Eran estos mismos lugares, este río naciente, que es de continuo nuevo pero que también acarrea el agua de siempre, el agua originaria, en un círculo que durará lo que dure el planeta.
La obsesión de Silvio por los extraterrestres te hace recordar que también ese mundo del espacio ficticio, abundante en planetas extraños y seres fabulosos, formaba entonces parte segura de tu imaginario, a través de la lectura de aquellas novelas de ficción científica a las que eras tan aficionado. Te ha parecido que la nueva obsesión que tanto remueve la inteligencia infantil de tu hijo es propia de su deficiencia, pero tienes que reconocer que, al parecer sin discapacidad mental alguna, y con mucha más edad que él, a ti también te sedujo el mundo fabuloso de lo extraterrestre.
Lo recuerdas mientras Silvio continúa avanzando estoicamente a tu lado, con sus andares patosos, al contemplar el río y pensar en el interminable ciclo de su corriente, pero también al evocar aquellas plácidas conversaciones sin prisa, aquellos debates placenteros que, entre los abrazos y los paseos, manteníais Tere y tú en vuestra primera exploración de estos lugares.
Una noche estrellada, tumbados sobre las colchonetas en la zona más despejada del soto, Tere había dicho que la laguna, el río y todo lo que os rodeaba era ejemplarmente natural: «plenamente terrestre», dijo, porque a veces le gustaba utilizar términos aparatosos, y usó esas mismas palabras.
«¿Qué quieres decir con eso de plenamente terrestre?», preguntaste.
«Bueno, no encuentro la expresión adecuada, en cierto modo quiero decir autóctono, nuestro, que solo nos pertenece a nosotros, a los habitantes del planeta Tierra, que es fruto de las misteriosas combinaciones y evoluciones que hubo solamente aquí, al margen de esos infinitos mundos lejanos».
«Ahora me sales nacionalista terrestre, ¿o cómo lo llamaríamos? ¿Terrestrista?».
«Venga, sabes de sobra lo que quiero decir, la maravilla de que solamente aquí, que sepamos, se haya producido este milagro de la vida».
«Pues eso puede ser relativo. Acabo de leer una novela de esas que me gustan a mí, en la que un sabio plantea que el agua, el origen de la vida, en sus orígenes, fue lo menos terrestre que uno pueda imaginarse, que el agua tendría su origen en el espacio exterior, y aunque se trate de ficción, la novela es muy verosímil».
Era una noche tranquila y serena, de esas que celebran las canciones populares, una noche en la que el calor del día había decrecido, carente del bochorno que estaba marcando las anteriores jornadas, y contemplabais el cielo lleno de estrellas.
Sentiste a Tere rebullir a tu lado, escuchaste su voz llena de extrañeza:
«¿Origen en el espacio exterior?».
«Te digo que es solamente una ficción, pero la hipótesis es atractiva. Sabemos que los meteoritos llegan cargados de sustancias diversas, y según esa novela, la mayor parte del hidrógeno y el oxígeno de la Tierra vinieron de muy lejos de este planeta hace unos cuantos billones de años, en un intenso bombardeo de meteoritos que la ciencia no puede negar», respondiste.
«Sigue, que me encanta», dijo la voz de Tere.
«Gracias a esos meteoritos cargados de hidrógeno y oxígeno, empezó a haber hielo sobre la superficie de este astro reseco, y al cabo de un tiempo muy extenso, digamos casi infinito para entendernos, y gracias al calor del sol, el hielo se licuó y comenzó a existir el vapor de agua, claro que la actividad volcánica ayudó, como sigue ayudando, pero según esa novela el primer hielo llegó al planeta desde muy lejos, y es una hipótesis que me agrada».
«Es una hipótesis maravillosa, aunque destruya mi…, ¿cómo lo llamaste?».
«Terrestrismo».
Le contaste que el sabio protagonista de la ficción, empeñado en lanzar rumbo a la Luna proyectiles cargados de hidrógeno y oxígeno, para crear la atmósfera, convencido de que la gravedad del satélite sería capaz de retenerla, pensaba que eso había sucedido en el planeta Tierra: aquel hielo primero formó el agua y luego la atmósfera, y así se inició el ciclo continuo de evaporación, de condensación y lluvia que nutre los ríos y los mares:
«El calor del sol vuelve a evaporar el agua y creará las nubes que producirán la lluvia que cargará los acuíferos, que harán fluir los ríos, y así continuamente. Pero el origen de esa agua sería extraterrestre».
Luego ha resultado que aquella invención literaria fue premonitoria de una teoría geológica, y que ahora hay quien la propone y la defiende desde la parte de la ciencia, de modo que ese origen extraplanetario del agua terrestre ya no forma parte del territorio de la ficción. No quieres decírselo a Silvio, contarle que también nosotros tenemos mucho de extraterrestres, para no confundirlo, pero, sobre todo, porque temes que esa información convertiría su obsesión en una cadena interminable y pesadísima de preguntas.
Aquella noche plácida, cubierta por el esplendor majestuoso de las estrellas chisporroteantes, tumbado junto a Tere en la oscuridad placentera del soto, añadiste algo en lo que habías pensado mucho aquellos días, en numerosos momentos, durante el disfrute recíproco de vuestros cuerpos sudorosos:
«Todas las aguas, quiero decir también nuestro sudor, nuestros fluidos».
El murmullo del río era la melodía más adecuada para acompañar a vuestra charla.
«Explícate mejor».
«¿No es cierto que dos tercios de nuestro cuerpo están compuestos de agua?», preguntaste enfáticamente.
«Yo he leído que es el setenta y cinco por ciento».
«Más a mi favor. Lo que quiero decir es que esa agua, la misma que ahora se oye correr suavemente ahí cerca, está también hecha de seres humanos, qué más da que en su origen haya podido ser extraterrestre, esa agua que ahora corre por todos los ríos del planeta ha formado y forma parte de todos los que vivimos y hemos vivido aquí, de nuestro sudor, de nuestras lágrimas, de los líquidos y fluidos que componen nuestra masa corporal, empezando por la sangre».
Tere se había alzado, la veías de modo borroso apoyada en un brazo:
«¿Quieres decir que el agua de este río, y de la laguna, está compuesta también del agua de los seres humanos?».
Su voz denotaba sorpresa, admiración.
«Naturalmente», respondiste.
«A lo mejor hasta se podría calcular qué parte del agua del planeta corresponde a la humanidad desaparecida, y hasta la cantidad de agua que producimos hoy los seres humanos, entre los demás seres vivos, a cada minuto que pasa», añadió Tere, y su voz denotaba excitación.
«Sería algo complicado, pero podría hacerse perfectamente», asentiste.
«¿Cómo puedes ser tan inteligente?».
Te echaste a reír:
«En ella está disuelto Alejandro Magno, a quien admiras tanto, y Cleopatra, y la princesa de Éboli, que era de una comarca cercana a estas tierras, y Nerón, y Nefertiti, y el pobre John Lennon, y Verdi, y Picasso, y Einstein, los grandes y los pequeños, los déspotas y los héroes».
«Nunca lo había pensado. Me parece impresionante».
«Pero ojo, porque puedes estar segura de que predomina el agua de la gente mala y estúpida, que es mayoría en la vida real, lo que nos llevaría a la conclusión de que gran parte del agua del planeta se compone de vulgar estupidez, de boba fatuidad».
«No te lo tomes a broma —respondió—, en ella están mi abuelo Miguel, mis pobres padres y mi tía Natalia, que iba con ellos en el avión, y una profesora a la que quise mucho».
Se había inclinado sobre ti, porque escuchaste su voz muy cerca de tu oído:
«No lo había pensado, de verdad que eres listo, y hasta poeta, aunque no lo sepas».
Volvió a tumbarse en su colchoneta, y en su voz permanecía la sorpresa regocijada:
«Desde ahora, cada vez que me bañe, o que beba, cada vez que abra un grifo, lo recordaré, que estoy bebiendo a los seres vivos que estuvieron aquí antes que yo, y que mi cuerpo estará con todos los demás en el ciclo del agua, que somos agua que seguirá fluyendo después de que muramos, que seremos bebidos por nuestros descendientes».
Y en este instante, mientras contemplas una vez más la corriente verdosa que se escurre en el fondo del cauce rocoso, piensas que Tere se encontrará doblemente en el ciclo del agua a partir del momento en que viertas sus cenizas en la laguna.