L
a fiebre de Peter Graves bajó durante el día. Durante la noche se despertó y prorrumpió en balbuceos. Ichino le hizo beber un caldo saturado con el cálido sabor del coñac, que pareció devolverle la energía.
Graves miró el cielo raso, sin saber dónde se hallaba, y comenzó a desvariar. Al cabo de unos minutos parpadeó súbitamente y clavó los ojos por primera vez en el rostro curtido de Ichino.
—Los tenía, ¿sabe? —musitó con tono implorante—. Estaban muy cerca. Tanto que casi podría haberlos tocado. Demasiado silencio, sin embargo, a pesar de sus cánticos. No pude filmarlos. La cámara hace ruido.
—Estupendo —asintió Ichino—. No se dé la vuelta sobre el costado.
—Sí, eso —murmuró Graves, mirando mecánicamente a lo largo de su camisa—. Lo hizo el gigante. Qué hijo de puta. Pensé que no caería nunca. El guía y yo no parábamos de acribillarlo y el lanzallamas de ellos escupía en todas direcciones. Anaranjado. Tumbó al guía y no volvió a levantarse. El resplandor iluminaba todo… todos…
La voz seca y ronca de Graves se fue apagando poco a poco. Los sedantes mezclados con el caldo estaban surtiendo efecto. Al cabo de un momento respiró pausadamente. Cuando estuvo seguro de que Graves dormía, Ichino se puso la cazadora y salió. Ahora la nieve tenía por lo menos un metro de profundidad y su manto blanco embotaba la silueta habitualmente cortante de la colina de enfrente. Los copos caían en silencio, agitados por la brisa. Era imposible llegar a la carretera.
Ichino marchó dificultosamente por el claro, complacido de poder hacer ejercicio. Quizá ya no era necesario pedir ayuda. Quizá lo peor había pasado. Si no lo atacaba la infección —y era difícil que lo atacara, con tantos antibióticos—. Graves podría recuperarse sin atención profesional.
Se preguntó qué significaban esas divagaciones. El «gigante» podía ser cualquiera. Indudablemente alguien le había herido, pero Ichino no conocía ningún arma que pudiera causar una quemadura tan grande. Ni siquiera un láser.
Ichino sacudió la cabeza, para despejarla, y las guedejas negras le cayeron sobre los ojos. Pronto tendría que cortarse el cabello. Uno olvidaba esos detalles, cuando vivía apartado de la gente.
Levantó la vista y enseguida encontró a Orión. Apenas podía discernir la mancha difusa de luz que correspondía a la gran nebulosa. Del otro lado de la oscura bóveda del cielo descubrió a Andrómeda. Le pareció casi increíble que con una sola mirada pudiera abarcar trescientos mil millones de estrellas, toda una galaxia que parecía una salpicadura de luz un poco más tenue que las estrellas contiguas. Estrellas como granos de arena, infinitas e inmortales.
Frente a tanta intimidad, ¿por qué los arrebatos religiosos del hombre parecían tan cómicos, u horribles?
Esa noche el noticiario se había ocupado de uno de los Nuevos Hijos tatuados que finalmente había cubierto todo su cuerpo con dibujos. Teóricamente la operación debería haberse desarrollado con mucha lentitud, para completar los últimos trazos poco antes de la muerte del devoto. Pero este había apresurado el tatuaje y después se había degollado, pidiendo que lo desollaran, que curtieran su piel, y que se la entregaran enmarcada al obispo como sacrificio a la veracidad de la Nueva Revelación.
Ichino tiritó y se volvió hacia la cabaña. Un hombre estaba mirando por la ventana, con la espalda vuelta hacia Ichino. En medio de la nieve que caía era difícil verle con claridad, pero era corpulento y estaba inmóvil. Parecía ladeado para espiar algo próximo a la pared lateral. Sí, debía mirar a Graves. La cama no estaba directamente enfrente de la ventana.
Ichino se acercó y algo debió de delatarlo. El hombre giró rápidamente, lo vio, y contorneó con asombrosa rapidez el ángulo de la cabaña. Se desplazaba ágilmente sin que la espesa capa de nieve pareciera dificultar su avance. No tardó en confundirse con las sombras.
Cuando Ichino llegó al tramo próximo a la ventana, la nieve ya había empezado a ocultar las pisadas del hombre. Si se trataba de huellas de botas, eran muy raras: de extraño contorno, inusitadamente profundas y de no menos de sesenta centímetros de longitud.
Ichino se internó un poco en el bosque, siguiéndolas, y después se dio por vencido. Al hombre le resultaría fácil desaparecer en la oscuridad. Se estremeció y volvió a la cabaña.