Quedaste tan afectado por la conversación con Tere, que durante los días siguientes a aquel encuentro estuviste muy decaído, y tu estado fue descubierto por los compañeros, porque ni siquiera te tomabas el café de las once con ellos.
Aunque no compartía tus jornadas tan cerca de ti, Gisela se enteró y te llamó para preguntarte qué te pasaba: primero no habías aceptado una cita suya con un pretexto un poco raro, y no había querido volver a insistir hasta que no pasasen unos cuantos días, pero ahora todo el mundo en el laboratorio comentaba que se te veía muy cariacontecido, «como alma en pena, dicen», dijo.
«¿Tienes algún problema?, ¿te sucede algo?, ¿puedo echarte una mano? Los amigos estamos para las ocasiones buenas y para las malas», añadió.
Tu desconsuelo era tan grande que accediste a encontrarte con ella fuera de la empresa, porque necesitabas compartir con alguien aquel intenso quebranto. No quisiste ir a su casa, pues sabías que la visita debería llevar aparejado el abrazo amoroso, y estabas tan hundido que ni siquiera te resultaban apetecibles sus encantos, de modo que preferiste la terraza de un bar cercano al laboratorio, donde unos gorriones de curioso comportamiento, casi domésticos, se posaban en las mesas y picoteaban las migajas, en un espectáculo tan minúsculo como insólito.
Mientras observabas a aquellos osados intrusos, le confesaste a Gisela los malentendidos que te habían hecho tomar la decisión de cortar con Tere con brusquedad, sin explicaciones, ampliando lo que le habías contado en aquella ocasión junto al lago, la misma noche en que comenzó vuestra relación de amantes.
«Me pareció que había indicios de sobra de que me estaba poniendo los cuernos, que estaba tan claro que era hasta ridículo pedirle aclaraciones».
Luego recapitulaste todo lo que había venido tras el primer viaje a Alemania y el inicio de tu relación con ella, aunque no le quisiste decir nada de Leni: tu mejoría profesional, cómo tu vida se había estabilizado y habías creído olvidar a Tere:
«Te juro que era un hombre nuevo, Gisela, que veía la vida de otra forma, que me sentía liberado de su amor».
Y de repente el reencuentro, la actitud ofendida de ella, las explicaciones recíprocas.
«Ahora resulta que me dice que todo fueron alucinaciones mías, que me porté de una forma intolerable, para ella del todo decepcionante, y que no está dispuesta a perdonarme de ninguna de las maneras, que no quiere saber nada más de mí, ni mirarme a la cara».
«Y, sin embargo, has descubierto que sigues enamorado de ella, que te atrae sin remedio».
Gisela se mostraba amigable, cálida, pero también irónica.
«Mal asunto, Daniel, aunque eso te sucede por no haber sabido mantener tu amor, por no haber confiado en ella, yo creo que a pesar de todos esos indicios de los que hablas deberías haber intentado aclarar las cosas, a nadie se le debe condenar sin escuchar antes lo que tenga que decir».
«Hice mal, de acuerdo en que hice mal, ponte en mi lugar, las apariencias no eran nada buenas, pero no lo puedo remediar, estoy loco por Tere».
«Pues cuando te acuestas conmigo, nunca te he encontrado ni un pelo de nostalgia de ninguna otra».
Te quedaste cortado, se echó a reír y luego puso sus manos sobre las tuyas:
«Cuando yo era muy jovencita, me enamoré de un tío unos años mayor que yo y me sucedió algo parecido a lo tuyo, yo me había entregado a él, fue el primero con quien me acosté, el que se llevó mi flor, como decían antes, y un verano viajó al sitio en que yo veraneaba, y no te imaginas el lío que me montó al encontrarme bailando con otro, un amigo de la pandilla del veraneo, decía que no se podía creer que entre nosotros no hubiese nada más, que en nuestra actitud corporal, así mismo lo dijo, actitud corporal, porque era un redicho, quedaba claro que había más que amistad, se puso como una fiera, me trató como si fuese una puta».
Escuchabas su confesión con sorpresa, porque era la primera vez que Gisela te hacía una confidencia tan personal.
«Pues a lo mejor era cierto que bailábamos muy pegados, no digo que no, yo me ponía cachonda con otros chicos, pero me aguantaba, jamás le había sido infiel, a lo mejor un poco de coqueteo pero nada más, de modo que yo también me enfadé mucho, me parecía injusta su actitud, y para que siguiésemos juntos le exigí que me pidiese perdón, pero no quiso hacerlo, el muy chulo, no sabes lo que me entristeció, lo mal que estuve, corté con él y me juré no volver a enamorarme nunca más, y hacer con los chicos lo que me apeteciese, gozar sin sufrir, vamos».
Nunca hubieras podido pensar que Gisela había estado enamorada alguna vez como tú lo estabas de Tere, y que una decepción amorosa le había llevado a organizarse la vida sexual como lo había hecho, y de repente sentiste verdadero miedo a pensar que algún día podrías ver a Tere en brazos de cualquiera de vuestros antiguos compañeros, porque además ella, con su belleza en el rostro y en el cuerpo, resultaba muy atractiva para los hombres.
«Pero es que yo sí sigo enamorado de ella, yo quiero reconciliarme», dijiste.
Seguramente el súbito latigazo de celos que aquella idea había fustigado dentro de ti estremecía tu voz, hacía más creíbles tus palabras.
«Pues si no hay nadie más de por medio, y espero que no lo haya, no lo tienes todo perdido, yo estuve el resto del verano muy aturdida y sin ganas de nada, pero al regresar a Madrid y empezar el curso leí algo en el libro de aquel escritor antiguo, Lope de Vega, que había dicho que para olvidar un amor hay que agarrarse a otro enseguida, o algo así, y empecé a tirarme al hijo de unos vecinos que venía a echarme una mano con las matemáticas un par de tardes y que me ponía ojos tiernos, advirtiéndole que no quería nada de amor, sino solo pasar buenos ratos, así que espero que tu chica no haya encontrado a otro, repito».
«¿Y qué debería hacer?», preguntaste, cada vez más admirado de la larga experiencia amorosa de Gisela.
«Debes demostrarle que estás absolutamente arrepentido de lo que hiciste, que la adoras, que te deshaces por ella, que besas el suelo que pisa, que eres un felpudo a sus pies, etcétera, y es muy posible que vaya suavizándose, porque no creo que haya pasado del amor al odio tan deprisa».
«¿Tú crees?», dijiste, porque aún sentías físicamente, como un empujón, el rechazo manifiesto de Tere.
«Claro que en estos momentos te aborrece bastante, y por lo que me has contado es comprensible, te portaste fatal, condenarla sin pruebas y sin que ella tuviese oportunidad de defenderse, por unas referencias en las cartas y una foto, y además sin decírselo, cómo podéis ser tan cafres, pero seguro que el rescoldo está encendido, tú ten paciencia y pon dedicación, esfuerzo, y ya verás como todo se arregla».
Terminó de beber su refresco.
«Para empezar, mándale hoy mismo un ramo de flores».
Su proximidad te tranquilizaba, te resultaba confortadora, y se lo dijiste:
«No sabes lo bien que me hace hablar contigo».
«Lo que debes tener es paciencia, repito, no se ganó Zamora en una hora, y además después del escarmiento, de modo que paciencia y sumisión, y otro ramo de flores dentro de unos días, o un libro de los que le gusten, o una caja de bombones, pero sin agobiarla con llamadas telefónicas, que sepa que estás pendiente de ella, eso sí, pero que eres discreto, que no quieres causarle molestias».
Gisela tenía un cuerpo sólido, carnoso pero sin gordura, y te gustaba su perfume. Sentiste que tus penas se habían aquietado mucho y repetiste tu expresión de gratitud:
«No sabes lo que te agradezco tus consejos, Gisela».
«Te los doy como amiga, y espero que cuando yo necesite tu ayuda, tus consejos, lo que sea, sepas devolvérmelo».
De repente sentías que aquella desolación que antes anulaba tu concupiscencia se amortiguaba hasta casi desvanecerse, y que los encantos de Gisela eran demasiado atractivos.
«¿Te apetece que pasemos juntos un rato? —le preguntaste—, en diez minutos estamos en mi casa».
Se echó a reír tan fuerte que os miraron desde las mesas cercanas:
«Daniel, qué pichabrava, me dejarías estupefacta si no supiese cómo sois los hombres, pues estaríamos buenos, tener en mis brazos a un caballero que está loco de amor por otra dama, anda, anda a adorarla, a suspirar por ella, a caer rendido a sus pies, y ten en cuenta que a partir de este momento quedas relevado de tus servicios conmigo, que ya no perteneces a mi harén, o comoquiera que se llame lo mío».
Lanzó otra carcajada, antes de seguir hablando:
«Además, he tenido la suerte de que no me ha vuelto a suceder eso de enamorarme, lo que se dice enamorarme. Me gustáis, me lo paso bien con vosotros, os tengo cariño, pero no estoy enamorada de ninguno. A lo mejor, si volviese a enamorarme de alguien, pensaría solamente en él, y otra vez a no aguantar el separarnos, y a sentir celos. Quita, quita».
Se echó a reír nuevamente, pero con un tono que parecía cada vez más forzado. Uno de los gorriones que revoloteaba entre las mesas dejó una suave línea de excremento en su pelo, pero no te atreviste a decirle nada, para que la vergüenza que de pronto sentías de ti mismo fuese más soportable, consciente de la traición que, a pesar de tu amor por Tere, acababas de intentar.
Al despedirte de Gisela se lo quitaste con el pañuelo, sin explicarle nada: «Tenías aquí una cosita», dijiste solo, antes de besar sus mejillas con afecto.