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Era la primera vez que Tere y tú hacíais un viaje juntos y solos, y pese a la incomodidad, el traqueteo, las numerosas paradas en puntos cargados de polvo, los bocadillos devorados con apresuramiento, bebiendo agua a morro de la cantimplora, las bocanadas de calor que las ventanillas abiertas de los autobuses apenas conseguían paliar, vivíais la jornada como la más satisfactoria de las aventuras.

El tercer autobús os había dejado en el pueblo cuando empezaba la tarde, entre un calor que no había amainado y que volcaba sobre todas las cosas su rigor pegajoso. Las calles del pueblo estaban abrumadas por una soledad que parecía definitiva, pero al fin, tras recorrer unas cuantas calles vacías de seres humanos, pudisteis contrastar las indicaciones del mapa con la información de una mujer que se abanicaba sentada a la sombra detrás de una casa, las piernas estiradas y abiertas, los pies descalzos, con aire tan exhausto que vuestra repentina aparición ni siquiera logró inmutarla.

Sus explicaciones fueron prolijas pero muy oscuras, y a pesar de ello os pareció que coincidían con lo que el mapa señalaba. Emprendisteis la ruta de la laguna más allá de las últimas construcciones, bajo el sol riguroso, rumbo a un horizonte cercano donde se abigarraban las masas montuosas, cada uno con vuestro gran bulto a las espaldas.

Este viaje de hoy, a partir de ese mismo pueblo, primero en el coche, luego la caminata, te está devolviendo intactas muchas imágenes de aquel: la llegada al camino y el primer encuentro con el barranco que sirve de cauce al río, torciendo su angostura; los sucesivos recodos que permiten vislumbrar el fulgor verdoso del agua, en el fondo de la hoz; los peñascos amarillentos que van haciendo destacar sus diferentes volúmenes y alturas como restos de enormes torreones desgastados, sobre los que planean grandes aves lentas; la vegetación abigarrada que forman árboles de muchas especies distintas y matorrales, ahora ya toda señalada por los primeros signos del otoño.

El rumor del río, que también entonces tenía sonoridades diversas según los ámbitos que lo rodeaban, hacía aún más silencioso un contorno donde solo vuestros pasos restallaban, como sucede hoy, un silencio que se muestra insólito en vuestra costumbre pero que no es un vacío, sino una concavidad donde cualquier rumor, pisada, gorjeo, chasquido son acogidos con resonancia musical.

Aquel día, hora y media después de salir del pueblo, tras atravesar estos mismos vericuetos que provocan en ti, al recordar a la Tere de aquellos momentos, una inevitable sensación de desconsuelo, alcanzasteis al fin el último tramo del camino, y en él la bifurcación en la que aquel compañero os había recomendado tomar la senda que, tras ascender suavemente entre el monte, os permitiría la visión de la laguna desde la altura.

Habíais tenido muy pocos y breves momentos de descanso, pues erais jóvenes y robustos, y caminasteis el último trecho con la ilusión del descubrimiento que, al parecer, os esperaba. Y allí estuvo de pronto, reluciente de sol, la superficie del agua. Os quedasteis contemplándola durante largo rato, absortos en el cuenco montañoso que la recoge en su oquedad.

«Parece un gran ojo enfocado al cielo —dijo Tere—, como si la Tierra estuviese mirando al universo a través de él».

Aquella imagen del ojo terrestre reflejaba una extrañeza que tú también sentías ante la vertiginosa soledad que allí se mostraba, hecha de una materia a la que vosotros parecíais tan ajenos.

«¡La Tierra tuerta!», exclamaste, para sacudir con una broma la inquietud que de repente te había asaltado.

Luego continuasteis vuestra marcha, descendiendo por la ladera hasta llegar a la orilla de la laguna, donde os sentasteis un rato en un espacio libre de cañaveral, deslumbrados por la claridad refulgente.

Aquel ojo terrestre, opaco, tan cercano, emitía una soledad todavía más sólida, y sentiste por primera vez la imagen palpable del mundo deshabitado, autosuficiente, en el que Tere y tú erais intrusos. Un mundo que siempre había estado ahí, que estaría cuando vosotros desaparecieseis, donde predominaban el silencio, la lejanía, la impenetrabilidad, mientras tú jugabas a las cartas con los compañeros en tu desvencijado piso madrileño o recorrías con Tere las calles de la ciudad en algún paseo vespertino, mientras la madre de la vecina moría en su cama de pura vejez o los camiones de la basura alborotaban la noche en su recorrido, mientras tomabas notas de una lección o guardabas cola en el metro para sacar un billete.

Sofocados por la caminata permanecisteis inmóviles, abrasados todavía por un calor que la sombra solo amortiguaba ligeramente.

Aquel compañero, que conocía muy bien el paraje, os había recomendado estableceros en un lugar que estaba más abajo de la laguna, a tiro de piedra, decía él, al que se llegaba bordeando un pequeño desaguadero, y después de descansar un rato en una zona sombría de la orilla de la laguna, decidisteis buscarlo para quitaros de encima los bultos, que ya se habían hecho demasiado incómodos.

El desaguadero estaba seco y seguisteis durante un breve trecho la ruta indicada, hasta descubrir muy pronto la orilla del río y, un poco más adelante, un soto cuajado de árboles. Cuando alcanzasteis el espacio que os pareció más adecuado para acampar, unos patos alzaron el vuelo al otro lado de una mata de juncos. El sol estaba todavía muy alto, pero los chopos y las mimbreras formaban una sombra tenue en la que volaban insectos y se filtraban finas hebras del brillo del día.

Montasteis la tienda, no sin trabajo, en un claro del pequeño soto donde el río se deslizaba con murmullo suave. En la leve transparencia del agua, remansada sobre un fondo arenoso, el color verde azulado suscitaba una incongruente imagen mucho más marina que fluvial. Al acabar la instalación de la tienda, Tere propuso subir otra vez hasta la laguna, porque quería recuperar aquella visión del paisaje tan misteriosamente sereno que habíais tenido sentados en la orilla, deslumbrados ante la claridad de la superficie acuática, y remontasteis de nuevo el sendero que bordeaba el pequeño cauce.

Rodeada de grandes masas de cañaveral, sobre la superficie casi circular de la laguna se depositaba la luz estridente como una sustancia espesa, engastando su resplandor en el gran anillo de las crestas montañosas. El contorno estaba desnudo de arbolado y solo ciertos matorrales se extendían sobre las laderas circundantes. A pesar del calor, echasteis a andar y recorristeis en lento paseo su contorno. Las rampas montuosas que venían a terminar cerca de la orilla, inmóviles bajo la fuerte luminosidad, suscitaban una imagen de indiferente postración, de siesta majestuosa, tan inhumana como aquel gran ojo terrestre.

Antes de la excursión tú también te habías documentado y habías leído un artículo donde se señalaba que en torno a la laguna hay rocas recién formadas, nuevas tobas, y se lo dijiste a Tere con cierta petulancia erudita. Pero tus estudios no han tenido nada que ver con la geología, y cuando ella te preguntó cuáles eran tales rocas, no fuiste capaz de identificarlas entre el conjunto de los peñascos.

«Me pillaste, no lo sé. A mí todas me parecen iguales. Nuevas todas», respondiste.

«Menudo guía estás hecho», exclamó Tere, y os echasteis a reír.

Los patos os sobresaltaban con su repentino vuelo desde el borde del agua abundante en juncos, espinos y arbustos floridos, y sobre la tierra de la orilla se encontraban las marcas palmípedas de los patos, excrementos de conejo y huellas que parecían de jabalí. Tere se preguntaba por qué la imaginación popular había escogido precisamente aquel lugar para que en él estuviese sumergido el tesoro del conde don Julián, el traidor por antonomasia.

«Porque es un lugar raro, apacible pero áspero, y es posible que el color del agua haya llamado siempre la atención humana, que haya tenido desde antiguo algún sentido mágico —imaginaste tú—. Si no hubiese sido el conde don Julián, cualquier otro personaje legendario habría podido ser relacionado con este sitio».

A pesar del matiz verdoso que la teñía, el agua permitía ver un fondo cercano, accesible, nada misterioso.

«No parece muy profunda», dijo Tere.

«Estamos en la orilla —respondiste—, pero al parecer tiene hasta once metros de profundidad, de modo que los tesoros del conde don Julián están bien seguros ahí abajo».

Mirabais casi hipnotizados un cardumen de pececillos incoloros que se movía cerca de vosotros.

«Aguas bicarbonatadas cálcicas procedentes de acuíferos formados por las lluvias —le explicaste a Tere—, yo también he hecho los deberes, qué te habías creído, aunque resulte un guía tan deplorable», añadiste, y ella se echó a reír otra vez.

Y cuando has repetido en voz alta aguas bicarbonatadas cálcicas, para masticar en tu boca la materia de la memoria, para sentir en su sonido la luz de aquella tarde y el eco de la risa de Tere, Silvio se detiene, te mira con curiosidad, te pregunta por lo que has dicho, y tú le respondes que hablas de la composición del agua levemente verdosa que se desliza más abajo del camino.

—Por eso tiene ese color —añades.

Silvio, de repente, se pone a entonar desmañadamente una canción:

Ríío verde, río verdé,

ríío dé tantos colorés;

taantos coolores lleva el río,

taantos soon los mis amorés.

Luego se queda en silencio y, volviendo la cabeza hacia su mochila, pregunta:

—¿A que me la enseñaste tú, mamá?

Claro que se la enseñó Tere, le enseñó eso y muchas otras cosas, piensas, porque sin la entrega fervorosa de Tere a Silvio, el muchacho hubiera quedado mucho más menguado en sus facultades para hablar, para razonar y para utilizar la memoria. Pero la canción de Silvio ha reproducido toscamente la misma canción en la boca de Tere, que de pronto se puso a entonarla cuando acabasteis vuestro paseo alrededor de la laguna. No conocías la canción y le preguntaste que de dónde la había sacado.

«Es una canción de cuando yo era niña, de esas canciones de las abuelas —repuso—, aquellas que se cantaban mientras alguien quedaba solo en medio del corro, y tenía que sacar a bailar a otro, para que este luego, cuando le tocase, escogiese un nuevo compañero de baile».

La siguió cantando, y como a veces la utilizaba a modo de nana para dormir a Silvio cuando era niño, recuerdas todos sus versos:

[…] que salga la dama

con su capitán,

que salga la dama

que quiero bailar,

que salga la dama,

con su coronel,

que salga la dama

que la quiero ver.

Fue al escuchar esa canción infantil cuando en aquella excursión, en aquel viaje que por primera vez habíais emprendido juntos Tere y tú, descubriste una suerte de regreso, una vuelta a algún lugar que no estaba en tu memoria sino en un espacio secreto de tu imaginación, en el terreno de los deseos y de las nostalgias recónditas, ese territorio con el que soñamos, que intuimos perdido por nuestros antepasados pero al que acaso sea posible regresar algún día.

Te detuviste y la abrazaste, uniendo tu mejilla a la de ella para hablar a su oído:

«¿Te había dicho que este es nuestro viaje de novios?», le preguntaste.

«¿Nuestro viaje de novios? —quiso saber, riendo de nuevo—, ¿estamos haciendo un viaje de novios?».

«Sí, señora, estamos haciendo un viaje que nos debíamos tú y yo desde hace mucho tiempo, sobre todo desde que te empeñaste en las restricciones amorosas para dedicar tu cuerpo y tu alma a los rollos académicos, a los apuntes, a empollar como una desesperada».

«Un viaje de novios liberador de represiones».

«Me imagino», dijiste.

Esta vez eras tú quien se reía.

«Un viaje de novios a una laguna que guarda un tesoro», respondió Tere.

«Eso del tesoro no lo he inventado yo», advertiste.

«Pues la verdad es que llegar hasta aquí ha sido duro, pero ha merecido la pena».

«No te dejes engañar por los autobuses, ni por esas carreteras infames y los lugares polvorientos, ni por este calor que parece de verdad, ni por esa mochilona que pesa un quintal, como la dichosa tienda de campaña, ni por ese ojo fisgón de la laguna, ni siquiera por el tesoro que guarda, claro que estamos en la Tierra, provincia de Guadalajara, pero en la Tierra recién creada, en el Jardín del Edén, y ahora dime a cuántos conoces tú que se lleven a su chica al mismísimo Edén a pasar la luna de miel».