Habéis remontado por fin la última loma y la laguna aparece ante vosotros al fondo, depositada en el cuenco que forma el círculo de los montes. Tras la larga ruta de los farallones amarillentos, desiguales, de la garganta tortuosa, de los volúmenes alternos de roquedal y de arbolado, el espacio limpio de vegetación en el que se incrusta la masa acuática presenta una extraña desnudez que la primera hierba de la otoñada, tras las pasadas lluvias, tiñe de ligero verdor.
—Ahí la tienes —le dices a Silvio—, esa es la laguna.
—¿La laguna del tesoro?
—La laguna del tesoro y el sitio donde va a quedarse mamá.
—¿Te gusta, mamá? —pregunta Silvio a su mochila, y adviertes en su voz un matiz de confusión.
—Claro que le gusta, le gusta muchísimo —afirmas, enfático—. Por eso me pidió desde hace muchos años, desde antes de que tú nacieses, venir a descansar aquí. ¿Es que a ti no te gusta?
—No sé si me gusta —responde Silvio.
—¿Por qué? —inquieres, intentando aclarar su poca convicción.
—Me da un poco de miedo.
—¿Por qué te va a dar miedo? Es un lago —le explicas—, un lago pequeño, una laguna, tu madre decía que parecía un ojo, un ojo de la Tierra mirando al cielo.
—¿Un ojo? —responde Silvio, con perplejidad—. Pues yo no lo veo, le faltan las pestañas, la ceja, el puntito negro.
—La pupila —precisas.
—Eso, le falta todo eso, yo lo veo muy solo, muy triste.
Hoy el ojo presenta un aspecto blanquecino, ciego, mientras refleja el espacio vacío. Comprendes que lo que tiene de raro el lugar es la simetría, la apariencia de espacio estructurado desde una mirada arquitectónica. Aparte del encanto de paraíso que ofreció a vuestra primera visita, sin duda su peculiaridad está en la armonía geométrica con que el propio proceso de la geología lo ha ido esculpiendo a través de los milenios. Acaso este aspecto de lugar ordenado atrajo también la atención de Tere, tan amante de la simetría y de la perfecta distribución de las cosas.
Un día terminó la tesis y la leyó, asististe al acto, te ufanó su actitud firme, la serenidad con que afrontó las preguntas del tribunal. Allí estaba, segura de sí, imperturbable, como si cada uno de los minutos que había dedicado a aquel objetivo, imaginados desde tanto tiempo antes, hubiera cristalizado en una energía que ninguna adversidad podía menoscabar. Después de leer la tesis fuisteis a almorzar con los miembros del tribunal, y encontraste en Tere una capacidad notoria para relacionarse y bromear con aquellos distinguidos catedráticos.
«No cabe duda de que lo tuyo es el mundo universitario —le dirías luego—. Estabas junto a ellos en tu elemento natural».
«¿Eso es irónico o compasivo?», preguntó, riéndose.
«Es laudatorio. Estoy muy orgulloso de ti», respondiste, abrazándola otra vez.
Fue una época de muchas mudanzas, pues a poco de hacerse Tere doctora, la abuela contrajo su última enfermedad, que originó su muerte tras largos meses de hospitalización, y muy poco tiempo después Carla se fue a Centroamérica para iniciar su aventura cinematográfica, el rodaje de un documental sobre ciertas culturas precolombinas, acompañando a un fotógrafo norteamericano con el que había iniciado una relación amorosa.
Tere y Carla habían heredado aquella casa enorme, y Tere se dispuso a acomodarla para vuestra vida en común, porque no se imaginaba vivir en otro sitio. La hizo pintar, barnizó los suelos, arregló los cuartos de baño, cambió los cortinajes, puso estanterías en la despensa, remozó los trasteros, modernizó la cocina, y cuando todo estuvo preparado trasladaste tus cosas allí. La habitación que había sido de la abuela, con su enorme cama, en la que solamente hubo que cambiar el colchón, sería la vuestra, y otro cuarto cercano, muy amplio, el estudio que compartiríais.
Había muchas más habitaciones.
«Es una casa para familia numerosa —bromeaste—, un día me voy a perder en ella».
Una de las habitaciones, la misma que hasta entonces usaba, quedó destinada provisionalmente a Carla, porque Tere tenía el propósito de pagarle a su hermana la parte correspondiente del precio de la casa, para ser ella la única propietaria, y tú planeaste poner en venta tu apartamento, con lo que te quedaba por pagar de hipoteca, para conseguir el dinero suficiente, aunque nunca necesitaste hacerlo. La vieja Adela continuó siendo vuestra asistenta, permanecía en casa durante toda la mañana y se marchaba después de comer, dejándoos preparada la cena.
En aquella casa iniciasteis la nueva experiencia que para los dos resultaba la vida en común, que desde el primer momento fue para ti muy confortable, pues Tere, además de atender lo que requería su trabajo en la universidad, no olvidaba nada destinado a la comodidad doméstica, mantenía en todo lo referente a la casa una limpieza y un orden ejemplares, hacía que la ropa se lavase y planchase puntualmente, y sobre todo se cuidaba con esmero de la compra, con lo que en la despensa y en el frigorífico nunca faltaba lo preciso para una sabrosa subsistencia, incluidos caprichos como tu cerveza de la tarde o tu vino preferido a la hora de comer.
Aquel tiempo, bajo los altos techos de una casa que había conocido a lo largo de muchos años el transcurso de la infancia y juventud de Tere y de tres generaciones anteriores a la suya, fue para ti tan grato que lo recuerdas como otro espacio de una vida que no parecía estar amenazada por ninguna desdicha, y llegó el momento en que decidisteis casaros, para dar solemnidad a una unión con augurios de felicidad permanente: una noche habíais visto en la televisión una comedia cinematográfica antigua, en blanco y negro, que no terminaba con el obligado beso entre los protagonistas, sino con la imagen de su enlace matrimonial, y os mirasteis, porque la misma idea había acudido a vuestro pensamiento: ¿por qué no casaros, cuando entre vosotros había tanto amor y tanta estabilidad?
A la ceremonia asistió Carla, que desde su viaje a Centroamérica había consolidado su relación con John, el fotógrafo, y vivía con él, y asistieron también tus padres, tu hermano con su novia, el resto de la familia de Tere, que vivía en Barcelona —dos tíos y varios primos, otra tía bióloga, que pasaba temporadas investigando en la isla de Cabrera y a quien Tere admiraba mucho—, y amigos de Tere y tuyos, entre ellos Gisela, a quien invitaste porque querías que fuese testigo de lo que te había obligado a renunciar a sus gustosos encantos.
Después del acto en el ayuntamiento, fuisteis a almorzar a un restaurante conocido de antiguo por los compañeros de la empresa, donde todo el mundo estuvo simpático y Gisela hizo un brindis muy afectuoso para Tere y para ti:
«Celebro ese amor de verdad, el vuestro, que existe, para ejemplo de escépticos», dijo, y la gente se reía.
Habéis llegado por fin a la orilla de la laguna y descubres que han construido una pequeña plataforma de madera, lo que semeja un diminuto embarcadero, en el que están posados varios cuervos que alzan el vuelo cuando os acercáis. El cañaveral que empieza a secarse, la quietud del agua y el fondo del paraje, desnudo de árboles, le dan al lugar cierto aspecto triste, mortuorio, que encaja bien con el propósito que os ha llevado hasta allí. Silvio contempla el lugar y luego te mira, dubitativo:
—¿Es aquí donde la vamos a dejar?, ¿es aquí donde se va a quedar durmiendo para siempre? —pregunta.
—¿Es que no te gusta el sitio?
Te has sentado en una pequeña altura y has colocado tus manos sobre sus hombros.
—¿No estará muy sola?
—Bueno, Silvio, nosotros vendremos a visitarla de vez en cuando.
El aire un poco desolado del paraje, la inquietud de Silvio, te hacen desechar de pronto tu idea de proceder enseguida al vertido de las cenizas. Habrá tiempo más tarde, piensas, después de comer, por ejemplo.
—Pero antes de dejar a mamá aquí te voy a enseñar otro sitio que también a ella le gustaba mucho, ¿no tienes hambre?, vamos a comer allí.
—¡Claro que tengo hambre! ¡Y otra vez mucha sed!
—Enseguida comerás y beberás. Vamos.
Descendéis siguiendo el cauce seco del desaguadero hasta alcanzar la ribera del río y adentraros en el soto. El otoño está empezando a poner los chopos amarillos, y el suelo está salpicado de las primeras hojas caídas, entre matorrales que ofrecen sus pequeños frutos oscuros, pero el río no presenta ningún cambio, con la playita y aquella poza azulada que hace tantos años te recordaba el agua del mar. Te acercas al lugar en que entonces instalasteis la tienda:
—Aquí vivíamos mamá y yo, y aquí nos quisimos mucho —dices, señalándoselo.
—Yo también te sigo queriendo mucho, mamá —confiesa Silvio, volviendo la cabeza hacia la mochila—. Aunque estés dormida para siempre, te sigo queriendo igual que antes.
Lo ayudas a desembarazarse de ella y tú te quitas la tuya. Luego sacas la lona, que extiendes en el suelo, y vas colocando encima los paquetes con los bocadillos que os prepararon en la hospedería, la botella de agua, una pequeña de vino que has traído para ti, los vasos de plástico, un paquete con almendras y otro con avellanas, la bolsa de la fruta, como en un ceremonial, evocando al hacerlo aquel orden que Tere ponía en todas las cosas.
—Hala, siéntate —le dices a Silvio, tras sentarte tú.
Abres las botellas y le das un bocadillo que comienza a comer con ansia.
—¿Cómo vivíais aquí? ¿Había una casa? —pregunta Silvio después de devorar medio bocadillo y de haber bebido dos vasos de agua.
—Habíamos traído una tienda de campaña —respondes.
Sientes con emoción la viveza de lo que tu memoria evoca.
—Nos bañábamos en esa parte del río, ¿no ves la playita?, y comíamos sentados en el suelo, como lo estamos haciendo ahora, como los hombres primitivos, ¿no te acuerdas de aquella película que te gustó tanto?
Pero Silvio sigue pensando en su madre, y tras terminar el bocadillo y comenzar otro, y beber nuevamente agua, te pregunta algo que nunca te ha preguntado antes:
—¿Por qué no despertó como todas las mañanas?
—Llega un día en que a todos nos pasa eso, aunque no lo queramos.
—Yo no sabía que ella se iba a quedar dormida para siempre —responde Silvio, y no sabes si es consciente del alcance de sus palabras.
Al verlo sentado junto a ti con su ingenuidad inocente, te sientes a la vez conmovido y consternado. Todos los recuerdos evocados a lo largo de la excursión se mezclan de repente con otros que habrías preferido conjurar.
—Pobre mamá, dormida para siempre —dice Silvio, y acaricia la pequeña mochila en el bulto de la urna como si acariciase un cuerpo querido.
Estás comprendiendo que anteriormente no habías profundizado tanto con tu hijo en este asunto, y ahora encuentras naturales, en su modo de expresarse y de razonar, matices que desconociste durante mucho tiempo, porque nunca diste importancia a su comunicación. Ser humano disminuido, deficiente mental, mongólico, discapacitado según la expresión técnica, esa que llaman «políticamente correcta», ya lo habías clasificado muy pronto, y durante muchos años lo mirabas con una compasión mezclada con menosprecio, como si se tratase de una avería irreparable de tu vida, que no merecía demasiada consideración.
La propia Tere, que tantas horas había pasado pendiente de él, que tanto lo quiso, te reprochaba en ocasiones, mientras tuvisteis buena relación, esa distancia que mantenías hacia tu hijo:
«¿Por qué no hablas más con él?».
«No tengo nada de que hablar con él, es demasiado torpe, se puede poner pesadísimo», le confesabas.
«Es que ni siquiera lo intentas. Si lo intentases, verías que tiene muchas cosas graciosas. Cada día es más listo. Además, es muy cariñoso».
Ahora te produce espanto pensar que han sido necesarios tantos acontecimientos dramáticos para que se suscitasen en ti, con respecto a Silvio, unas sensaciones que nunca habían despertado antes, y no encuentras lógico que el tiempo en que te has hecho cargo de él desde que Tere te anunció su propósito de divorcio, y luego desde su muerte, haya podido cambiar tanto tu actitud. Acaso si lo hubieses mirado desde el principio de otra manera, si hubieses tenido un mínimo de generosidad con sus limitaciones, si el peor Daniel no hubiese prevalecido en el asunto, las cosas habrían transcurrido de otro modo, y quizá hoy no estarías recorriendo con él estos lugares en el proceso de unas exequias.
Aquellos breves días de amor y sosiego, en la gran casa de Tere, te parecen pertenecer a otro que no es ninguno de los Danieles que te habitan, a aquel tipo satisfecho de encontrarse sentado en el sillón de la gran sala, con una biografía en las manos, entonces te interesaban las biografías, tu mujer sentada frente a ti leyendo una novela o uno de esos libros de poemas que tanto le gustaban, que a veces te leía en voz alta, mientras los grandes altavoces emiten alguna de vuestras piezas de música favoritas, acaso de ópera, un género cuyo gusto lograste transmitir a Tere, quizá ese momento especialmente emotivo en que Alfredo canta:
… Un dì, felice, eterea,
mi balenaste innante,
e da quel dì tremante
vissi d’ignoto amor.
Di quell’amor, quell’amor, ch’é palpito
dell universo, dell universo intero,
misterioso, misterioso, altero,
croce, croce e delizia, delizia al cor.
Lo entonas ahora, de pie, y Silvio te observa maravillado, con la boca abierta en la que se refugia un pedazo de tortilla de patata mezclado con pan. Cuando concluyes, te pregunta por qué estás tan contento.
—No estoy contento, Silvio, hijo, estoy triste —respondes, sentándote de nuevo.
—¿Y por qué cantas?
—Porque me acuerdo de mamá, a ella le encantaba esa canción.
—¿Qué quiere decir?
—Habla del amor, Silvio, del amor, de eso tan misterioso.
Y bebes un vaso de vino, sintiendo en su sabor el de una infelicidad precisa, aromática.