Tras el envío de la carta a Tere reanudaste tus llamadas, y por fin tu insistencia consiguió aplacar su persistente rechazo.
«¿Pero cómo puedes ser tan pesado? —te dijo una vez, con voz de fastidio—, ¿aún no has comprendido que no tengo ganas de hablar contigo, y que me tienes harta con tus llamadas?».
«Solo quiero pedirte una cita para tratar el asunto, hablamos y ya está, luego haces lo que te parezca, pero vamos a hablar, por favor, como personas civilizadas, un ratito nada más, cuando mejor te convenga».
Accedió a encontrarse contigo una tarde, en un café cercano a su domicilio. Llegaste casi media hora antes de la cita y te instalaste en una mesa cercana al gran ventanal. En aquel café os habíais encontrado muchas veces en vuestros tiempos felices, y la conciencia del cambio te lo ofrecía con otro aspecto, como si en los viejos asientos, en las sobadas molduras y en los espejos ajados hubiera una imagen del deterioro al que habían llegado aquellas pasadas ilusiones edénicas.
Aunque te habías llevado un libro para matar la espera, te encontrabas tan nervioso que no dejabas de observar la calle, y todas las siluetas de chicas jóvenes que pasaban te recordaban a Tere, tanto que varias veces te pusiste de pie convencido de que era ella quien se aproximaba, y que iba a pasar de largo.
Por fin, cuando la viste acercarse por la acera, con sus pasos resueltos y su armónico andar, los dos Danieles comprendisteis que Tere era inconfundible, y supisteis que reconquistar por lo menos su aprecio, cualquiera que fuese la justificación de lo que tanto te había herido, era el verdadero objetivo de tus esfuerzos.
Entró en el café y le hiciste una seña para llamar su atención. Llegó hasta la mesita, se sentó en una silla enfrente del asiento corrido que tú ocupabas y antes de nada te dijo, con mucha tranquilidad:
«A ver si te enteras de una vez, Larry es un gran amigo; con Kathleen, es el mejor amigo que he tenido nunca, pero Larry está loco por Kathleen, a ella le dedica sus poemas, de ella habla cuando no se refiere a algún tema académico, y jamás se le ha pasado por la imaginación pensar en otra chica que no sea ella. Sin embargo, Kathleen no le hace caso».
Colocó sobre la mesa una copia de aquella foto que te había enviado:
«Me pasa el brazo por los hombros de la manera más natural, por pura camaradería, algo que está a la orden del día, que no tiene nada de raro».
Había en sus ojos una mirada entre acusatoria y despectiva.
«¿Cómo has podido ser tan ruin imaginándote otra cosa? Si hubiera habido algo entre él y yo, ¿piensas que te habría podido enviar la foto? Ni siquiera me había fijado en nuestra actitud, e incluso si me hubiera fijado nunca habría podido pensar que la ibas a mirar de forma tan sucia y retorcida».
Te sentiste tan en evidencia que no sabías qué contestar. De pronto, la directa exposición de Tere parecía desmontar todas aquellas elucubraciones que te la habían presentado como una hipócrita y una traidora. El camarero se había acercado, Tere pidió un refresco, y mientras el hombre se iba tras tomar nota te miró de nuevo, en sus ojos un brillo sin duda satisfecho ante los signos de derrota de tu mutismo, y continuó hablando con parsimonia:
«Gracias a lo que pude investigar allí, a los medios, a la tranquilidad que tuve, me dediqué tanto a la tesis que la tengo prácticamente terminada, para que te enteres».
Tamborileaba con los dedos sobre la mesa, con el único gesto que señalaba su impaciencia.
«Al volver, me dieron una plaza de ayudante que me tenían reservada», añadió.
Tras una breve pausa siguió hablando con el mismo tono neutro, suficiente:
«Creo que el sacrificio merecía la pena, pues volver aquí para estar contigo una semana, por mucho que me apeteciese, no solo interrumpía mi ritmo de trabajo, sino mis clases con uno de los mejores especialistas del mundo, que estaba dando un curso en un college cercano, y si ibas tú no iba a poder hacerte caso y además me descabalarías los planes irremediablemente, porque creo que te dejé bien claro lo complicada que tenía la vida».
Se quedó en silencio unos segundos y luego continuó hablando, y en lo ajeno de su tono vibró una nota de pesar:
«Lo que no podía imaginarme, lo que no se me pudo pasar por la cabeza, era lo poco que confiabas en mí, y sobre todo que hubiese tanta malevolencia de tu parte».
Continuaste callado, porque no sabías qué decir. Menos mal que el camarero trajo su refresco, tú le pediste otro café, y con ello conseguiste un margen para preparar una respuesta que fue el Daniel menos complaciente quien al fin formuló, mientras el camarero se alejaba:
«Pero reconocerás que las apariencias no eran para imaginar todo esto que me explicas ahora, tanto Larry, Larry, y luego las evasivas, mejor dicho, la oposición a vernos, aunque yo tenía el dinero fresco, además la ampliación de tu permanencia allí, todo junto me pareció que era un mensaje claro, que me estabas indicando lo que pasaba sin necesidad de palabras».
Tere ya no se mostraba tan tranquila y habló con vehemencia:
«¿Cómo puedes tener el cuajo de decirme eso? ¿Cómo debo tomarlo? ¡A pesar de lo lejos que estábamos, yo creía en ti, confiaba en ti! ¡No se me ocurrió jamás pensar que estuvieses encantado de tenerme a tanta distancia, ni que pudieses tener un lío con otra chica! ¿Para eso sirvió que hubiésemos estado juntos tanto tiempo, y al parecer tan a gusto?, ¿para eso tanto cuento del Edén y del amor eterno?».
Sus palabras te avergonzaron.
«Vaya, no te pongas así —contestaste—, si solo fue un malentendido, lo siento, lo siento de verdad».
«Fue mucho más que un malentendido, fue considerarme capaz de una traición continua, ¿es que pensabas que todo el amor que te expresaba en mis cartas era solamente palabrería?».
En el brillo de sus ojos, en su exaltación, estaba la Tere que tanto habías amado, aquella que te sedujo en los ocho segundos reglamentarios, y sentiste que, a pesar de todo, nunca habías dejado de estar enamorado de ella.
«¡Las escribía robando un rato al sueño y mientras lo hacía te recordaba con tanta emoción que se me llenaban los ojos de lágrimas! Pero tú al parecer no veías ningún amor en ellas, solo cháchara, puro blablablá, y además engañosa, mentirosa, falsa, ¡y que te estaba poniendo los cuernos con el bueno de Larry!».
Bebió lo que quedaba de su refresco y depositó el vaso sobre la mesa con un gesto que tenía algo de simbólico, como si dejase allí un vacío que os afectaba a los dos, un vacío que establecía entre ambos una distancia cósmica, imposible de salvar.
«Daniel, te juro que no puedo entender por qué me has hecho esto, ha sido para mí una decepción enorme. Creía que te conocía y ha resultado que no, que eras otro, un extraño, un desconocido, un tipo tan cazurro que nunca me pediste una explicación, alimentabas con autosuficiencia tus sospechas, preferiste cortar por las buenas a querer enterarte de la verdad. ¿De esa forma tan sincera me querías?».
Volvió a contemplarte inquisitivamente, como si se encontrase con tu rostro por primera vez:
«Aunque con todo lo que me ha dolido, con todo el daño que me has hecho, no es malo que yo haya tenido la oportunidad de haber visto realmente cómo eres, y lo engañada que estaba contigo».
Pudiste haberle dicho entonces que, en efecto, hay dentro de ti dos Danieles y que a veces predomina el peor, pero solo fuiste capaz de mostrar tu rendición:
«Repito que lo siento, lo siento muchísimo, Tere, tienes que perdonarme».
«No se trata de perdonar, Daniel, perdonar y qué, hay cosas que, aunque puedan tener perdón, no tienen remedio».
Se levantó.
«¿Ya te vas?», le preguntaste, desolado.
«Tengo muchas cosas que hacer y creo que lo hemos aclarado todo».
«¿Podemos quedar para vernos otro día?».
De nuevo te miró a los ojos con intensidad:
«¿Es que no entiendes lo mucho que me ha afectado esto? ¿Es que no te das cuenta de que no tengo ningún deseo de verte?».
Tu desolación debía de ser evidente, pero por parte de ella no hubo ningún gesto de cercanía ni de consuelo. Te miró brevemente con frialdad, te dio las gracias por el refresco antes de volver las espaldas, y se marchó.
—Esos chicos de las mochilas iban diciendo «muy rico, muy rico», y se reían. ¿Habrá helados donde la laguna? —pregunta Silvio.
—No lo creo. ¿Es que te apetece un helado?
—Lo que tengo es otra vez mucha sed, pero si hubiese helados claro que me tomaría uno. De vainilla y chocolate, o de nata y fresa. ¿Cuáles te gustan más a ti?
Como antes acabó la botella pequeña, has sacado la botella grande de tu mochila y llenas un vaso de plástico, que se bebe de un tirón.
—¡Qué sed! —exclama—. Como la que pasaban los guerreros de Estúar en Lernia, hasta que sacaron agua machacando arena. A lo mejor machacando esta tierra del suelo se saca agua, mamá, podíamos probar.
—¿Quieres más?
Le sirves otro vaso y se lo bebe también, aunque más despacio.
—¿Ya estás bien?
Afirma con la cabeza, y echáis a andar otra vez.