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Regresasteis mientras la luz del sol se iba haciendo menos violenta y el día empezaba a descansar de su ardor. Conforme os acercabais a vuestro campamento, en la sombra acogedora del soto, donde permanecían, como figuras extravagantes en el paraje, la tienda de campaña y la mochila colgada de un árbol, sentías una jubilosa sensación de vuelta al hogar, de regreso a un seguro centro.

«¿No te parece que estamos llegando a casa?», le preguntaste a Tere.

Ella, riendo, asintió:

«Es cierto, acabo de mirar la tienda bajo esos árboles como si fuese mi casa de toda la vida, y ni siquiera la hemos estrenado».

Una sensación justificada, porque era la primera vez que disfrutabais de un espacio propio, que os pertenecía a los dos por igual, donde no había otros inquilinos compartiendo el pago del alquiler, acaso emitiendo desde su habitación una música estrepitosa, ni una abuela y una hermana que podían aparecer en cualquier momento, con todo su derecho, para contar o preguntar alguna nimiedad.

Habíais pasado tanto calor y estabais tan cansados, que decidisteis bañaros en la poza azulada que había más allá del remanso arenoso que, cerca de la tienda, ofrecía la pequeña playa fluvial. A pesar de la sombra que cubría ya la corriente, el lugar mantenía el aspecto marino que te sorprendió al encontrarlo, como si fuese un pequeño rincón costero.

Tere entró en la tienda y se puso el traje de baño, pero tú, que te habías desnudado del todo, se lo quitaste sin hacer caso de sus protestas.

«¿Pero qué haces?», decía Tere, entre risas.

«¿Es que todavía no te has dado cuenta de que somos Adán y Eva?», le preguntabas mientras abrazabas su hermoso cuerpo blanco y besabas su cuello, sus hombros, sus pechos, su boca. «Somos Adán y Eva en el río del Edén, en las aguas donde se han disuelto las primeras esmeraldas de la Creación».

De repente habías descubierto que toda la extrañeza del paraje podía resolverse en esa virginidad tranquila que se supone propia de los paraísos, de los espacios naturales donde la presencia humana no ha dejado todavía su huella depredadora, y ahora comprendes claramente el empeño de Tere en que sus cenizas vayan a parar a la laguna, pues sin duda ella estaba viviendo la misma experiencia que tú de regreso a ese espacio mítico originario que permanece en la imaginación de todos los humanos.

Encontrabais en estos montes, en estas gargantas, en este río, una emanación de paz inmutable, la paz de la que se impregnaría vuestra ternura en aquella luna de miel para marcarla con un sello que parecía indeleble, y que de pronto hace vibrar en el Daniel clemente otra sacudida de remordimiento. Pues aunque todo permanezca igual, tú eres otro muy distinto, y al evocar la percepción edénica que enseguida sentiste y lograste transmitir a Tere, surge en ti la amargura de otros recuerdos más recientes, pero a la vez te parece seguir siendo aquel que, a pesar de todo, sobrevive dentro de ti y es capaz de reconstruir el júbilo de aquellos momentos inaugurales vividos con ella en este sitio con tanta intensidad.

Hasta entonces, vuestros encuentros amorosos habían sucedido casi siempre en el desvencijado piso que compartías con otros tres compañeros, en una alcoba angosta, lóbrega, mal ventilada, sobre un camastro estrecho y rechinante.

Los momentos de amor siempre crean un olvido que, aunque sea pasajero, instantáneo, les da su especial dimensión fuera del tiempo, pero cuando vuestro abrazo terminaba, volvías a descubrirte en el viejo jergón, junto a una ventana de visillos raídos, un armario con la luna rajada, la desordenada mesa de estudiante iluminada por un flexo lleno de abolladuras y un antiguo mueble con un espejo deslucido que sostenía una palangana y una jofaina, aunque el hermoso desnudo de Tere irradiase una luz consoladora, capaz de redimir la paupérrima presencia de lo que os rodeaba.

Sin embargo, en aquella excursión, el marco para la unión de vuestros cuerpos lo componía, por encima de la tienda, una gigantesca habitación silvestre cuyas paredes eran los enormes roquedales, los puntiagudos cerros, y el techo los árboles frondosos, con el rumor de la corriente y el alborozo de los pájaros y de los insectos como un acompañamiento musical, con el ornato de los matorrales diversos y de las hierbas silvestres, con su aroma, una habitación ajena a toda presencia humana que no fuera la vuestra.

Aquella soledad en la naturaleza os excitó mucho, como si verdaderamente fueseis los primeros habitantes del mundo, y sobre la propia arena de la playa minúscula, después de bañaros en la poza, húmedos aún del agua fresca, tuvisteis el primero de los abrazos carnales que irían señalando muy a menudo las jornadas, y después de bañaros de nuevo y de secaros reanudasteis las caricias amorosas, esta vez sobre las colchonetas.

Nunca antes habías encontrado a Tere tan entregada a tus caricias, tan dispuesta a secundarte en lo que seguía siendo para vosotros el aprendizaje del amor, tan jóvenes todavía y con tan poca experiencia. Ella suspiraba con fuerza, entrecerraba los ojos, murmuraba palabras oscuras, y esa disposición suya te hacía gozar doblemente de aquellos momentos.

«Así debía de comportarse Eva en el Edén ante los arrumacos y las acometidas de Adán», le dijiste luego, admirado de su pasión.

«En el Edén, Adán y Eva fueron castos», repuso Tere.

«¿Cómo que fueron castos?».

«¿Es que no recuerdas lo que dice la Biblia? —continuó ella, burlona—. Se conocieron después de ser expulsados de allí».

«¿Castos? ¿Pero qué tontería es esa de que fueron castos?», preguntaste.

Saboreabas tranquilamente vuestra mutua desnudez con lentas caricias sobre su piel, tan clara y suave.

«Tuvieron relaciones sexuales después de ser expulsados —insistió Tere, con mohínes sabihondos—, porque en el Edén ni siquiera existía la libido».

«Ese es un Edén interpretado torcidamente por los clérigos», adujiste tú.

«¿En qué te basas para decir eso?».

«¿Pues cómo, si no, se reproducían las demás especies? ¿Por qué había manzanas en el árbol, si antes no había habido polinización?».

«Aplicar la racionalización al mito me parece estupendo —dijo Tere—, estoy segura de que a Darwin le hubieran encantado tus argumentos».

«Adán y Eva pasaron muchos momentos de amor en el Edén, de eso no te quepa ninguna duda, en paz con todas las especies, y siguieron pasándolos después, aunque ya entre frío y penuria, hambre y privaciones, lo que pasó fue que Jehová tenía muy mala leche, y en el fondo quería echarlos de allí, yo creo que le daba rabia su felicidad, que acaso no se la esperaba, y por eso introdujo la dichosa serpiente, si es que la serpiente no era él mismo metamorfoseado en reptil».

Ahora piensas que también la historia del Paraíso original es una historia de traición, pues no otro sentido tiene esa trampa del Creador, dispuesta en forma de una tentación irresistible para la inteligencia humana, para el Homo sapiens, que a su vez infringe la absurda prohibición impuesta, traicionando a la autoridad. Y es que la traición, la deslealtad, componen la materia central de muchas de nuestras ficciones, como si su sello estuviese firmemente impreso en lo más profundo de nuestra naturaleza, porque defraudar la confianza que han depositado en nosotros es acaso el comportamiento más excitante para nuestros oscuros regocijos.

Sin embargo, entonces tú todavía no habías traicionado nada, eras en eso del todo inocente, y terminaste tu argumentación asegurando que en aquel Edén vuestro no existía ninguna serpiente engañosa porque tampoco existía ningún Jehová:

«Nadie nos va a expulsar de aquí, dame otro beso y luego tomamos algo, que estoy muerto de hambre y dispuesto a comerme lo que sea, hasta la dichosa manzana del Árbol del Bien y del Mal, si fuese preciso».

Había aún mucha luz cuando empezasteis con apetito vuestras provisiones, metisteis luego las colchonetas en la tienda y os echasteis a dormir, el sueño se apoderó inmediatamente de vosotros, y estabais tan cansados del viaje y del calor y de los abrazos, que dormisteis más de doce horas seguidas.

Y recuerdas el día siguiente casi en todos sus instantes, era la jornada en que inaugurabais solemnemente vuestro edén, cuando tomabais posesión cuidadosa de sus primeros rincones, otro día lleno de luz y calor en el que apenas os movisteis de los alrededores del campamento.

En el momento del despertar se oían en el pequeño soto arrullos de tórtolas y os arrojasteis entre gritos alegres al río cargado de sol, antes de desayunar lo que meticulosamente preparaste con ayuda del pequeño hornillo de gas que habías transportado. Luego, dedicasteis la jornada a recorrer el río en ambos sentidos.

Río arriba, a unos trescientos metros, había una cascada ruidosa donde os disteis la más abundante de las duchas antes de bañaros en la poza que se abría bajo la caída del chorro. En aquella zona, y debido al desnivel, el suelo se hacía abrupto, y para ir más allá era preciso remontar una rampa empinada, que en lo más alto ofrecía algunas concavidades donde se podía tropezar y caer, en un terreno poco favorable al paseo.

Río abajo del soto, las aguas se iban deslizando por un cauce en el que se multiplicaban las pozas, los sotillos, las pequeñas praderas, siempre entre pintorescas acumulaciones rocosas, a lo largo de casi un kilómetro, antes de que la falta de borde interrumpiese la ruta, en un punto donde solamente continuaba el murallón rocoso, frente a una parte del río amplia y profunda como una piscina.

A la hora de comer regresasteis al campamento, y tras el amor y la siesta, leyendo sendos libros mientras esperabais a que el calor amainase, antes de pensar en otra inspección del territorio, te sentías tan jubiloso que le preguntaste a Tere si no estaría dispuesta a pasar toda la eternidad contigo en aquel sitio:

«Estar tú y yo solos aquí, como estamos ahora, para siempre, en este verano y en esta soledad —dijiste, enfático—, por los siglos de los siglos, amén».

Claro que era una proposición imposible, una simple formulación idealista, simbólica, pero te encontraste con una respuesta que recuerdas agitando levemente la placidez de la jornada, en la conversación que sucedió a aquella demanda retórica, pues Tere mostró una actitud que disentía claramente de la tuya y que marcaría dos formas contrapuestas de enfocar vuestra relación.

Al escuchar tu propuesta, Tere, que había cerrado su novela y estaba dibujando meticulosamente con un bolígrafo, en un cuadernito apoyado en el libro, uno de los laberintos a los que era tan aficionada como otros a hacer crucigramas, una línea seguida que se enrevesaba hasta llenar toda la superficie, y que formaba en cada caso un dibujo diferente, lo que ella denominaba sus mandalas, se echó a reír, te revolvió el pelo con cariño y exclamó:

«¡Pero qué manía con la eternidad! ¿No dijo el poeta que la eternidad cabe en un instante?».

«¿Es que si pudieses ser eterna no querrías estar conmigo para siempre, en un edén como este?», preguntaste otra vez.

«Vamos, Daniel —repuso ella—, yo creo que eso de la eternidad es una trampa, una engañifa, una coartada, una ficción disparatada».

«¿Y toda la vida? ¿Toda la vida mortal tú y yo aquí, solos y felices?».

Te besó.

«Daniel, en la vida vamos a querernos siempre, pero además del amor hay otras cosas, no me puedo imaginar aquí tú y yo solos, sin libros, sin pelis, ni teatro, ni música, sin gente haciendo cosas alrededor, sin ver pasar los autobuses y la historia, estáticos, sin que la línea corriese como esta que estoy dibujando, sin ir y venir, sin ningún zigzag, sin dar vueltas, una línea siempre recta, igual, qué monotonía».

«¿Por qué monotonía? Amor, y más amor, y charlar, y pasear, y descubrir siempre rincones nuevos, solos tú y yo mano a mano».

«A saber si entre tanta soledad, siempre en lo mismo, no acabábamos aborreciéndonos».

«¡Cómo te pones!».

«Lo digo en serio, yo creo que pensar en la eternidad no es sano, nos hace despreciar el tiempo que se nos va, que es el único tiempo existente. Y esa soledad, por muy llena de amor que estuviese, me parecería una condena, un exilio».

Tardaste en contestar, y recuerdas aquella actitud suya, por muy jocosa que se manifestase, surgida en charlas casuales y dentro de la pura especulación caprichosa, como un pequeño grumo en la memoria, porque entonces te pareció que relativizaba vuestro amor: tú querías que para Tere estar contigo fuese lo más importante, absoluto, inconmensurable, como creías que era para ti su compañía, pero ella lo colocaba entre otras cosas que consideraba no menos imprescindibles.

«O sea, que nuestro amor, para ti, es algo equiparable al cepillo de dientes, al teléfono, a la lavadora, a las compresas».

«Mira que eres tonto», dijo, con un abrazo que te hizo caer de espaldas, mientras se reía.