Ha aparecido súbitamente un ciclista en lo alto de la loma y ha pasado a vuestro lado a tanta velocidad, que Silvio ha dado un respingo de sorpresa.
—¿Se puede ganar una carrera uno solo? —te ha preguntado luego, perplejo, y tú te has echado a reír.
—No lo sé, Silvio, pero seguro que si corres tú solo, ganas siempre.
Has encontrado en su mirada la iluminación de un descubrimiento, y te has arrepentido de esa ocurrencia que ha tenido el peor Daniel, el Daniel taimado, y que no puede sino añadir confusión a la mente de tu hijo, pero no dices nada más.
Recuerdas las bicicletas de aquel verano, cuando por fin te fuiste a Alemania para incorporarte a la central. En la ciudad resultaban un medio de transporte utilizado por muchísima gente, y algunas jornadas se organizaban carreras y concentraciones de bicicletas en el centro de la ciudad, que quedaba cerrada para los coches. Como tantos, te hiciste con una bicicleta, y la utilizabas no solo para hacer excursiones alrededor del lago y visitar ciertos lugares pintorescos, sino también para ir al laboratorio cada día.
Intentabas olvidar del todo a Tere, pero el recuerdo de su ternura, de las continuas expresiones de amor en aquellas cartas donde, sin embargo, habías creído entrever una indudable traición, te asaltaba muy a menudo, dejándote un intenso sabor de desdicha, incapaz de hacerte a la idea de esa duplicidad de comportamiento de su parte.
Has evocado la supuesta traición de Tere, pero resultó que al mes de encontrarte en la ciudad, otra compañera de trabajo, Leni, también mayor que tú, aunque no tanto como Gisela, estuvo dispuesta a compartir contigo, primero paseos en bicicleta y más adelante noches amorosas. Era muy buena navegante, y a veces alquilabais un pequeño velero para recorrer el lago bajo el sol del suave verano que se iba alargando, en ese deslizarse silencioso sobre las aguas, con el empuje del viento, que no se parece a ninguna otra experiencia.
Y sobre las aguas te parecía sentir que el viento que hinchaba vuestra vela se llevaba cada vez más retazos de los recuerdos de Tere, que Tere iba quedando desdibujada en un tiempo pasado, y que cuanto antes olvidases, aunque fuese dolorosamente, todo lo que tenía que ver con ella, con vosotros, antes encontrarías el equilibrio preciso para reconciliarte con el nuevo Daniel, o los nuevos Danieles, que estabas comenzando a experimentar.
Los abrazos de la circunspecta Leni amortiguaban de modo pasajero los recuerdos agridulces de la que creías cada vez más olvidada Tere, y cuando se acercó el tiempo de las navidades decidiste no viajar a España, para no encontrarte con ella, y te justificaste ante tu familia con el pretexto de ciertos compromisos laborales. Leni se fue a su pueblo y quedaste solo, asumiendo aquella soledad en el despecho, desde la ausencia de la afectuosa Leni, pero, sobre todo, desde una lejanía de aquella Tere que te resultaba tan difícil apartar de tu mente.
La ciudad estaba llena de luz y de adornos, de refulgentes mercadillos donde vendían toda clase de manjares y objetos brillantes. Delante de la catedral habían plantado un gigantesco árbol navideño, en una plaza cercana un deslumbrante belén, y se multiplicaban por las esquinas plataformas cubiertas y relucientes, adornadas de muérdago y cintas rojas, sobre las que gente de todas las edades, a lo largo del día, cantaba canciones o tocaba música.
Continuabas viviendo en la residencia estudiantil, donde permanecíais solamente, aparte de ti, un mexicano que tocaba muy bien la guitarra, un ecuatoriano y dos peruanos, además de dos chicas japonesas y un indio. La noche de Navidad os dejaron preparada en la residencia una cena fría, y los hispánicos cantasteis corridos, villancicos, vidalitas y varias veces El cóndor pasa. También entonasteis O Tannenbaum, que solo las japonesas fueron capaces de cantar correctamente. Bebisteis mucho, alternando vino blanco, pisco, tequila y schnapps, y tú te emborrachaste.
Recuerdas claramente aquella borrachera, porque a lo largo de ella viviste una experiencia importante. Todos estabais achispados y salisteis a despejaros entre la nieve que cubría la ciudad, dándoles a los adornos navideños una consistencia de elemento natural. Dentro de tu embriaguez percibiste entonces dos niveles de la confusión que dominaba tu conciencia: en un nivel estabas tú, trastabillando por la acera, titubeando con las palabras que intentabas modular correctamente y pensando en Tere, la traidora, sin poder evitarlo, lleno de amargura; en el otro nivel estabas también tú, pero sintiendo de forma oscura, como si se tratase de algo que el otro tú pretendía mantener borroso, inconcreto, que Tere nunca te había engañado, que desde el primer momento había actuado pensando en el bien de los dos, que había sacrificado por vosotros sus directas apetencias, y que esa foto que tanto te había herido no era sino una anécdota irrelevante dentro de la camaradería universitaria que estaba viviendo.
Así fue como descubriste a ese Daniel que se albergaba en algún repliegue de tu alma, partidario de la inocencia de Tere, que es capaz de reprocharte tu conducta, y desde la muerte de Tere de abrumarte con remordimientos que muchas noches apenas te dejan dormir. Desde la mirada de ese Daniel puedes ahora recordar muchos episodios de tu relación con Tere. Ese Daniel te aseguraba que habías sido tú el traidor, el desleal, por un orgullo pueril y con el pretexto de unos celos sin verdadero fundamento, y la impresión que te causó fue tan poderosa que te hizo vomitar sobre la nieve, en unas arcadas que tus compañeros atribuían al exceso de tragos, pero que en realidad respondían al desprecio de ti mismo que el otro surgido por el conjuro del alcohol había hecho formarse, perceptible, palpable, dentro de ti.
Al día siguiente, cuando despertaste en tu cama de la residencia, comprendiste las extrañas alucinaciones que ciertos estimulantes provocan en nosotros, pero nunca has podido olvidar la apariencia de lucidez que tenía, que tiene, ese Daniel desdoblado de ti, que siempre te ha acompañado pero que antes no habías podido, o querido, percibir, haciendo flotar sobre tus juicios más profundos otros que los contradecían, que los contradicen del todo.
Pasan dos nuevos ciclistas veloces en la misma dirección que el que los precedió y Silvio exclama, admirado y satisfecho:
—¡Es una carrera!
Tú te sientes aliviado de que, al menos en ese aspecto, su curiosidad por la carrera de un solo participante, que tan desafortunadamente le explicaste, haya encontrado una respuesta coherente.
Pero transcurrieron las navidades, y el mes de enero, y en el de febrero recibiste una carta formal de la sucursal española, acompañada de una nota afectuosa de Gisela, en la que te ofrecían un contrato, incorporarte a la plantilla, y una retribución que, acostumbrado a lo menguado de las becas, te pareció fabulosa. Así fue como regresaste, tras despedirte de tus amigos y tener el último encuentro amoroso con Leni, en quien encontrabas, como te había ocurrido con Gisela, una tendencia a darte consejos, acaso por los años que a ambas las separaban de ti. Con su español de fuerte acento alemán, te recomendó que en la empresa procurases continuar siendo laborioso y discreto, que hicieses tu trabajo sin entrar en las seguras intrigas que habría a tu alrededor, para conocer a fondo los motivos y las actitudes de los compañeros.
«Oír, ver y callar», añadió, entre un fuerte vibrar de erres, antes de prometerte que te iría a ver a Madrid:
«Un día te haré una visita y te llevaré unos botes de esos arenques estilo Bismarck que tanto te gustan».
Y tras el regreso a España, en poco tiempo organizaste un modo de vida que no hubieras soñado en tus tiempos de estudiante: alquilaste un apartamento moderno, soleado, en la parte de Argüelles, que por fin comprarías no lejos de donde estaba la casa de la abuela de Tere, te sacaste el carnet de conducir, te compraste un coche con el que los fines de semana recorrías lugares desconocidos, en compañía de algunos de los viejos compañeros o de los nuevos amigos.
Supiste que Tere había regresado ya a España y que estaba de profesora en su facultad, como se había propuesto, y escuchar noticias de ella originaba tanta alteración en tu ánimo, que procurabas cortar con el asunto en cuanto se suscitaba, y lo hiciste de manera áspera la primera vez que un amigo común te lo preguntó:
«¿Se puede saber qué os pasó a Tere y a ti? ¡Con lo unidos que estabais!».
«Eso solo nos interesa a nosotros, en lo sucesivo vas a hacer el favor de no tocar el tema, si quieres que te siga dirigiendo la palabra», respondiste, poniendo tal gesto de enfado, que el amigo nunca volvió a referirse a ello.
También reanudaste tus relaciones carnales con Gisela, aunque supiste que tú no eras el único de sus amantes, esos que ahora se llaman amigos fuertes, porque ella misma te lo confesó un día en que le propusiste una cita para determinado fin de semana.
«Lo siento, Daniel, pero esas fechas tengo previsto pasarlas con alguien en Sevilla, celebramos nuestro aniversario», contestó.
Te quedaste tan extrañado, que no tuviste más remedio que intentar aclararlo:
«¿Aniversario de qué? ¡No me digas que te has comprometido!».
«No seas tonto —respondió—, es un amigo como tú, un amigo especial».
Por un lado te sentiste humillado, pero por otro era una liberación saber que Gisela no pretendía ninguna relación exclusiva contigo.
Lo tomaste a broma:
«En Alemania te metías con los anabaptistas, por polígamos, y tú, al parecer, practicas la bigamia».
Se echó a reír y te contestó, con toda naturalidad:
«Practico la poliandria, porque sois tres, pero solamente tres, tres encantos de hombres, empezando por ti», y te dio un beso.
Aunque en lo sentimental persistía el vacío que había ocasionado tu ruptura con Tere, tu vida era muy satisfactoria, y hasta llegaste a pensar que lo sentimental, por mucho que colmase esas ansias de ternura y de comunicación profunda que están inevitablemente dentro de nosotros, al fin acaba convirtiéndose en un motivo de dolor y en una fuente de amargura, como había sido tu caso. Mejor disfrutar de la vida sin complicaciones sentimentales, y haber encontrado una mujer liberada y liberal como Gisela había sido un auténtico regalo del destino, aunque no fueses tú solamente quien disfrutaba de sus tórridos encantos.