El tiempo feliz tiene una extensión muy visible en el país de la memoria, y además un clima propicio y una luz deliciosa, pero es evanescente, se desmorona apenas evocado, muy a menudo solo quedan de él esbozos fugitivos, fogonazos.
La excursión primera resultó el descubrimiento de un edén, y tú pensabas que un edén requería la total soledad en la naturaleza, pues no podía haber paraíso sin esa soledad que adquiere su sabor dichoso cuando se comparte dentro de un mismo júbilo. El tiempo que medió entre vuestra boda y el nacimiento de Silvio tiene también un gusto edénico, aunque no os rodease siempre la serenidad misteriosa de lo natural. Le has dicho a Silvio que esa canción habla del amor, y durante ese tiempo el amor volvió a ser la sustancia misma de vuestra vida.
Pasan los días vertiginosamente por tu memoria y en el centro de ellos está Tere: la sientes, la ves despertar a tu lado, ponerse la bata para ordenar el desayuno, el zumo de naranja que tú preparas, el café con leche y las tostadas que prepara ella, lo que compone la primera comunión del día en un rito invariable que tiene algo de propiciatorio para el buen decurso de la jornada, luego asistes a su aseo, la ves ducharse, o bañarse, colocas el albornoz sobre su cuerpo desnudo que siempre suscita tu ternura amorosa, la ves vestirse, está preciosa en ropa interior, si es verano solamente con la braga y el sostén, si es la época de invierno también con medias o con leotardos, no necesitaría asperjarse con uno de los perfumes que le regalas porque Tere no suda, al contrario que tú, y hay en su cuerpo un olor especial, suave, un aroma ligero a piel limpia, mas luego se pondrá el perfume y se hará aún más deseable, pero tiene que marchar a su trabajo, como tú, y te gusta seguir mirándola mientras escoge la ropa que va a ponerse ese día, una blusa, una falda o un pantalón, unos cuantos besos marcarán la despedida, pero como en esa época tú trabajas en jornada partida volverás a verla a mediodía, la vieja Adela os habrá preparado la comida, Tere suele estar en casa ya cuando llegas, siempre arreglada, pulcra, como si no hubiesen transcurrido seis horas desde que os despedisteis esta mañana, y mientras coméis hablaréis de su departamento, de tu laboratorio, y después tomaréis un café y tú te adentrarás en sus ojos risueños, contemplarás sus manos delicadas mientras sostienen la taza, luego volverás a tu trabajo pero para Tere depende del día, si no tiene que ir a la facultad saldrá a hacer la compra, para preparar luego los diferentes alimentos en el frigorífico, para hacer paquetitos de carne que ordenará en el congelador señalando el contenido con un rotulador en el envoltorio de plástico, o para colocar en su respectivo lugar los envases de detergente, la pasta dentífrica, la fruta, los repuestos necesarios para que en casa no falte nunca de nada.
Claro que en el fin de semana las rutinas de la jornada serán diferentes, os despertaréis más tarde, antes de levantaros jugaréis con vuestros cuerpos entre las sábanas, aunque Tere no querrá besarte ni que la beses sin haberos lavado la boca, un abrazo profundo previo a un desayuno que se demorará, y luego otra vez ese aseo en el que te gusta escrutar su cuerpo, sus movimientos, en todas las acciones, como si no fuese un cuerpo ajeno al tuyo, como si compusiese una parte del tuyo que te complace cuidar, atender.
De la abuela, Tere aprendió a usar muy bien el horno para cocinar, y con el tiempo tú serás capaz de guisar dignamente algunos platos, con lo que a la hora del mediodía, en los fines de semana, ausente Adela, os unirá en la cocina una labor de equipo que hace más sólido ese cuerpo dividido en dos que os conforma, y tras la comida acaso durmáis una siesta y se repitan los juegos amorosos, o acaso salgáis a dar un paseo si el día es hermoso, por ejemplo en primavera, aunque a lo largo de todo el año os gusta dar largas caminatas en vuestro tiempo libre, como cuando erais tan jóvenes, recorrer las calles de la ciudad con un destino vago, en un rumbo que muchas veces os lleva por lugares antes desconocidos, y contempláis con sorpresa los edificios, señaláis la especial gracia de este o de aquel, la disposición singular de tal placita, igual que os gustará caminar por las ciudades del extranjero que visitaréis tras los minuciosos preparativos de Tere, billetes, hoteles, mapas, planos, información cultural.
Los días de diario hay un rato, a última hora de la tarde, en que leéis o escucháis música, no sois muy aficionados a la televisión, aunque soléis ver casi siempre las noticias y, si merece la pena, alguna película, hartos de la publicidad que las fragmenta, luego tomaréis una cena ligera, charlaréis un rato antes de acostaros, en vuestro dormitorio volverás a contemplar complacido cómo Tere se va despojando de su ropa para ponerse el camisón o el pijama, le encantan los pijamas, la verás desprenderse de sus bragas y de su sostén, te iluminará nuevamente el deseo la visión de su piel blanca, de sus formas hermosas, de sus pechos ni grandes ni pequeños, de su pubis un poco rojizo, como su pelo, te encenderás, pero Tere los días laborables será casi siempre implacable ante tus propuestas.
«Debemos dormir, ya tenemos todo el fin de semana para eso, mi vida, o te parece poco las veces que lo hacemos el sábado y el domingo».
La recuerdas hablándote en aquellos momentos, como si de nuevo fueseis los estudiantes que teníais que estar bien descansados con vistas a un examen.
La vida feliz es un espacio firme aunque pasajero, pero en el recuerdo la firmeza se hace fragilidad y lo efímero es apenas un chisporroteo.
También están las salidas del fin de semana a aquellos espectáculos musicales, de danza, de teatro, a aquellas películas, a esta o aquella exposición, las apasionadas charlas que luego suscitaban en vosotros, y en la memoria los días crecen o decrecen, se hacen cálidos o fríos, pasan las estaciones y se cumplen las costumbres del año, en los veranos un viaje al extranjero y unos días en la playa, a ambos os gustaban las playas solitarias, que hubiese que llegar a ellas tras largas caminatas, lejos de las multitudes y de los chiringuitos, solíais llevar la comida, os gustaba bañaros desnudos, como en aquel primer Edén descubierto cuando erais tan jóvenes, habíais encontrado unas playas volcánicas que apenas conocían visitantes.
El primer otoño antes de vuestro matrimonio, un compañero te reveló un mundo del que apenas habías oído hablar, el mundo de las setas, y del mismo modo que Tere te había acostumbrado a sus gustos ciudadanos, y la ciudad os rodeaba a lo largo de la mayor parte del año, había temporadas en las que os reencontrabais con el campo, con el monte, para buscar setas.
Un día, paseando en primavera por un bosque de la sierra, habías encontrado en la vereda un espécimen extraño, sin duda vegetal, de forma entre piramidal y cilíndrica, grande como una calavera humana, de color gris cremoso, la superficie horadada por innumerables orificios que le daban aspecto de gigantesco nido de avispas, e instintivamente lo destruiste, lo pisoteaste, como si se tratase de una aberración peligrosa que había brotado en aquel lugar. Comentaste el hallazgo en el laboratorio y un compañero se echó a reír y te reprochó tu acción, dijo que, por lo que contabas, habías destruido una seta deliciosa, una Morchella esculenta, merecedora, si el tamaño era el que decías, de ser registrada en el Libro Guinness de los récords.
La revelación te hizo interesarte por ese mundo, compraste libros, conseguiste despertar la atención de Tere, tan aficionada, además, a conocer nuevos aspectos de la realidad, y en tu memoria se reproducen, fugaz pero intensamente, esas mañanas frescas en los montes de ciertas rampas serranas, la búsqueda afanosa bajo los pinos y las encinas, entre las jaras y los romeros, el alborozo que os producía cada hallazgo, la excitación de la cuidadosa recolección, el tallo cortado con un cuchillo, las galampernas en los primeros días otoñales, luego los níscalos, los champiñones. En cierta ocasión conseguisteis encontrar Boletus edulis y os sentisteis gozosos por el descubrimiento.
Era un día soleado, habíais ya recolectado suficientes ejemplares de varias clases, los teníais bien ordenados en el cestillo, entre papel de seda que Tere se ocupaba de llevar, y os apartasteis del bosque sombrío para descansar al sol sobre una de las peñas planas que se dispersaban en su lindero.
Te tumbaste boca arriba, con los brazos sobre el rostro para proteger los ojos, y Tere hizo lo mismo.
«Soy feliz», dijiste, y la expresión retumba otra vez en tu cabeza, se reproduce perfectamente recortada entre el esfumado de las demás circunstancias concretas del día, «soy feliz», como si estuviese grabada para siempre, «soy feliz», cuánta melancolía hay en la vibración de esas breves palabras rememoradas con tanta claridad.
«Somos felices —repuso Tere—, ¿no te parece milagroso?».
Ahora la conversación se ha desvelado completa, también con todos los tonos y matices de su desarrollo.
«¿Por qué me iba a parecer milagroso?».
Sentías que te impregnaba la calidez grata del sol tras vuestro largo paseo entre los pinos y las encinas, en la ladera llena de humedad y verdura.
«Porque lo es, Daniel, porque es muy difícil conseguir la felicidad, tú y yo somos unos privilegiados».
Te parecía que Tere se había puesto demasiado solemne, que estaba exagerando.
«Nos queremos —respondiste—, y esa es la base de todo».
«Bueno, eso es una parte, nos queremos, nos va bien, vivimos en un mundo confortable, no nos falta nada de nada, hasta tenemos la posibilidad de salir al campo un día precioso de otoño y encontrar Boletus edulis —repuso, echándose a reír—, ¿pero imaginas lo difícil que es que todo esto coincida? ¡Piensa en la cantidad inmensa de desdicha que hay en el mundo, en las enfermedades, en el hambre de tantos, en la falta de lo más elemental, en la miseria generalizada!».
«Ya estás poniéndote tétrica», respondiste.
«Aunque no quieras pensar en ello, todo eso está ahí, es contemporáneo nuestro. Y no sería tan difícil arreglarlo, no harían falta revoluciones sanguinarias para que todo el mundo comiese, y tuviese atención sanitaria, solo serían precisos unos pequeños reajustes, y terminar con la avaricia de unos pocos, eso sí. Solo se necesitaría algo de voluntad por parte de todos los poderosos del mundo, algunos acuerdos internacionales un poco decentes».
«Pero vamos a ver, Tere, ¿qué tiene que ver todo eso con nuestra felicidad?».
«Quiero decir que una felicidad como la que tú y yo sentimos, como la que vivimos, es algo excepcional, rarísimo, un milagro, un regalo de la caprichosa Fortuna».
«¿No te parece que exageras un poco? Nos queremos, y las cosas nos van bien en el trabajo y en la salud, pero seguro que no somos los únicos», adujiste.
«Quiero decir que esta felicidad hay que cuidarla, Daniel, hay que mimarla, porque cosas tan buenas y excepcionales necesitan un esfuerzo para ser mantenidas, son como ecosistemas donde todo tiene que estar en equilibrio».
«Qué dramática te pones», recuerdas que dijiste, incapaz de comprender entonces el alcance de sus palabras.
Pero ahora eres consciente de que Tere tenía razón, y acaso en la pérdida, en la destrucción de vuestra felicidad, en la falta de esfuerzo por mantener sus condiciones, le corresponda mucha responsabilidad al peor de los Danieles que te habitan.