Silvio se ha detenido. Debe de estar muy cansado, y fastidiado por la forma de llevar la mochila, pero no quiere dejarte la urna.
—Tengo mucha sed —dice.
Sacas una botella de agua y bebe con ansia, casi atragantándose.
—Cuidado, Silvio, bebe más despacio.
Te devuelve la botella.
—Mientras bebía, me he acordado de los extraterrestres. ¿Tú sabías que esos extraterrestres te chupan? —pregunta.
—¿Cómo que te chupan?
—Así —dice, aspirando con fuerza con la boca abierta, haciendo vibrar su gran lengua—, te chupan y te llevan a sus naves, y allí hacen esas cosas contigo —y añade una palabra que suena como «experimento».
—Quieres decir que te abducen —respondes—. Y es «experimentos». Repite.
—Eso, esa palabra tan difícil, «experimentos», pero es lo mismo, te chupan, o como tú lo dices.
También tú permaneces quieto y lo miras, apoyado en tu bastón:
—¿Quién te ha contado eso?
—Paula lo sabe muy bien porque se lo ha dicho su abuelo, para hacer experimentos, y también que a veces te acuerdas y a veces no.
Sujeta en el bastón ambas manos, e inclina el cuerpo hacia ti:
—¿Tú crees que a mí me habrán chupado, o eso que dices, alguna vez? ¿Y qué es un experimento?
La insoslayable Paula, de nuevo. Comprendes que no sabes todo lo que debieras de la vida de tu hijo en el colegio ni en el centro, a pesar de ser para él el principal confidente desde hace más de un año. Las veces que puedes vas a recogerlo, ves hablar a los niños entre ellos, pero no habías imaginado que en su comunicación hubiese estas complejidades, que cupiesen en ella los extraterrestres invisibles y amenazadores, por ejemplo.
—Ven que te dé un masaje, que no sé cómo puedes aguantar la mochila llevándola de ese modo.
Lo ayudas a quitarse la mochila, frotas suavemente esos hombros que deben de molestarlo bastante, el tacto de su pequeño cuerpo te recuerda el de Tere cuando hacías con ella los ejercicios que te habían indicado en el hospital, le informas de que falta otro trecho como el que acabáis de recorrer para llegar a la laguna, y le pides nuevamente que te deje llevar la urna.
—Papá, quiero que mamá vaya conmigo —responde, muy serio, mirándote con aire que va más allá de la súplica.
—Como quieras —concedes.
Silvio vuelve a preguntarte qué es un experimento.
—Mira, Silvio, un experimento es probar si una cosa puede ocurrir o no; por ejemplo, si una bola de cristal se disuelve, es decir si se deshace, en el agua. Si es o no soluble.
—El azúcar sí, pero una bola de cristal no, ya lo he probado —se apresura a decir Silvio, muy satisfecho—. ¿Y eso era un experimento?
—Por ejemplo —asientes.
—Pues yo no sabía que había hecho experimentos —dice muy ufano, orgulloso de sí—. Tampoco el chicle se dis… eso que dices, en el agua.
—Se disuelve —repites.
Se queda en silencio unos instantes:
—¿Pero qué experimento pueden hacer con uno los extraterrestres cuando lo chupan? ¿Qué experimento han hecho conmigo si me han chupado, o adu…, como lo llames? —quiere saber.
Habla el Daniel paciente:
—Mira, Silvio, yo no creo que los extraterrestres te hayan abducido nunca, ¿para qué iban a hacerlo? ¿Qué razón iban a tener?
Silvio te mira ahora con mucha fijeza:
—¿Es que no sabes que yo no soy un chico normal?
La pregunta es tan directa y él clava los ojos en ti de tal modo, que no reaccionas de inmediato, vuelves a quedarte turbado, como cuando se declaró chicodáun. Os estáis acomodando sobre unas piedras, lo que te ha permitido prepararte.
—¿Qué es eso de que no eres un chico normal? —dices, una vez sentado.
Él se ha sentado también y te observa con aire condescendiente, como si se hiciese cargo de que tú no estás al tanto de muchas cosas de la vida.
—Cuando llegué al colegio nuevo hay algunos que me llamaban subnormal, y nomo, que nunca me dejaban jugar al fútbol, que siempre me ganaban a todo, que se reían de cómo hablo y de cómo ando, de modo que se lo pregunté en el centro a la seño Aurora y me dijo que no le diese importancia, que lo que pasa es que yo soy distinto, como Bustillo y los demás, ¿te das cuenta? Un chicodáun.
No sabes qué contestar y Silvio continúa hablando.
—Dijo la seño Aurora que ser distinto no es ni malo ni bueno, y que no les hiciese caso a esos niños, que eran tontos y malos, así mismo lo dijo, eso les llamó ella. Y que se iban a enterar, y se lo pregunté a mamá y me dijo lo mismo que la seño, que yo era distinto, que pasase de ellos, y cuando volví al colegio, en el recreo, fui a donde estaban esos chicos y les pregunté si no se habían dado cuenta de que yo soy distinto, pero no me contestaron nada, ni siquiera se rieron, se apartaron de mí y nunca han vuelto a meterse conmigo, porque además ahora Paula es mi amiga y me defiende.
Se ha quedado en silencio unos instantes, como recapacitando sobre lo que acaba de contarme, antes de continuar:
—Pero si soy distinto, igual los extraterrestres quieren saber por qué, pues eso, para hacer un experimento, como se hace en las películas, y ahora que ya sé lo que es, a lo mejor me rajan mientras me tienen dormido, me abren y miran lo que hay dentro, igual tengo bichos raros y por eso no soy un chico normal, igual por dentro tengo otros extraterrestres enanos.
Te echas a reír, para quitarle todavía más importancia al asunto, pero no dejas de considerar que sabes poco de la vida real de tu hijo en su mundo escolar, a pesar de que procuras sonsacarlo, pero sin duda no lo haces con la habilidad suficiente, no sigues la lógica adecuada como para encontrar los verdaderos problemas, y él no te cuenta otras cosas que las que pertenecen a los terrenos fabulosos, como lo de los extraterrestres. De todas maneras, te sorprende su decisión de enfrentarse a sus acosadores, que acaso no sea fruto de sus carencias.
—No te preocupes —respondes—. Si los extraterrestres están interesados en algo, no creo que sea en tus diferencias con otros niños, tú eres un niño igual que los demás en lo físico, en cómo está hecho nuestro cuerpo, quiero decir, claro que unos podemos tener más memoria que otros, o mayor facilidad para algunas asignaturas, o razonar mejor, o hablar con mayor claridad.
—¡Pero mira que decir que soy un nomo! ¡Qué tontos! ¡Si fuese un nomo sería mágico, podría esconderme en el bosque y conocer a las hadas, y andar por los reinos que hay debajo de los árboles, y por los mares que hay dentro de la Tierra! ¡Si fuera nomo conocería magos, y hechizos, y dónde están el oro y los diamantes! ¿No te acuerdas de lo que pasa en El mago de Arsa? ¡Qué bobos, llamarme nomo!
No estás seguro de que Silvio preste atención a lo que le estás explicando. Recuerdas sus conversaciones con Tere, que durante tantos años fastidiaban por su simpleza al Daniel intolerante, pues en ellas encontraba un testimonio diario, continuo, de esa inferioridad mental tan humillante para tu manera de pensar de entonces, y ahora te parece admirable la paciencia de ella para responder a la infinita cadena de preguntas que el niño podía ir enlazando a propósito de cualquier cosa, o, al contrario, su perseverancia para conseguir que Silvio hablase cuando entraba en alguno de sus períodos taciturnos, de inexplicable mutismo.
Si Silvio te interpelaba a ti, lo remitías a Tere:
«Eso te lo explica mejor tu mamá, que para eso es profesora», le decías, siempre desde la intención malévola del peor de los Daniel que viven en ti.
Eras incapaz de olvidar lo que había detrás de la incorporación de aquel hijo precario a tu vida, y además no tenías fuerzas para afrontar la interminable secuencia de preguntas que podía llevar consigo vuestra comunicación, y aunque a menudo Tere asistía a aquel implacable reenvío, nunca te dijo nada, sobre todo después de lo que había sucedido entre vosotros cuando conociste los antecedentes de la deficiencia de Silvio. Pero ahora ya no está Tere, y todos los resentimientos de aquel Daniel entonces predominante han venido a hacer más agudos los remordimientos del Daniel piadoso. Has asumido la paciencia de Tere con Silvio como una obligación que forma parte del legado, y procuras con firmeza no incomodarte cuando charlas con él.
—No me estás atendiendo, Silvio —le dices, paciente.
Se queda cortado, confuso.
—Es que pensaba en los nomos, quiero decir en esos extraterrestres que quieren adu… —intenta completar la palabra, sin lograrlo.
—Abducirte —interrumpes—. Dilo tú, ab-du-cir-me.
—Ab-du-cir-me —repite con dificultad—. Es una palabra muy difícil, papá.
—¿Te interesa aprendértela?
Afirma con la cabeza enérgicamente.
—Pues si te interesa, repítela muchas veces hasta que te la aprendas, pues eso de que te quieren chupar es feísimo.
—Es que pensaba en todo eso y se me fue la cabeza.
—Escucha —dices, cogiendo una de sus manos, como muchas veces hacía Tere al hablar con él—. Te decía que tú no eres raro, que entre los seres humanos, unos somos más listos que otros para unas cosas, y menos listos para otras, que unos corremos mejor que otros, o tenemos más puntería, o mejor voz, pero que por dentro no nos diferenciamos absolutamente en nada; si lo pudieses mirar por dentro, el primero de tu clase es exactamente igual que el último, tiene los mismos órganos, los mismos huesos, las mismas venas.
Mientras te diriges a él comprendes que, en cuestión de traiciones, estás traicionando todo lo que ha conformado tu convencimiento en esa materia durante muchos años, y que no lo traicionas con falsedad, sino convencido de lo que ahora estás expresando.
—Entonces, a lo mejor es por lo del tesoro, como te dije antes.
Su respuesta te deja desorientado.
—¿Qué quieres decir?
Vuelve con su otro tema obsesivo, el que surgió cuando le contaste la leyenda de la laguna:
—Que a lo mejor piensan que queremos llevarnos el tesoro, y por eso nos persiguen, aunque no los notes.
—Tienes razón —respondes, y hablas de forma muy tajante—. Como dijiste antes, podrían pensar que queremos ir a por el tesoro del conde don Julián, pero no te preocupes, que ahora mismo voy a desengañarlos.
—¿Qué vas a hacer?
Te pones de pie, haces bocina con las manos, gritas:
—¡Extraterrestres, escuchadme! ¡Os habla el papá de Silvio!, ¡repito!, ¡os habla el papá de Silvio! ¡No vamos a buscar el tesoro!, ¿me oís?, ¡no vamos a buscar el tesoro! ¡Dejadnos en paz de una vez!
Tus voces encuentran de repente un eco que vibra en los peñascos del otro lado del río. Luego miras a Silvio, que parece haberse tranquilizado, aunque dentro de su imaginación se mantienen vigentes ciertas expectativas, porque murmura:
—No vamos ahora, no vamos esta vez, pero a lo mejor otra sí vamos, ¿no?
Estás a punto de soltar una carcajada, pero te contienes.
—Chitón, Silvio, no digas nada y sigamos caminando, que ya nos falta poco para llegar —respondes al fin, ayudándolo a sujetarse otra vez la mochila.
Colocas la urna lo más alto posible, para que no se apriete demasiado contra su espalda, le das el bastón de montañero que tanta satisfacción le da usar y que tanto lo ayuda a caminar, y piensas que esta obsesión por los extraterrestres es similar a otra que ha mantenido desde que comenzó a comprender las imágenes impresas, y es la de intentar encontrar el último sentido de las ilustraciones de los libros que lee o que le lees, como antes hacía Tere, a lo largo de ratos interminables. Pues en cada imagen, sobre todo como sea muy realista, debéis deteneros durante mucho tiempo, hasta que para él queden desvelados todos los gestos de los personajes, sus muecas y actitudes, la razón de que animales o seres humanos se muestren de la forma en que lo hacen, el destino de los caminos que puedan aparecer dibujados, adónde van los pájaros que vuelan o las naves que se ven en la superficie del mar, si hay un mar en la ilustración, quién vive en los castillos o en las edificaciones, aunque su creciente interés por el mundo virtual, por las películas de ficciones espaciales y por los juegos de ordenador, según ha ido haciéndose mayor, lo ha alejado de las imágenes estáticas que acompañan los textos de los libros.
Mas una obsesión similar a la que ahora tiene hacia esos extraterrestres invisibles y el tesoro de la laguna, la tuvo anteriormente, también consecuencia de alguna conversación en el colegio, hacia la igualdad de los seres vivos.
Entonces todavía vivía Tere, y sin duda parte de las largas conversaciones que ambos mantenían antes de que él se acostase se ocupaban de ese asunto como motivo central. Tú lo supiste porque varias veces, a lo largo de algunos meses, te habló de que los humanos éramos hermanos de los demás seres del mundo.
«¿Te das cuenta, papá? ¡Somos hermanos de los gatos, de los perros, de los caballos, de las ranas, de los chipirones!».
«¿Pero quién te ha contado eso?», le preguntaste.
«Lo saben en el colegio, todas las cosas vivas somos hermanos, todas, todos estamos formados de lo mismo», afirmó con una seguridad indiscutible.
Te miró con mayor intensidad, sorprendido de lo que él mismo había dicho:
«¿Qué es estar formados de lo mismo? —preguntó—. En el colegio no lo he entendido».
«Os habrán hablado de la materia», contestaste tú.
Silvio casi no te escuchaba, porque aquella tarde había en la sala una gran mosca zumbadora revoloteando, tú no habías conseguido que se fuese por la ventana abierta y Silvio llevaba largo rato intentando atraparla, con peligro de que algunos muebles se viniesen abajo.
Dejaste de leer el periódico y le ordenaste que se estuviese quieto.
«Si no puedes estar tranquilo, márchate a tu cuarto», le dijiste.
«Es que quiero coger esa mosca».
«¿Pero se puede saber para qué quieres coger esa mosca?».
«Para darle un beso, es mi hermana», respondió, convencido.