D
espués de un día de balbuceos confusos, Graves se despertó por la mañana en condiciones de hablar de forma coherente. Ichino frio un bistec de levadura sintética y mientras comían, Graves confirmó casi todo lo que Ichino había deducido del microfilme.
—Hace varias semanas que les sigo la pista —dijo Graves sentado en la cama—. Primero en helicóptero, después a pie. Tomé algunas fotos desde larga distancia, e incluso encontré algunas de las verduras que habían mordisqueado, unos huesos de conejo, cosas parecidas. Mis rastreadores señalaron los lugares más probables. Mi guía y yo descubrimos a algunos en el momento en que empezaba a caer esta maldita nieve. Fue endemoniadamente difícil seguirlos en medio de la borrasca.
—¿Por qué no se detuvieron? —preguntó Ichino.
—En algún momento ellos tendrían qué reducir el ritmo de su marcha. Aquí todo se para, en invierno. Pensé que si resistía más que ellos tal vez los sorprendería mientras hibernaban o hacían algo parecido. Pensé que podría tomar prisioneros.
—¿Y fue así como le hicieron esto? —Ichino señaló el vendaje que ceñía la costillas de Graves.
Graves hizo una mueca.
—Sí. Quizá no se habían guarecido sino que sólo habían hecho un alto. Los encontré en uno de esos claros de forma circular donde hincaban sus raíces los pinos. Me acerqué mucho. Estaban sentados alrededor de una especie de bloque de piedra sobre el que descansaba un objeto metálico. Todos parecían mirarlo y canturreaban, meciéndose, en tanto que algunos de ellos aporreaban el suelo.
—Habló de eso antes, cuando se despertó por primera vez.
—Ajá. Pensé que pasaría inadvertido con todos esos ruidos, esos cánticos. Mi guía dio un rodeo para acercarse desde otro ángulo. Estaban venerando ese condenado instrumento, esa vara. Saqué una foto y me moví, y el que encabezaba el grupo me vio. Me asusté. Le disparé con mi fusil, pensando que quizá los espantaría. Entonces el jefe cogió la vara. Me apuntó con ella. Supuse que se trataba de un garrote y volví a disparar. Me pareció que había dado en el blanco. Pero el jefe maniobró con el extremo de la vara y de esta brotó un rayo, tan próximo que sentí el calor en el aire. Algo semejante a un láser, pero con un radio de acción mucho más amplio. Apreté frenéticamente el disparador y lo acribillé a balazos, pero se resistía a caer. Le acertó a mi guía… y lo mató. Su descarga siguiente me alcanzó en el costado. Sin embargo en ese momento yo ya lo había rematado. Cayó muerto. Los otros habían huido. Me acerqué a él, le arrebaté la vara y me alejé, sin mirar siquiera hacia dónde iba. Supongo que después de un rato encontraron mi huella… vi que me seguían. Pero habían aprendido la lección. Se mantuvieron alejados, fuera del alcance de mi fusil. Probablemente calcularon que al fin caería y podrían recuperar la vara. Pensé que no tenía salvación, hasta que vi el humo de su cabaña.
—Faltó poco para que pereciera. La quemadura era profunda y podría haberse producido una infección. Me sorprende que haya podido soportar el dolor.
Graves dio un respingo al recordarlo.
—Sí. Tuve que seguir marchando, a pesar de la nieve. Si me detenía o me desmayaba, me matarían. Pero valió la pena.
—¿Por qué? ¿Qué ha conseguido?
—Bueno, la vara —respondió Graves, sobresaltado—. ¿No la encontró en mi mochila?
Ichino recordó súbitamente el tubo de metal gris que había examinado y puesto a un lado.
—¿Dónde está? —Graves se incorporó y giró fuera de la cama, mirando en torno.
Ichino se acercó a la mochila y encontró el tubo debajo de ella, en un rincón. Debía de haberlo dejado caer allí.
—Oh, está bien —dijo Graves débilmente, desplomándose sobre la almohada—. Pero no toque ninguno de los dispositivos del extremo. Se dispara con mucha facilidad.
Ichino manipuló el artefacto cautelosamente. No entendía el diseño. Si se trataba de un arma, no tenía una culata para absorber el retroceso ni para asegurar el apoyo contra el hombro del tirador. Tampoco tenía un guardamonte para proteger el disparador. (¿Ni disparador?). Vio una ligera protuberancia lateral que no había notado antes. (¿La mira?).
—¿Qué es esto?
—No me lo pregunte —contestó Graves—. Una nueva arma del ejército. Muy efectiva. Ignoro cómo la obtuvieron.
—¿Dice que los Patones la… veneraban?
—Sí. Se habían congregado en torno a ella y realizaban una especie de ceremonia. Como un rebaño de Nuevos Hijos o algo así, desgañitándose. —Miró rápidamente a Ichino—. Oh, disculpe si le he ofendido. No soy uno de los Hermanos, pero los respeto.
Ichino hizo un ademán de indiferencia.
—No, no pertenezco a la cofradía. Pero esta arma…
—Es del ejército, indudablemente. ¿Quién podría tener un instrumento tan mortífero? Yo necesité gestionar una serie interminable de certificados para poder llevar conmigo aquel fusil. No se preocupe, que lo devolveré cuando lo recupere. Lo único que me interesa son las fotografías.
Ichino depositó el tubo sobre el aparador de la cocina frunciendo el ceño.
—¿Las fotografías?
—Las que les tomé. Quizá tres carretes, muchas de ellas con teleobjetivo. Probarán que el Patón sigue aquí. La prensa se ocupará de mí.
—Entiendo. ¿Cree que bastará con esto?
—Naturalmente. Este es, con creces, mi descubrimiento más importante. Incluso resultó mejor de lo que había previsto. Los Patones son listos, mucho más veloces que los animales de caza comunes. Quizá no sean el eslabón perdido ni nada por el estilo, pero les falta poco. Muy poco.
La fatiga le apagaba la voz, reducida a un susurro sibilante.
—Creo que debería dormir.
—Sí, claro… claro. Sólo le pido que cuide las películas que hay en la mochila. No deje que nada, usted sabe… la mochila…
Al cabo de un momento empezó a respirar con ritmo regular.
Ichino encontró las películas en un bolsillo lateral de la mochila que antes le había pasado inadvertido. Eran fotos nítidas, bien enfocadas, tomadas con película autorrevelable. La última, del claro, estaba todavía en la cámara. Vistos de espaldas, los Patones no eran más que bultos oscuros, pero el tubo descansaba bien visible sobre una piedra rectangular, en el otro extremo del claro.
Además, los Patones sabían emplearlo. ¿Pero venerarlo? Eso era extraño.
Ichino sonrió. Graves estaba tan abstraído en la búsqueda de los Patones que había perdido de vista su propósito originario. Lo primero que había atraído su atención había sido el fenómeno de Wasco… ¿qué relación tenía con los Patones? Graves no había tenido tiempo de preguntarlo.
Ciertamente, el empleo del tubo gris libraba a los Patones de la interferencia humana. Ay del cazador infortunado que tropezaba con una cuadrilla de Patones provistos del arma fulminante.
De todos modos… parecía muy improbable que esos seres pudieran sobrevivir indefinidamente en ese lugar, donde estaban rodeados de hombres. Claro que eran especialistas en ocultarse, o por lo menos eso daban a entender las crónicas históricas. Pero se limitaban a esconderse en la espesura del bosque… ¿o tenían un refugio especial? Una guarida que los protegía de la tempestad humana…
Un lugar equipado con sistemas de sustentación vital, que aún funcionaban. Una madriguera que amparaba a sus huéspedes, obedeciendo silenciosamente instrucciones remotas. Órdenes que ahora carecían de sentido pero que seguían cumpliéndose.
Un Edén subterráneo para esos hombres primitivos: desbordante de víveres, tibio, ideal para el apareamiento. Un lugar sagrado que se había evaporado un día en medio de una lluvia de polvo nuclear, dejando a una o dos bandas de Patones desamparados en la espesura: pequeñas tribus que se habían evadido casualmente del Edén y que aunque quizá querían regresar estaban condenadas a peregrinar por un océano de árboles y un mundo de hombres, perseguidas por máquinas que batían el aire con paletas giratorias y que transportaban a un cazador fanático, un hombre que seguramente había nacido muy lejos del Edén…