vuelto chalado o qué?».
Ante esas preguntas no te atreviste a responder.
«Daniel, yo creo que esa gente del síndrome, como otros con carencias parecidas, completan lo que somos, nos muestran lo débil de nuestra naturaleza, lo vulnerable y endeble de nuestra condición».
Seguías en silencio, mientras ella continuaba hablando:
«Tu hijo es uno de los nuestros, ha tenido mala suerte en la lotería genética pero eso no le quita ningún derecho, no lo hace inferior como persona, me fastidia que me salgas con ese registro, deberías atenderlo más, porque seguro que con afecto y cuidado se desarrollará mucho mejor, y por lo que me cuentas tu mujer se está portando con él como es debido».
Su voz iba adquiriendo un tono cada vez más exigente:
«Daniel, creo que no deberías irte de casa, que no deberías abandonar a ese niño, que a ella no deberías dejarla sola».
Te sentías muy confuso.
«Yo con ella ya apenas tenía comunicación, ¿me entiendes? ¿Recuerdas lo enamorado que estuve? Pues ahora ya casi ni siquiera hacemos el amor, y si lo hacemos es pura rutina, lo nuestro se ha convertido en un verdadero desastre», le aclaraste.
«Tú pórtate con ellos como es debido, porque no puedes hacer otra cosa si eres la persona que pienso, no puedes dejar tirado a ese niño ni a tu mujer, que le está dedicando tantos esfuerzos».
Intentaste tomar un poco a broma su actitud.
«No pensé que alguien tan hedonista como tú tuviese principios así de rígidos en lo familiar», dijiste, no sin malevolencia.
«A mí me encanta follar y no soy nada convencional en ese terreno, pero una cosa es el sexo, donde libremente podemos hacer lo que nos dé la gana, sin dañar a nadie, y otra la ética, donde las reglas deben ser estrictas. ¿Qué te habías creído?».
Estuviste reflexionando un par de días más sobre el asunto y al fin regresaste a casa, y al Daniel tolerante lo conmovió descubrir en el pequeño Silvio gestos y palabras de alegría al recobrar tu presencia, vino corriendo a tu encuentro, te abrazó, exclamaba «papá, papá», como si la tuya hubiese sido una aparición maravillosa, farfullaba excitado la narración de algo para él muy estimulante. Tere no hizo comentario alguno, como si nunca te hubieses ido, y te instalaste de nuevo en el dormitorio conyugal.
La que no lo dejó pasar fue Carla, que en un momento en que Tere estaba ausente te reprochó tu conducta:
«Qué bien lo disimulaste delante de mí, para después montarle el pollo a mi hermana, pues que sepas que me ha parecido fatal».
«Tú no te metas en las cosas de Tere y mías».
«Yo me meto en lo que me importa, me cabrea ver cómo tratas a mi hermana, y tu desapego con el niño, porque cuando no sabías la verdad ya te portabas con ellos como si estuvieses aquí de pensión».
«Qué bonito discurso cuando te has pasado años y años sin mirar a la cara a esa hermana y a ese sobrino que tanto defiendes ahora», respondiste.
Al fin Carla se tuvo que marchar a sus asuntos en Marruecos, y dejaste de ver su rostro mirándote con rara fijeza cuando coincidíais en la casa, en los escasos momentos que le dedicabas a Silvio, incapaz de rechazar el afán con que te buscaba, al volver del colegio, para charlar contigo con su voz difícil.
Habías resuelto pues no abandonar a Tere y al niño, pero ibas a organizar tu vida con mucha más independencia. Tomaste la resolución de compartir tu trabajo en el laboratorio español con el de la central alemana, y te preparaste para una primera estancia de tres meses. Cuando se lo dijiste a Tere se mostró impasible, asumiéndolo sin comentarios.
«Habrá que decirle a la asistenta que se quede cuando tú no estés en casa», dijiste, pero Tere te miró también sin hablar, como si ese fuese un asunto que no te concernía.
Te despediste de Gisela con un almuerzo que terminó en su cama, y a pesar de los años que habían transcurrido desde que habíais dejado vuestras relaciones, encontraste que su cuerpo se mantenía fresco y sabroso, y que ella no había perdido nada de su inventiva amatoria.
Con aquella primera estancia en la central de Alemania iniciaste un estilo de vida diferente, e incluso durante la mayor parte de las vacaciones te separabas de Tere y de Silvio, porque ella insistía en que el niño asistiese a ciertas actividades en campamentos y lugares especiales, y quería estar en algún lugar próximo para poder visitarlo con frecuencia. Aceptó sin objeciones que, mientras tanto, tú organizases en solitario tu propio tiempo de descanso, viajes a lugares pintorescos, el desierto, los fiordos, parecidos a los que hacías con ella cuando Silvio aún no había nacido, y ya no volvisteis a practicar la convivencia marital que antes de la dolorosa revelación os comunicaba íntimamente con cierta asiduidad.
Por otra parte, en la ciudad de la central alemana habías recuperado la amistad de Leni, casada ya con un hombre jovial, y ellos te habían presentado a otros amigos, entre ellos Helga, una física, profesora de la universidad, que había perdido a su marido en tiempos recientes, y que estaba en disposición de ser consolada, lo que te dispusiste a hacer con cuidadosa dedicación.
Helga compartía muchos de tus gustos, en la vida pasada con su marido debía de haber episodios tan amargos como en la tuya con Tere, y aunque apenas os contasteis nada el uno al otro, esa experiencia que ambos teníais de la desilusión daba a vuestra relación un aire de honda camaradería, hasta tal punto que en la tercera estancia alemana, un año y medio después de la primera, la compañía de Helga te resultaba tan agradable, y sus manifiestos deseos de convertir vuestra relación en permanente tan intensos, que empezaste a sopesar la posibilidad de divorciarte de Tere y trasladarte a Alemania, para instalarte allí a partir de entonces. Sería una forma de modificar bruscamente el rumbo de tu vida, de intentar encaminarte a otros horizontes distintos de los que habías alcanzado en aquella deriva sentimental con Tere, de la que al cabo te sentías tan frustrado.
Pero no estabas tan enamorado de Helga como para que el Daniel piadoso que en ti permanece, a pesar de todo, resolviese apartarse para siempre de tu familia, sobre todo de este Silvio cuyo insospechado paradero te mantiene ahora insomne, y cuyo júbilo cuando regresabas a casa tenía tal intensidad emotiva, que no podías pensar en abandonarlo para siempre sin sentirte un completo miserable.
Además, recordabas las advertencias de Gisela sobre los peligros de las complicaciones sentimentales, y ciertamente considerabas que, aunque la pasión del amor sea tan enriquecedora y haga brillar dentro de nosotros ese fulgor que pudiéramos llamar divino, las malas derivaciones de dicha pasión pueden causarnos también una desdicha que nunca sentirán quienes no se han arrojado sin reservas a la enajenación amorosa.
Y con el paso del tiempo, hace apenas dos años, justamente cuando preparabas una nueva estancia en la central, ya muy bien instalado en los rangos importantes de la empresa, Carla, esa Carla que duerme ahora tan profundamente a tu lado como si lo hiciese en el más cómodo de los lechos, volvió a aparecer en tu vida, después de una nueva ausencia larga, esta vez con otras perspectivas.
Debía de haber regresado algún tiempo antes y visitado a Tere y a Silvio, pero Tere no te dijo nada y no habías coincidido con ella en casa, porque tampoco se albergaba allí.
Era una noche de sábado y estabas celebrando la clausura de una convención que había traído a Madrid a colegas alemanes, habías cenado con ellos y algunos compañeros del laboratorio, y luego os dirigisteis a una sala de fiestas para tomar una copa. Estaba con vosotros Gisela y tú bailabas con ella, algo que hacía mucho tiempo, años, que no habías hecho con nadie, y que parecía del todo imposible que pudiese producirse. Pero el ambiente de la noche era relajado, agradable, alguien recordó otros tiempos, y en aquella sala de fiestas del Retiro estabas enlazado al sólido cuerpo de Gisela, que mientras bailabais te hablaba de sus planes para un puente cercano, marcharse con alguien a Sicilia, seguramente con alguno de los miembros de su particular harén, y tú le respondías burlándote de sus continuas ganas de festejo.
«No te rías —dijo Gisela, y en sus ojos había un inusual gesto tierno—, este es un chico que me gusta mucho, y no me extrañaría que clausurase el harén y me dedicase solo a él».
Al acabar la pieza y regresar a vuestra mesa, incapaz todavía de hablar ante la sorprendente confesión de Gisela, descubriste a Carla sentada más allá, en compañía de otra mujer y de dos hombres. Ella te hizo un gesto con la mano y te acercaste. Acababa de llegar a España, te informó. Quienes la acompañaban eran un productor, su mujer y otro profesional del equipo con el que ahora ella colaboraba. Un encuentro fortuito, que no tenía por qué acarrear ninguna consecuencia, pero al despediros Carla te dijo que quería hablar contigo de Tere, y te dio un número de teléfono móvil.
La miraste con curiosidad y te pareció que, tras su aspecto frío, había un mensaje de preocupación.