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Desde que pasaron los ciclistas, te has ido fijando en la huella continua, persistente, de las ruedas marcadas en el camino, aún más visible en las zonas donde queda algo de humedad de las pasadas lluvias, y has pensado en esa línea extraña que nuestra vida va trazando, a veces en espiral, a veces en zigzag, o en forma de dientes de sierra, o en ondulaciones, creando figuras vagamente geométricas, como los mandalas que Tere dibujaba para abstraerse.

Un chico y una chica, cargados con grandes mochilas, se acercan ahora desde la parte de la laguna. Van charlando entre risas, tan ensimismados que ni siquiera advierten vuestra presencia cuando se cruzan con vosotros. Te han parecido los fantasmas de los jóvenes alegres que erais Tere y tú en aquellas lejanas jornadas paradisíacas, como si nunca os hubieseis alejado de estos parajes, como si una parte sustantiva de vosotros mismos hubiese quedado para siempre inserta en ellos, marcando dos líneas paralelas que no salieron jamás de la cuartilla, la superficie de esta comarca, entre las grandes muelas rocosas, las espesuras del monte y el río de aguas azul verdosas.

Mas el destino juega también sus inescrutables suertes, y del mismo modo que vuestras líneas abandonaron estos lugares y luego siguieron rumbos diferentes, hasta separarse del todo, un día se volvieron a encontrar, porque coincidiste con Tere.

Era un domingo de elecciones locales y fuiste al colegio electoral que te correspondía pasadas las doce, porque luego habías quedado citado con unos compañeros para ir a almorzar a una villa cercana a la capital. Comprobaste tu nombre y mesa en las listas, y cuando estabas entrando en el edificio te encontraste cara a cara con ella, que acababa de recoger unas papeletas de uno de los mostradores. Fue tan inesperado, que ambos permanecisteis un momento inmóviles.

Tere estaba como siempre, sus ojos brillaban, su rostro refulgía, toda ella irradiaba esa vitalidad que tú tanto habías amado, y no supiste si tras vuestra mutua sorpresa se ocultaba una sensación grata o desagradable. Intentaste formular un saludo breve, apartarte y continuar andando, pero el otro Daniel ya había surgido del nivel en que se agazapa y fue quien habló:

«Tere, me alegro de encontrarte, porque hace ya tiempo que quería hablar contigo».

Fue evidente su gesto de rechazo, el breve retroceso, pero al fin te contestó, con tono sarcástico:

«Pues menos mal que nos encontramos, porque parece que no tenías mucha prisa en hacerlo».

«¿Podemos hablar?», preguntó el otro Daniel, porque el intransigente, el rencoroso, se hubiera apartado sin más espera.

Advertiste con claridad que Tere titubeaba, pero luego te contestó, con el aplomo que solía ser su costumbre:

«¿Por qué no? Pero yo he venido a votar, de manera que nos vemos ahí fuera dentro de un rato».

«Yo también voy a votar, cuando acabe, ahí estaré».

Terminaste antes que ella y la esperabas en la acera desorientado, deseando escapar de aquella situación, y al mismo tiempo ansioso por escuchar de nuevo su voz, por contemplar el brillo de sus ojos.

Se acercó con lentitud y un aspecto muy serio.

«Dime eso que me querías decir», te espetó, seca.

«Tenía interés en hablar contigo, quería aclararte algunas cosas, que nos explicásemos».

«Eso, a lo mejor quieres explicarme por qué de repente interrumpiste la correspondencia conmigo, aclarar por qué ya no contestaste a ninguna de mis cartas, por qué nunca más supe de ti cuando regresé de los Estados Unidos, como si te hubieras desvanecido».

«Todo tiene su justificación», contestaste, muy turbado ante lo firme y seguro de su ademán.

«A lo mejor ibas a pedirme disculpas. ¿Era eso lo que querías?», continuó Tere, con actitud cada vez más severa.

Ahora piensas que aquellas cartas cerradas, junto con los pequeños laberintos que a Tere le gustaba dibujar y que tú fuiste conservando, porque te gustaban, te han acompañado a lo largo de toda tu vida, como uno de esos bagajes que no nos sirven para nada pero de los que no nos atrevemos a desprendernos, como si quitárnoslos de en medio fuese una irresponsabilidad y causase algún daño que no podemos precisar.

Sin embargo, el momento de vuestro reencuentro ante aquel colegio electoral, que fue un enfrentamiento, parece la demostración más sólida de que hace muchos años que os fuisteis de aquí, que hace muchos años que salisteis del Edén, que en él no queda ya nada de vosotros, como no quedará nada de esta joven pareja que, cargada con sus mochilas, se aleja a espaldas de ti y de Silvio.

La falta de rodeos de Tere, su vehemencia, te hacían recuperar la fascinación por ella, pero conseguiste dominar al Daniel conciliador, para que no interviniese, y respondiste al fin con sarcasmo, recuperando parte del aplomo:

«Quería hablarte de lo a gusto que parecías estar tan lejos, de tu negativa a volver siquiera unos días, después de lo que sudé, de las horas que le eché, para ganar el dinero de los pasajes, de tu negativa a que fuese yo».

Te miraba atónita, como si no entendiese lo que decías. Tú continuaste:

«Quería hablarte de la tranquilidad con la que prorrogaste esa dichosa beca, quería hablarte de ese Larry que al parecer te tenía tan contenta».

Entre la gente que iba a cumplir con sus derechos electorales, ella y tú debíais de ofrecer un curioso espectáculo de disensión personal. Tere seguía fijando en ti unos ojos muy fijos y abiertos, al fin dijo: «Estás loco», te dio las espaldas y se alejó.

Mas el Daniel capaz de enternecerse no podía dejar que Tere, tanto tiempo después, se fuese de aquel modo, y la seguiste:

«Tere, por favor, sigamos hablando, no te vayas así».

Volvió la cabeza y te miró con animadversión:

«¿Que no me vaya así? ¿Y cómo te fuiste tú? ¿Crees que esa desaparición tuya, ese eclipse repentino, sin más ni más, es aceptable, que se puede tolerar?».

Habías pensado tantas veces en que ella era culpable de la primera traición, que ella era el rey Rodrigo de vuestra historia, que ella había mancillado vuestra mutua confianza como el famoso rey la del conde don Julián al seducir a su hija, que te pusiste a su lado y continuaste hablando:

«No me puedes decir que estoy loco, porque es verdad que me ocultaste tus proyectos, que me mantuviste en la inopia como a un imbécil mientras hacías todos los trámites, que te quedaste en los Estados Unidos y no quisiste venir a estar conmigo unos días aunque yo lo pagaba, pero, sobre todo, no me puedes decir que estoy loco cuando tú misma me enviaste una foto en la que se te ve muy acaramelada con ese dichoso Larry que te tenía cautivada, del que no había carta en la que no me contases alguna gracia».

Se detuvo, y al responder había en su rostro la mueca de un desconcierto que parecía sincero:

«¿Muy acaramelada con Larry? ¿Otra vez me vienes con el dichoso Larry? ¿Pero se puede saber qué quieres decir?».

Ahora eras tú quien se sentía otra vez confuso:

«No me digas que no es estar acaramelada hablar continuamente de un tío maravilloso en todos los aspectos, gran poeta, cocinero buenísimo, delicado compañero, colaborador infatigable, amigo del alma, que viaja contigo, que investiga a tu lado, que te ayuda sin pausa, que en las fotos te abraza por los hombros y a quien le pones las manos encima de las rodillas».

Se echó a reír con aire de sorpresa, y luego sacudió con energía la cabeza, antes de contestar:

«Si te hubieras dignado escribírmelo en su momento, nos habríamos ahorrado muchos disgustos, por lo menos yo».

Esa respuesta te desconcertó.

«¿Qué quieres decir?», preguntaste.

«Que si de lo que se trataba era de que querías cortar conmigo, al menos me hubieras dado la oportunidad de desmantelarte los pretextos».

El Daniel emotivo apareció otra vez:

«Por favor, Tere, vamos un rato a un café y hablamos tranquilamente».

«Lo siento, pero tengo prisa».

«Pues en otro momento. ¿Sigues viviendo en casa de tu abuela?».

Había echado a andar otra vez, con mucha determinación.

«Venga, Daniel —dijo, concluyente—, lo pasado, pasado, aunque terminase de forma tan poco gloriosa».

«¿Te puedo llamar por teléfono para quedar y hablar del asunto, para aclarar las cosas?».

«¡Déjame en paz de una puñetera vez!», exclamó.

Su disposición te hizo detenerte, y la miraste alejarse calle arriba, pero en ti había despertado tanta desazón aquel encuentro, que aunque por una parte pensabas que profundizar en ello solo te podría acarrear mayor fastidio, por otra temías que tu enfado, tu radical ruptura, tu alejamiento, solo hubiesen resultado fruto de un nefasto malentendido, y necesitabas desvelarlo.

Con esa inquietud, telefoneabas a Tere cada día, por la tarde, cuando imaginabas que estaba en casa, siendo rechazado con la misma energía con que lo habías sido aquella mañana, por ella las primeras veces, luego por una voz femenina que no era la de ella, que te maltrataba y escarnecía.

Decidiste por fin escribirle una carta en la que explicaste con meticulosidad tu versión de lo sucedido: era una carta ecléctica, en cuya redacción habían participado los dos Danieles no sin pugna, en ella hacías el repertorio de tus agravios pero también dejabas abierta la posibilidad de que por parte tuya hubiese habido errores de perspectiva. El dichoso problema de la perspectiva, que las palabras de Silvio te han hecho considerar, la piedrecita que para la hormiga es una montaña, la montaña que resulta invisible para la hormiga.

Ahora comprendes que no sabes muy bien lo que pretendías, que no buscabas exactamente una reconciliación, o al menos no eras consciente de ello, porque a pesar de lo mucho que te habías vuelto a sentir atraído hacia Tere, intentabas ante todo esclarecer y sacar consecuencias de aquel conjunto de oscuras hipótesis por las que el Daniel malintencionado había juzgado su conducta como torticera y desleal. No se trataba tanto de ajustar las cuentas con Tere cuanto de ajustarlas contigo mismo, de intentar que los dos Danieles tuviesen que ponerse de acuerdo.

Tan obsesionado estabas con el asunto, que rechazaste una cita de Gisela con el pretexto de ciertos compromisos familiares, y tu excusa no debió de resultarle muy convincente, porque te miró de una forma desusada en ella, entre suspicaz y sarcástica, pero no pidió explicaciones.