Desde el pueblo en que habéis dormido la pasada noche hasta la laguna habrá unos ocho kilómetros. Recorristeis casi la mitad con el coche, que has dejado aparcado en un ensanchamiento entre los pinos, para seguir a pie el resto del trayecto, la parte más pintoresca.
«Ahora nos toca andar —le dijiste a Silvio cuando comenzasteis la caminata—. Guarda el jersey en tu mochila».
«Yo quiero llevar a mamá», respondió entonces.
«¿No te resultará muy incómodo?», preguntaste, cuando viste la disposición que adoptaba con la mochila a las espaldas, una vez metida dentro de ella la urna de brillo broncíneo.
«Yo quiero llevar a mamá», repitió.
«Mira, cuando lleguemos al final te dejo la urna, pero ahora la voy a llevar yo, para que vayas más a gusto. Es mucho trayecto».
«¡Yo quiero llevar a mamá!», volvió a decir, con indiscutible decisión y unos ojos que alternaban con rapidez el mirarte con fuerza y el apartar la vista.
«Vale, pues yo llevaré la comida y los jerséis. Cuando quieras agua, me la pides».
Aunque este sendero es ahora más ancho e incluso tiene trozos asfaltados, has querido recorrerlo caminando para rememorar mejor aquellos días de la juventud. Sabías que la caminata podía ser larga para Silvio, pero como no tienes prisa, has previsto descansar siempre que sea preciso, para darle respiros, y qué más da que tardéis dos horas que tres.
La primera excursión, cuando Tere y tú conocisteis estos parajes, tuvo su origen en que alguien que provenía de estas tierras, un compañero de ella en la facultad, os había hablado con entusiasmo del color del agua, de las estrechas gargantas, de los enormes pinares con las ardillas saltando entre las ramas, de los encinares, de las choperas, de las sabinas, de los gigantescos roquedales, de los ciervos cruzando de repente el camino.
«Aquello es una verdadera hermosura, naturaleza en plenitud, incólume, no os lo podéis imaginar», decía el chico, que tenía como señal característica una nariz ancha y plana, también un poco cerval.
Os acercasteis aquí por primera vez durante un verano de mucho calor, que se hacía más sólido dentro de los sucesivos autobuses de línea que os fueron trasladando. Entonces no había albergues rurales, como el que la pasada noche os ha acogido a Silvio y a ti, pero si los hubiera habido, vosotros no podríais haber pagado vuestra estancia en ninguno de ellos. Erais todavía estudiantes, y aunque Tere ganaba algo de dinero cuidando niños las noches de ciertos sábados y vísperas de festivos, y tú dabas alguna clase particular, con las ganancias de ello y la escasa ayuda de la familia, apenas te daba para pagar la parte de alquiler del destartalado piso que compartías con otros compañeros, la comida en comedores estudiantiles o restaurantes económicos, y la cena a base de bocadillos, hechos con los embutidos que te mandaban de casa.
Imaginas cómo os hubiera deslumbrado entonces a Tere y a ti la habitación en que has dormido con Silvio, muy modesta pero peculiar en su forma, una planta baja con el baño, una pequeña cocina y una salita con estufa de hierro, y un altillo con dos camas, al que hay que subir mediante una escalera parecida a la de los barcos que maravilló a tu hijo, porque le recordaba las imágenes de ciertos navíos antiguos conocidos también por él en algunas ilustraciones de cuentos y en películas de piratas.
En aquellos tiempos de vuestra primera excursión de pareja, Tere y tú dormiríais, dormisteis, en aquella tienda de campaña que os habían prestado, como también la mochila, los sacos de dormir y las colchonetas, y recuerdas la emoción cuidadosa con que ordenasteis las distintas piezas para el vivaque, y seleccionasteis los alimentos y la bebida que iban a componer lo que en las aventuras de los libros se llama los víveres, las vituallas, así como los mapas del Instituto Geográfico y la brújula que conseguisteis, todo lo que habíais considerado necesario para los cuatro o cinco días que iba a durar vuestra excursión por aquellos lugares, descritos como tan salvajes y solitarios, que veíais como una excitante expedición a territorios remotos.
Tere, por sus estudios, había sido la encargada de buscar documentación histórica sobre estos sitios, y además de varios datos de poblamientos, señoríos y otros aspectos poco relevantes, había conseguido saber que el conde don Julián, causante mítico de la destrucción del reino de España en el siglo VIII, al permitir la invasión árabe, habría arrojado sus riquezas a la laguna que fue entonces y es ahora el principal destino de vuestro caminar, para impedir que cayesen en manos de los moros, convertidos en sus perseguidores implacables después de consumada la invasión.
Le has contado a Silvio lo del tesoro que guardaría la laguna, según la leyenda, y aunque no estás seguro de que comprenda muy bien lo que es una laguna, y ni siquiera la imagen de «un mar pequeñito», que le has propuesto, mostrándole los mapas y los panoramas de Internet, la palabra «tesoro» ha hecho destellar en su aniñada imaginación un brillo desmesurado, que se mezcla con esa idea de los extraterrestres invisibles que lo rodean para producir pintorescas suposiciones, y que durante los días anteriores a este lo ha hecho hasta soñar con riquezas asombrosas.
De modo que el tesoro legendario del que hablaba Tere se ha transmutado en el tesoro fantástico que estimula la mente de Silvio, piensas, mientras recuerdas con claridad el momento en que la conociste, porque la leyenda de este tesoro te ha devuelto la imagen de Tere mientras hablaba de otra leyenda y de otro tesoro.
Fue en una fiesta de fin de curso de su facultad, y la universidad olía a verano naciente en el crepúsculo que se iba apagando. No tenías mucha costumbre de acudir a ese tipo de festejos, pero uno de los inquilinos del piso en que vivías, que estudiaba en aquella facultad, te convenció para que lo acompañases, y estabas en medio de la reunión tumultuosa de jóvenes, en las manos vasos de plástico en los que la cocacola se mezclaba con los más diversos alcoholes, entre el humo de los porros y el retumbar estridente de los altavoces, y casualmente te habías acercado a un grupo que, en medio del tumulto general, mantenía una charla sobre el tesoro que habría existido verdaderamente en la calle de Madrid con ese nombre, en una de cuyas casas vivía una de las muchachas presentes.
Dicen que un ser humano tarda poco más de ocho segundos en enamorarse, y mientras mirabas y escuchabas a aquella chica que hablaba con ojos brillantes y ademanes expresivos, ajena al parecer al ensordecedor bullicio de la fiesta, de las ollas repletas de onzas de oro que en el siglo XVII se habrían encontrado en los sótanos de cierto lugar, donde más adelante se abriría la calle del Tesoro, cerca de otra calle que se llama del Pez porque allí hubo unas charcas y en una había un pez con el que estaba encaprichada una niña, sentiste hacia ella esa simpatía especial, ese invencible afán de proximidad con que el amor se reviste cuando surge.
«De modo que eres especialista en tesoros y en peces», le dijiste más tarde, cuando conseguiste quedarte a solas y bailar con ella.
«Yo tengo sabidurías muy raras, qué te crees, las leyendas me interesan mucho, como los cuentos de las abuelas. ¿A ti tu abuela no te contaba cuentos?».
«Seguro que me los contaba, pero solo me acuerdo del de Caperucita. ¿Tú no le tienes miedo al lobo feroz?».
La simpatía fue recíproca, porque durante el resto de la fiesta estuvisteis juntos, bailando, bebiendo, intercambiando información sobre vuestros orígenes, cursos y gustos, el cine, la música, ciertas lecturas, ese contacto primero que se parece al de las hormigas cuando tantean sus mutuas antenas para reconocerse, para tomar las medidas de su afinidad, eso que la gente llama química sin saber que tiene su ejemplo real en el mundo de la comunicación entre seres vivos, y la impresión que cada uno tuvo del otro fue tan favorable que, a partir de entonces, comenzasteis a mantener citas casi todas las semanas, para pasear y tomar un refresco en alguna de las placitas del centro, o en Argüelles, cerca de donde ella vivía, o para recorrer el Retiro o la Cuesta de Moyano, hojeando libros que casi siempre estaban fuera de vuestro modestísimo alcance económico.
Era una muchacha alegre, a la que le gustaba hablar, que tenía curiosidad por cosas insospechadas, esas sabidurías raras de las que había presumido al conoceros, como ese mundo de lo legendario que era tan menospreciado por sus profesores y compañeros de estudios, pero casi todo llamaba su atención, e incluso quería enterarse de materias de tu propia carrera, y cuando le decías en broma que por qué no se matriculaba en tu escuela, te respondía, con gesto muy serio y convencido, que todo lo que aumente los conocimientos es patrimonio, riqueza, y que para ella eso era muy importante, porque tenía el propósito de vincularse a la enseñanza superior.
«Un profesor no solo tiene que saber de lo suyo, sino abarcar una perspectiva lo más amplia posible de las cosas del mundo —decía, con esas palabras un poco pomposas—, para poder interrelacionarlas y con ello comprenderlas mejor».
«Uno de mis fallos es la ciencia, precisamente —te confesó en otra ocasión—, porque siempre se me dieron fatal las matemáticas, pero quiero saber de todo, de todo. Para mí ser profesora es la mayor ilusión de mi vida —añadió—, y haré lo que sea para conseguirlo».
La verdad es que lo demostró con el tiempo, piensas, mientras recuerdas su voluntad de que en el transcurrir de su vida no hubiese vacíos que no pudiesen nutrirse de información cultural, y vuelves a evocar las salas de algunos de los museos que visitaste con ella, esculturas, pinturas, animales disecados, cerámica popular, vasijas prehistóricas, mascarones de proa, y esas instalaciones con ínfulas de último grito que entonces empezaban a proliferar, algunas estrambóticas.
A veces, cansado de tanta cultura, el Daniel menos benévolo que te habita hacía que te burlases un poco de ella, pero no daba importancia a tus bromas, te repetía que el saber no ocupa lugar, insistía en sus recorridos a lugares que pudiesen enriqueceros con alguna enseñanza.
También recuerdas las primeras sesiones de cine a las que fuisteis, donde aquella mutua simpatía fue el natural acicate de un contacto físico que no tardó mucho en producirse, y los besos golosos y los mutuos toqueteos encontraron un ámbito propicio.
Un día la llevaste a tu piso y pasasteis la tarde en tu habitación, estrenando en silencio la mutua desnudez de los cuerpos y los abrazos amorosos completos, y esos encuentros se repitieron bastantes veces, de modo que cuando terminó aquel curso vuestra pareja ya se había consolidado, aunque Tere era muy racional en la organización de los encuentros que teníais y procuraba que no le quitasen tiempo para preparar sus lecciones, y hasta que no interfiriesen con las vísperas en que tú debías preparar tus pruebas, por lo que, en bastantes ocasiones en las que había oportunidad de veros en la intimidad, tenías que refrenar tus fuertes deseos y esperar el momento en que ella estuviese disponible o lo considerase adecuado.
«¿Es que no me tienes ganas?», le preguntabas cuando volvíais a veros.
El tono bromista no ocultaba el despecho del peor de los Danieles que conviven dentro de ti, que quería exigir de ella una disponibilidad constante y exclusiva, mas Tere aseguraba que te tenía tantas ganas como tú le pudieses tener a ella, pero que en ese período de la vida no podíais desperdiciar lo necesario para vuestra formación.
«Ahora hay que estudiar, Daniel —te decía, poniéndose muy seria—, hay que aprovechar el tiempo para aprender lo más posible, y por estar juntos una tarde no vamos a poner en peligro un examen, no fastidies, tenemos por delante toda la vida para besarnos y abrazarnos».
No había forma de hacerle cambiar esa disposición, y el Daniel egoísta se sentía un poco vejado, y hasta rencoroso, ante la contundencia con que ella defendía sus convicciones y la resuelta actitud con que se oponía a aquellas citas.
«También es el mejor tiempo de nuestra vida, según dicen, la juventud, y no deberíamos desperdiciar ni un solo momento sin disfrutarlo: ¡carpe diem, carajo!», replicabas.
«No me digas que tú no disfrutas nada con todo eso de los elementos electrónicos», objetaba Tere, riendo, porque tenía respuesta para todo.
De manera que tú andabas siempre pensando en ella, pues aunque no dejabais de tener un encuentro amoroso por lo menos una vez cada semana, sentías continuamente el acicate del deseo, en lo hondo de tu carne permanecía sin colmarse una continua avidez de la suya, te parecía que nunca tenías tiempo suficiente para saciarte de su amor. Así que, cuando preparasteis la excursión a este lugar, superado el curso, el de ella con mucha brillantez, el tuyo con bastante más modestia y hasta raspando el nivel suficiente como para no perder tu beca de matrícula, había en ti la impresión de que se trataba de un humilde pero verdadero viaje de novios.