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Son las diez y media de la mañana y Silvio te acompaña con sus pasos inseguros, que acentúan la habitual torpeza de los movimientos de ese cuerpo menudo que remata la pequeña cabeza de ancho cuello. A veces da verdaderos trompicones, aunque nunca pierda del todo el equilibrio. Hasta en esa manera de andar se manifiesta su diferencia natural, su desdichada insuficiencia. Caminas despacio para no forzarlo, pues os queda mucho trecho por delante, innumerables pasos, los suyos con esos pies un poco torcidos que repiten cada zancada con cierto titubeo antes de rematarla. Te preguntas con fastidio si no le habrás planteado al pobre chico un reto imposible de afrontar, si en tu decisión no habrá dominado, de los dos Danieles que cobijas dentro de ti, el intemperante, el insensible, el egoísta. Mas a pesar de sus restricciones, Silvio va caminando con regularidad y no parece cansado.

Se ha empeñado en llevar la urna con las cenizas de Tere y la transporta a la espalda en su pequeña mochila. Puesto que considera muy importante esa labor, una especie de misión, un sagrado acarreo, hay en la posición de sus hombros un aire forzado, como si pretendiese que la urna no sufriese por quedar demasiado apretada, como protegiéndola de algún agobio. Menos mal que un bastón de montañero, similar al tuyo, le sirve de ayuda, y lo cierto es que lo maneja con destreza. Le has pedido que guarde una actitud normal, que se relaje, que deje estar los hombros en su sitio, repitiendo varias veces la advertencia de que la urna no siente, que no es más que un objeto duro, consistente, no un ser vivo.

—Es solo una cosa, Silvio, una cosa, no le vas a hacer daño de ninguna manera —repites.

Pero él no abandona su gesto anquilosado, y al escuchar tus consejos desvía la mirada, como si quisiese aparentar que no se entera de tus palabras. Menos mal que la urna no pesa casi nada.

—Cuando te canses me la pasas, la meto en mi mochila y en paz, tengo sitio de sobra, y además puedes seguir hablando con ella aunque la lleve yo —le has dicho al fin, seguro de que no podrá aguantar todo el trayecto con esa postura.

Pero Silvio no parece cansarse, y a lo largo de la marcha habla muchas veces con la urna como si lo hiciese con Tere, hace la crónica de los lugares que recorréis, fijando su atención en los aspectos para ti más sorprendentes e imprevistos, la forma de unas ramas, de una roca, el revoloteo torpe de algún moscón tardío, la coincidencia de varias piñas tiradas a un lado del camino.

Aún no puedes discernir si Silvio ha entendido lo que es exactamente el abultado estuche cilíndrico que transporta, pero sabe que no guarda cualquier cosa, sino que se trata del envoltorio de la mismísima mamá, y a veces lo llama Urna, como si fuese un nombre de persona, aunque dirigiéndose a Tere, añadiendo acaso mamá, Urnamamá, en un enredo de identidades que, dentro de la confusión que desordena su inteligencia, debe de ser para él natural.

Cuando aquella mañana de domingo despertó y fue a dar un beso a su madre, no le dejaste entrar en la habitación y le dijiste que mamá estaba dormida y que no había que molestarla.

«Dormida para siempre», añadiste, muy serio.

Lo aceptó sin extrañeza, aunque más tarde te explicarías el motivo de su impasibilidad.

«¿Como Blancanieves?», preguntó.

«Más dormida todavía», respondiste.

Quedó mudo, y más tarde su tía Carla se ocupó de llevárselo de casa para que estuviese entretenido y alejado de la muerta, a quien sin embargo le permitiste besar por la tarde, para que fuese testigo de su sueño definitivo. Luego las cosas se fueron complicando y, entre el desconcierto propio de la jornada, no pudiste evitar que Silvio asistiese al laborioso trajín de los empleados de la funeraria mientras trasladaban el cuerpo de la cama al féretro, y al presenciar la introducción del cuerpo de Tere dentro de la caja y su acarreo por el pasillo, mostró mucha inquietud:

«¿Por qué se la llevan? —preguntaba, bastante agitado—, ¿por qué no la dejan en casa, en su cama, para que siga con nosotros, aunque sea dormida?».

Le explicaste que a los que se dormían para siempre había que llevárselos a un dormitorio hecho para ellos, para que permaneciesen acostados en compañía de los muchos otros a quienes les había pasado lo mismo. Se mantuvo en silencio durante un rato y no dijo nada.

A pesar de todo, Silvio ha esperado cada día el despertar de Tere y su regreso. Sin haberle mostrado todavía la urna en que están guardadas sus cenizas, decidiste ir a recogerlo tú mismo todos los días al centro. Al verte corría hacia ti y se abrazaba a tu cuerpo, y siempre te preguntaba si mamá había despertado ya. Tú decías que no, advirtiendo la decepción en el gesto de su rostro deforme.

Seguía preguntando por el sueño de mamá, y al cuarto o quinto día le dijiste que mamá no iba a volver, que su sueño esta vez era el último, que ya jamás despertaría, y te miraba muy serio, como si comprendiese de verdad lo que significa ese concepto, jamás, aunque aún no haya logrado captarlo.

Sin embargo, muy pronto sus peculiares deducciones le hicieron interpretar ese dormir sin despertar posible como otra dimensión de la realidad, como algún punto accesible para la comunicación, sobre todo cuando vio, en alguna de las películas futuristas que tanto llaman su atención, que ciertos astronautas, inmóviles en sus sarcófagos espaciales, pueden recibir y acumular mensajes enviados desde la estación central de su exploración.

«¿Dónde dejaste dormida a mamá?», te preguntó.

«¿Para qué quieres saberlo?».

«Si estuviese aquí, podría contarle cosas, como hace el capitán Estúar con los astronautas dormidos de Guaitestesion».

Insistió en ello.

«¿Podrías llevarme a donde está mamá dormida para siempre, papá?», te preguntaba.

«¿Para qué quieres ir?».

«Quiero contarle las cosas que han pasado desde que se durmió, Fermín tiene un gatito, el abuelo de Paula hace que una paloma desaparezca volando dentro de un sombrero».

Hace dos semanas decidiste confesarle parte del secreto de la urna. Lo llevaste a tu cuarto, la antigua habitación matrimonial, ya desembarazada de la cama clínica y con el antiguo lecho en su sitio, una mesita a cada lado, abriste el armario y se la enseñaste:

«Mira, Silvio, ahí dentro está mamá».

Miró la urna con admiración y extendió las manos.

«¿Ahí dentro?».

«No puedes tocarla —dijiste, categórico—, pero ahí dentro está, te lo prometo».

«¿Dormida para siempre?».

«Dormida para siempre».

«¿Y qué es eso de fuera?».

«Eso es una urna. Una urna funeraria», añadiste con tono solemne.

Guardó silencio durante un rato y luego musitó:

«Mamá se ha hecho pequeñita».

Te admiró la cadena de reflexiones que, en la singular lógica de su menguada razón, debió hacerle pensar que lo que hay dentro de la urna es una forma minúscula de Tere. Pues Silvio no considera imposible que su madre pueda estar metida en ella, y habla con la urna como si fuese realmente Tere, como cuando la encontraba en casa cada día, al llegar del centro, o mientras cenabais, ella sentada todavía en la silla de ruedas, y luego en esos largos ratos, ya Tere acostada, en los que ambos conversaban entre murmullos con sus voces disformes y un aire secreto.

Testigo de esa intensa relación, casi te arrepentiste de haber sido tan explícito: cuando le contaste que mamá está metida dentro de la urna, y la llamaste urna funeraria, seguro de que no lo entendió; pero ese significado misterioso abrió para él un espacio de encantamiento en el que Tere sigue accesible, le dio un pretexto sólido para reanudar la diaria comunicación con ella que la muerte había interrumpido con brusquedad, y desde entonces se ha dirigido a la urna en largas confidencias inconexas con cariñoso respeto, como si se tratase de un objeto lleno de vida, como si en él estuviese verdaderamente incorporada la sustancia cálida y protectora de su madre, cumpliendo la costumbre que se remonta al tiempo en que Silvio comenzó a tener cierta capacidad de expresión oral: contarle a Tere los sucesos cotidianos de su vida escolar, lo que ha pasado en el colegio al que asiste por las mañanas con niños comunes y corrientes, y en el centro especial donde por las tardes se reúne con gente de su edad afectada por problemas parecidos al suyo, para seguir diversas terapias.

En su forma de expresarse y en lo que transmitía y transmite, Silvio da muestras de la mezcla de niño pertinaz y de incipiente muchachito que lo compone, y Tere le narraba a él alguno de los muchos cuentos que conocía, alguna leyenda, repitiendo lo que le había contado desde que Silvio fue capaz de entender algo, intentando mantener vigente en su imaginación un mundo en el que proliferan confusamente, bastante mezclados con lo real, los seres de la mitología clásica de varias culturas con las hadas, los dragones, los ogros, los pequeños héroes salvadores de princesas, las princesas organizadoras de viviendas de enanitos y ciertos superhéroes de la imaginería contemporánea.

«No solo hay que estimularlo en lo físico, sino mentalmente, y creo que para eso todo lo imaginario es fundamental, digan lo que digan», afirmaba Tere, muy segura.

Ahora, según lo vas escuchando hablar entre ese silencio de la mañana fresca raspado por vuestras pisadas, sientes una vez más la emoción de constatar lo vulnerable de su mente, pero también el reverbero de las singulares iluminaciones que en ella a veces se suscitan.

Silvio es la herencia verdadera, profunda, de Tere, lo que Tere te dejó como legado, un patrimonio que tú, mientras ella vivió, casi no habías querido asumir, y en tu relación con él, ahora que lo miras con los ojos del Daniel clemente que habita dentro de ti, encuentras cada día que pasa nuevas muestras de su extraña y frágil relación con la realidad.

Hace unos meses, ya antes del verano, en el colegio donde cada mañana Silvio cursa sus estudios ordinarios, esa Paula, una niña sin sus problemas a quien sin duda le gusta tutelar a Silvio y a quien él venera, y otros compañeros también normales intercambiaron ciertas noticias sobre seres extraterrestres, como consecuencia de una serie televisiva, y tanta importancia debió de alcanzar el asunto entre ellos que quedó impreso con fuerza en la memoria de tu hijo, hasta el punto de que, haciendo con él un ejercicio de lectura, la palabra «espacio aéreo» lo excitó mucho.

«Papá, hay unas cosas, unos bichos, los llaman seres, unos seres que son del espacio, ¿tú lo sabías, papá?».

«¿Seres extraterrestres?», preguntaste, por decir algo.

Al principio no era capaz de pronunciar la palabra «extraterrestre» y todavía a veces dice algo así como «estrasteste», condensando sílabas y erres, de la misma manera que «aliejnas» es el modo como nombra a los alienígenas, pero el tema debía de estar tan candente, sin duda los compañeros con un nivel de comprensión superior al suyo no dejaban de tratar de ello, que sus conocimientos acerca del asunto fueron aumentando, lo que a ti te hacía gracia, porque Silvio se mostraba muy ufano al hablar del espacio, que para él parece ser esa noche que recorren estrambóticas naves en ciertas películas y series de televisión y hasta juegos de ordenador, y no sabes qué más le habrán contado esos compañeros, pero te explica con mucha seguridad, cuando se transmite la serie o se pone en marcha el cedé correspondiente, que aunque no lo veamos, aunque la pantalla haya estado apagada, el espacio sigue ahí, y las naves y los extraterrestres viajando de un lado para otro.

En el asunto, la máxima autoridad es la tal Paula:

«Y dice Paula que están siempre alrededor nuestro, vigilándonos, y que unos son amigos y otros no, que unos quieren ayudarnos y otros fastidiarnos, pero que no podemos verlos si ellos no se dejan».

Aunque no seas capaz de entenderlo muy bien, piensas que Silvio, con su mente tan infantil, tiene la profunda convicción, nacida de su propia inconsistencia intelectual, de que la realidad está dividida en una parte dañina, o al menos hostil, huraña, y en una parte benéfica, o al menos no agresiva, neutral, aunque haya ámbitos indefinidos que pertenezcan a lo simplemente maravilloso, que él no distingue de lo puramente cotidiano.

«Vamos, Silvio, ese es un espacio de ficción, el espacio verdadero está aquí», le dijiste, como has intentado explicarle varias veces.

«¿Un espacio de fic-ción? ¿Qué es un espacio de fic-ción?», te preguntó, sin duda sorprendido por la palabra.

«Pues un espacio de cuento, no real, no de verdad —respondiste—, porque los cuentos no son verdad, pertenecen solo a la imaginación», añadiste.

Aquella noche había algo de luna y se la mostraste desde la ventana:

«Atiéndeme, mira el cielo, las estrellas, la Luna, están en el espacio, eso es el espacio, el verdadero, el real, nosotros vivimos en la Tierra, que también se encuentra en el espacio, pero esos extraterrestres de los que tú hablas viven en un lugar que no es de verdad, es el de los cuentos, un mundo inventado».

Silvio, que había seguido tu discurso con bastante atención, fijó en ti los ojos cuajados de riguroso escepticismo:

«¿Pero qué dices, papá? ¡Por ahí vuelan los aviones, los pájaros, las mariposas, las cometas, no las naves de los extraterrestres! —replicó—, ¡y ahí no hay hombres lagarto! —añadió—, ¡no hay hombres bicho, papá! ¡Pregúntale a Paula!».

Te miraba como quien descubre una falta de información que es imprescindible subsanar:

«Papá, el espacio de verdad solo está en la tele y en las pelis, te lo aseguro», añadió, con una convicción que no ha flaqueado, los ojos muy abiertos y haciendo fuertes gestos afirmativos con la cabeza. «Eso de ahí fuera es otra cosa —continuó—, es el cielo, ¿pero cómo no va a ser de verdad el espacio de la tele y de las pelis y de los videojuegos? ¿No ves cómo se mueven las naves?, ¿no ves los rayos que disparan las pistolas?, ¿no ves los trajes que llevan?».

El caso es que se trata de un asunto que lo apasiona, porque suele hablar mucho de ello. Ahora mismo le está diciendo a esa mamá urna o Urnamamá de la que es portador que, desde esta mañana, ha advertido una insólita presencia:

—Notas un calor que es frío —dice—, que te toca la cara, y son ellos, pero no se los puede ver, ellos, los alienígenas, los extraterrestres —y se regodea en su confusa y sintética pronunciación de esas palabras, para él tan difíciles de formular—, que han venido del espacio y andan alrededor de nosotros, pero yo hasta ahora nunca los había notado, Paula sí, muchas veces, sobre todo antes de dormirse, cuenta ella, y también que en el cine y en la tele los ves siempre, pero que aquí a veces los ves y a veces no los ves.

Anteayer, cuando lo has recogido en el centro especial, has hablado con Aurora, una profesora logopeda a la que Silvio quiere mucho, le has comentado esa obsesión de tu hijo por los extraterrestres y ella se ha echado a reír:

«Pues en su grupo ha conseguido interesar a los más listos —te ha explicado—. Entre estos chicos, como entre todos los demás, hay temas que se ponen de moda, y ahora le ha tocado a ese, no hay que darle ninguna importancia; si acaso, aprovecharlo para intentar explicarles el sistema solar, para que sepan lo que es el Sol, y la Luna, y la Tierra, y el lugar que ellos ocupan aquí».

También le contaste el proyecto del viaje a la laguna para dejar en ella las cenizas de Tere que hoy estás llevando a cabo, pues querías excusar la ausencia de Silvio en la tarde de ayer y también conocer qué opinaba de la caminata que pretendías llevar a cabo con él, la caminata que en estos mismos momentos estáis realizando. Resulta que Aurora conoce esta comarca y que hasta ha hecho la excursión a la laguna en un par de ocasiones.

«Descansando de vez en cuando, no creo que tenga ningún problema para aguantarlo —te dijo—, y hasta pienso que le vendrá bien, porque estos chicos no hacen en los colegios todo el ejercicio que debieran».