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I

chino se despertó con un respingo. Se había dormido sentado.

El fuego humeaba y chisporroteaba. Atizó los rescoldos y lo alimentó con nuevos leños. Al cabo de un momento la temperatura de la cabaña había subido nuevamente. Se masajeó un músculo de la espalda y contempló la danza de las llamas.

Graves seguía sin conocimiento, con una respiración regular. La herida había dejado de sangrar y las voluminosas compresas que la cubrían parecían bien aseguradas. Ichino comprendió que no volvería a dormirse enseguida, de modo que se preparó una mezcla de agua caliente, zumo de limón, azúcar y ron, y conectó la radio. En medio del crepitar de la estática encontró la estación de Portland, que transmitía noticias analizadas a fondo durante las veinticuatro horas del día.

Mientras su mecedora crujía rítmicamente, la radio emitía un suave murmullo y el viento aullaba fuera. Las noticias parecían discordar con ese entorno relajante. La guerra continuaba en África y otro país se había incorporado al bando de los construccionistas. Los Nuevos Hijos atacaban con gran dureza la política del Gobierno sobre alteraciones en el ácido desoxirribonucleico de los bebés de laboratorio. Sin embargo, la mayoría de los comentaristas opinaba que la simple modificación del cuerpo era inevitable: ahora la controversia se había trasladado al campo de la inteligencia y de los talentos especiales. Se sospechaba que en Pakistán había empezado una segunda plaga agrícola de gran envergadura. La escasez de agua se estaba convirtiendo en un problema crítico en Europa.

Finalmente hubo algunas noticias sobre los restos de Mare Marginis. En la Luna había terminado el revelado fotográfico de emergencia. No había rastros de otras naves caídas. Sin embargo, esto, por sí solo, no significaba mucho, porque la pantalla electromagnética de la nave de Marginis había cambiado tres veces de color antes de que finalmente hubieran podido atravesarla. Los científicos suponían que este era un vestigio de algún mecanismo de defensa mediante el cual la pantalla de la nave absorbía casi toda la luz, oscureciendo la mole. Si la nave hubiera estado volando habría sido difícil verla contra el fondo del espacio. Al parecer, hasta el momento en que los hombres la perforaron, la pantalla había funcionado casi constantemente y se estaba debilitando poco a poco. Si había otros restos en la Luna, era posible que sus pantallas continuaran intactas, en cuyo caso sería muy difícil verlas desde lo alto. Había empezado una búsqueda a gran escala de configuraciones oscuras reiteradas, que quizás antes se habían identificado como sombras.

Ichino escuchó unas pocas noticias más y después apagó la radio. La observación respecto a la pantalla había sido interesante, pero él ya esperaba algo más. Ahora había hombres trabajando dentro de la nave y era razonable pensar que debían de haber obtenido algunos resultados. Pero ni los noticiarios ni Nigel le informaban nada. Quizá se trataba tan sólo de que la exploración de la nave se desarrollaba con mucha cautela. El sistema de defensa se había activado y desactivado de forma imprevisible, y la última hipótesis parecía consistir en que el dispositivo que había derribado las dos naves de reconocimiento se había activado recientemente, porque si no habría aniquilado las misiones Apolo mucho tiempo atrás. Una vez atravesada la pantalla quizá los restantes sistemas de defensa también estaban neutralizados. Pero habría sido imprudente desechar todas las precauciones.

Después de apagar la radio, Ichino controló de nuevo a Graves y enseguida volvió a registrar la mochila. Dejó a un lado el tubo de metal gris y empezó a sacar el resto del contenido: alimentos deshidratados, mapas, ropas, herramientas sencillas, un bloc y algunos papeles sueltos. En el fondo de la mochila había varios carretes de microfilmes y un visor compacto. Ichino se sintió ligeramente abochornado, como si estuviera leyendo la correspondencia ajena.

Bueno, no le faltaba justificación para curiosear. Era posible que Graves fuese diabético, o tuviera algún otro problema específico de salud. Ichino introdujo el microfilme en su propio visor de pared, de grandes dimensiones, se preparó otra ración de bebida y empezó a leer.

Las tarjetas de crédito, los pases y la biografía seriada atestiguaban que Peter Graves era un hombre rico. Había ganado su fortuna hacía mucho tiempo, especulando con terrenos antes de que el Gobierno regulara esa actividad, y después se había retirado. Durante los últimos diez años se había consagrado a un extraño hobby: localizar lo inusitado, descubrir lo escurridizo. Había utilizado su dinero para buscar sendas incaicas perdidas, monstruos marinos, ciudades mayas. Graves llevaba consigo una biblioteca portátil sobre su persona. La cual era explicable: probablemente le ayudaba en sus tratos con funcionarios renuentes. La mayor parte del microfilme giraba alrededor de otro tema. Había notas y recortes que se remontaban hasta el siglo XIX. Ichino los estudió y compaginó una historia.

El interés de Graves se había encauzado hacia la explosión de Wasco porque se trataba de un misterio reciente. Nunca había aceptado la turbia explicación oficial. De modo que, empujado por su afición a lo insólito, había estudiado con todo detalle el pasado de toda la zona boscosa septentrional. Su correspondencia demostraba que había puesto en marcha un programa de investigación muy costoso.

Ichino experimentó una cosquilleante sensación de sorpresa. Graves había hecho precisamente lo que Nigel había soñado y lo que quizá la NASA se decidiría a hacer algún día, cuando entendiera el significado de los restos del Mare Marginis. Graves había corrido en pos de todas las coincidencias posibles, de todas las confluencias extravagantes de hechos y leyendas. Había utilizado aviones de vuelo rasante y motor silencioso para buscar todo objeto o ser que sobrevolara el área del estallido. Había atacado cabos sueltos, había estudiado mapas antiguos, había reclutado trusts de cerebros para elaborar teorías excéntricas.

Y después de aceptar una hipótesis, Graves había contratado guías y había salido a buscar al ser evasivo que, según sospechaba, tenía relación con el fenómeno de Wasco…

Los indios shalish lo llamaban Sasquatch. El informe de la Hudson’s Bay Company, de 1864, enumeraba cientos de circunstancias en que había sido visto. Los leñadores y tramperos que se internaban en la costa noroeste del Pacífico lo conocían principalmente por sus pisadas, y en razón de ello lo bautizaron con un nuevo nombre: Patón.

Había sido visto en todos los bosques septentrionales de Estados Unidos y Canadá. En el siglo XIX le atribuyeron más de una docena de asesinatos, cuyas víctimas eran casi siempre cazadores armados. En 1890, dos guardias encargados de la vigilancia de un campamento minero situado en la frontera entre Oregón y California aparecieron muertos: los habían triturado y aplastado contra el suelo.

Todo esto no dio ningún resultado concreto hasta 1967, cuando un investigador aficionado filmó una película en color de un Patón desde una distancia de menos de cincuenta metros. Era inmenso. Medía dos metros diez de estatura y caminaba erguido, alejándose lenta y casi desdeñosamente de la cámara. En una ocasión se volvió para mirar al operador y dejó a la vista dos grandes pechos. Una espesa pelambre negra le cubría todo el cuerpo, excepto el espacio contiguo a la hendidura ósea que le rodeaba los ojos. Los científicos no se pusieron de acuerdo acerca de la autenticidad de la película. Pero unos pocos antropólogos y biólogos aventuraron teorías…

Por razones sociales y económicas, la costa noroeste del Pacífico estaba poco habitada. Los tupidos bosques que cubrían las escarpadas vertientes occidentales de las Montañas Rocosas podrían haber ocultado un centenar de ejércitos. Las bacterias y la fauna basurera del lecho del bosque digerían o dispersaban los huesos e incluso los artefactos que quedaban abandonados, y los restos de los emplazamientos forestales no duraban más de una década. Si el Patón no construía viviendas ni utilizaba herramientas, podía pasar fácilmente inadvertido. Incluso un primate corpulento, arisco, no sería más que una sombra confusa en la densa arboleda.

La mayoría de los animales ha aprendido a huir, a ocultarse, en lugar de combatir… y su maestro ha sido el hombre. Durante el último millón de años los glaciares han retrocedido y avanzado siguiendo las alternativas de un ciclo lento y portentoso. A medida que el agua se incorporaba a los glaciares bajaba el nivel de los mares, y así quedó al descubierto una gran franja de tierra que unía Alaska y el norte de Asia. A través de los helados páramos asiáticos llegaron los mamuts, los mastodontes y finalmente el mismo hombre. Este ha pasado por muchas etapas de evolución entre los monos y el Neanderthal. Al salir de su cuna africana, el hombre arreó a estos antepasados suyos. Es posible que el hombre de Pekín o de Java haya formado parte de la migración expansiva. Quizás el Patón había sido expulsado hacia otros climas por esta competencia. Atravesó la gran franja de tierra durante un ciclo glacial, encontró el Nuevo Mundo y se radicó allí. Pero le siguieron los hombres y finalmente se disputaron las mejores tierras. El hombre, más inteligente y mejor armado, ganó la guerra y el Patón se vio obligado a replegarse de nuevo al bosque. Quizá la leyenda del Sasquatch se remontaba a esos remotos conflictos.

Las expediciones científicas de los años 1970 y 1980 no encontraron pruebas concretas de la existencia del Patón, aunque hallaron vestigios indirectos: toscos refugios construidos con ramas caídas, pisadas y senderos, excrementos cuya composición era la que correspondía a una dieta de pequeños roedores, insectos y bayas. Sin una captura, la hipótesis fue perdiendo partidarios. La presión demográfica erigió ciudades en el norte de California y Washington, y las zonas donde había sido visto el Patón fueron desapareciendo gradualmente.

Entre los papeles de Graves había un extenso mapa de la comarca de Oregón meridional que rodeaba la represa Drews. Estaba cubierto de pequeñas flechas y señales trazadas con lápiz que detallaban una caótica ruta hacia el Norte. Ichino siguió la dirección de ese itinerario hasta comprobar que se interrumpía bruscamente a unos veinte kilómetros de su cabaña. Terminaba en un territorio agreste, montañoso y poblado de pinos: una de las zonas más deshabitadas que perduraban en Oregón. Había otros papeles, un contrato con dos guías, algunas notas indescifrables.

Ichino se apañó de su visor de pared, frotándose los ojos.

Algo golpeó contra la pared de la cabaña, como si la hubiera rozado.

Ichino se acercó a la ventana a tiempo de ver cómo una sombra desaparecía entre las tinieblas más espesas de los árboles que bordeaban el calvero. Era difícil ver. Los remolinos de nieve ocultaban el entorno. En medio de la luz menguante era fácil equivocarse.

Sin embargo, el ruido no había emanado de su imaginación. Quizá lo había producido la nieve apelmazada al caer de la rama alta de un pino, pero Ichino no creía que esa hubiera sido la causa.