El agua del río presenta su peculiar tono esmeraldino, más o menos azul o más o menos verde, según las zonas, y también con distintos grados de transparencia: hay espacios donde el color se muestra en una densa turbiedad, otros donde permite vislumbrar la forma del fondo, otros en los que compone en torno a las peñas y a las plantas sutiles halos de claridad, y hasta otros notablemente diáfanos, y se encaja, con la misma precisión del tiempo en que conociste estos parajes por primera vez, en las márgenes rocosas y vegetales que van acotando su curso.
Para ti han cambiado muchas cosas desde aquella época, la corriente de tu vida ha abandonado con brusquedad algunos cauces, ha ido derivando hacia rumbos imprevistos, se ha precipitado en torrentes azarosos, ha acabado vertiendo en un lugar lleno de sombras, pero este río al que llegaste por vez primera hace veinticinco años no ha modificado la forma ni el color que mantiene desde hace cientos de milenios, y el camino que lo bordea, desde que alguien lo empezó a marcar, seguramente los animales antes que los humanos, se va deslizando con el mismo zigzagueante rigor por los vericuetos de la ribera, aunque ahora esté hollado en muchos trechos por las rodadas de los todoterrenos, que durante el verano deben de ser una plaga para estos lugares.
Un río cuyas aguas proceden de manaderos recónditos, a través de enrevesadas travesías que recorren grutas secretas o se filtran en el seno de profundos arenales, de rocas esponjosas incrustadas en el vientre del terreno, bajo las raíces y los cimientos, en la base de los rotundos peñascales y como un extraño envés de las resecas parameras. Un río que, antes de conformar esta corriente visible, ha seguido rutas inescrutables, acaso como sucede con nuestras corrientes profundas, invisibles, antes de manar en forma de pensamientos o de sentimientos.
Hace tantos años, Tere y tú también seguisteis este camino a pie, ella con una mochila a las espaldas mucho más grande que la que lleva ahora Silvio, y tú cargando con aquella tienda de campaña que, siendo de las pequeñas, pesaba lo suyo, conforme a las medidas y las estructuras de la época.
Aunque era verano, en aquel tiempo estos lugares no habían sido conocidos todavía por demasiada gente, y el día de vuestra caminata erais vosotros dos, una pareja de jóvenes, sus visitantes exclusivos, los únicos seres humanos que recorríais el espacio silvestre en el silencio que hacía aún más preciso el suave murmullo del río o algún súbito aleteo de aves entre el arbolado.
No puedes recordar de modo exacto las variaciones del entorno a lo largo de la ruta, la anchura distinta que van presentando los desfiladeros, la escalonada altura de los acantilados, con masas rocosas que destacan de repente sobre las demás, ni el volumen, disposición y espesura de los matorrales, además entonces la estación veraniega les daba otro color y otro aspecto, pero este cambio continuo de las masas pétreas, el desmelenarse de diversos ramajes frondosos con algunas bayas primerizas de distinto tamaño que se muestran en ellos, los arbustos con su aspecto de otoño temprano, los helechos que se empiezan a secar, te devuelven, a pesar de la mudanza en los tonos y en los brillos, imágenes de sucesivos espacios reconocibles, bajo los farallones enormes que resplandecen a la luz de la mañana.
Algunas balaustradas toscas de madera sobre la hoz del río, en recodos donde el camino se abre, así como ciertos ensanchamientos entre el arbolado donde se dispersan mesas y bancos de madera, y repentinas plataformas terrosas en las que se señala el aparcamiento de vehículos, indican lugares preparados para que los visitantes puedan detenerse a comer o a observar el paisaje. Son objetos, espacios y signos que no existían cuando llegaste aquí, cuando recorriste este camino con Tere por primera vez, porque eran otros tiempos y estos lugares solamente eran conocidos por algunos cazadores privilegiados y por un número escaso de personas interesadas en visitar esos espacios virginales de la naturaleza que, veinticinco años después, se han convertido en una especie de aliviadero masivo. Hoy no hay nadie por lo extemporáneo de las fechas, pero sin duda estos parajes, del todo solitarios en aquella lejana ocasión, conocen ahora la misma avalancha de muchedumbres que inunda y ensucia casi todos los rincones atractivos del planeta.
Cuando cuaja del todo la primavera, y en la época veraniega, esto debe de ser un hervidero bullicioso de gente, piensas, con apuros para aparcar, música estridente y basura desperdigada en torno a esas mesas merenderas. Sin embargo, estos días de octubre, y un sábado, porque preferiste evitar las posibles aglomeraciones dominicales, y acaso también la lluvia de los días pasados, que amenazó impedir vuestra excursión, aunque hoy luzca claramente el sol, sin duda han aplacado de tal modo el afán excursionista, que a la hora en que Silvio y tú recorréis el camino ni un solo vehículo se ha movido todavía por él: todo está solitario, silencioso, y los signos de la presencia humana resultan desgarraduras mínimas, el lugar apenas parece resentirse del zarpazo de vuestros congéneres, sois vosotros dos sus únicos ocupantes, como aquel día en el que Tere y tú caminabais juntos.
A Silvio, lo que más le llama la atención son los roquedales dorados y grises, gigantescos, con sus macizas y repentinas emergencias, que contempla con admiración cuando se los señalas, encontrando en ellos las formas de los monstruos y gigantes de los cuentos que Tere le narraba:
—¿A que eso parece un castillo? —le dices, acaso.
—A lo mejor es un castillo de verdad, papá, el castillo de Irás y No Volverás, ¿no te parece? —responde, preso de súbita excitación—. ¿Pero por qué está borroso?
—Quizá los magos lo han cambiado, quién sabe —aventuras tú, siguiendo aquellas pautas de Tere sobre el estímulo de su imaginación.
—Mamá, hemos visto el castillo de Irás y No Volverás, aunque los magos han hecho que parezca una montaña de piedra amarilla —le dice a su querida carga—, porque los magos todo lo cambian, y hemos visto dos dinosaurios que dice papá que también cambiaron los magos en peñas muy grandes, y hasta una fortaleza que parece la de los malos de Jal, esa que está en el Planeta Tenebroso.
Elementos de los cuentos y de las historias de Tere y elementos de esas series de la tele que veis juntos y que tanto lo fascinan, incorporando sus cuerpos inmensos y majestuosos entre los pinos y sobre los chopos donde se empieza a mostrar el amarillo naciente de algunas hojas, y rememorados por Silvio a través de una pronunciación enrevesada.
A veces, el camino se estrecha y el farallón levanta a un lado, muy próximo a vosotros, su pared vertiginosa, amenazadora. Al otro lado, paralelo al camino, en el barranco profundo, corre el río con sus pozas de esa agua teñida de color entre verde y azul, agua pintada, la llama Silvio. Te pregunta que por qué la han pintado y se admira cuando le dices que es así, que está teñida por materias de las rocas a través de las que brota.
—Las rocas están pintadas y la manchan —deduce, y tú no le das más explicaciones.
Todos estos espacios os admiraron también a Tere y a ti cuando los contemplasteis por primera vez, pero ahora descubres que, aunque regresasteis a ellos en alguna ocasión, nunca lo hicisteis a partir del momento en que Silvio nació, como si llevase en su persona algún impedimento radical para nuevas visitas al lugar.
Ciertamente, la irrupción de Silvio en vuestra vida llevó consigo muchos cambios en los comportamientos de la pareja que habías acabado formando con Tere, e hizo aflorar en ti al Daniel más adusto e intolerante. Miras andar a Silvio con esos pasos desgalichados y, aunque ya sabes cómo encajarlo ahora, cuando está en el borde de la adolescencia y Tere ya no existe, no dejas de pensar que durante toda su vida estará necesitado de ayuda, de protección.
En lo físico, el niño fue torpe desde el principio, y llegó un momento en que la torpeza comenzó a resultar estridente, pasaban los meses y no gateaba, no se ponía en pie, tardó en romper a andar muchísimo tiempo, y además no era capaz de balbucear ninguno de esos vocablos característicos que dan testimonio de que los pequeños empiezan a identificar a las personas más cercanas de la familia.
Para ti todo aquello fue un aprendizaje de la decepción, una experiencia en la que cada día se vislumbraba la consolidación de unas deficiencias que no tenían remedio, aunque al cabo de los años, y gracias a los extraordinarios esfuerzos de Tere y a la ayuda de los pedagogos y psicólogos que lo han atendido, Silvio esté mucho mejor de lo que aquellos inicios te habían hecho temer.
Observas con gusto uno de los puntos en que la corriente del río se remansa en torno a varios peñascos de volumen imponente, creando una poza de color jade tan singular que parece proceder de un río imaginario, virtual, como ese espacio que para Silvio solo es verdadero cuando se encuentra en las ficciones audiovisuales. Se la señalas:
—¿Qué te parece eso? —le preguntas.
—¿Es agua de acuarela? —pregunta a su vez, alzando un instante esos hombros martirizados por su empeño en no oprimir la mochila que transporta la urna.
—Y a lo mejor esas piedras grandes las tiraron los gigantes desde allá arriba —dices tú, intentando animar esa imaginación suya para hacerla propicia a este tipo de especulaciones, como haría Tere.
Incluso antes de conocer toda la verdad del asunto, nunca asumiste a Silvio con gusto, y lo hubieras abandonado a la suerte de su congénita incapacidad. Fue Tere la que reaccionó desde el primer momento para ayudarlo por todos los medios existentes a superar en lo posible ese dichoso problema del cromosoma de más. Desde su nacimiento, lo llevó a los mejores especialistas, siguió a rajatabla todas las instrucciones para el mejor modo de fomentar sus posibilidades intelectuales, e incluso probó métodos propios que consideraba adecuados para despertar las percepciones dormidas o inertes en vuestro hijo.
«Aunque en esto no haya grados, por lo menos Silvio está sano en lo físico, y eso no tiene precio», decía, y en ella era patente el entusiasmo por un esfuerzo al que nunca renunciaría, mientras pudo llevarlo a cabo.
A ti, desde el momento de su nacimiento, la noticia del infortunio te golpeó con fuerza, porque de repente descubrías que, de todas las desdichas posibles, esa era una de la que jamás habías previsto ser víctima. De niño y muchacho estuviste cerca de otros coetáneos que tenían esa misma carencia que tu hijo en diversas formas, y siempre los contemplaste con extrañeza, como si no fuesen congéneres, como si perteneciesen a una especie no completamente humana y resultasen intrusos en el universo de lo que debería ser lo regular, lo normal, lo únicamente subsistente, piensas ahora con remordimiento, como si aquella actitud hubiese sido un reto a la suerte, al destino, que al final te ha hecho conocer por ti mismo la insoslayable familiaridad de lo que considerabas una horrible tara.
Lo habías sabido enseguida con toda la autoridad de la medicina, luego el tiempo fue pasando y tu conciencia de desgracia se fue haciendo más sólida mientras el niño crecía, y durante varios años intentaste hacerte a la idea sin asumirlo ni reconciliarte con ello, sobre todo cuando conociste que la sorpresa no había sido tanta para Tere como para ti. Mas a ella nunca le importó que Silvio no fuese un niño como todos, tal vez porque las madres acomodan su amor a la personalidad de sus hijos con una disposición carente de juicios y de análisis. Tere se dedicó a Silvio con fervor, y acaso si hubiese sido un niño común y corriente su entrega no habría sido tan apasionada.
A lo largo de los años, Tere nunca te reprochó con acritud tu lejanía del hijo, que fue cristalizando como el resultado inverso a la disposición de cercanía que ella le mostraba. Al principio cooperabas con Tere en su frenética dedicación a estimular las capacidades del niño, a ejercitar sus miembros, a activar su inteligencia. Pero con el paso del tiempo y de las circunstancias que fueron marcando tu comunicación con ella, apenas mantenías con Silvio otra relación que la que se establecía ante el televisor en algunos partidos de fútbol y en ciertas películas.
Así, durante la mayor parte de su vida Silvio fue para ti una especie de extraño habitual que, a lo largo del último año, con el divorcio, y luego el accidente de Tere, sus secuelas y su muerte, te has sentido obligado a incorporar a tu intimidad, con el que tienes que conversar desde que se despierta, pasear, ir al cine, acompañarlo los días festivos a los lugares que puedan ser de su interés o a reuniones con otros chicos con su misma deficiencia, a quien muchas veces debes llevar al colegio, y bastantes días recogerlo del centro especial, a quien estás obligado a cuidar, a atender, porque ese Daniel que no te perdona, el Daniel arrepentido que ha cogido fuerza dentro de ti, está siempre preparado para no tolerarte descuidos.
Lo contemplas mientras avanza con torpeza pero sin desfallecimiento, lo escuchas mientras le cuenta a la supuesta madre que transporta a sus espaldas sus impresiones de la excursión: ahí está, hecho carne, tu tiempo, el certificado menos gratificante de tu vida; a la vez, observas esa poza donde el agua adquiere color de piedra preciosa: ahí está el lugar sin tiempo donde una vez creíste encontrar el Edén.
Aunque a ti el tiempo te haya castigado, la corriente de ese río de aguas misteriosamente glaucas permanece fluyendo con la misma cadencia e idéntico resonar que la primera vez que lo contemplaste, ignorante de ti, de tu paso, de ese recorrido sinuoso, inexplicable, que es tu vida, que es la vida de todos, una raya continua, enrevesada e informe trazada siguiendo el puro capricho, como las que dibujaba Tere en sus cuadernos por puro entretenimiento.