El río del Edén, el lugar sin tiempo, el ámbito del que ningún Jehová malévolo iba a expulsaros, donde vuestra pasión nunca podría extinguirse, es ahora solo una quimera, porque precisamente el tiempo ha resultado ese dios inmisericorde.
Aquel primer y mutuo amor incandescente duró dos años y pico más, lo que os faltaba para terminar vuestras respectivas carreras y lo que empleó Tere en hacer su curso de doctorado. El amor no se extinguió, pero la realidad comenzó a enfrentarse a él, a ponerle trabas.
Tere, que tenía muy buena relación con ciertos profesores del departamento y que no ocultaba la intención de integrarse algún día en él, había conseguido en el ministerio una beca para completar fuera de España la preparación previa a la escritura de su tesis, tras solicitarla siguiendo los consejos de una profesora. También había pedido otra en una universidad norteamericana, y había tenido la suerte de que se la concediesen.
Te lo expuso un día de sopetón, como la cosa más natural del mundo, como si no fuese a resultar de ello vuestra separación durante casi un año:
«Con el expediente que tengo no era difícil que me diesen la de aquí, pero lo de la americana ha sido una gran suerte, de modo que, además de estudiar, practicaré el inglés a fondo», te dijo muy tranquila, segura y alegre.
Estabais sentados en una cafetería de la calle Arenal, y a través de la cristalera veías pasar a la muchedumbre ante una de esas estatuas vivientes que tanto han proliferado luego, un muchacho con el rostro y el pelo pintados de blanco, unas alas blancas a la espalda y una túnica también blanca, acartonada, que en una de sus manos emblanquecidas portaba una especie de espada flamígera, dorada, que accionaba circularmente, en un gesto de saludo, cada vez que alguno de los transeúntes depositaba una moneda en el platillo colocado a los pies de la caja también blanca, simulando mármol, sobre la que se mantenía en pie, inmóvil como una escultura.
La noticia te sorprendió mucho y de forma muy desagradable. Tan desprevenido estabas, que tardaste algún tiempo en comprender el alcance de lo que Tere te estaba contando. Cuando fuiste consciente de ello, tu primera respuesta fue de reproche.
«Esto que me dices es una cabronada, Tere, podías haberme avisado de que ibas a hacerlo», exclamaste, molesto, malhumorado.
En ti dominaba totalmente el Daniel intolerante, suspicaz, incapaz de atender a razones.
En la mirada de Tere no hubo desconcierto, y en sus palabras se mostró la certidumbre de que esperaba esa reacción tuya.
«Vamos, Daniel —respondió—, hemos hablado de esto muchas veces, siempre te he dicho que después del curso de doctorado tenía la intención de irme fuera una temporada, que era imprescindible para mi currículo».
«¿Y por qué no me has avisado? —preguntaste—, ¿no te parece que tenía derecho a saberlo?».
No contestó a tu pregunta, sino que interpuso una manifestación de cariño:
«¿Te crees que me hace gracia separarme de ti? ¿Te crees que no te quiero muchísimo, más que a nada en el mundo?».
«No sé lo que tengo que creer —respondiste, sin aplacarte—, lo que está claro es que pones tu carrera por encima de nuestra relación».
Agarró tus manos con las suyas e insistió en unos argumentos que le habías escuchado muchas veces:
«Daniel, sabes de sobra que si no aprovechamos ahora todas las oportunidades que tengamos, perderemos el mejor momento, la mejor ocasión de nuestra vida para asegurarnos el futuro».
Como un reflejo de tu enfado, la estatua viviente, perdida la inmovilidad, increpaba a un hombre con aspecto de turista que le había hecho una foto y se alejaba sin dejar en el platillo ni una sola moneda.
«Lo que pasa es que no podía esperar de ti que no me lo advirtieses, que no me dieses ninguna oportunidad de opinar, que lo hicieses a mis espaldas», argüiste, y te sentías muy humillado.
Ahora vuelves a recordar, como lo has hecho muchas veces, que esa fue la que juzgaste como traición originaria, la que desencadenaría todas las demás, aunque entonces solo lo hubieses visto como un desaire, y descubres que en aquel momento estaba presente la imagen, aunque fuese de feria, del arcángel que expulsó del Paraíso a los padres míticos de la humanidad.
Abrazada a ti, Tere te besaba una y otra vez con ternura, zalamera.
«Claro que no lo hice, pues si lo hubiera hecho, a lo mejor intentabas disuadirme, Daniel, mi vida, y yo lo tenía claro y no quería discutir contigo, no te enfades, por favor, ¿cómo puedes creer que por irme fuera una temporada voy a dejar de quererte?».
Su sinceridad hacía el momento aún más doloroso, porque mostraba la premeditación con que había actuado, de qué manera había calculado todo el proceso para que su decisión no tuviese posibilidad de marcha atrás, pues durante aquel tiempo había estado en tus brazos bastantes veces, habíais paseado juntos, y mantenido numerosas charlas, e ido al cine y a la piscina, y pudo conservar, imperturbable, el silencio y el disimulo.
A través de la cristalera, te parecía que aquella grotesca representación del arcángel del Paraíso te estaba mirando directamente a ti, y en su ceño fruncido encontrabas un gesto de rechazo.
Te sentiste derrotado, porque tú no podías imaginar estar separado de Tere, y se lo dijiste, expresando tu desaliento:
«Es que yo no puedo ni pensar en que vamos a dejar de estar juntos, es que me rompo por dentro solo de suponerlo».
«¿Te crees que a mí me gusta la idea? —contestó—, pero en estos años no tenemos más remedio que sacrificarnos para preparar nuestra profesión, nuestra vida».
Era esa Tere previsora, que lo organizaba todo con meticulosa atención, que no dejaba nada al azar, si podía considerarlo.
«¿Y por qué tienes que irte fuera para eso?», preguntaste, desalentado.
No se lo preguntabas solamente a ella, sino al mundo complejo que os rodeaba, al mundo que negaba, por su misma esencia, la posibilidad de cualquier edén.
Tere te habló con el aplomo de quien tiene la certeza de actuar con la corrección exacta, perfecta:
«Me lo han hecho ver claro en el departamento, ha sido como una orden, y es la gente que me va a ayudar, estoy segura de que si rindo en mi trabajo fuera, si encarrilo bien la tesis, no voy a tener problemas para entrar».
Seguía abrazada a ti, sentías la suavidad de sus labios en tu rostro.
«Vamos, Daniel, al fin y al cabo un curso pasa rápido, anda, no te enfurruñes, dame un beso, yo no voy a dejar de quererte por muy lejos que me vaya».
Te encontrabas desalentado, perdido en un laberinto sinuoso como los que Tere dibujaba, pero que no te servía para ver más claro, para conocer mejor el rumbo de tu camino, sino para descubrirte aún más confundido.
«No sé si te hace feliz la idea o no, pero desde luego a mí no se me hubiera ocurrido pensar en separarme de ti así, por las buenas, durante tantos meses, sin avisar siquiera», respondiste.
Sentías en el corazón la quemadura que ha dejado en él su marca, porque tú, sin decírselo, habías renunciado a unas prácticas remuneradas en Alemania y habías aceptado una beca en unos laboratorios de Madrid, precisamente para no separarte de ella.
Tampoco en aquel momento le contaste nada, y ese silencio alimentaba tu frustración y hasta tu rencor, y durante el tiempo que medió hasta su partida, mientras ella preparaba diligentemente los documentos necesarios, tú te encontrabas mohíno, resentido, hasta el punto de que vuestros abrazos tenían, por tu parte, más de mera complacencia física que de arrobo amoroso.
Ahora comprendes que ni siquiera los ríos del verdadero Edén carecieron de tiempo, pues el Edén concluyó una vez, cuando sus moradores humanos, para los únicos que aquello había sido construido, fueron arrojados fuera a punta de espada flamígera.
Tú todavía mantenías con Tere bastante del embeleso originario, pero su cercana marcha se te presentaba como el final de un capítulo irrepetible de vuestras vidas, la conclusión de aquella etapa que había comenzado en estos mismos parajes. Y es que presentías, cercana su inmediata partida, una grave ruptura. Además, ella lo preparaba todo sin contrariedad ante vuestra separación, manifestando asumirla con mucha entereza, y muy a menudo insistía en la necesidad insoslayable de llevar a cabo sus propósitos:
«Daniel, amor mío, te encuentro desanimado, pero no tienes por qué estar así, esto va a ser una corta etapa en nuestras vidas, y no creas que yo no lo lamento tanto como tú, pero vamos a estar separados solo un tiempo, y te repito que es completamente necesario para que yo tenga mejores oportunidades cuando regrese, ya verás como me meten en el departamento enseguida».
Como a ti también te habían concedido aquella beca para trabajar en un laboratorio, aunque sin tener que desplazarte ni siquiera fuera de Madrid, Tere lo utilizaba para dar mayor consistencia a su argumentación:
«Además, tú vas a emplear este tiempo también en prepararte, y si yo no estoy no te voy a distraer, no nos vamos a perjudicar el uno al otro, vamos a trabajar a tope, y, como dicen los franceses, el amor con la ausencia crece más, ya verás lo felices que vamos a ser cuando nos reunamos para siempre, y con el futuro despejado. ¿No te das cuenta?».
El día antes de su marcha os encerrasteis en tu habitación para despediros, pero no fuiste capaz de hacerle el amor. Tere había traído una botella de vino y algunas cosas de picotear, para tener contigo una merienda de despedida, pero apenas las probasteis. Estabas inapetente, torpe, como sonámbulo, y lo único que hubo entre vosotros fue una sucesión de caricias tiernas, de besos cariñosos, y una conversación en la que ella expuso una vez más sus argumentos, como si necesitase repetirlos para convencerse a sí misma.
«A ti que te gusta tanto la ciencia ficción, imagínate que no me marchase a los Estados Unidos, sino que fuese a estar unos meses en una estación espacial. ¿A que lo verías natural? Pues eso es lo que voy a hacer, encerrarme una temporada en una estación espacial —argumentaba—. Estamos en agosto, y en julio, dentro de diez meses, me tendrás otra vez aquí y mientras tanto no dejaremos de escribirnos —añadía, con entusiasmada convicción—. Y entérate bien de esa comunicación tan rápida por ordenador que dicen que hay en algunas facultades de ciencias, que a lo mejor hasta podemos escribirnos de esa manera todos los días».
Tere tenía respuesta para todo, una disposición dialéctica incansable, eficaz, y tú no sabías qué contestar, pues veías el futuro sin ella como una sucesión de días inhóspitos, vacíos, lo que hacía aún menos atractivo ese panorama de becario en un laboratorio en las afueras de la ciudad que también significaba, con la interrupción de tu romance amoroso y el final de las rutinas universitarias, el comienzo de una etapa sombría, inescrutable.