2019
L
legaron a tiempo para el desayuno.
El quitanieves se detuvo rugiendo y tosiendo e Ichino se asomó a la puerta de la cabaña, sorprendido, parpadeando para disipar un velo de sueño, porque había pensado que llegarían mucho más tarde. Descargaron los regalos del trineo y los llevaron adentro, en un clima de actividad vehemente que pareció abrir la cabaña al fulgor de la mañana.
Comieron alrededor de la mesa angosta. Bistec, bien cocido; tostadas crujientes; zumos. Ichino manifestó interés por los informes sobre los rápidos progresos que se sucedían en Marginis, y le explicaron cómo habían descifrado la carta celeste. También le describieron la secuencia cronológica ahora ordenada que fijaba la antigüedad de los restos, y la forma en que estaban desentrañando los datos astronómicos. Sin embargo, pese a tan intensa actividad, habían optado por tomarse unas breves vacaciones en la Tierra y bajar en el ocaso del invierno.
Nikka se distrajo con el café. Nigel quitó los platos y los fregó, volvió a la mesa, sediento, y revolvió el zumo de naranja, pensativo.
Hizo girar varias veces la cuchara de madera, golpeándola contra los costados, y observó cómo se formaba una depresión en el zumo, con un agujero parabólico en el centro. Retiró la cuchara. La depresión se desdibujó, empezó a rellenarse. Pensó en el momento angular que pasaba fluidamente del zumo, mediante la fricción, a las paredes del recipiente, que luego se difundía por la mesa de madera dura, que se filtraba hacia fuera y abajo, hundiéndose en la tierra misma. La depresión amarilla se encrespó y perdió impulso. Flecos de pulpa giraban en los torbellinos. En el fondo de la concavidad, en el centro del zumo arremolinado, se formó una resaca blanca. La parábola reluciente y el momento angular se extinguieron juntos, como gemelos dinámicos. Una resaca espumosa se expandió en un disco delgado.
Es posible que a veces veamos fantasmas, pensó Nigel, pero nunca vemos el momento angular. Ni el pasado.
—Me temo que la temperatura es algo baja —comentó Ichino.
—Hummm —asintió Nikka, sorbiendo el café. No se había quitado la chaqueta.
—Anoche consumí los últimos leños y el fuego no se mantuvo hasta que me levanté. Saldré y cortaré algunos más.
—No. —Nigel lo invitó a sentarse nuevamente, con un ademán—. Lo haré yo. Necesito ejercicio.
—¿Estás seguro? —Nikka lo estudió seriamente.
—Claro que sí —respondió Nigel, arrastrando las palabras—. ¿Dónde está el hacha?
—En el lado sur de la cabaña. Bajo los árboles.
—Entonces creo que ejercitaré un poco los músculos.
Cuando la puerta se cerró estrepitosamente detrás de Nigel, Ichino hizo una larga pausa y por fin dijo:
—Tu mensaje fue lacónico.
—Lo siento —contestó Nikka. Se volvió y miró a Nigel por la ventana hasta que se perdió de vista entre la hilera circundante de árboles.
Nikka apoyó ambos codos sobre la mesa y observó a Ichino.
—Todavía no nos dejan despachar información reservada. Datos, quiero decir. Pero no pueden evitar que Nigel o yo hablemos acerca de lo que ocurrió. No ahora, cuando nos encontramos en la Tierra.
—¿Pero qué fue lo que sucedió? Tu telegrama…
—Lo sé, disculpa. Nigel me pidió que lo enviara. Supongo que pensó que ese era el único lujo que podía permitirse. Probablemente tenía razón.
—Comprendo que esta es la primera vez que nos vemos, de modo que quizá tienes una cierta reticencia…
—Oh, no se trata de eso. Perdón, piensas que te oculto algo, ¿verdad?
—Si no puedes…
—Oh, claro que puedo hablar. Pero no te puedo contar mucho porque en realidad no lo sé. Nadie lo sabe. Excepto Nigel.
—¿Qué es lo que no sabes?
—Cuál era la… bueno, la programación, extraterrestre.
—¿La programación? ¿De nuevos datos?
—Oh, así es como la llamo. Nigel dice que no es la mejor interpretación. Así como las montañas no tratan de programarte para que veas el cielo, dice.
—Pero tu nota… ¿leíste lo que le escribí a Nigel acerca de los Patones? —Ichino se inclinó hacia delante, con la mirada fija en ella, tratando de descifrar su verdadero talante.
—Sí. ¿Ya ha terminado la querella con ese tal Graves?
—Espero que sí. —Hizo una mueca amarga.
—Dijiste que vinieron sus hombres.
—Sí. No había nada que encontrar.
—Te amenazaron.
—Por supuesto. —Ichino levantó las manos, con las palmas vueltas hacia el cielo raso—. No les quedó otra alternativa. Pero después se fueron.
—Es posible que Graves vuelva.
—Es posible.
—Con helicópteros y dispositivos infrarrojos, sónicos… Graves puede rastrear de nuevo a los Patones.
—También eso es posible.
—No crees que lo haga.
—No.
—¿Porqué?
—Ha perdido algo. Su convalecencia en el hospital fue muy larga. Está envejeciendo. La quemadura le bajó los humos. De todas maneras, no descarto…
—¿Crees que ahora teme a los Patones?
—Sabe que tienen la misma arma.
—Y que serán huidizos y precavidos.
—Desde entonces sólo me he topado una vez con él. Esa fue la impresión que me produjo. Si hubiera conservado todas esas evidencias, estupendo. ¿Pero volver a enfrentarlos? No.
Desde la puerta llegó un golpeteo sofocado de madera. Nikka se disparó como un muelle y la abrió violentamente. Nigel se detuvo con un pie en el aire. Hacía equilibrios sobre el otro y sostenía una brazada de leña. Entró ruidosamente en la habitación, un poco inclinado hacia atrás para sostener el peso de la carga.
—Fue una buena idea desplegar la lona embreada sobre la pila de madera —gruñó—. La nieve ha empezado a derretirse. Sería una pena que se estropease esta vieja leña… Está seca como un hueso.
—La saqué de las leñeras de los alrededores —explicó Ichino—. Durante los años de la crisis esto fue un refugio.
—Ah.
Nigel dejó caer la leña en la tolva y se sacudió los fragmentos de corteza de las mangas. Nikka lo miró inquisitivamente y después volvió a la mesa, sobre la cual desplegó el mapa de la zona que habían utilizado para encontrar la cabaña. Sacó un lápiz y estudió el territorio que se extendía hacia el Norte, hasta Wasco.
—¿Crees que entraron en este valle porque era una ruta natural para alejarse de la explosión? —le preguntó a Ichino, que hizo un ademán de asentimiento.
Nigel sonrió.
Ella se interesó con demasiada naturalidad por los detalles geográficos. Nigel observó, en medio del creciente silencio de la cabaña, cómo ella devolvía a su lugar un mechón de lustroso cabello negro, formando un nuevo estado del casco reluciente que estaba prendido sobre la nuca. Con un movimiento elegante del dedo medio hundió el lápiz en el moño, distraída. Cuando Nigel vio este ademán inconsciente su corazón respingó hasta nuevas alturas.
Arqueó una ceja, reflexivamente, mientras miraba a Ichino, que estaba sentado con las manos entrelazadas sobre la mesa.
—También puedes hablar de eso conmigo —dijo Nigel, muy divertido.
—Yo… eh… —respondió Ichino, con tono vacilante.
—Me refiero a lo que sucedió.
—No oí nada en el noticiario.
—Sólo había una probabilidad infinitesimal de que lo oyeras.
—La National Science Foundation no ha decidido cómo tratar el tema —explicó Nikka. Dobló el mapa y lo guardó.
—He dejado bien en claro que pueden cavilar sobre el manejo de los datos, pero que no podrán manejarme a mí —manifestó Nigel. Apoyó una bota sobre el banco vecino a la mesa y volcó allí todo su peso, con el brazo montado sobre la rodilla levantada.
—Quizá porque todo es muy confuso —comentó Ichino delicadamente.
—En efecto. —Nigel sonrió.
—¿Qué…?
—¿Qué sentí?
—Sí. Supongo que eso es lo que quiero saber.
—Al principio experimenté una sensación de fuga.
—Hacia algo nuevo.
—En cierto sentido.
—Pero ahora has vuelto.
—No. Nunca he vuelto.
—Entonces… —Ichino se interrumpió, perplejo.
—Lo que sabía está revuelto. O lo que creía saber.
—Y… —Ichino se debatió contra una inhibición interior—. ¿Qué sacaste en limpio de eso? —Inmediatamente agregó—: Algo que se pueda traducir en palabras.
—Oh. Te refieres a hechos. —Se frotó las manos contra la tela basta de los pantalones e irguió el cuerpo, echándose hacia atrás, mirando las vigas del techo y el espacio de la cabaña que se abovedaba sobre sus cabezas, poblado de sombras—. Los deliciosos hechos.
—Háblale de los extraterrestres —dijo Nikka.
Ella había permanecido absolutamente inmóvil frente a la mesa y Nigel captó en esa inmovilidad una tensión que debería vencer con el tiempo, un cúmulo de preocupaciones personales que ahora a él le parecían totalmente transparentes pero que, para ella, eran muy necesarias, una angustia por él que, desplegada a lo largo y a lo ancho abarcaba más de lo imprescindible y más de lo que ella estaba en condiciones de entender. Pero esto, también, se disiparía con el transcurso del tiempo y ella quedaría en su estado natural, la Nikka de antes, vehemente y afable, cuyas conversaciones eran un repiqueteo de observaciones cáusticas, de jerga profesional, matizado de vez en cuando por un epigrama. La Nikka esbelta y briosa, tal como él la recordaba a veces: bajo la embotada luz del fósforo, ligeramente ladeada, con la cuna de su abdomen arqueada, garbosa.
—Los extraterrestres —murmuró Nigel, como si quisiera refrescar su memoria y volver a este mundo lineal.
—Entiendo que has acertado con su origen —manifestó Ichino, espoleándole, y Nigel reflexionó sobre la elección del vocabulario. ¿Acertar? ¿Ese término? ¿Aplicado a algo que estaba extinguido y muerto y vacío? Recordó a Evers y a aquel individuo, Lewis, con sus frases como misión de combate y su sentido en última instancia absurdo de la realidad de las cosas, el zonk de los misiles disparados, el crump curiosamente silencioso cuando se abría la flor anaranjada detrás del pobre y perplejo Snark fugitivo.
¿Acertar?
Ajeno. Tan ajeno.
—He encontrado su estrella base —dijo.
—¿Calculando su sistema de coordenadas?
—Sí.
—¿Cómo nos encontraron ellos a nosotros?
—Supongo que son una nave de reconocimiento. Automática. Exploraban al azar.
—¿No encontraron nada en el espectro radial? ¿Cómo nos sucedió a nosotros?
—No… Eso concuerda con lo que dijo el Snark.
—¿No había otras… razas orgánicas? ¿Otras razas vivas, en aquella época?
—No las había equipadas con tecnología. De modo que estos tipos salieron a buscar cualquier cosa… quizá con intenciones colonizadoras. Pero fracasaron… y tropezaron con nosotros.
—Crearon el Patón.
—No. Lo aprovecharon. Pero me parece que ese experimento tampoco fructificó.
—¿Porqué?
—Lo ignoro. Sin embargo, el Patón fue un precursor.
—¿De que?
—De nosotros —contestó Nigel, sorprendido—. Nosotros somos el desenlace, ¿entiendes?
—¿De… la programación?
—Ah. —Nigel lanzó una risita, se inclinó y rodeó a Nikka con el brazo—. Veo que has estado hablando con nuestra amiguita. Programar… es un concepto totalmente errado.
—¿Por qué lo hicieron? —Ichino entrecerró los ojos, como si estuviera desconcertado.
—El… ¿cómo dijo el Snark?… el universo de las esencias. La vida orgánica puede disfrutar de él, las máquinas no. Los extraterrestres vinieron para asegurarse de que lo disfrutaríamos antes de… bueno, antes del fenómeno de Águila. Lo que avanza hacia nosotros, sea lo que fuere.
—¡Entonces ya lo sabían! —Ichino golpeó con un nudillo la mesa de madera dura—. Cuando me enviaste esa carta celeste me pregunté si habías perdido totalmente la chaveta.
Nigel exhibió una alegre sonrisa, arrugando las comisuras de los ojos.
—¿Cómo puedes estar seguro de que no la he perdido?
Luego, Nigel lanzó una sonora carcajada al ver la expresión consternada de Ichino.
—No, no, viejo amigo…, no la he perdido. Pero no puedo explicar con precisión lo que sí me ha sucedido.
—Pareces distinto.
—Soy distinto.
—¿Y los restos de Marginis… vinieron para ponerlos a nuestra disposición? ¿Para la defensa?
—Lo ignoro —respondió Nigel—. No pienses que lo entiendo todo. Vinieron a entrar en contacto, porque conocían el proceso de Águila. Porque sabían que toda vida orgánica es frágil. Pero sí, con la esperanza de que existiera alguna afinidad.
—Y algo los detuvo.
—Supongo que ellos mismos. —Nigel suspiró, desplazó sus pies, metió las manos en los bolsillos traseros—. La guerra. En Wasco había armas. Probablemente estaban divididos por un conflicto que desembocó en todo eso. ¿Por qué habrían de traer la muerte nuclear de las estrellas?
—¿Para defenderse de Águila?
—Tal vez. O de otra fracción de su propia sociedad.
—Quizá podremos averiguarlo.
—¿Te parece? Lo dudo. De todos modos… ¿a quién le importa? Las causas han muerto. Sólo tenemos los resultados.
—¿Los resultados?
Ichino frunció el ceño y Nikka alzó la cabeza con expresión interesada. La temperatura había subido en la estancia gracias a que el resplandor difuso del sol proyectaba rayos de luz a través de las dos ventanas que miraban hacia el Sur. Nigel se relajó. Ahora necesitaba salir de ese lugar, librarse de esa insatisfactoria ronda de explicaciones, de modo que procuró sintetizar.
—Sabes, en verdad nuestro pasado consiste en una serie de trucos aprendidos. Aprendimos la conformación de parejas, los mecanismos sociales. Después la caza mayor. Cuando esta se agotó, porque todos los planetas son finitos, apareció la agricultura. La siguieron la tecnología, los ordenadores, una velocidad de información que se equiparaba con nuestra velocidad de almacenamiento de datos. Pero el mundo no es sólo esto, y aquí es donde encallaron las civilizaciones cibernéticas. En realidad tienen razón: somos inestables. Porque nuestra tensión interior es producto de la forma en que evolucionamos. Los ordenadores no evolucionan: los desarrollan. Los programan para que sean infalibles, precisos, seguros. Si sobreviven al suicidio de sus antepasados orgánicos, conservan esas características. Pero en Águila hay una sociedad cibernética que optó por el ataque preventivo… para aniquilar a las formas orgánicas antes de que estas pudieran extenderse por las estrellas, encontrar los mundos cibernéticos domesticados y destruirlos, como es inevitable que lo hagan.
Nigel se calló. Dentro de la cabaña flotaba una expectativa asfixiante.
—Entonces nosotros… —empezó a decir Ichino.
—Tenemos que perfeccionarnos —prosiguió Nigel—. Pero diablos, no se trata realmente de eso. Podemos ser más poderosos que la torpe camarilla de robots de Águila. Echando mano al… Ya lo verás, claro que lo verás. Al universo de las esencias. Al ámbito donde se disuelven los sujetos y los objetos.
—Los Nuevos Hijos —insinuó Ichino—. Ellos hablan de…
Nigel alzó las manos y lanzó una risita.
—Ellos son el reverso secundario de un viejo disco: el miedo a la muerte más la acumulación de cosas.
Se volvió y miró el bostezo de la chimenea.
—Necesitamos más leña —dijo.
Cuando hurga en los bolsillos buscando los guantes encuentra una moneda. Jubiloso, la arroja al aire, cercenando el espacio. La atrapa hábilmente entre los dedos y la levanta, como si fuera un círculo de bronce. La moneda, delante del sol amarillento, lo eclipsa. La perspectiva desafía el orden inmediato. La obra del hombre ciega incluso a este horno portentoso que sobrevuela el cielo.
Cuando la puerta de la cabaña se cerró detrás de él, Nikka preguntó:
—¿Qué opinas?
—No lo sé.
—Hace mucho que lo conoces. ¿Crees que ha cambiado mucho?
—Por supuesto.
—Dice que no puede comunicarlo realmente.
—Nadie ha podido hacerlo.
Nikka frunció el entrecejo.
—No sigo tu razonamiento.
—Cuando lo conocí, irradiaba tensión. Ahora esta ha desaparecido —explicó Ichino—. Antes, siempre buscaba algo. Una respuesta.
—¿La ha encontrado?
El semblante de Ichino se relajó, se alisó, y las arrugas que rodeaban los ojos desaparecieron.
—Creo que ha descubierto que buscar es mejor que encontrar —dictaminó.
La tierra escarchada se le entrega, como un límpido tapiz lavado. Exhala una nube de vapor. La nieve cruje, el aire cortante le raspa la garganta, alegre cantar eterno amar, saltar, bullir, volar, morir, resquebraja la nieve endurecida con cada pisada, hundiéndose en el abrazo algodonoso que lo aguarda abajo, y el mundo dócil lo atrae obedientemente hacia sí al final de cada paso, hacia el hogar, hacia el centro de la Tierra misericordiosa
un hilo de sudor cálido que le escuece al correr
por su cuello arrugado
el sol ardiendo detrás del cielo velado
un vasto océano azul poblado por la aleteante
vida de los pájaros
… se vuelca sobre él y lo atraviesa…
—Estoy preocupada por él —dijo Nikka. Sus manos entrelazadas sobre la mesa temblaban.
—No tienes por qué preocuparte —respondió Ichino—. Ya me has dicho que Nigel hizo cosas que ningún otro pudo entender. Descifró la carta estelar. Ve configuraciones que los demás…
—Sí, sí. Sólo quiero estar segura de que se encuentra bien.
—Sabes, Nikka, cuando era niño tenía un ciclomotor de dos tiempos. Mis padres me lo regalaron. Lo necesitaba para ir a la escuela.
—¿Y?
—Esta historia tiene una moraleja.
Le apoyó una mano encima, para consolarla. A través de la ventana empañada vio que Nigel sopesaba el hacha y se encaminaba hacia la pila de leña. La nieve profunda de los últimos días del invierno dificultaba sus movimientos. La ventana cuadrada enmarcaba la escena como si se tratara de un grabado Sumaro unidimensional.
—Esperé una semana antes de usarla —continuó—. El artefacto me inspiraba mucho miedo. Tenía 150 centímetros de cilindrada y quedé muy sorprendido cuando apreté por primera vez el pedal de arranque y cobró vida. Monté en ella y recorrí orgullosamente la calle de mi casa, de uno a otro extremo, agitando la mano para saludar a mis padres y a los vecinos. Hasta que se detuvo el motor. No pude volver a ponerlo en marcha, a pesar de todos mis esfuerzos. Tuve que volver a casa empujándolo.
Levanta el hacha y la descarga limpiamente zonk mordiendo de veras el tronco seccionado. La madera se astilla, se parte, y Nigel siente que sus músculos tensos llegan al apogeo en el curso de esa maniobra, convergiendo en la curva descendente de su espalda a medida que él sigue el movimiento y la hoja se hinca profundamente en dirección a la tierra cantarina y lo clava amorosamente a la jornada.
Se funde.
Y él se yergue sobre una elevada cornisa, un acantilado de roca plegada y granulosa. Contempla la danza palpitante de los seres hirsutos en el valle que se extiende a sus pies mientras la estruendosa cadencia se eleva hacia él y lo envuelve y él baila inmediatamente, partiendo leña con un hacha refulgente tajante que cae con un martilleo rítmico de saltar, bullir, volar, morir, un plano primordial de madera que se desploma cuando él siente en ese único instante fugaz el nexo entre el acto y el origen de ese placer tensante que le produce el solo trabajo físico, el júbilo del movimiento…
… levanta el hacha, con el zonk de la madera vencida aún en sus oídos e ingresa en otro instante…
Se funde.
—Entonces investigué para verificar si el combustible llegaba al carburador y si la bujía funcionaba correctamente. Limpié los inyectores y pisé el pedal de arranque y volvió a partir, con un estupendo rugido entrecortado. De modo que me pareció obvio que una pelusa de un trapo de limpieza o algo semejante había obstruido un delgado tubo de gasolina.
Nikka hizo un ademán de asentimiento.
—De modo que volví a salir y después de dos minutos tartajeó y se detuvo nuevamente.
… y sin embargo, y sin embargo se da cuenta de que esta danza aullante y este éxtasis del deslizamiento muscular es un fragmento pero no la totalidad de su ser y al alzar de nuevo el hacha, al sentir que se remonta en el pozo de gravitación potencial de la Tierra devoradora recuerda el trabajo de antaño en la remota y gris Inglaterra, maravillosa isla inexistente, recuerda los ritmos elásticos de las cuadrillas que cargaban pardos sacos de carbón en las mañanas frías y lúgubres, mientras una delgada capa de nieve se desplegaba sobre las inmensas pilas negras de carbón corroídas por los camiones y los hombres, y Nigel que trabajaba sólo por el dinero, para pagarse la rara serenidad de las horas en casa, abrigado y leyendo bajo la luz amarillenta mientras las frágiles matemáticas se desovillaban delante de él, esa nueva lengua que encerraba la promesa de elevarlo a un nuevo continente de dicha euclidiana, las bodas trascendentes del pensamiento económico y limpio con los ritmos subyacentes del mundo, que destilaban orden de la escabrosa confusión de la existencia, amalgamándose sin embargo en ese momento con la vida, sin dividir el mundo en sujeto y objeto, abarcándolo en cambio, amalgamándolo, con el hacha hiperbólicamente impulsada por los átomos de la piel de sus manos que se hundían en la trama molecular del mango de madera, con todas las esencias extraídas de la misma materia delicadamente urdida, sin yuxtaposiciones, en tanto las viejas dualidades lamen sin razón la mole granítica de la única solución matemática coherente consigo misma que postula el Universo, alegre cantar eterno amar, y a través de esta lente ve el desierto, el Snark que navega detrás de sus ojos premiosos y que le muestra una fracción de todo esto sin que el pobre difuso, vago Snark se amalgame, ni se confunda reverberando, no sólo fragmentos, astillas que atraviesan el mar de categorías que era el viejo Boojum Snark y que lo clavaron para siempre al mundo encasillado del sujetoobjetovivirmorir…
—Una vez me sucedió lo mismo —dijo Nikka—. ¿Comprobaste si había agua en el combustible?
Ichino afirmó con un gesto y levantó su taza tibia, en cuyo interior el café oscilaba como una moneda negra.
—Volví a verificar todo y después lo apoyé contra la pared del callejón y lo puse en marcha. Me quedé mirándolo y vi que el motor funcionaba. Así que monté de nuevo y recorrí doscientos metros, se ahogó y volvió a detenerse.
—Qué fastidio.
—Sí. Como en el viejo chiste: «Montaje de bicicleta japonesa exige gran paz espiritual». En ese caso sucedía lo mismo.
—¿Buscaste una avería eléctrica intermitente?
—Sí. Pasé revista a todos los diagnósticos convencionales.
—¿Y?
—No era nada de eso.
… sin embargo el Snark tenía un elemento de ello, todos tenían una pizca de detalle siete hombres ciegos y un elefante fundido el Snark debía de saber en el fondo de los antiguos núcleos de ferrita que él/ello/ella procedía de las civilizaciones de ordenadores que destruyeron la nave Ícaro, que rompieron la cáscara de huevo que ahora descansaba en Marginis, que frustraron aquella tentativa de transferir conocimiento a los seres que habrían de convertirse, que podrían convertirse, en el hombre. Aquellos antiguos seres vivientes que fabricaron los restos de Marginis e Ícaro —efímera imagen de reptiles, de zarpas rutilantes que se cerraban como manos—, ¿habían sucumbido en la guerra? ¿Sus mundos de origen habían sido destruidos por las inteligencias mecánicas? La vida bullía en la galaxia. Las civilizaciones de ordenadores no podían aniquilar todas las biosferas, debían de haber activado una inestabilidad innata, algo que había llegado a esa avanzada que giraba alrededor del Sol y que había sofocado a Ícaro, inmensa nave estelar, portentosa y segura, y a los restos de Ícaro, todo cuando los reptiles estaban tan próximos, tan rayanos a tomar contacto con los Patones. De modo que las sociedades de máquinas conocían las arcaicas señales de llamada de los reptiles, y captaron el estremecimiento irradiado por la mole de Ícaro, su traqueteo mortal detonado por el torpe Nigel, y el Snark enfiló hacia el alarido electromagnético, con circuitos que sólo recordaban vagamente qué era lo que debían buscar, quizá con un vago anhelo de aniquilar a Ícaro y los restos lunares, pero el Snark llevaba la confusión en las entrañas, gemía en la noche desmesurada que lo rodeaba, como un lobo llegado del frío para sobrevolar la Luna y dejar caer una cápsula de fusión y hacer florecer un nuevo sol sobre Marginis si los restos respondían, pero sin poder acercarse luego, porque Nigel se le había metido en el ojo como un mosquito. Nigel, ajeno a la eternidad que descargaba un océano gris sobre la playa lunar…
Hace una pausa. Hinca el filo del hacha en un tronco y se vuelve, camina hasta la ladera pelada contigua, y sus pulmones se inflan sibilantes con aire seco, sus piernas se implantan la nieve cruje el aroma hormigueante de los pinos le cosquillea la nariz mientras la luz esmaltada titila entre el follaje de los altos árboles perennemente verdes, y el débil susurro de una brisa los agita y levanta un pequeño torbellino a pocos metros de distancia, una presencia circular bosquejada por su carga de elementos revueltos, polvo, copos, un remolino de hielo. El torbellino succionó el suelo y él entró en el vórtice, sintió el roce del viento y al medir así su pequeño mundo lo destruyó, desmenuzándolo definitivamente, de modo que el círculo se consumió y renació.
Sobre el borde de la colina sintió el lanzazo glacial del viento con toda su fuerza, y captó bruscamente, salvando la brecha cristalina del valle, un movimiento microscópico en un claro lejano, un punto oscuro enmarcado por la elipse de árboles, una mota que se petrificó mientras él miraba, girando la cabeza, clavados el uno al otro a lo largo de la visual en tanto un torrente eterno de luz los encapsulaba a través de los milenios y en tanto los salpicaban vislumbres de percepción, de exuberantes y frescos terrones de humus del lecho del bosque, de himnos entonados por debajo del umbral de percepción del oído humano entre la catedral de árboles, de una inmensa vida gimiente arrancada de la floresta envolvente y desbordante, y en medio de todo ello la curva de la Luna recién nacida que hablaba de otros sentidos subyacentes, del mismo orden circundante que se gestaba a lo largo de las líneas parabólicas descendentes de una piedra arrojada, de la estructura emergente y titilante que, entrevista, había palpitado dentro y había empujado al Patón a convertirse en hombre, y cuando esta chispa saltó entre ellos el inquieto punto hirsuto alzó una mano, tanteando el aire estratificado con movimientos torpes, y se detuvo, con el ademán nuevamente impregnado por las tímidas aprensiones, durante un momento, y luego la mano cayó y el antiguo ser se alejó presuroso, desviándose y buscando el amparo de los árboles, y los ojos velados de Nigel siguieron a la sombra y conocieron esta nueva faceta y rostro del mundo…
… que, absorbida y alterándolo…
… se fundió…
—Finalmente entendí lo que ocurría —prosiguió Ichino—. El asiento estaba montado sobre unos muelles de amortiguación. Estos eran demasiados blandos, y permitían que el asiento se hundiera demasiado. El tubo de goma del combustible pasaba debajo de él, encima del carburador. Al sentarme yo apretaba el tubo de combustible y lo obstruía.
—Sin combustible, el ciclo se cortaba —dijo Nikka.
—Sí. Lo que fallaba no era el ciclo sino mi relación con él.
Nikka frunció el ceño.
—Lo mismo vale para el enfoque que la mayoría de nosotros tenemos del mundo —explicó Ichino—. No podemos resolver los problemas porque estamos desconectados del mundo. Lo manipulamos como si utilizáramos tenazas para atizar el fuego.
—Y piensas que lo que le ha sucedido a Nigel…
—No es casual que haya realizado tantos trabajos originales en los restos de Marginis. Ha aprendido a fusionarse con el ciclo.
… vuelve a la pila de leña, sintiendo que la tela basta de su ropa de trabajo le frota la piel y se estira sobre ella, y llega a la conclusión de que no se ha equivocado respecto al ruido que procede del cielo: baja oblicuamente hacia donde los árboles erizados ralean y cuando él vuelve la cabeza lo ve suspendido sobre la cresta, ligeramente ladeado hacia delante y desplazándose a toda velocidad para cogerlos por sorpresa, una forma panzona e hinchada que describe un giro descendente que se trueca en un cicloide aplanado cuando Nigel marcha por la nieve succionante hacia el claro comprimiendo con fuerza después de aspirar el aire cortante que une y combina, y que luego, expelido, siseante, distiende y completa.
El ruido martilleante que provenía de arriba interrumpió la conversación. Nikka se levantó de un salto y dio media vuelta, para averiguar de dónde procedía. Ichino fue el primero que llegó a la ventana. Detectó el punto bordoneante encuadrado en el marco, el punto que parecía una mosca colérica atrapada en una caja a medida que descendía y era devorado por la hilera de árboles.
—Graves —dijo—. Ha vuelto. Viene con otro hombre.
Nikka se mordió el labio. Empezaron a forcejear con las chaquetas, para ponérselas.
Nigel llega al claro, un túnel ascendente en un mar de árboles ondulantes, sale del refugio verde al tubo de aire, abierto, que conecta la Tierra con el parloteo de arriba, tuerce el cuello hacia atrás e imagina cómo lo vieron los Patones: un loco batir de alas giratorias. Graves disparando desde la furia rampante, la horda sobreviviente que se dispersa aterrorizada, con los ojos desencajados, Graves y la máquina que crepitan detrás de ellos sobre el denso follaje hasta que los pierde de vista, después Graves que los sigue a pie sí y Nigel siente que algo repica dentro de él a medida que las paletas bordoneantes de la hélice se acercan y que la brillante envoltura de metal se abre para mostrar sus fauces, y un hombre aparece en ellas y salta a la nieve con un movimiento ágil, levantando el brazo rígido cuando el impacto le dobla las rodillas, y el brazo y el fusil se desplazan juntos izquierda derecha, y ve a Nigel, da un rodeo, corre agazapado bajo las paletas de rotación cada vez más lenta cuyas sombras lo abanican, lo abanican y Nigel se detiene, intuyendo algo más cuando otra figura sale de detrás de la panza lustrosa del helicóptero, un hombre mayor que se arrebuja para protegerse del frío y que aparece en el campo visual mientras el hombre joven avanza al acecho empuñando diestramente el fusil, con los rasgos lisos enfocados en la línea que conecta la boca del arma con el pecho de Nigel, frunciendo las espesas cejas negras en un ademán de concentración, con un chirrido de botas sobre la nieve compacta «Sigue apuntándole» mientras el hombre mayor se acerca «No es él pero, no sé…» con una expresión perpleja en el rostro envejecido, se detiene y estudia a Nigel con las manos apoyadas sobre las caderas «Me parece conocer a este tipo de alguna parte» en tanto que Nigel se siente perforar el cielo, alerta, con los pies clavados a la tierra de modo que cuelga de un hilo en el espacio intermedio «quizás Ichino lo trajo para» y la vara mágica del fusil describe círculos perezosos al mismo tiempo que las facciones del más joven se congestionan con manchas de excitación colérica, y la mano aprieta el metal azulado para estimular su vida rugiente «que lo ayude» y las paletas se detienen rechinando «Oye amigo, ¿no eres un poco viejo para andar retozando por aquí con tu amigo Ichino? Sería bueno que…». Nigel capta el primer fragmento de una exclamación lejana, la voz aguda de Nikka, y dice «¿Viejo? Sí, ya he vivido más que Mozart y Anne Frank, pero aquí somos todos viejos» cuando ve que el próximo paso del joven lo colocará al alcance pero ahora triangula la posición de la voz tintineante que oye a sus espaldas y comprende que si el fusil dispara mientras él lo aparta la bala partirá en esa dirección, hacia la cabaña, de modo que vuelve a respirar, a respirar y ser respirado, y Graves menea la cabeza con una mueca «No vas a soltar… eh…».
Nikka e Ichino contornearon juntos la pantalla de árboles y Graves los vio. Se detuvieron, exhalando nubes de vapor, e inspeccionaron el claro. Cuando Ichino vio el fusil su primer impulso consistió en volver a refugiarse entre los árboles, con un salto atrás, pero en ese momento Graves gritó perentoriamente:
—Eh, vosotros dos. Venid aquí. —Una pausa—. Basta ya de payasadas. —Miró a Nikka y ella lo miró a él.
Recorrieron lentamente los cincuenta metros que los separaban del lugar donde Graves y un hombre de facciones pálidas enfrentaban a Nigel. El hombre más joven parecía nervioso pero sus movimientos no eran bruscos. En verdad, su fusil oscilaba de Nigel a Nikka y de esta a Ichino, y después en sentido inverso, Ichino comprendió que esa era una técnica muy peligrosa para todos ellos: si cualquiera de los tres hacía un movimiento imprevisto mientras el arma apuntaba en otra dirección, una presión sobre el disparador debida a un movimiento reflejo podría…
—La última vez que estuve aquí no me dieron muchas satisfacciones —dijo Graves, con las manos todavía sobre las caderas—. De modo que he traído un elemento de persuasión. Sé que tienes mi película.
—No… —empezó a responder Ichino.
—Basta de embustes.
—La he destruido, como dije.
—Confesarás la verdad.
—No hay nada…
Como brotados de la nada los sentimientos y deseos se bifurcan imitando a un rayo de verano sobre su bóveda inconmovible y para evitar que crezcan como maíz fresco se amalgama con ellos, los succiona dentro de su ser para verlos tal como son e integra la fluctuación hasta que se convierte en un borrón soporífero que se confunde con el murmullo continuo del mundo, un espacio totalmente vacío que espera que cada instante le escriba encima, tiempo que se acomoda como agua al acontecimiento —nada— mientras Graves se adelanta un paso y su brazo se alza, poniendo rígida la mano en el trayecto para descargar un revés en la cara de Ichino que respinga hacia atrás en el último momento y lo recibe de lleno en la mejilla izquierda, y sus pies pierden apoyo y el cuerpo gira mientras cae para amortiguar el impacto, y del lugar donde rompe la nieve endurecida se desprende un surtidor de cristales blandos y Graves sigue la acción, con la cabeza vuelta para observar la caída de Ichino, y el joven encañona tenazmente a Nigel mientras pasa el trance y Nikka resuella y Nigel ve que el guardaespaldas se desplaza sistemáticamente y vigilante sin dejar ningún resquicio.
Ichino miró a Graves desde el suelo y probó el sabor de la sangre.
—Sabes, crees que soy tan tonto que no entiendo lo que pasa aquí. Tú y tus —un ademán informal— amigos vais a sacar una buena tajada de esto. Es lo que planeáis, ¿verdad? O de lo contrario imagináis que esas condenadas bestias que casi me mataron merecen vivir.
El rostro crispado de Graves pareció eclipsar el cielo.
—Lo merecen. Por favor, trata de entender. Sencillamente no quiero que mueran aniquilados por el interés que despertará tu versión. Con tiempo, podrán estudiarlos. Pero no utilizando los métodos que tú implantarás.
—Mientes de nuevo —dijo Graves con un ronco murmullo.
El tiempo se comprime hasta transformarse en partículas infinitesimales congeladas, el fusil se desvía hacia la izquierda cuando Ichino forcejea para apoyarse sobre una mano estirada hacia atrás, cubriendo el movimiento, y Graves retrocede haciéndole una seña con el dedo al otro hombre y la culata del arma se levanta y la mira se fija en la rótula izquierda de Ichino y el claro se cubre de estratos de espeso silencio, esperando, esperando «Creo que te has equivocado de historia» dice Nigel para distraerlo y la primera palabra empieza a surtir efecto sobre el dedo índice que se contrae ligeramente sobre el disparador en medio de la luz transparente y el hombre toma apoyo maniobrando los huesos como un enrejado de varillas de calcio y tensando cada músculo, mientras Nigel dispara el pie derecho contra el codo del hombre y siente cómo el tacón de la bota golpea la apófisis en tanto su peso se descarga hacia delante, y las manos del hombre aferran el metal sagrado y el impacto derrumba su cuerpo, y su aliento silba por conductos secos y el fusil se desvía con un centelleo de luz, y el tacón de Nigel resbala desde el codo hasta la resplandeciente culata de madera del fusil y el cuello compacto del hombre se convulsiona hacia el costado y sus manos se cierran en un último coqueteo redentor con el gatillo que retrocede bajo la presión del dedo resbaloso y el cañón escupe un trueno reverberante en el espacio cristalino y exhala una nube azul hacia la nieve pisoteada, sepultando un nódulo de plomo en la tierra receptiva.
Cuando Ichino pudo volver a ponerse en pie Nigel había conseguido apoderarse del fusil y Graves retrocedía con lentitud las palmas de las manos ahuecadas en dirección a Nigel.
El hombre más joven continuaba tumbado boca abajo sobre la nieve, donde había caído después de que Nikka le pusiera la zancadilla. Si ella no se hubiera adelantado con un salto, tal vez Nigel no habría tenido tiempo de recuperar el fusil. Ahora Nigel tenía el arma apoyada en el hueco del brazo. Accionó el cerrojo y dejó la recámara abierta. El hombre se levantó a gatas sobre la nieve y miró en torno, un poco aturdido, como si aún no pudiera admitir que estaba allí. Nadie había hablado.
—Quiero decirle algo —le anunció Nigel a Graves.
Lo cogió por el brazo y lo apartó unos pocos metros.
Conversaron en voz baja. Ichino observaba a Nigel, reflexionando sobre una faceta que no podía definir claramente. Nigel no irradiaba ni un atisbo de tensión y la esencia misma de su poder descansaba en sus ademanes relajados. Cuando Graves se volvió, una vez concluido el diálogo, el cambio que se había producido en su expresión sorprendió a Ichino. Sus ojos de párpados pesados reflejaban una flamante serenidad y al mismo tiempo sus facciones tenían el sello de una lejana melancolía, como si se hubiera enterado de algo que habría preferido ignorar. Ichino comprendió que no volverían a encontrarse. Nigel le palmeó la espalda. Graves le habló de forma entrecortada a su acompañante más joven y ambos se encaminaron con paso pesado hacia el helicóptero. Treparon a bordo y las paletas de la hélice empezaron a girar enseguida.
Enamorado del veloz despegue mientras un polvo brumoso de nieve forma un surtidor bajo el helicóptero como si los cristales tintineantes intentaran remontarse nuevamente —adiós— esta energía infatigable de la mente que él más amaba a medida que cada nuevo sentido trataba de pillar ese cerdo engrasado que era el mundo en el mismo momento en que hace un ademán de saludo en dirección a los rostros velados que se alejan, ademán que es una línea trazada sobre el espacio que los separa, e Ichino empieza a hablar pero Nigel lo interrumpe y le dice que no, que debe completar su trabajo, aunque más tarde desmenuzarían ese momento junto a una fogata crepitante, triturando palomitas de maíz, bebiendo sidra entibiada, porque en ese instante la sensación sería análoga a la de un estómago irritado por el whisky trasegado, no, más tarde sería mejor con las aristas de los acontecimientos suavizadas por la dichosa corrosión del tiempo y él se echa hacia atrás sustentado por el aire y coge el fusil por su largo e ignorante hocico y lo blande tallando con la culata el nitrógeno enjoyado de los árboles donde crac se estrella contra un tronco encostrado que apaga el ruido, y este movimiento pulveriza un jubiloso aceite que salpica las caras de Nikka e Ichino alzadas al unísono para contemplar la parábola del estúpido tubo cuyo crujido marca el fin de sus preocupaciones, e Ichino se vuelve para seguir con la mirada al helicóptero que se pierde batiendo el aire cada vez más iluminado y Nigel murmura y el mundo se eclipsa mientras escucha distraído el chasquido menguante y cobra forma una asociación vagarosa, con el ronroneo de una creciente toma de conciencia, y siente que las palabras brotan de sus labios y al pronunciarlas lo comprende por primera vez «Graves forjó su futuro antes de venir aquí» porque en verdad si el hombre era libre había sido libre la suma era suya.
—… antes de venir aquí —hizo que Ichino se volviera, en mitad de su frase de agradecimiento, hizo que se volviera y descubriese el punto fluctuante que se deslizaba sobre las copas de los árboles hacia la cresta. Las nubes algodonosas se habían levantado y el sol las atravesaba nerviosamente. Cuando el helicóptero se aproximó a la cresta se introdujo en un cono de luz. Al ladearse, una faceta de su fuselaje brillante reflejó el sol y se produjo un extraño fenómeno óptico, una brillante titilación amarilla. Ichino vio que una centella inflamada saltaba de los árboles y envolvía al helicóptero en una bola anaranjada chisporroteante. Parpadeó y la imagen se borró, dejando sólo un vestigio confuso en la retina. El helicóptero había desaparecido. Aguzó el oído, tratando de captar su traqueteo embotado. No oyó nada por encima del suspiro del viento entre las copas de los árboles. ¿Era posible que el helicóptero hubiera sorteado tan rápidamente la cresta? Era imposible determinarlo. Se volvió para preguntárselo a Nigel pero este ya se había encaminado hacia la pila de leña, sobre todo la obstinación monomaníaca de Graves, la risible historia del fusil, el último encuentro de Graves con el Patón hacía un instante eterno, recordaba a las pobres y amadas civilizaciones de calculadoras de mesa que se acurrucaban allí arriba entre las estrellas, resistiéndose a utilizar la radio porque temían que las jóvenes razas orgánicas las buscaran y las desguazaran en busca de chatarra, pero incluso una calculadora de mesa puede ser feroz cuando la arrinconan, puede aniquilar las culturas animales lactantes antes de que se desarrollen, ¡ah!, qué vieja puerca galaxia era esa que malgastaba su energía a un kilodólar por nanosegundo como el pobre difunto Graves, con una acción en parte correcta pero con un sentido equivocado de la deformación de las cosas, incapaz de disfrutar del jubiloso himno estimulante que todo eso implicaba, tan parecida al antiguo Nigel que él recuerda vagamente, atado a los acontecimientos por cuerdas de preocupación que lo hundían y lo tironeaban bajo las olas, Alexandría Snark querido Papá, sí Nigel ve que esos han sido sus sentimientos pero ahora se palmea los bolsillos con fingida sorpresa, alza las manos totalmente desplegadas en dirección al mundo, vacías, porque se ha despojado de su pasado, está libre del lastre de lo que fue, se funde y ríe libre y flotando en ese universo de esencias y listo para Águila si se ríe…
Los dos entraron en la cálida cabaña, haciendo retumbar las botas en la habitación al pisar con fuerza para librarse de la nieve.
—Dudo que a ese volvamos a verle —dijo Nikka.
—Sí. Todos aprenden de la experiencia —respondió Ichino, pensando en los Patones. Se acercó a la ventana y vio a Nigel por la del oeste. Apareció un momento en el centro de la cruz de los cuatro cristales. Más allá de Nigel estaba la bóveda del cielo y el sol que se ocultaba tras jirones de bruma. Nigel, blandiendo el hacha, se movía en el centro de un universo circular.
Con los pulmones jadeando por el esfuerzo se detiene y mira hacia la ventana donde los cuatro cristales forman una cruz y la ve como si lo estuviera expulsando, la inversa del disparo del joven, hacia un dilatado zonk el hacha muerde una veta podrida, los fragmentos de madera llueven alrededor de él tallados como un derrumbe de asteroides de cristal en órbita cortando el frío, con los músculos crispándose fundiéndose, los tacones mordiendo la nieve apisonada mientras la Tierra lo retiene en su tenaz garra intemporal de la cual él mismo forma parte, él tiene su propio campo de gravitación y los pensamientos cruzan como relámpagos de verano por el alud de sensaciones que lo transportaban a través de cada momento, fundiéndose. Arriba estaba la galaxia, un enjambre de abejas blancas, cada una de las cuales tenía su propia estructura infinita, un disco giratorio cercenando el espacio con su propia definición, sin que Nigel pudiera ver quién había arrojado el disco, cosa que tampoco le importaba, porque ya era suficiente con lo que había allí en el frágil eje de la Tierra, donde cada nueva verdad se fusionaba con la vieja a medida que su fracción de mundo fluía a través de él, larguémonos de aquí una de estas noches mientras los continentes se entrechocaban y cojamos lo necesario y vayamos en busca de aventuras delirantes entre los indios hachando madera, trisecando Andrómeda en el territorio de Oregón a Águila durante un par de semanas o más tiempo y todos los momentos se desmenuzaban y dispersaban a medida que los tocaba y yo dije, muy bien, conforme…
Y se funde.
—¡Nigel! —clama la voz de Nikka—. Ven a tomar más café.
La cabaña humea se funde renovándose.
—Por supuesto —responde Nigel—. Iré enseguida.
Eternamente, se funde si él se vuelve y sí se funde y él se precipita a través de ella fundiéndose y girando sí y sí eternamente, se funde.