27

Alguien ha bajado por la senda del desaguadero y viene caminando hacia vosotros, una figura de mujer a quien Silvio reconoce antes que tú.

—¡Es la tía Carla! —dice, poniéndose de pie de un salto y echando a correr hasta ella con sus zancadas patosas.

Se abrazan, Carla besa a Silvio varias veces, y luego ambos se acercan a ti.

—¡Papá, es la tía Carla! —exclama Silvio con júbilo, como si fuese necesario explicar la identidad de la recién llegada, cuya presencia te desagrada ferozmente.

—¿Se puede saber qué carajo has venido a hacer tú aquí? —la interpelas, procurando no levantar demasiado la voz.

—Hola, cariño —responde ella, sin perder la sonrisa—, no me imaginaba que te iba a alegrar tanto mi presencia.

—Sabes muy bien que no quiero saber nada de ti, no quiero ni verte.

Te has puesto en pie, te colocas la mochila a la espalda, ayudas a Silvio, que se ha quedado mudo tras escucharte, a colocarse la suya, y echas a andar con decisión camino del desaguadero, como si con ello pudieses apartarte de Carla.

—¿Es que yo no tengo derecho a asistir al sepelio de mi hermana, o lo que sea eso que vas a hacer con sus restos? ¿Es que te crees con autoridad para excluirme así como así de algo que me afecta directamente? ¿Pero quién te has pensado que eres?

—¿Estás enfadado, papá? ¿Por qué te enfadas? —pregunta Silvio.

Adviertes que su voz suena muy entristecida. A pesar de todo, tu rabioso fastidio ha debido de resultar demasiado explícito.

—Lo que yo haga con los restos de Tere es cosa mía y solo mía —le gritas a Carla, sin poder contenerte—, y tú deberías tener el suficiente sentido común como para no meterte en este asunto.

—Ayer fui al centro especial, para ver a Silvio, para charlar con mi sobrino, el hijo de mi hermana, y me encuentro con que Aurora me cuenta esta historia, que Silvio no está porque te has venido a estos andurriales para echar las cenizas de Tere en la laguna, y que obligas al pobre Silvio a darse este palizón, habría que ver a qué llamas tú sentido común.

—Sabes de sobra la responsabilidad que tienes en todo este triste asunto, y lo menos que podías hacer era quitarte de en medio de una vez por todas.

Estáis ya a medio camino en la senda del desaguadero y te has detenido. Tu indignación es cada vez mayor y le gritas que se largue, que te deje en paz, vuelves a echarle en cara lo que ya le dijiste cuando la muerte de Tere, los viejos reconcomios que ahora se han recrudecido con la sorpresa de su presencia.

Silvio te tira de una manga. Está lloroso.

—¿Se puede saber qué te pasa ahora, Silvio? —le preguntas, sin demasiada amabilidad.

—Se me ha olvidado el bastón abajo, donde comimos, ¿puedo bajar a cogerlo?

—Baja —le dices—. Ya sabes que hay que seguir este sendero sin salirse de él. Aquí te espero. Pero deja la mochila, hombre.

Silvio se aleja ladera abajo por la orilla del desaguadero sin hacerte caso y te encuentras mucho más cómodo sin su presencia, porque puedes endurecer aún más tus invectivas contra esa intrusa que, con su habitual frescura, ha llegado hasta ti.

—Vienes a profanar uno de los momentos más tristes e íntimos de mi vida. No tienes ninguna consideración con la memoria de tu hermana.

Mas Carla no se arredra, te responde con seguridad, en su tono el aire sarcástico que es natural en ella.

—Todo lo has tergiversado —responde—, es muy fácil buscar un chivo expiatorio, como si tú no tuvieses ninguna responsabilidad en lo que sucedió. ¿Cómo es posible que todavía no hayas asumido lo que te toca en este asunto?

La respuesta de Carla te indigna de tal modo que estás a punto de darle un bastonazo, pero ella te mira sin apartarse, sin pestañear, como retándote a que te atrevas a hacerlo. Intentas dominar tu furia, sientes el otoño que os rodea, esta soledad en la que sois vosotros los únicos que mostráis una estridencia apasionada, esta soledad que fue una vez el Edén para ti y que ahora asiste impasible al infierno que te ocupa, bajas el bastón y te sientas a esperar el regreso de Silvio.

—Vamos a dejarlo —dices—. Cuando lleguemos arriba te largas, por favor, me imagino que el motor que antes escuché es el de tu coche, miras cómo echo las cenizas al agua, te largas y tenemos la fiesta en paz.

Se sienta también, sin responder nada, y permanecéis en silencio un rato, el suficiente como para que comience a extrañarte lo que Silvio tarda en regresar del sotillo donde había olvidado su bastón. Te pones en pie y miras hacia abajo, hacia la parte en la que Silvio debe de estar, acaso ya subiendo la cuesta, pero no ves nada.

—¡Silvio! —gritas, haciendo bocina con las manos—. ¡Silvio, no te entretengas!

Sin embargo, no hay respuesta.

De repente comprendes que acaso ha sido una imprudencia haberlo dejado bajar solo, pero tu irritación contra Carla no te dejó pensar, y tu preocupación aumenta mientras echas a andar deprisa sendero abajo. Cuando el soto es visible, no descubres en él ninguna figura humana, y cuando llegáis al lugar, pues Carla te ha seguido, no encontráis al muchacho: no está allí, ni su figura se vislumbra en los alrededores.

La preocupación se ha convertido en consternación, y te sientes enormemente nervioso, vuelves a gritar su nombre varias veces, y tu voz resuena entre los árboles y las peñas con un eco que no encuentra contestación.

Tampoco está el bastón que vino a buscar, y piensas que acaso el chico se perdió al regresar, que tal vez escogió un camino equivocado, porque el sendero del desaguadero lo hubiera devuelto a vosotros. Echas a andar por la ribera río abajo, el lugar de la primera excursión que hicisteis después de la comida, sin encontrar rastro de él a lo largo de todo el camino. Tampoco la maraña que cierra el final está hollada, lo que te tranquiliza, pues no es probable que se haya caído al río.

Regresas al soto para recorrer los puntos de la segunda excursión, sin dejar de vocear su nombre. Al llegar a la bifurcación que lleva al nivel de la laguna, desde donde se ve al fondo el blancor de la pequeña cascada, supones que este es el camino que Silvio ha seguido al fin, pero antes de remontarlo te acercas a la cascada, que resuena con fuerza, sin que se muestre tampoco en el solitario paisaje ninguna señal de su paso. Vuelves al punto en que comienza la senda.

—Tiene que haber subido por aquí, no hay otro lugar, y estará alrededor de la laguna, despistado —aseguras, con una convicción que es sobre todo fruto de tu esperanza.

Echáis a andar con prisa, remontando el estrecho camino en rampa que va ascendiendo entre los árboles, sin dejar de gritar el nombre de tu hijo, el nombre de Silvio, que de repente resuena en tu boca con un temblor doloroso.

La senda está bastante libre de matojos, confirmación de que en el tiempo de las excursiones masivas es muy utilizada, y mientras la recorres intentas aplacar tu inquietud, te aferras a la seguridad de que este es el camino que ha llevado Silvio, porque además, cuando os acercasteis a la cascada, lo miró con bastante interés y tú le explicaste adónde conducía.

En su regreso del sotillo, tras recoger el bastón, debió de rebasar inadvertidamente la parte del desaguadero y continuar caminando hasta esta zona, para seguir luego la inconfundible vereda, pues no cabe duda de que tiene aspecto de auténtico sendero entre los árboles, uno de esos que a Silvio tanto le gusta contemplar en las ilustraciones de los libros de cuentos, intentando imaginar adónde conducen.

—Al llegar arriba se habrá despistado un poco, pero enseguida lo encontraremos —aseguras, en la euforia de una certeza que se afirma dentro de ti, aplacado por la preocupación tu aborrecimiento hacia Carla.

Ella no responde y seguís ascendiendo por el suave declive que al final desemboca en el borde de esa enorme plataforma en la que se recogen las aguas de la laguna, aunque unos cuantos metros lejos de su orilla. Mas tampoco en esta zona se ve a nadie. Vuelves a gritar el nombre de tu hijo sin encontrar respuesta, y cruzas con Carla una mirada temerosa.

—Si hubiera subido por aquí, creo que habría escuchado tus voces cuando lo llamaste por primera vez —dice Carla con suavidad, formulando lo que no te habías atrevido a pensar mientras remontabais el último trecho del sendero.

—Puede haberse despistado abajo, junto al soto, no haber seguido esta dirección sino haberse metido en cualquiera de las vaguadas, andar perdido por el monte —especulas, intentando mantener la calma.

Descartas que se haya caído al río, pero Silvio es buen nadador, aunque la mochila sería un impedimento. Además, solo hay un par de sitios verdaderamente profundos, y de cualquier otro, de la mayoría de los lugares del cauce, habría salido perfectamente. Sin embargo, su ausencia comienza a tener visos dramáticos, porque está atardeciendo, ya no estáis en el verano, y a eso de las ocho se habrá hecho de noche. No sabes qué hacer.